lunes, 17 de diciembre de 2012

60. La deuda de Berlín II. Las reflexiones

En la entrada nº 57 está toda la información que he podido recopilar sobre el dato de la deuda de Berlín, y unas primeras valoraciones. Creo que queda claro que España no debe tener ningún complejo de que seamos más chorizos que los demás: en todas partes cuecen habas, todos los países europeos han contraído deudas (estatales, regionales y de las ciudades), en todas partes han funcionado como si uno pudiera seguir endeudándose indefinidamente, que ya vendrían otros detrás a pagar. En todos lados han empleado los mismos trucos de ingeniería financiera, que no han sido ideados por “lumbreras” españoles, sino copiados de los utilizados previamente por espabilados foráneos, entre ellos muchos alemanes, holandeses y finlandeses, esos que ahora arrugan la nariz cuando hablan de nuestro país.

Así que, si les dicen que somos una especie de apestados, y que los alemanes mean agua bendita, no se lo crean, por favor. En algunas cosas sí somos peores (por ejemplo en la legislación que está generando la ola de desahucios, que no tiene parangón en ningún otro país de Europa, o cuando condenamos al juez Garzón), pero de esto ya hablaré otro día. Creo que el hecho de que Berlín-land deba sesenta mil millones de euros es suficientemente escandaloso, como para que pensemos que la súper-correcta sociedad alemana también se volvió loca en los años del boom (sólo la ciudad de Berlín se volvió diez veces más loca que la más despilfarradora de las nuestras: el Madrid de los años de Gallardón).

La reflexión que quiero hacer hoy es otra: ¿Es correcto que las ciudades se endeuden? ¿Hasta dónde? Muy bien, recurriremos al ejemplo de una familia (salvando las distancias; ya sé que en un caso el dinero es privado y en el otro es el dinero de todos). Por ejemplo, la suya, querido lector anónimo. Digamos que necesita usted cambiar de coche y, a partir de su estatus actual, ha decidido que se va a comprar uno nuevo. Digamos que su precio es, por ejemplo, 30.000 €, dinero que usted no tiene en efectivo.

¿Qué hace usted? Imaginemos que abre una hucha o un calcetín y empieza a guardar lo que le sobra a diario, apuntándolo cuidadosamente. Y llega el día feliz: según sus cuentas, ya tiene veintinuevemilnovecientosnoventaynueve y echa usted un euro más. ¡Aleluya! Entonces agarra el calcetín, se va a un concesionario de venta de automóviles, deposita allí sus ahorros y se lleva su flamante coche nuevo. ¿Conocen a alguien que actúe así? Díganmelo, que ahora mismo llamo al manicomio, para que vayan a por él.

No, señor. Usted no hace eso. Usted va al concesionario y suscribe un acuerdo a tres bandas, con el Banco como tercera pata. Normalmente da una entrada en efectivo, firma una deuda a cinco años o a diez y se lleva ya el coche. El Banco paga al concesionario la diferencia entre el precio total y la entrada, y luego le va cobrando a usted mensualidades en las que le detalla cuál es la parte del principal y cuáles los intereses. Así es como se funciona en nuestro mundo actual, para bien o para mal. El que no vaya por esa vía, será socialmente tildado de gilipollas. El negocio conviene a las tres partes: el concesionario cobra el total al instante, usted se lleva el coche y empieza a disfrutarlo, y el Banco arregla las cosas para ganar con los intereses, siempre por encima de la depreciación del dinero corriente.

Yo tengo la suerte de que la crisis me ha pillado sin deudas, pero he comprado muchas cosas a plazos en mi vida. La última un centro de plancha, ofertón de mi Banco, precisamente. En los tiempos en que yo contraje deudas mayores por compra de casas o coches, lo normal era que el propio empleado de la sucursal bancaria que te daba el crédito te aconsejara y te pusiera unos límites: hasta aquí puedes llegar, si no, vas a ir muy justo. Por lo que he oído, en los últimos tiempos las cosas eran muy diferentes: ese mismo empleado te buscaba y te hacía “una oferta que no podías rechazar”. Si no actuaba de esa forma, lo despedían y contrataban a otro con menos escrúpulos. Por ahí entró el tema espinoso y dramático de las participaciones preferentes, del que les supongo bien informados.

Siguiendo con el coche, es posible que la adquisición de ese vehículo le permita recuperar parte del dinero que ha empleado en comprarlo. Por ejemplo, valorando la reducción del tiempo de sus desplazamientos, la seguridad, la comodidad, o la posibilidad de trasladar a su familia o cargar sus bultos en una mudanza. O ayudándole a marcar estatus. Entonces la compra del coche se convierte en una inversión. Cuando yo acabé la carrera de Arquitectura, el primer proyecto que hice fue una casa rural en un pueblo de Segovia. Como no tenía coche, iba en autobús a las visitas de obra. Hasta que el aparejador me avisó: si quieres que te salgan más proyectos en el pueblo, tienes que tener coche propio, no hace falta que sea muy lujoso, pero la imagen de un arquitecto llegando en el coche de línea es muy negativa para ti.

Ya ven a dónde voy. Las ciudades tienen que invertir. Tienen que endeudarse, pidiendo al Banco un dinero que ya le irán devolviendo, para poder con él hacer obra pública y asumir el mantenimiento de los servicios públicos, las calles y los jardines. Por opiniones como ésta que acaban de leer, algunos me llaman keynesiano. En Madrid hemos vivido posiciones extremas en relación con este tema.

José María Álvarez del Manzano, no se gastaba un duro de más. Fue nuestro Alcalde durante doce años, cambió muchas veces de concejales pero mantuvo a uno fijo: Pedro Bujidos, su mano derecha, el Concejal de Hacienda, que llevaba las cuentas al céntimo (me dicen que se ha muerto hace poco y desde aquí le rindo mi pequeño homenaje). Manzano no hacía más obras que sus mini-túneles, siempre acompañados de un parking de residentes con cuya venta de plazas sufragaba los gastos de obra. Y, el día que se sentía generoso, se rascaba un poco el bolsillo y colocaba una estatua enana, como la polémica Violetera.

Manzano era evidentemente un antiguo y un roña. Se le podría comparar con el hombre del calcetín, del que hemos hablado al principio. Un caso extremo de esa filosofía fue el dictador Ceaucescu (mis disculpas a Manzano por compararlo con personaje tan siniestro): cuando lo mataron, Rumanía no tenía deudas. Pero la población pasaba hambre a mansalva. En tiempos de Manzano, la ciudad más cuidada de España era también la más endeudada: Barcelona.

Entonces llegó Gallardón y se fue al otro extremo: el exceso de deuda. Es como si usted, querido lector anónimo necesitado de un coche, se compra un Ferrari Testarrosa. Me parece muy bien. Que usted lo disfrute. Pero sepa que corre dos riesgos: uno, que tenga problemas para pagar al Banco las mensualidades y dos, que el mantenimiento del coche le resulte demasiado caro para lo que ingresa al mes. Así estamos en Madrid (y diez veces más en Berlín). Las ciudades que no pueden afrontar su deuda son una calamidad.

En resumen: deuda sí, pero con moderación. Endeudarse en exceso perjudica gravemente su salud y la de los que le rodean.  No lo olvide.

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