viernes, 29 de noviembre de 2013

207. Futesas de otoño

Futesas. Bonita palabra. Cosas sin importancia. Al menos sin importancia aparente. Para mí la tienen, si no, no escribiría de ellas. El otoño es una estación maravillosa en Madrid. Ya saben que me fui de viaje a primeros de noviembre, en pleno veranillo de San Martín (ese que le llegaba a todos los cerdos hasta la llegada de Rajoy: ahora se hace de rogar para muchos, pero también les llegará). Salí de aquí con ropa de entretiempo, y sobreviví mal que bien hasta llegar a París, donde me pilló la ola de frío que estamos soportando también por estos pagos. Pero lo más importante: llevaba mis gafas de sol de esquiador. ¿Pueden creer que volví con ellas en el mismo bolsillo? Ni una sola vez tuve que ponérmelas en 13 días por Europa.

La falta de luz incide en el carácter de las personas, más que ninguna otra circunstancia climatológica, es algo demostrado. Cuando yo vivía en La Coruña hace 45 años (entonces hacía peor tiempo que ahora), a mediados de septiembre se empezaba a nublar, y uno se despedía ya del sol hasta abril. Inevitablemente, ese cielo gris influía en el ánimo de las gentes. En mi primera mañana madrileña después del viaje, tuve que ponerme las gafas de sol. Sucedió el día que recibí a una delegación del área metropolitana de Bangkok a los que largué el rollo habitual y acompañé luego brevemente a visitar el Madrid Río. Me dijeron que no querían caminar, así que íbamos en un autobús del que se bajaban en algunos puntos, hacían fotos y se volvían a subir. Traían una intérprete que llevaba cinco años estudiando en España y que me aclaró que todavía estaba admirada de cuánto andábamos los españoles.

Ayer y hoy, apenas he aparecido por el despacho o lo que sea (cubículo con vistas a la llamada pradera). Por diversos motivos he tenido que estar por la calle, y es algo que me encanta, callejear por Madrid en días de diario. Ayer amaneció con los tejados entrenevados. Salí caminando por las callejas del barrio de Cortes, en dirección al edificio de los juzgados de Gran Vía 19. Era ya bien entrada la mañana y por la calle había bastante gente guarecida con guantes y bufandas. El cielo de Madrid era de un azul difícil de describir con palabras, después de que la ligera nevada de la noche hubiera limpiado el aire de contaminantes. Mi visita al juzgado tenía por objeto firmar un acta de apoderamiento, a favor de un abogado del sindicato al que me he afiliado hace unos meses. Cuando empezaron a pintar bastos, decidí sindicarme, para mejor defenderme de la que estaba cayendo.

Por supuesto, no he elegido un sindicato de partido, ni tampoco uno de esos supuestamente apartidistas que le hacen el caldo gordo al PP. Mi sindicato es una agrupación de profesionales, de ámbito exclusivamente municipal, independiente desde sus propias siglas: CITAM, Coalición Independiente de Trabajadores del Ayuntamiento de Madrid. Con su ayuda, llevo ya un tiempo reclamando el premio por 30 años de trabajo, premio que me estuvieron prometiendo durante 29 y medio, hasta que llegó el tío Rajoy con la rebaja. Ya he cumplido los 31 años de tajo, pero estas cosas son lentas. A la puerta de los juzgados había quedado con una chica del sindicato a la que no conocía, excepto por teléfono. Nos presentamos y esperamos un rato más, porque la cita incluía a una tercera persona que debía firmar un acta como la mía.

Con un frío de justicia (nunca mejor dicho) y viendo que la otra se retrasaba, la chica del sindicato decidió entrar y subir a la quinta planta, la de mi juzgado, para ir avanzando. Arriba, la llamó al móvil la otra desde la puerta. Su respuesta: “espérame abajo, pero entra p’adentro, que te arricias”. Bueno, esta es una expresión que no había escuchado nunca, pero la entendí al instante: arriciarse de frío. Después he sabido que se trata de un arcaísmo, de uso habitual entre los pastores del norte de la provincia de León. Así que la chica era paisana de Zapatero. En fin, una palabra nueva hace que ya merezca la pena el día. Paré luego a tomar un café en Gran Vía Uno, restaurante del que ya les he hablado, y seguí hacia Atocha, donde debía coger mi coche para ir al trabajo. El aire se iba templando y la nieve se licuaba en los parterres.

En la plaza del Reina Sofía estaban rodando una película. Me uní al grupo de jubilados mirones y vi cómo repetían una escena: cuatro GEOS y dos policías de paisano, chico y chica, capturaban a un delincuente melenudo que, al verse acorralado, levantaba los brazos y se entregaba. La chica le ponía las esposas y gritaban ¡corten! El delincuente bromeaba entonces con los polis: ¡qué cara de malo pones, cabrón! Es que soy un madero –decía el otro, y vuelta a empezar. Para el rodaje de esa escena de un minuto, había en la plaza unas 50 personas.

Esta mañana hacía bastante frío también. He ido caminando a Cibeles porque debía atender a una nueva delegación extranjera, esta vez de la ciudad surcoreana de Sejong. Hace unos diez años recibí a la Comisión para el Traslado de la Capital de Corea del Sur. Seúl era ya entonces una ciudad un poco colapsada y sobrecargada y estaban pensando en crear una capital administrativa, al estilo de Brasilia, para trasladar allí las dependencias del Estado. Esa nueva ciudad es Sejong, está construida y al año que viene finalizará el traslado de los 30.000 funcionarios del Estado que tienen pensado llevar allí, el 80% del total. El resto seguirá en Seúl. Sejong está a 130 kms. de Seúl, con la que se comunica con un tren rápido, ya en servicio, que tarda 40 minutos.

Esta mañana, después de hora y media de conferencia, hemos ido en bus a Madrid Río y hemos dado un largo paseo, hasta las 13.30. A los coreanos les gusta caminar y lo hemos pasado muy bien. Los coreanos son tipos muy simpáticos, tan occidentales y educados como los japoneses, pero menos formales, con un punto gamberro característico, que se puede ver en el vídeo de Gangnam Style (post #39). Hemos terminado tomando una cerveza en una de las terrazas del parque, al sol del otoño madrileño.

Hablando de cervezas, les pongo aquí el link de una de las noticias que me han interesado en estos días. Un médico madrileño y otro catalán han llegado a la conclusión de que la cerveza, con moderación como yo la tomo, es cojonuda para la buena salud cardiovascular y fortalece los huesos. Dicen también que es falso que engorde y que es buena para las embarazadas, que luego paren niños más sanos. Nada de esto me sorprende. Yo me conservo a base de correr, escribir en el blog y beber cerveza.

Otra noticia. Un estudio publicado en la revista Chemosphere, revela que el Manzanares es el río de Europa con más restos de cocaína en sus aguas. También registra anfetaminas, ansiolíticos y antidepresivos en cifras record. Y digo yo: en ríos es posible que sea cierto, pero ¿habrán medido estos señores el agua de los canales de Ámsterdam? Por otro lado, seguro que también influye el bajo caudal de nuestro aprendiz de río. O sea, que no es que los madrileños seamos los más drogadictos, sino que el Sena en París, o el Tajo en Lisboa tienen mucha más agua.

Tercera futesa o noticia insignificante de las que a mí me gustan. Un chaval de Coslada que se largó a Edimburgo y trabaja allí de conductor de los autobuses municipales, ha sido elegido el mejor conductor de autobús del Reino Unido, un galardón que se entrega desde hace 18 años. Entren y miren la cara del chaval. No me digan que no somos cojonudos.
Que disfruten del fin de semana.

lunes, 25 de noviembre de 2013

206. Un voto al optimismo

Otra vez instalado en la normalidad, encuentro a mucha gente a mi alrededor con el mismo desánimo de siempre. Es todo una mierda, España va de culo, esto no ha hecho más que empezar, es falso que estemos saliendo de la crisis, y esta especie de zona átona y neutra en que nos encontramos sólo es un pequeño momento de alivio en la inexorable pendiente del descenso a los infiernos. Bien, ya saben que soy un optimista inveterado, que defiendo la posición personal proactiva y positiva, porque creo que esa predisposición ayuda cada mañana a afrontar los obstáculos que puedan venir. De la misma forma, estoy convencido de que los pesimistas recalcitrantes se traen sus problemas de casa, de su familia, o de su propia mente.

Por supuesto, no hablo de los que entienden el pesimismo como una invariante en su concepción del mundo, resultado de una reflexión filosófica, probablemente acertada, y que yo respeto profundamente. No hablo de ellos, sino de los cenizos, los que pronostican cada día que cualquier cosa buena que pueda intentarse será un fracaso, y en cambio las iniciativas malvadas y perversas triunfarán, porque, total, todo es una mierda. Me molesta sobre todo la postura de los que, tras decir que todo va muy mal, se van a su casa y se ponen a ver la tele, como si ya no tuvieran más que hacer. Para mí, el optimismo no debe ser el resultado de la inconsciencia o la falta de análisis, sino el fruto de una perspectiva realista, que tenga en cuenta el contexto y el momento histórico en que nos encontramos. Los que tenemos ya más de 60, hemos vivido tiempos difíciles en nuestra infancia y hemos ido mejorando después. Ahora toca reajustarse el cinturón. Pero no perdamos la perspectiva.

Tal como yo la entiendo, la historia de la civilización occidental es un continuo proceso de avance, desde la barbarie prehistórica hasta nuestros días. Un proceso con largas zonas de sombra, incluso períodos de indudable retroceso global, como la Edad Media (momento en que nos adelantaron los musulmanes, primero, y los chinos, luego, como ya he contado). Pero, a partir del siglo XVIII (llamado de las Luces), el avance de nuestra cultura es constante, aunque no lineal. Un avance centrado en la lucha contra la enfermedad, la desigualdad y la pobreza, las tres grandes lacras de la humanidad desde los tiempos primigenios. Si creen que en estos tres aspectos no hemos avanzado nada, les sugiero que lean a Chejov, a Dickens o a Pérez Galdós.  El avance de la ciencia y la técnica, impresionante en los dos últimos siglos, ha sido paralelo al progresivo asentamiento de una cultura democrática, finalmente asentada frente a los sueños del comunismo y el fascismo, ambos degenerados en una deriva criminal, e irremediablemente desacreditados como alternativas.

Después de pasar unos días en los escenarios de las terribles batallas que arrasaron Europa en la primera mitad del siglo XX y asistir a las conmemoraciones del armisticio de la Primer Guerra Mundial, he constatado que la violencia más ancestral ha estado infiltrada en la esencia de nuestra civilizada sociedad hasta hace dos días. Y que tendríamos que dar saltos de alegría los que hemos tenido la extraordinaria suerte de vivir en la segunda mitad de ese siglo terrible, y no en la primera. Porque, con todos sus defectos, sus injusticias y sus miserias, este mundo que tenemos es mejor en su conjunto, que cualquier otro que haya existido con anterioridad. Nunca se había avanzado tanto en la lucha contra la enfermedad. En ninguna otra sociedad anterior la mujer ha gozado de un nivel de igualdad como el actual, y lo mismo podemos decir de los colectivos tradicionalmente segregados por razón de religión, raza u orientación sexual. En cuanto a la desigualdad y la pobreza, estamos en un momento de retroceso, pero yo confío en que volvamos a avanzar. Y la extensión de la información instantánea, a caballo de los nuevos medios digitales, es un arma  en manos del pueblo, a pesar de los riesgos que comporta.

Sentado esto en cuanto al nivel global, qué decir de la posición de España. Pues que estamos jodidos, que hemos alcanzado el “fondo de la piscina”, pero no hay señales de que estemos empezando a remontar hacia la superficie, salvo algunos indicadores macroeconómicos, que no afectan por ahora a la vida cotidiana de los españolitos, recortados, empobrecidos y asustados. También es cierto que no hemos caído tanto como Portugal, ni mucho menos como Grecia, que lo van a tener peor para salir del agujero. Como también es evidente que la especial estructura familiar y solidaria de nuestra sociedad ha ayudado a mitigar los golpes que nos han ido asestando los poderes económicos. Y que en algunos aspectos hemos dado una auténtica lección de civismo y serenidad. Quien ha viajado un poco, tiene claro que en España se vive muy bien. Ahora no tanto, pero todavía se vive globalmente bien.

Yo no les tengo ninguna envidia a países como Brasil, India o Rusia, con cifras positivas en cuanto a todos los indicadores de aumento global de la riqueza, pero con un reparto de esa riqueza totalmente impresentable, por no hablar del gigante chino. Tal vez un día lleguen a crear una clase media, por ahora inexistente. Nosotros estamos luchando por no perderla. Vean el resultado de la huelga de basuras: los trabajadores han aceptado repartir entre todos el ahorro que se quería conseguir echando a la calle a más de mil compañeros. Todos han perdido sueldo, pero siguen juntos y de la mano. Y los ciudadanos han aguantado los inconvenientes de la huelga sin decir una palabra más alta que otra, en una actitud paciente de solidaridad silenciosa con los huelguistas. En nuestro país hay mucha gente peleando por salvar lo que se pueda del llamado estado del bienestar. Ayudémosles.

Estamos mal, pero estamos donde estamos. Hay indicadores precisos de nuestra posición, que atañen a temas como la calidad de vida, la cohesión social o la escasa incidencia del racismo, por ejemplo. Ni un solo magrebí puede decir que su posición en nuestro país haya empeorado después de los atentados del 11-M. Uno de los indicadores más precisos de este tipo de aspectos, no relacionados directamente con la marcha de la economía, es el índice de percepción de la corrupción por los ciudadanos, base de un mapa que elabora la organización Transparency International, actualizado cada año. Podrían pensar ustedes que, con los casos Gurtel, Bárcenas, Fabra, etcétera, estaríamos fatal. Pues no. En nuestro país, somos conscientes de que los políticos son unos chorizos, pero los políticos son una minoría. Y aquí se puede confiar en la policía, los jueces, los funcionarios, los profesionales de cada ramo, algo que no sucede en muchos países. Aquí tienen el mapa de la corrupción de 2012.

Como pueden ver, los países se han ordenado en cuatro niveles. En el más limpio están casi toda la Europa del norte, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Uruguay (país admirable). Nosotros estamos en un segundo nivel, junto con Estados Unidos, Chile, Italia, Portugal, Polonia, Japón y Corea del Sur, entre otros. Hay un tercer nivel que engloba a China, Arabia Saudí, Turquía, los países balcánicos, Marruecos, Argelia y la mayor parte de Sudamérica. Y luego están los más chorizos: casi toda África y la mayor parte de Asia. No les sorprenderá encontrar en este nivel a México, Venezuela, Rusia, Irán, o la India. En una palabra: estamos donde estamos, en la historia y en el mundo. Ni mejor ni peor. Y lo que tenemos que hacer es pelear, apoyar y sumar, no decir que todo es una mierda y quedarnos quietos.

Nada, en cuanto vuelvo de mis viajes me pongo a regañarles. 

viernes, 22 de noviembre de 2013

205. El final del viaje

Lunes 18 por la tarde. Descansé un rato antes del concierto de Noa y consulté las noticias en Internet. ¡Había habido dos tiroteos en París a primera hora de la mañana! Un periodista de Liberation estaba herido grave, y el tipo del fusil había huido. Toda la policía de París le buscaba. ¡¡Uf!! Había un hombre suelto (que no un lobo-hombre) en París, con su fusil dispuesto para disparar a cualquier transeúnte. Salí a la calle no sin cierta prevención, pero la noche era tranquila, no se oían más sirenas que las de costumbre y el Teatre Saint Martin estaba bastante cerca. Tengo ya que decir que el concierto de Noa fue sensacional.

Leo algunos datos sobre Noa, cuya foto tienen aquí al lado. Nacida en 1969, vivió en New York hasta los 17, en que se trasladó a Israel. Su compañero desde siempre, director artístico y mentor, se llama Gil Dor y la acompaña a la guitarra en todos los conciertos. Además lleva un percusionista y un conjunto de cuerda que forman cuatro músicos de Nápoles: dos violines, viola de gamba y chelo. Con ese escueto acompañamiento, interpreta un concierto de dos horas que te deja sin aliento: potente, variado, divertido. Esta mujer menuda, cuyo rostro recuerda vagamente a los de la saga de Lola Flores, desarrolla en escena una energía que no le va a la zaga a la de Angélica Liddell, pero orientada hacia sentimientos positivos. Son como el yin y el yang.

El repertorio abarca todas las músicas posibles: canciones del Magreb, músicas étnicas al estilo Paul Simon, cantos yiddish, alegres sones sudafricanos, cantos religiosos del Yemen, baladas maravillosas, arias de ópera que ella misma compone, canciones bufas napolitanas y todo lo que se quieran imaginar. Su voz es potente y no se arruga ante los palos más altos. Gil Dor la acompaña con una guitarra española de la que es un virtuoso. Pero es que la propia Noa toca los bongós en serio. De tanto en tanto se sitúa tras los cuatro bongós que hay al fondo del escenario y monta un escándalo ensordecedor sin dejar de cantar. En esas tesituras, el percusionista se limita a apoyarla con una panderetita.

En cuanto a los napolitanos, llamados Solis String Quartet, pues son capaces de convertirse en una orquestina de las que tocan en los cafés de Argel, una orquesta clásica de cámara, o lo que haga falta. Hacia la mitad del concierto, se fueron los demás músicos, bajó la luz y se quedaron en la escena en penumbra sólo Noa y Gil. Entonces se marcaron una versión intimista y sentida del High in the sky de Amen Corner que nos puso a todos la carne de gallina. Fue un momento de una belleza extrema, que suscitó la ovación del público puesto en pie. A continuación, se quedaron en escena los Solis String Quartet y se marcaron una pieza jazzística en tres por cuatro, que hubiera firmado el mismísimo Weather Report de Joe Zawinul & company.

En la segunda parte, sin transición, Noa siguió desgranando su repertorio variado, repleto de sorpresas. Para la pieza religiosa del Yemen se sientan ella y el percusionista con sendos instrumentos tradicionales, similares a latas de queroseno, de los que extraen una sonoridad impensable. Para la pieza en que presenta uno a uno a sus músicos se marcan un blues digno de Bessie Smith, y hacia el final conceden interpretar alguno de sus éxitos más conocidos. Hubieron de dar dos bises de varias canciones a requerimiento del público entusiasmado. Salí del concierto y celebré lo bien que me lo había pasado obsequiándome con una ensalada napolitana gigante y una pinta de Grimberger de presión en una pizzería frente al teatro.

El martes 19 repetí mi rutina del café-crème y el croissant. Los periódicos se centraban en la caza del hombre del fusil, y el dramático partido que la selección de fútbol jugaría por la noche en el Parque de los Príncipes. Me llamó la atención una tercera noticia. Un ingeniero de caminos francés, que llevaba secuestrado casi un año en manos de una guerrilla islámica del norte de Nigeria, había logrado escaparse. No daban grandes detalles: el tipo tiene 63 años, su familia vive en la isla Reunion, sus captores eran el grupo Ansaru, disidentes de la secta islámica radical Boko Haram, el hombre se había escapado “por sus propios medios” y llegaría a París en dos días. Y la reacción de su señora en Reunion al enterarse de todo esto (en una traducción libre del francés): ¡Olé sus cojones! ¡Ese es mi chico! ¡Bien por él!

Hoy he dedicado el día de nuevo a pasear por París con Philippe. Él tenía algún asunto que resolver cerca de la Place d’Italie y, con motivo de eso, hemos visitado el barrio de La Butte aux Cailles, estructurado en torno a la calle del mismo nombre. Hemos comido en el restaurante de la antigua Societé Cooperative Ouvrière de Production, un lugar muy agradable de comida casera. Todo el mundo hablaba del partido de la noche. Philippe me ha confesado que su deseo es que pierda la selección, para que de una vez dejen de le casser les pieds. Es una forma educada de decir que ils le cassen les cuilles. Luego hemos caminado un rato por la Avenue des Gobelins para bajar la comida, aunque empezaba a hacer frío en serio. Después hemos tomado el Metro para ir a la otra punta de París, la zona norte.

Philippe quería enseñarme varias actuaciones a ambos lados del pincel de vías de la Gare du Nord. Por un lado el 104, un centro cívico construido a partir de la rehabilitación de las cocheras de la Funeraria de París, donde se guardaban las antiguas carrozas negras tiradas por caballos del mismo color. Ahora es un equipamiento ciudadano luminoso, con un espacio acristalado donde muchos jóvenes de las deprimidas barriadas multirraciales del entorno practican malabarismo y otras disciplinas circenses, así como breakdance, arte experimental, talleres de todo tipo y actividades culturales diversas. Al otro lado una actuación urbanística pública que está finalizando su ejecución, con una banda de vivienda social y otra de equipamientos, con una zona verde en el extremo. La actuación se desarrolla mediante una empresa mixta, con total control público. Qué envidia me da el Ayuntamiento de París.

Para regresar hemos atravesado el barrio donde viven todos los pakis, hindúes, tamiles y bangladeshíes. Es como darse una vuelta por Bombay. Conocía las barriadas de los negros, los chinos y los magrebíes (Philippe me llevó a visitarlas en viajes anteriores), pero esto nunca lo había visto. Luego fuimos a comprar un paquete de trufas en una tienda de chocolates y nos despedimos. Las trufas eran para mí, para un regalo. A segunda hora debía visitar a mi sobrina, que vive en París con su marido y sus dos preciosas hijas. Pasé un rato muy agradable con ellos y regresé después caminando, con un frío helador, en medio de las ovaciones estruendosas que salían de los bares. Ya saben que Francia ganó.

El miércoles 20 repetí desayuno en el sitio de costumbre. La prensa casi hablaba sólo del triunfo épico de Francia, al que dedicaban el 75 % del espacio. Que el tipo del fusil anduviera todavía suelto pasaba a segundo plano. En un rincón daban más detalles del rehén escapado. Ni un solo día en su largo encierro se había dejado llevar por el desánimo. Caminaba cada día entre 10 y 15 kilómetros dando vueltas dentro de su celda. Escribía febrilmente reflexiones sobre poleas y temas técnicos. Y preparaba la fuga. Después de tanto tiempo lo habían dejado al cuidado de un solo guardián. Había estudiado sus rutinas y había bricolé (no sé cómo traducir esta palabra) el cable de la cerradura que le encerraba. Aprovechando el inicio de las abluciones rituales previas al rezo matutino de su guardián, este héroe salió pitando, corrió 4 kilómetros y tuvo la suerte de llegar a una carretera donde pudo parar un mototaxi, a cuyo conductor pidió que le llevara al puesto de policía más cercano. Sí, señor, con un par de cuilles. No me resisto a ponerles aquí la imagen de este hombre de 63 años que empezó por vencer al miedo y luego ganó las demás batallas.

Subí a casa de Philippe, hice las maletas, me despedí de mis anfitriones y bajé caminando por la rue Montorgueil hasta el nudo de Chatêlet-Les Halles, el intercambiador de transportes más grande del mundo. Allí tomé el RER al aeropuerto de Orly. Ante la puerta de embarque le mandé un mensaje a Philippe: “He   pasado la seguridad, han comprobado que no soy el hombre del fusil y voy a subir al avión”. En el Boeing 737 de Air Europe me tocó un asiento de cola. Estaba cayendo un aguanieve incipiente sobre la pista del pequeño Orly. El pasaje estaba lleno de españoles, incluyendo varias familias con niños pequeños, todos bastante inquietos.

A poco de despegar, el más tocapelotas de los niños empezó a llorar y a berrear: “YO QUIERO IR A PARÍS, YO QUIERO IR A PARÍS”. Así se pasó la mayor parte del vuelo. Me entraron ganas de ponerme a gritar con él, en solidaridad. Yo también quería volverme. Yo también quería seguir zanganeando por Europa. Pero a las 7 estaba en Madrid. Cogí el Metro y me dirigí otra vez a mi rutina.

jueves, 21 de noviembre de 2013

204. De vuelta en París

Amanezco el 17 en Ámsterdam y, como el día anterior, desayuno abundantemente en el buffet. Luego hago las maletas y las dejo en el almacén del hotel. A continuación atravieso de nuevo la ciudad dormida, para llegar a primera hora al Museo Van Gogh. Estoy prácticamente solo, en el silencio de las salas. He visto este museo varias veces pero me gusta repetirlo. Van Gogh es uno de mis pintores favoritos, junto con Modigliani y Hopper. Su trabajo incansable se concentró en sólo diez años, los transcurridos desde que decidió ser pintor, hasta su muerte, completamente loco. La exposición que muestra hoy el museo es diferente a la que ya he visto otras veces, se centra en su aprendizaje y va mostrando sus progresos, de forma muy didáctica. A cambio, no incluye algunas de las obras maestras que atesora este museo.

Salgo a las 11.30, después de haber comprado los últimos regalos para la gente a la que quiero llevar un detalle. El museo está ahora lleno, con importante presencia de japoneses, seducidos por la conexión de Van Gogh con el arte de su tierra. En la puerta hay colas como para esperar más de una hora, y sucede lo mismo en el Rijks. Decido regresar por una ruta alternativa, para echarle un ojo a la Westerkerk y a la casa de Anna Frank. La primera está cerrada y la segunda tiene una cola doble que las de los museos. Ante ello entro en un café al lado, que ofrece the best croissants in A’dam. Aquí también gustan de las abreviaturas. El croissant no tiene nada que ver con los de París, así que les he pedido que me lo pongan a la plancha. Total ya no voy a comer nada hasta la cena. El café tiene WiFi libre. Pido la clave (customer) y me entero de que el Deportivo va ganando 2-0 al Mallorca.

Regreso hacia la zona del Dam y me encuentro una animación inusitada. Hoy es la cabalgata que cada año celebra la llegada de San Nicolás, repartiendo juguetes y regalos a todos los niños. Aquí se celebra el 17 de noviembre, son previsores. Luego he leído en algún periódico que hubo incidentes por la protesta de los que consideran racista que los pajes de San Nicolás sean negros. Pero yo no vi nada. Sólo vi una cabalgata larga, un poco pueblerina, con tractores apenas disimulados bajo cuatro guirnaldas, con cientos de pajes con la cara pintada de negro lanzando caramelos a puñados, y una masa nutrida de niños y padres alrededor, pasándolo pipa. Mi problema era que ambos lados de la caravana estaban protegidos con vallas de la policía, y yo no podía cruzar el Dam para llegar al hotel y recoger mis maletas.

Seguí el desfile por fuera y llegué al puerto. Ahora tenía la estación de tren a mis espaldas, y el Koopermoolen Hotel al otro lado de la procesión. Esperé un poco más, conseguí un lugar de primera fila en medio de la masa y vi pasar la carroza del propio San Nicolás, un tipo con barba blanca postiza, muerto de risa sobre una montaña de purpurina. Aquello era interminable y el tiempo se me echaba encima. En un momento dado, lo vi claro: o actuaba o perdía el tren. Llamé a uno de los encargados del orden que pululaban entre las carrozas arriba y abajo, y le pregunté cómo podía pasar al otro lado. Me dijo que debía esperar a que terminara el desfile, unos 15 minutos. Cuando se alejó, intenté destrabar dos vallas entre sí, para abrir un paso, pero no podía. Le expliqué a un chaval que seguía la procesión a mi lado lo que me pasaba y mi imperiosa necesidad de cruzar al otro lado ya. Lo entendió y me ayudó. Entre los dos hicimos fuerza y levantamos una valla. Pasé al centro, la colocamos otra vez y le di las gracias.

Crucé por un hueco entre dos carrozas. Los de la organización pasaban de mí. El problema estaba al otro lado. Llegué frente a una abuela que miraba la procesión y que, al verme llegar, lo que hizo fue subir a su nieto a la valla, para que viera mejor. Le expliqué mi problema y le pedí que bajara al niño para que yo pudiera destrabar la valla. En actitud borde me dijo que lo que yo le contaba no era su asunto y que hiciera el favor de quitarme de en medio, que ella llevaba toda la mañana guardando aquel buen sitio para que su nieto viera la cabalgata, y no a un pasmarote vestido de negro y plantado en medio. Era una matrona de brazos potentes, gesto inquebrantable, pelo rizado y bigote amenazador. No me quedaba otra que marcharme. Seguí hacia la cola del desfile, hasta que vi un hueco entre los  espectadores. Allí lo que hice fue subirme al travesaño inferior de la valla y pasar una pierna y luego la otra por encima. Llegué al hotel, reorganicé mis maletas, consulté un instante Internet (el Depor había ganado 3-1) y salí ya con el equipaje.

El desfile terminaba y venía un coche escoba recogiendo todas las vallas. Llegué a la estación sin novedad y me subí a un tren Thalis con destino París, mucho menos lleno que los anteriores que había cogido. Aproximadamente a las 6 de la tarde me bajé en la Gare du Nord y busqué el Metro para llegar a casa de Phiippe. Cuando me hube instalado y saludado a la familia de mi anfitrión, bajamos él y yo a tomar un café con su hijo Fabrice que se volvía al destino que tiene en su nuevo trabajo, junto a la frontera belga. Hacía unos diez años que no veía a Fabrice, desde que entregamos el proyecto LASDO en Colombo, Sri Lanka. Ahora ya no es un joven delgado y tímido, sino un hombre maduro y seguro de sí mismo. Inevitablemente acabamos hablando de los belgas y lo bolos que son. Se sorprendió de saber que los holandeses también hacen chistes de belgas, y me dio algunos datos al respecto, que ya les contaré otro día.

Cuando se fue, Philippe me llevó a un restaurante indio de la rue du Faubourg de Saint Denis, ese territorio en disputa entre los indios, marroquíes y africanos que pululan en torno al antiguo mercado, y la nueva clase social de los bobos (bourgueois bohèmes) de la que les hablé el año pasado. Esta especie de pijos gauchistes han decidido que es muy cool venir a vivir a esta zona marginal y van ganando terreno en el barrio. Entre ellos hay una versión aun más sofisticada: los bling-bling, los bobos informatizados, provistos de los últimos modelos de smartphones y tablets y todo el rato dándote la paliza con sus prestaciones. En la calle se intercalan ya los comercios y bares de ambas clases en lucha por el espacio urbano

El lunes 18, me levanté tarde y bajé a tomar un café-crème con un croissant de los de verdad al café de la esquina Reaumur-St. Denis. El periódico hablaba de lo difícil que lo tenía la selección francesa para pasar la repesca, la visita de Hollande a Palestina y otras naderías. Di un breve paseo y encontré el barrio tapizado de carteles que anunciaban el concierto de Noa, esa misma noche, en el Teatre St. Martin, allí al lado. Noa es una cantante israelita que me gustaba mucho antes, pero hacía tiempo que no sabía de ella. Pensé en acercarme a la taquilla por la tarde. Subí a mi cuarto y rematé un post que tenía empezado. A la una salimos Philippe y yo a nuestra cita con el resto del equipo del proyecto LASDO. Decidimos ir caminando, en dirección a la Bastilla, porque la cita era en un restaurante de la rue Henry IV, al lado de donde ellos trabajan, y donde Philippe tuvo su oficina durante años.

Como les dije, le había escrito a Chantal, para ver si podíamos vernos. Desde que acabamos nuestra colaboración sólo he seguido en contacto con Philippe. Diez años más tarde Chantal está muy guapa y desprende serenidad. Antes no tenía pareja y ahora sí la tiene. Todos han avanzado en este sentido. Bárbara tiene una preciosa hija de dos años y medio. Y por cierto que había leído mi novela La Human Race y estaba encantada. Se la había pasado Philippe. Yo desconocía que leía en español con soltura y por eso no se la había mandado. En cuanto a Alain el quebecois, sus hijas tienen ahora 19 y 15 años. Dedicamos parte de la comida a enseñarnos fotos de los hijos, y ellos informaron a Philippe de novedades en el trabajo y pequeñas noticias de compañeros que no conozco.

Por lo demás, las risas de siempre. Nos ofrecieron el menú del día y, entre los segundos, había tête de veau. Yo dije que no sabía si tomar tête de veau y Bárbara puso una cara de asco tremenda. Entonces dije que no, pero Chantal protestó: por qué no; ella iba a tomar tête de veau que estaba buenísima. Bárbara parecía a punto de vomitar. Entonces terció Philippe con su humor normando: “no te preocupes, Emilio, los sesos no te los tienes que comer, y los cuernos son sólo de adorno”. Alain se sumó a la coña: “también te ponen el ojo, pero puedes hacer como que no te mira”. Finalmente decidí que, si Chantal pedía tête de veau, yo también. Estupenda decisión: la tête de veau no era otra cosa que carrillada, y estaba exquisita.

Después convencieron a Philippe de que les acompañara a la oficina y pasamos media tarde saludando a los compañeros, algunos de los cuales me recordaban. Durante tres años vine muchas veces a estas oficinas. Después, Philippe y yo volvimos a caminar al relente del atardecer parisiense. El día había sido soleado, pero la temperatura era baja. Nos acercamos a la taquilla del Teatre Saint Martin y preguntamos el precio de las entradas del concierto de Noa. Había de 30, 35 y 40 euros. Philippe me animó: era un buen concierto y el precio no era excesivo. Le conté a la taquillera que no veo bien de lejos y que pagaría los 40 euros de la butaca de patio si me daba una buena localidad. Había una en el centro de la fila 4.

Ya saben que soy de la teoría de que las ocasiones que te salen al paso hay que aprovecharlas porque, si no, se pierden para siempre. Compré mi entrada. Philippe tenía esa noche obligaciones familiares y no me acompañaba. Mañana les cuento el concierto de Noa y el final del viaje. Les dejo con una foto del Sri Lanka Team. Como Philippe no sale muy bien, medio escondido en el lado derecho, les pongo debajo la foto que le tomé al día siguiente. Que duerman bien.



miércoles, 20 de noviembre de 2013

203. Ámsterdam II. Performances

Nos quedamos ayer a las puertas del teatro Stadsschouwburg. Tengo que completar mis informaciones previas sobre la obra de la señora Liddell. Según los papeles que me dieron al entrar, Angélica Liddell descubrió en Sanghai un fenómeno que le fascinó, cuando estaba escribiendo esta obra. En las esquinas de la nueva metrópoli china, hay parejas de bailarines de vals y danza clásica, perfectamente vestidos de etiqueta, que danzan en la acera al son de una música enlatada, a cambio de las monedas que les echen en la gorra. Igual que aquí tocan el saxo o el acordeón, allí interpretan los valses de Strauss. Me callaré mis reflexiones sobre lo que esto nos muestra de la nueva realidad china, donde gente culta como ésta ha de sobrevivir de tal manera. El caso es que Liddell organizó un casting en Shanghai, seleccionó a los dos mejores y los incorporó a su compañía, para que se sumaran a la obra en preparación, en donde podrían bailar al son de una pequeña orquesta de cámara.

¿Qué decir de Todo el cielo sobre la Tierra? Bueno, ya saben que yo aquí digo lo que me da la gana y me la suda que me consideren un antiguo, demodé, carca y casposo. Les juro que abordé el espectáculo con la mejor de mis predisposiciones, que me senté dispuesto a disfrutar de una maravilla única. Pero mi sensación global fue de decepción. Angélica Liddell es una monologuista excepcional, capaz de gritar, aullar, llorar, vomitar, arrancarse la ropa a estirones y otros excesos en escena, que dejan helado al respetable. Tiene un registro de voces que le hubiera permitido doblar a la niña de El exorcista sin apuros. Y justo es eso lo que vende. El público va a presenciar cómo esta mujer menuda se vacía en escena hasta quedar exhausta, en lo que ella misma llama pornografía del alma. Pero un cosa es ella y otra el espectáculo, que tiene una duración de dos horas y media.

La obra tiene tres partes muy diferenciadas, pegadas entre sí con Kolinón del más barato. La primera dura unos quince minutos y nos muestra a Liddell sola, vagando por un paisaje desolado. En ese rato repite innumerables veces una sola frase: ¿Dónde está Wendy? La susurra, la grita, la aúlla y la vocifera de muchas formas (lleva un micrófono adosado a la boca, que amplifica los mínimos suspiros). En el centro hay un montón de tierra que representa, suponemos, la isla de Utoya. Liddell se lanza sobre ella y simula masturbarse contra el suelo, logrando un orgasmo que duele sólo de oírlo. Uno se queda agotado después de estos quince minutos, que responden a las expectativas y, a la vez, parecen ser el preludio de algo grande.

La segunda parte, sin transición, presenta a todos los demás actores, mientras Liddell permanece en escena en un discreto segundo plano. Aquí aparecen noruegos, algunos chinos y otros sudamericanos. Son todos bastante malos. Entre los hispanohablantes hay por lo menos un mexicano que no muestra una gran convicción en lo que hace, y menos cuando le dan la réplica en noruego. Una china bastante hierática y vestida con un traje tradicional (Liddell confecciona personalmente todo el vestuario) se larga un recitado interminable sin mover un solo músculo facial. Se pueden imaginar lo que pillé de un monólogo en mandarín con subtítulos en holandés. Todo se pretende tremendo, pero resulta un poco patético.

A continuación, y dentro de esta segunda parte, una voz en off explica en inglés lo que yo he contado en el primer párrafo de este post sobre los bailarines callejeros de Shanghai. Salen a escena los ocho músicos de la orquesta de cámara, vestidos de etiqueta, se sientan y afinan sus instrumentos. Luego sale la pareja de bailarines. Y empiezan sus danzas, anunciadas por la misma voz en off: “y ahora, el vals del amor y la tristeza”. “A continuación, el vals de la desesperación y la muerte”. No hace falta que diga que músicos y bailarines son estupendos. Pero al tercer vals, uno está hasta la gorra. Todos los actores de la función permanecen en escena, miran cómo baila la pareja y, a veces, también bailan un poco en su esquina. Es una parte larguísima, sin ninguna relación con lo demás. Uno no puede menos de pensar que, ya que han contratado a ocho músicos de clásica, y dos bailarines de Shanghai, pues hay que darles mucha cancha para justificar su inclusión. Los chinos están, por supuesto, felices, mucho mejor que en la calle. Y los músicos hacen correctamente el trabajo por el que les pagan.

Entonces, todo el mundo menos Liddell, abandona el escenario y da comienzo la tercera parte, un monólogo de la propia artista de una hora y cuarto. Es tremendo. Liddell desarrolla un texto terrorífico en el que se burla del buenismo, el optimismo y cualquier otro pensamiento positivo. Todos los humanos somos una panda de cabrones, todos llevamos en nuestro interior la maldad y la vileza y sólo aguardamos el momento oportuno para sacarla al exterior. Se mete especialmente con las mujeres a las que tacha de hipócritas, sobre todo las que alcanzan la maternidad, el horror supremo de traer al mundo más seres humanos a que sufran y se conviertan en nuevos cabrones. La sociedad les premia el esfuerzo otorgándolas lo que ella llama el “suplemento de dignidad”. Una mujer puede ser una hija de puta pero, una vez que se convierte en madre, adquiere ese suplemento de dignidad.

Los hombres, por supuesto, no salimos mejor parados. Liddell vocifera estas reflexiones, entre alaridos desgarradores, llora a gritos, se sorbe los mocos que le caen de la nariz, lanza hipos y eructos, se tira al suelo y vomita literalmente, se arranca pelos, tiene un par de supuestos ataques epilépticos, y sólo le falta tirarse pedos, lo que traspasaría el límite de lo trágico para caer en lo bufo, algo que esta señora para nada pretende. Al final, la señora acaba agotada en el suelo y el público, en vez de tirarle tomates y huevos en respuesta a sus insultos, le aplaude embelesada. ¡Qué buena es! –piensan–, nos ha puesto verdes, se ha ciscado en todos los valores que sustentan nuestro mundo y en los que creemos firmemente, pero qué bien que lo ha hecho. Este es el absurdo del teatro actual. Liddell saluda sudorosa, sonriendo por primera vez, arropada por sus compañeros los actores malísimos, los chinos exultantes de felicidad y los músicos circunspectos y serios. 

Me encaminé a mi hotel, otra vez atravesando las hordas de juerguistas de todas las edades y condiciones, feliz de regresar a la vida real y con la sensación de que me habían estafado con la parte central de la obra que había visto. Por 13 euros no me puedo quejar. Creo que Liddell es una monologuista muy buena, que podría limitar su teatro a eso y que lo demás le sobra. Esta es mi opinión y ténganla en cuenta porque la compañía viene ya a París, donde repetirá su éxito arrollador y seguramente pasará en algún momento por Madrid, precedida de una campaña tendente a convencerles que nos serán ustedes lo suficientemente modernos si se pierden esta maravilla.

La noche antes de salir de viaje asistí en Madrid a la función Los hijos de Kennedy. No he hablado de ella, porque mi sensación fue parecida. En este caso, cinco actores excelentes (soberbia Maribel Verdú) permanecen todo el tiempo en escena, pero no hablan entre ellos. Sólo con el público. Una luz cenital ilumina al que habla, los otros se mantienen estáticos en la penumbra. Es una sucesión de monólogos alternados. Los textos son muy buenos, pero resulta cansado y nada divertido. Supongo que esta es una línea del teatro actual, que subraya la incomunicación entre los mundos y las personas. Pero para mí es algo un poco coñazo. Debo de ser un antiguo.

Dormí bien, sin embargo, después de mi jornada en Ámsterdam. Al otro día debía madrugar para estar a las 9 a la puerta del Museo Van Gogh y aprovechar la última mañana en la ciudad de mis sueños. A mediodía tomaría el tren a París desde donde estoy escribiendo. El Internet de casa de Philippe no va muy bien con mi ordenador y por eso me he vuelto a retrasar en el recuento de mis aventuras. Espero que no les importe demasiado. 
   

202. Ámsterdam deep in my heart

Muy dentro del corazón. 16 de noviembre, sábado. Anoche mi amiga R. me preguntó si íbamos a vernos hoy. Le respondí que yo traía un programa definido: visitarla el viernes por la tarde, como había hecho, y dedicar el sábado a vagabundear a mi aire por la ciudad, recuperando las antiguas rutas por las que me moví hace tantos años… Es bonito volver a una ciudad y comprobar que sigue viva y en plenitud. Y así es como está la capital económica de Holanda.

Ámsterdam es una ciudad peculiar, ya desde su mismo plano. La forma en que se construyó el canal del Singel, abrazándola por el suroeste y domesticando el curso del río Amstel (por cierto, singel en holandés significa anillo, no soltero). Y cómo a continuación se construyeron hasta cuatro canales anulares concéntricos más, estos sí, cerrando el semicírculo completo hasta el mar. Y la cantidad de casitas para viviendas, comercios y almacenes, con sus típicos frontispicios triangulares escalonados, que rellenaron el territorio entre estos canales. Su gran crecimiento tuvo lugar entre los siglos XVII y XIX. Al comienzo de la Gran Guerra, su población era ya de 800.000 habitantes, tamaño que se ha mantenido hasta nuestros días, si bien ahora sirve a un área metropolitana de millón y medio.

En los setenta, Ámsterdam era la meca del hipismo, junto con San Francisco. Los colegas viajaban a este Eldorado del porro y la libertad y volvían contando maravillas. Los más pudientes se estiraban hasta Christianía, en Copenhague, donde además de todos los placeres de Ámsterdam, disfrutaban de la delicia de ir en pelotas todo el día, aprovechando las temperaturas veraniegas, porque este tipo de excursiones del vicio tenían lugar de forma ineludible en verano. Hoy, después de comerme el desayuno de buffet incluido en el precio, he dejado el hotel Koopermmolen temprano y he recorrido hasta el final la Warmostraat, casi vacía, excepto por algún grupo de rezagados de la noche, que se retiraban a sus cubiles, después de que la luz del día les hubiera revelado su miseria real. Entre las putas de las vitrinas que rodean la Oude kerk (iglesia vieja), hay algunas madrugadoras, que mantienen las luces encendidas, y su maquillaje y su cuerpo en estado de revista, en busca del improbable cliente de la resaca del friday night.

He cruzado el Dam, antesala del Royal Palace, también vacío excepto por algunos turistas japoneses madrugadores. Hacía ese frió húmedo de las mañanas amsterdamers, que acaba templando al cabo del día, dando lugar a atardeceres más cálidos. Tomé la Kalverstraat, la vía peatonal donde se concentran las tiendas de las marcas más caras, todas cerradas todavía. En el centro, apenas visible, hay una pequeña entrada a una iglesia sin especial interés, en donde ya había algunas abuelas rezando. Poco más allá, el Ámsterdam Historical Museum, también abierto. La religión y la cultura discretamente camufladas en medio de la exuberancia del comercio. Entré al jardín del museo y descubrí el nuevo eslogan de la ciudad, a la manera del I love NY del corazoncito: I am’sterdam. Aquí una imagen.

Al final de la Kalverstraat, pasando por el arco bajo el edificio de la Munttoren Mint Tower, se llega al mercado de las flores, instalado en una serie de barcazas que ocupan un sector del Singel. Aquí empezaba a haber actividad, con los turistas ya desayunados comprando bulbos de tulipanes, flores y tiestos de pequeños cactus de floración sorprendente. Frente a los puestos hay tiendas de quesos holandeses excelentes. No es difícil comprar regalos para los amigos en Ámsterdam, los productos te saltan a la cara. Al final del mercado de flores, girando a la izquierda por la Konningsplein, se alcanza la Leidsestraat, la vía que lleva a mi zona preferida de Ámsterdam: el entorno de la Leidseplein, en donde se sitúan algunos de los principales templos de la cultura y del ocio.

La última vez que había visitado esta ciudad, era verano y la plaza estaba llena de terrazas abarrotadas. Ahora, el centro estaba ocupado por una pista de hielo, similar a la que cada invierno se instala en el Rockefeller Center de NY. Girando a la derecha encontré el Melkweg, renovado y en plena forma. ¡Qué extraordinarios conciertos en el Melkweg, entre el humo de la marihuana y los vapores de la cerveza! Los primeros colegas que viajaron hasta aquí regresaron alucinados: “tienes que ir al Paraíso y al Milki-güey, tio, esos son conciertos y no los de la MM, chaval”. En mi primer viaje tuve que averiguar que se trataba de las salas Paradiso y Melkweg. En el hall se anuncian ahora actuaciones de conjuntos de rock que ni me suenan, aquí siempre se han especializado en los grupos que empiezan.

En la misma plaza, el Stadsschouwburg, el teatro de referencia de Ámsterdam. He entrado a ver la programación y he encontrado algo de interés para la tarde-noche: Angélica Liddell, la musa del teatro de vanguardia europeo, representa su nueva obra “Todo el cielo sobre la tierra”, escrito así en español. La señora Liddell, cuya imagen les adjunto, es española y me suena vagamente de un amplio reportaje aparecido no hace mucho en el Smoda de El País. En los carteles he averiguado que la obra parte del personaje de Wendy, la compañera de Peter Pan, quien, buscando el mito de la eterna juventud, alcanza la isla de Utoya. Allí, el asesino  Anders Breivik se la carga, junto a otros 68 jóvenes, posibilitando de esta terrible manera que se haga realidad su sueño de no ser nunca viejos. Pregunté en la taquilla el precio (13€) y si quedaba alguna entrada cercana, porque no veo bien de lejos. Me ofrecieron una entrada en la fila 13. Acepté, y mi butaca era la número 13. Tres veces esa cifra, eran buenos augurios de un espectáculo único.

Caminé luego hacia el grupo de edificios llamado Pathe City, donde está el Hard Rock Café y en cuya plaza se juegan partidas de ajedrez con piezas gigantes de plástico. En los 80 hubo algo similar en la plaza de Santa Ana de Madrid, pero pronto robaron las piezas y el pequeño cubículo donde se guardaban se convirtió en el lugar donde dormían dos vagabundos, pies contra pies. Todo eso sucedió antes de que el concejal Matanzo se cargara la vieja plaza, para fastidiar a los que montaban allí un mercadillo muy concurrido. En la Pathe City, competían hoy un negro con gorra de rastafari, de la que salían largas trenzas, contra un tipo con pinta de estibador del puerto de Amberes. Un poco más allá, el Paradiso, el otro centro de referencia de la música de rock en directo. Parece algo más deteriorado que el Melkweg pero, a cambio, anuncia al grupo Primal Screams, cuyo nombre me suena vagamente.

Cruzando el canal Singelgraacht y siguiendo hacia el sur, se llega ante el Rijksmuseum, el gran museo de Ámsterdam, donde se pueden contemplar La Ronda de Noche, y otras maravillosas obras de Rembrandt. En mi última visita estaba en obras, que ya están finalizadas. En el punto central de la fachada hay habilitado un paso para peatones y bicicletas que cruza bajo el edificio y conduce a la Museumplein, la plaza de los museos, alrededor de la cual se sitúan, además del Rijks, el Stedelijk Museum (Museo de Arte Moderno de la ciudad) y el Museo Van Gogh. Al fondo, el Concertgebouw, templo nacional de la música clásica, rodeado de tiendas en donde se venden los últimos discos publicados. Eran ya horas avanzadas de la mañana, y había unas colas monstruosas para entrar a cualquiera de los museos. Me acerqué a la puerta del Van Gogh. Quería saber si abrían el domingo y si había alguna forma de evitar las colas. Me dijeron que sí y que a las 9, hora de apertura del museo, era el momento ideal para visitarlo, porque estaría prácticamente vacío.

Estuve un rato viendo la performance de un grupo de breakdancers extraordinarios y emprendí el camino de vuelta. Pero pasé de largo ante el Rijksmuseum y continué bordeando el Singelgracht Canal, hasta tomar la Berenstraat hacia el centro. Allí encontré un pequeño restaurante para comer algo. Se llamaba De Struivesvogel, se anunciaba como un lugar que ofrecía productos biológicos contrastados y había que bajar unas escaleritas para llegar a la sala. Me comí una ración de Paté de veau met bruschetta und abrikozen compote, acompañado de una cerveza belga, y rematé con una Chocolade moddertart met frambozenroom. Ahora no me digan que no entienden el holandés.

Continué hacia el centro, volví a cruzar el Dam y recorrí la Warmostraat hasta el hotel. Allí descansé un rato, me lavé los dientes, eché una cabezadita y escribí un texto para el blog. A las 7 me puse en marcha de nuevo en dirección al teatro. Como llegué con tiempo, tuve margen de comerme una salchicha bratwurst gigante en un puesto de la Leidseplein, y entrar a tomarme una pinta de cerveza en un irish pub justo enfrente del teatro. Después de eso, entré, subí unas largas escaleras y accedí a mi localidad. Me dieron un papel con información sobre la obra que iba a presenciar y allí averigüé que el espectáculo era en español, mandarín y noruego, con subtítulos en holandés. Fastuoso. Por hoy ya tienen bastante. Mañana les cuento la impresión que me causó mi velada de teatro en el Stadsschouwburg.

lunes, 18 de noviembre de 2013

201. Dos por uno

Intento comprimir mis posts de viaje para contar dos jornadas en un solo texto, si no, no me voy a poner nunca al día. El 14 desayuné, escribí mi post y me vestí de corredor con doble camiseta, por el frío previsible. El día era lluvioso y cerrado, condiciones que no son las mejores para correr, excepto para un coruñés. Había comprobado en el Google Maps que al final de la Avenida Winston Churchil hay un parque muy grande. Se llama el Bois de la Cambre, y tiene un camino principal con forma aproximada de ocho. El bucle sur del ocho rodea un gran lago. Parecía un recorrido atractivo, aunque no tenía idea de qué distancia podía suponer.

Salí bajo una llovizna tenue pero, nada más entrar en el parque, se puso a llover en serio. No llevaba capucha pero, una vez que uno entra en calor, estas cosas dejan de tener importancia. La ventaja era que no había ni Dios en el parque, y esa es una sensación impagable. Me refiero a peatones porque, miren ustedes por dónde, resulta que el famoso ocho está abierto al tráfico y por él circulan los belgas a toda pastilla. Eso sí, tiene amplias aceras de tierra apisonada, perfectas para correr y con pocos charcos, porque el día anterior había estado despejado. Tengo que decirlo ya: la política de movilidad de la ciudad de Bruselas se puede resumir en una sola frase: todo para el coche. La firmaría el mismísimo Álvarez del Manzano.

Cierto que tienen el servicio de alquiler de bicicletas para dejarlas en otro lado, y son bien coloridas. Pero puedo jurar que en mis días de Bruselas no he visto una sola bicicleta de ese servicio circulando por ninguna parte (y de las otras, muy pocas). La ciudad está llena de túneles, pasos a distinto nivel, cruces sin glorieta y amplias avenidas asfaltadas. Los belgas, de los que ya he dicho que son bastante bolos, conducen muy deprisa, de forma estresada y brusca y tocando la bocina indignados. Para colmo, de vez en cuando pasa una caravana de la policía escoltando a algún capitoste de la Comunidad Europea, que no puede perder tiempo en su trascendental tarea al servicio del pueblo. Bruselas tiene un Metro excelente, autobuses y tranvías, pero la ciudad está martirizada por una red superpuesta de vías rápidas rodadas, de tráfico nutrido. Después de ver Ámsterdam, uno se da más cuenta.

Volviendo al Bois de la Cambre, la lluvia arreció, y luego debió de parar un rato. Digo debió, porque a mí me siguieron cayendo gotas de los árboles con idéntica intensidad. Cuando terminé de rodear el lago, opté por cortar por el centro del ocho, porque ya llevaba casi una hora de carrera. Al llegar al portal, mi cronómetro marcaba una hora y diez, lo que al ritmo que pude llevar en un circuito desconocido y con lluvia, supone entre once y doce kilómetros. No está mal. Me duché, me comí un par de kiwis y unos pastelitos marroquíes que encontré por la cocina, me vestí y salí con mi paraguas a continuar mi programa del día. Empecé por comprar mi billete de tren a Ámsterdam en la Gare du Midi.

A continuación busqué la ruta al Museo de Instrumentos Musicales. El día anterior había recorrido La Coline des Arts, la zona de los museos, comprobando que sólo había dos que me interesaran: el de Magritte y este. Pero el de Magritte ya lo visité el año pasado. Así que decidí ver el Museo de Instrumentos, pero el tranvía se retrasó y llegué cuando lo estaban cerrando. Otro año será. Me estaba empezando a entrar un hambre canina, pero debía esperar a las 6, la hora en que abren los restaurantes para la cena. Así que tenía un buen rato para callejear. Mis pasos me llevaron por la zona de la Gare Central, la Catedral y el nuevo Palacio de Congresos, un edificio de cristal y acero medio enterrado en el suelo, hasta el barrio de la Bolsa.

Allí, un letrero de neón llamó mi atención. Café Kafka. Que mejor lugar para tomar una cerveza y esperar calentito la hora de cenar. Era un bar en penumbra, habitado por gente marginal, con música alta, un camarero melenudo medio chino y varios grifos de cervezas locales. Me pedí una Leffe Blonde, saqué mi smartphone y miré qué redes había. Allí aparecía la señal del Café Kafka, pero pedía una clave. Yo no había visto ningún letrero de Wi Fi gratis, y el camarero me daba pinta de fenicio, así que, por enredar, me puse a probar claves. Empecé por kafka. Mal. Seguí con cafekafka. Tampoco. Se me ocurrió entonces poner franzkafka. ¡Bingo! ¡Esa era! Me pareció un signo favorable y me puse muy contento. Estuve consultando mis correos, mirando la prensa, mandando whassaps y revisando el blog, mientras apuraba mi Leffe Blonde.

Al salir tenía ya un hambre insoportable. Me acerqué al extremo de la Rue Haute, con ánimo de buscar un restaurante donde darme una comilona (la primera del viaje) y poder luego caminar para bajarla, al menos hasta el Metro de Porte de Hal. El restaurante Le Forestier, especialidad en cocina regional, me venía al pelo. Entré y me pedí unas croquettes de crevettes, y un entrecotte a la poivre vert avec frites, que estaban sensacionales. Todo ello regado con medio litro de cerveza Hoegaarden. Aquí pueden ver cómo se me hacía la boca agua esperando las viandas.

Rematé con un crème-caramel, que es como llaman en francés a los flanes, y caminé hasta la Porte de Hal a coger el tranvía de la línea 3. Cuando vino António de sus clases de inglés, todavía tuve margen de acompañarle tomándome un platito del potage du jour que había hecho Teresa (y que estaba extraordinario), rescatando la costumbre típicamente extremeña de la recena. Tanto apetito produce correr 12 kilómetros. Dormí mi última noche en Bruselas como se pueden imaginar, después de un día tan venturoso.

El día 15, me levanté tarde, pero me apresuré a escribir un post cortito, hacer la maleta y tomar el tranvía de la línea 3. Hice una parada intermedia en la estación Parvis de Saint Gilles donde había quedado con António para tomar un café y despedirnos. Luego, continué a la Gare du Midi. Mi tren ya venía abarrotado, había salido de París y era mediodía de viernes, comienzo del weekend. Ya no quedaba sitio para mi maleta sobre el asiento, ni tampoco en el compartimento que hay al final de cada vagón. Recorrí un par de vagones y al final tuve que dejarla en la zona de primera clase. El tren paraba en Amberes, Rotterdam y Schiphol Airport, antes de llegar a la Central Station de Ámsterdam. Temí que alguien me robara la maleta en alguna de estas paradas, pero finalmente llegamos sin novedad.

Caminé desde la estación hasta el hotel Koopermoolen, es decir, el molino de cobre, en la Warmostraat, en plena zona roja de Ámsterdam, con las famosas vitrinas donde se exhiben las putas a la vista de los paseantes. Me inscribí y hube de pagar por adelantado pero, a cambio, conseguí que me dieran una habitación silenciosa al interior. Pregunté por algún lugar donde comprar algún juguete para bebé y me señalaron varios con un rotulador rosa, sobre el plano que me acababan de facilitar. Fui al más cercano: los grandes almacenes De Bijenkorf, una manzana entera llena de tiendas de todas clases, donde es imposible que no encuentres lo que busques. Con mi envoltorio de regalo caminé por las calles de Ámsterdam, crucé varios canales, esquivé bicicletas en mitad de la noche y por fin, siguiendo la ruta que me había dado el Google Maps, encontré la casa de mi amiga R.

El bueno de Japi Toon Thelonius está más gordo y guapo que en la foto que colgué en el post Life and death, y también más inquieto y peleón. Le acompañaban, además de sus padres y abuela materna unos cuantos amigos, que suelen reunirse allí los viernes a beber, picar algo y confraternizar. Pasé una tarde muy agradable con todos ellos. Ya que no había conseguido apuntarme al Club Políglota de Bruselas, al menos pude practicar aquí mi inglés un rato. La mayoría eran músicos y hablamos de muchas cosas. Y descubrí, no sin sorpresa, que los holandeses también hacen chistes de belgas, como los franceses. Cuando empezaron a desfilar las visitas, me retiré tranquilamente y regresé a la zona de las putas y el bullicio.

Era pronto y aun tuve tiempo de callejear un rato. Como no había comido mucho, decidí completar mi cena con un cucurucho de patatas fritas, con su churrete de mayonesa, especialidad flamenca que me quedaba por degustar. De mi último viaje a Ámsterdam recordaba una tienda que las vendía llamada Maneken Frites. Pedí el tamaño más pequeño, pero aun así era enorme, así que cuando me empecé a sentir lleno, me puse a ofrecer a la gente con la que me cruzaba, en medio de las hordas que pueden imaginar en el friday night de Ámsterdam. Un negro se me acercó sonriente, se comió un par de mis patatas y ponderó a grandes gritos lo buenas que estaban. Sin transición, bajó la voz para decirme que tenía una coca cojonuda y a un precio imbatible. Los negros, ya se sabe, siempre con el quid-pro-quo.

Caminé de vuelta entre pandillas ruidosas de jóvenes de ambos sexos, celebrando la noche infinita de Ámsterdam. No muy lejos del hotel, un grupo de chavales bebía en una escalinata. Al pasar por delante, uno de ellos me señaló y dijo ¡¡Einstein!! ¡¡The genuine Einstein!! Me hice el loco, pero entonces empezaron todos a llamarme Einstein a coro. Me tuve que volver y saludar. Levanté las dos manos y grité: ¡I’m the real Einstein, resurrected this morning! Me dedicaron una ovación. El más chistoso bajó a darme la mano y juró que yo era el más grande y que nadie había abierto su mente como yo. Tras estos incidentes, eché un último vistazo a las chicas de las vitrinas y me retiré a mi hotel. Tenía televisión y todavía tuve tiempo de ver el final del partido Portugal-Suecia.
   

sábado, 16 de noviembre de 2013

200. Días tranquilos en Bruselas

Escribo ya desde Ámsterdam por la tarde del día 16 de noviembre. He estado todo el día andando por esta ciudad maravillosa y ahora he vuelto al hotel a descansar un rato, porque a las 8 voy al teatro, como les contaré. Antes debo hablarles de mis actividades en Bruselas. Los días 13, 14 y 15 empezaron igual: desde la modorra del amanecer escuché vagamente trajinar a mis anfitriones por la casa, despertado por el gato Gustavo, al que gustaba salir del cuarto para acompañarles en el desayuno. Cuando se iban, el gato volvía a mi cama y a mí solía quedarme una última cabezada de propina, mientras la luz del sol se iba abriendo camino sobre las márgenes ateridas de la Avenida Winston Churchil.

Me vestía, me lavaba ligeramente, me preparaba un café con unas galletitas y escribía un nuevo post, antes de salir a mis actividades callejeras. Ya ven que llevo un cierto retraso temporal, debido a que, los días que estuve con mi hijo, intenté aprovechar al máximo el tiempo con él; no me parecía oportuno decirle: mira, te dejo un par de horas solo, que voy a ponerme a escribir un post. Las cosas tienen su orden natural y sus prioridades. Invertir ese orden puede llevar a caer en la estupidez suprema: dejar de vivir, por tener que contarlo, algo así como vender el coche para comprar gasolina.

El día 13 salí, pues, a caminar a la ventura. El día anterior me había sorprendido lo rápido que se me habían olvidado las rutinas del carnet-dix y todo eso, y tenía interés en ver si era capaz de moverme por Bruselas sin guía ni apoyos de ningún tipo, sólo guiándome de mi memoria y mi instinto. Eché a andar por la Avenida Churchil y seguí por su continuación. Hacía un día frío, pero muy despejado, un regalo después de la lluvia continua de Nancy. El camino que llevaba es una vía que rodea en círculo los barrios centrales de la ciudad, dominándolos desde la altura de una cumbrera. En algún punto debía doblar a mi derecha y empezar a bajar hacia la zona centro. Lo hice en una plaza amplia y acerté.

Reconocí los cafés que António me había enseñado el año pasado, en donde los emigrantes portugueses toman sus bicas y se fuman sus SG-filtro, antes de llegar al Parvis de Saint Gilles, la plaza en la que está la iglesia del mismo nombre. Frente a ella, arranca un mercadillo diario, extendido en un tramo de otra vía orbital, paralela a Churchil pero en una cota mucho más baja. Seguí bajando y llegué hasta la Porte de Hal, el único de los siete torreones de la antigua muralla medieval que sobrevive, que marca la entrada al centro histórico. En realidad es una reconstrucción ejecutada en el siglo XIX, con el gusto un poco repolludo de la época y una cierta idealización de la Edad Media típica de ese tiempo.

Desde allí, la Rue Haute, la calle alta, te lleva hasta el mismo centro. Al final de esa calle, decidí seguir un poco al aliguí, y al momento estaba perdido. Tenía la referencia visual de algunas torres de los edificios que conforman la Grande Place, y pasé varias veces por ella antes de volver a encontrar un punto seguro. El gran espacio de la plaza estaba como de costumbre lleno de excursiones multitudinarias, guiadas por tipos paraguas en alto. Tenía ya un poco de hambre, pero quería localizarme primero y, además, en estas zonas turísticas se come mal y te clavan. Por fin, encontré La Chappelle, final de la Rue Haute y, ya centrado, busqué un lugar para tomar un tentempié.

Enfrente mismo de La Chappelle había un café llamado Le Chalet, que anunciaba un potage du jour a buen precio. Estaba lleno de jubilados del barrio, de ambos sexos, que se conocían todos entre sí. Cada vez que entraba uno nuevo, saludaba a todos los presentes, menos a mí, lógicamente. Un tipo todavía mayor que los otros llegó con cara de cabreo y todos los parroquianos coincidieron en que tenía mal aspecto. No sé –les explicó– yo creo que es este sol que hace hoy, no estoy acostumbrado. El potage du jour era una crema de verduras que estaba bastante buena. A la hora de pagar, le pedí al dueño que me cambiara un billete de 10€ en monedas para poder comprar finalmente el carnet-dix.

Regresé por la Rue Haute hasta la mitad y tomé un ascensor público que te sube a la zona de los museos. Allí visité la iglesia de Nôtre Dame du Sablón, que el año pasado estaba en obras y que es un bonito ejemplo del gotique flamboyant del que ya les he hablado. Tras un rato de caminar por la zona, bajé a la Gare Central, compré mi carnet-dix, y cogí el tranvía para volver a casa, en donde había quedado con António. Había dos actividades posibles para esa tarde-noche, y mi amigo me dijo que eligiera yo a cuál íbamos. Me resultó verdaderamente difícil, porque las dos eran muy atractivas. La que acabé por desechar: el Club Políglota. Ciertos días, en un café del centro se organiza este club. Pagando una entrada de 1 euro, más la consumición, uno puede sumarse a cualquiera de las mesas en que se habla inglés, francés o cualquier otro idioma. Al parecer, el público es mezclado, hay gente de todas las edades y es muy divertido.

Sentí no conocer el Club Políglota, pero me incliné por la segunda alternativa: una tertulia literaria de españoles. El año pasado había acompañado a António a otra, pero me dijo que la de este día era más seria. Cada vez elegían un libro, se comprometían todos a leerlo y en la sesión siguiente, se discutía sobre él a fondo. ¿Saben cuál era el libro que iban a desmenuzar esa tarde? Seguro que lo han acertado: Demasiada felicidad, de Alice Munro. La cita era en el bar Etxeberri, en donde ofrecen tortilla y tapas de chorizo y salchichón español de verdad. Al final, quedamos allí directamente y lo encontré con cierta dificultad, porque no tiene ni letrero.

Durante más de dos horas, fuimos pasando revista a cada uno de los excelentes cuentos de esta señora, justamente premiada con el Nobel. Algunos tertulianos decían que su narrativa era fría, pero quedamos en que los adjetivos más apropiados para describirla serían "contenida, sobria, precisa". Hube de presentarme al principio y todos celebraron mi relato, cuando les conté que tengo un blog y que había leído ese libro por recomendación de un comentarista del blog a quien no conozco. Recaímos en el tema de la mezcla de lo real y lo imaginario. Esa mezcla alcanza un punto mágico en un relato de Munro del que ya les he hablado.

Una anciana viuda que vive sola y tiene un cáncer avanzado, abre la puerta de su casa a un criminal que la somete a una serie de amenazas, coacciones y manipulaciones. El tipo le cuenta con pelos y señales cómo acaba de matar a toda su familia, para impresionarla y dejarle claro que no bromea. La abuela, para ganarse su confianza, se inventa una historia falsa, en la que ella habría matado también a una persona en el pasado, la amante de su marido que amenazaba con interponerse en su vida y arruinarla. Por otro lado, sabemos que ella vivió esa historia al revés: conquistó a su jefe y le hizo separarse de su mujer. Es como si se estuviera matando a sí misma. Con ese truco se gana al criminal y le convence de que huya con el coche de su marido fallecido, antes de que la policía lo localice en su casa. Al salir, la abuela le dice muy seria: "vale, yo no cuento lo tuyo, si tú no cuentas lo mío".

Genial. Si no han leído ese libro, no sé a qué esperan. Al final de la tertulia, cada uno sugerimos un nuevo libro, para que se analizara en la próxima sesión. Entre los propuestos se elegirá uno, que todos han de leer. No les sorprenderá que mi propuesta fuera Limonov, de Emmanuel Carriere, otro texto muy recomendable. No lo conocían aunque sí una de las anteriores obras de este escritor: El Adversario, en el que novela la historia real de un tipo que vivió años diciendo a su familia que trabajaba en un Banco, algo que era falso. Cuando la realidad le va cercando y se encuentra acorralado, acaba matando a la familia entera. El juego entre ficción y realidad a veces resulta peligroso.

No tengo Internet en la habitación de mi hotel de Ámsterdam. He bajado a la recepción, donde hay un ordenador con WiFi para los clientes y, sólo entonces, me he dado cuenta de que estoy en el post 200. Lo siento, pero no tenía nada preparado. Ya lo celebraremos.

viernes, 15 de noviembre de 2013

199. Atravesando la Bélgica profunda

Tengo poco tiempo en esta mi última mañana en Bruselas. Ayer salí finalmente a correr a un parque por aquí cerca, a pesar de que llovió todo el día con diferentes intensidades. Al final, según mis cuentas debí de hacer unos 12 kilómetros de carrera bajo la lluvia. Anoche estaba reventado, he dormido como un rey y esta mañana estoy un poco espeso. Se me ha echado el tiempo encima y a mediodía he de coger el tren a Ámsterdam, así que no me da para hacer un post tan largo como de costumbre.

Nos habíamos quedado en el día 11, tras el regreso de Estrasburgo. El 12 no tuvo mucha historia. Por la mañana tuve margen de darme una última vuelta por Nancy, con las calles otra vez con gente. A mediodía me llegué a la estación con el equipaje preparado y comí un bocadillo con mi hijo, que se acercó para despedirse. Las despedidas son algo que no nos gusta a ninguno de los dos. Queda decir que me gustó encontrarlo tan bien a menos de un mes de su llegada a un lugar donde no conocía a nadie. Subí al tren dirección Luxemburgo y me senté a contemplar el paisaje.

Pero no había paisaje. Supongo que por efecto de un día de altas presiones tras semanas de lluvias intensas, lo cierto es que había una niebla espesa, con consistencia de chantilly. El tren parecía abrirse camino trabajosamente a través de esa niebla merengada. En Luxemburgo me bajé y esperé el segundo tren a Bruselas. Salí un rato de la estación e hice algunas fotos. Es cierto que el ambiente en torno a las estaciones de ferrocarril es a menudo un poco sórdido, pero me pareció que la gente de Luxemburgo es brusca, ruidosa, cerrada y un poco rural. Como los valones de Bélgica. Pandas de chavales haciendo pellas, fumando, dándose empujones en medio de grandes voces destempladas. Obreros comiendo grandes bocatas, fumando y gritando. El contraste con el ambiente fino y cultural de Nancy era muy marcado.

Si mi primer tren iba medio vacío y fue rápido, en el segundo las masas se apoderaron del espacio, sin dejar el punto ruidoso y basto, con esa avidez por pillar asientos en cuanto quedan libres que resulta tan antiestética. Otra cosa que nos han metido en la cabeza a los españoles es un cierto complejo de ordinariez pueblerina. Pues deberían de ver lo que son los belgas de la parte francófona. No me extraña que los franceses hagan chistes de belgas, como los nuestros de Lepe. El tren paró en incontables estaciones y, prácticamente en todas, se subió y bajó una cantidad ingente de viajeros, todos del mismo corte rural y poco delicado.

Después de dos horas de viaje, estábamos en la estación Bruselas-Luxemburgo, ya en la ciudad. Bueno, pues todavía quedaban otras cuatro estaciones: Bruselas-Schumann, Bruselas Nord, Bruselas Central y Bruselas Midi, que era a la que yo iba. Teniendo en cuenta que mi tren venía de Luxemburgo, es decir, desde el sur, no entiendo qué extraña ruta llena de pespuntes e hilvanes estuvimos haciendo por debajo de la ciudad de Bruselas, durante una tercera hora interminable. No pude evitar acordarme de la señora Sabine Moreau (post #78). Desde luego, no es raro que los belgas de la parte flamenca no quieran saber nada de estos bolos.

En la Gare du Midi, busqué la entrada del tranvía, e intenté sacarme un carnet-dix para mi estancia en Bruselas. Se me había olvidado que las maquinitas expendedoras sólo admiten monedas o tarjeta Visa, y que las tarjetas Visa españolas no las reconocen. Yo no tenía los 13,50 € que cuesta el carnet-dix, y quería llegar ya a casa de mi amigo, después del coñazo de viaje. Así que opté por sacar un billete de un solo trayecto. Con él en la mano, me acerqué a los muelles de entrada al tranvía. Las entradas tenían sólo un aparato para acercarle el abono de transportes. Pasé mi ticket por encima sin resultado. Un negro grandote y sonriente venía hablando en voz muy alta por su móvil que sostenía en la oreja con la zurda, mientras con la derecha iba haciendo gestos ampulosos circulares, para apoyar sus razonamientos.

Puso unos ojos de sorpresa grandes y redondos al verme pasando el ticket por el lugar equivocado e, inmediatamente, sus gestos de la derecha se volvieron súper expresivos sin dejar de hablar a toda velocidad: “no, no, no, venga conmigo, tiene que ir al extremo, donde hay una máquina diferente” –decía su mano. Al llegar allí, me señaló el lugar sin dejar de hablar. Metí el tícket, y la máquina hizo una serie de pedorretas que tuvieron efecto mágico: una puerta se abrió ante mí. Recogí el ticket y pasé con todo mi equipaje. El negro se pegó a mí y pasó también, haciendo el truco llamado “el trenecito” para colarse en el Metro. Después se alejó, hablando todavía con su interlocutor, con su sonrisa redoblada y un último gesto de la mano derecha que venía a decir: “quid-pro-quo, hoy por ti, mañana por mí, colega”. Un auténtico negro zumbón.

Encontré la línea 3 del tram, alcancé la Avenida Winston Churchil y caminé hasta la casa de mis amigos bajo una llovizna tenue. Tenía por delante dos días para mi ocupación favorita: hangin’ round que dicen los yanquis, flâner, que llaman los franceses, zanganear por las calles de una ciudad grande, sin urgencias ni apuros. En estos días he estado al tanto de los problemas de la basura por las calles de Madrid, el fin del rescate bancario y todo lo demás. Como este post es más cortito, les voy a poner unos deberes. Aquí el link del último artículo de mi admirado Enric González. Catalán universal, gran viajero y autor de guías de viaje únicas, Enric González fue uno de los despedidos en el ERE de El País, en donde operaba como corresponsal en Israel. Como de algo hay que vivir, aceptó la oferta de El Mundo, en donde ahora escribe sus crónicas, inevitablemente desencantadas y melancólicas, siempre certeras. Les pongo el link de la de esta mañana. Seguiré escribiendo desde Ámsterdam. Pórtense bien.  

jueves, 14 de noviembre de 2013

198. Estrasburgo, ciudad clave de la construcción europea

Aquí estoy otra vez frente al ventanal de la Avenida Winston Churchil, que hoy me muestra una Bruselas gris, bajo un manto de niebla que no acaba de levantar. Cuando termine de redactar mi post, tal vez me vista de deportista y salga a correr a un parque que he localizado por aquí cerca. El gato Gustavo vuelve a vigilar el paso de las aves por el cielo. Es un gato prudente, al que no gustan las alturas ni los sobresaltos. Yo creo que debe de sufrir alguna forma de vértigo, algo inusual entre los gatos, que revela su nivel de inteligencia y reflexión. La prudencia es cualidad propia de los seres más evolucionados. Los irracionales suelen ser mucho más arriesgados e insensatos.

El lunes 11, aniversario del Armisticio de la Gran Guerra y festivo en USA y buena parte de Europa, salimos Lucas y yo en un tren tempranero con intención de visitar Estrasburgo, ciudad que no conocíamos, y regresar al anochecer. Por estas tierras del norte, el atardecer es largo y perezoso pero, aun así, a la 17.30 es prácticamente noche cerrada. Hace poco escuché que una comisión del Congreso español estaba estudiando cambiar nuestro horario para ponernos al ritmo de Portugal y Canarias que es lo que nos toca según el huso solar. Si hacen eso, en invierno se nos hará también de noche a las 17.30. Creo que ya les he dicho que a mí el horario que me gusta es el de verano. Yo no lo cambiaría en todo el año.

Lo más curioso es que dicen los de la comisión de marras que eso de que vayamos con el horario de la mayor parte de Europa proviene de una decisión de Franco, que quería que estuviéramos acompasados con el horario de Berlín, para halagar a Hitler. Y como lo decidió Franco, ya es algo malísimo y perverso. Desde luego que fue un Dictador, dio un golpe de Estado, nos jodió durante 40 años y es el culpable de muchas cosas, pero no todo lo que hizo ha de ser malo por decreto. Seguro que se tiraba pedos, y no vamos a demonizar por eso a todos los pedorros. Yo no sé por qué no dejan en paz los horarios, cada vez que hay un cambio de horario, los niños, ancianos y personas más sensibles pasan unos días fatal. Yo tuve un gato que se deprimía en el cambio del otoño y no se recuperaba hasta una semana después.

Estrasburgo es una ciudad preciosa, marcada por su localización en una zona llana en la que el curso del Rin se abre en numerosos brazos y meandros, creando una serie de islas fluviales en las que se asientan los barrios más céntricos. La posición geográfica de algunas ciudades marca para siempre su destino en la historia; piensen en lugares como Lisboa o Tuy. Los romanos llegaron hasta aquí y plantaron un campamento de la Legión al que llamaron Argentoratum. Desde el siglo IV tiene obispo cristiano, si bien fue arrasada por los hunos de Atila en el año 451. Reconstruida y asaltada de nuevo incontables veces, recibió el nombre germánico de Strassburg, ciudad de carretera, que subraya su carácter de cruce de muchas rutas, entre ellas la fluvial, puesto que el Rin era navegable hasta aquí.

Bajo el mando del obispo, formó parte de la Lotaringia y se integró con ella en el Sacro Imperio Germánico. En 1680 la conquistaron los franceses, pero en 1781, tras la guerra franco-prusiana, pasó otra vez a dominio alemán hasta el fin de la Gran Guerra. Luego, otra vez francesa hasta que las tropas de Hitler burlaron la Línea Maginot por el procedimiento de invadir Holanda y Bélgica y entrar por el norte. Recuerden que, para ello, arrasaron Rotterdam y amenazaron con hacer lo mismo con Utrecht. Después de unos años de prohibición de hablar en francés (una sola palabra en francés, escuchada y delatada por un soldado nazi, comportaba el encarcelamiento inmediato), fue liberada por el general Leclerc a finales de 1944.

Y aquí viene lo más grande. Esos dos colosos, esos dos estadistas que fueron De Gaulle y Adenauer decidieron entonces que se habían acabado las guerras. Se dieron un abrazo, dijeron que “pelillos a la mar” y proclamaron la unión indisoluble de sus países para siempre, germen de la actual Unión Europea. Subieron al carro a algunos comparsas para disimular: Italia y los tres del Benelux. Fijaron la capital en Bruselas, para que no estuviera en un lado ni en otro (por eso Bélgica no se ha dividido aun en dos países). Situaron algunas instituciones centrales en Luxemburgo por el mismo motivo. Y convirtieron a Estrasburgo en capital de la reconciliación.

Estrasburgo está del lado francés, pero desde el Estado y la región de Alsacia se promueven continuamente políticas de hermanamiento con Alemania, tanto fiscales como culturales. La ciudad se apoya en la misma raya de la frontera, por lo que su área metropolitana incluye un barrio alemán, denominado Khel. Los rótulos de las calles son bilingües. Y las autoridades educativas, que no se parecen en nada a Lo-que-hay-que-Wert, imponen el aprendizaje del alemán desde los niveles de primaria. No se crean que aquí no hay también nacionalistas, es un virus generalizado. Estos personajes de mente preclara promueven en cambio el uso y aprendizaje del alsaciano, una lengua arcaica, como el bretón o el euskera, tan difícil como éstos y con idéntica utilidad fuera del terruño vernáculo.

En su papel de territorio de la reconciliación, alberga importantes instituciones como el Parlamento Europeo, el Tribunal de Derechos Humanos o el Consejo de Europa. Todos ellos ocupan enormes edificios fuera del maravilloso centro histórico, situado en una isla del Rin de forma elíptica, la Grande Île, íntegramente declarada Patrimonio de la UNESCO, como ejemplo de ciudad medieval. En su centro, la Catedral de Nôtre Dame de Strasbourg, testimonio del antiguo poder del obispo, la cuarta catedral más alta del mundo. Esta construida en la piedra arenisca de la región y data del siglo XV. Es de estilo gótico flamígero, que en francés se dice gothique flamboyant. El trabajo de piedra es de una complejidad y delicadeza sorprendentes.

La ciudad tiene un estupendo servicio de tranvías de doble raíl, inaugurado en 1994. El área metropolitana, con 1,2 millones de habitantes, es la cuarta de Francia, después de París, Marsella y Lille. Tiene un montón de sedes bancarias, una Bolsa, varias Universidades y Escuelas Politécnicas, además de la sede central de la ENA, la poderosa Escuela Nacional de Administración de la que salen todos los funcionarios de Francia y por la que han pasado los principales políticos franceses de los últimos tiempos. 

Abajo les pongo un enlace con algunas de las fotos que hice. Estuvimos todo el día callejeando por allí, aprovechando que el tiempo estaba despejado. Hay muchísimas cosas que ver en esta ciudad. Paramos a comer una hamburguesa en L’Academie de la Bière, un lugar con mesas de madera sin mantel, grandes jarras de cerveza a presión, buenas hamburguesas de carne roja, música de blues de calidad y público de moteros y músicos veteranos. Estos son mis lugares favoritos (¿conocen el Boot’s Hill de Majadahonda?). Y regresamos en el tren de las 18.15, que ya salía de noche. En Nancy estaba también despejado, pero hacía un frío del carajo (perdón, del demonio). Cenamos unas salades gourmandes y nos recogimos pronto, que mi hijo trabajaba al día siguiente. Mi tren a Bruselas no saldría hasta las 13.20, por lo que tendríamos margen de comer juntos y despedirnos. La excursión a Estrasburgo, extraordinaria.