martes, 29 de octubre de 2019

880. Mdgscr 5: los sirgadores y un hotel de ensueño

Como en toda esta serie, dedico un párrafo a un tema ajeno a Madagascar, a modo de prólogo. Continúo desbrozando el extraordinario disco de Sheryl Crow, pleno de maravillas como las que ya les he traído al blog, o esta que tengo hoy para ustedes. En compañía de otro guitarrista de la zona de Nashville, totalmente desconocido para mí, Sheryl interpreta otra de sus composiciones del álbum, esta vez dedicada a un sentimiento muy definido: el despecho frente a la pareja que se va, un tema que ella conoce muy bien por desgracia. El estribillo es demoledor: avísame cuando se haya acabado (Tell me when it’s over), que no quiero ser la última en enterarme. Más dardos: teníamos aquí un rollo bueno, estábamos bien, pero tú necesitabas seguir corriendo, así que corre, corre lejos, lárgate. La música se adecua a esa letra y Sheryl la canta con la pasión y el gesto que corresponde. La grabación de esta actuación tuvo lugar el 27 de septiembre. Disfruten de ella antes de seguir con Madagascar.


El duodécimo día de viaje me despertaron las urgencias de la diarrea en las horas finales de la noche, en el cuarto que compartía con un compañero en el Anexo del Hotel Kanto (así se llamaba el negocio del député national de Manja). Un rato después, cuando ya empezaba a clarear el cielo lleno de estrellas, salí al exterior, a ver si alguien del bar me prestaba un vaso para prepararme mi sobrecito de Vitanatur Symbiotic C (no había vasos en el lavabo de mi cuarto de este hotel súper cutre). Encontré, efectivamente, a una persona en el bar. ¿Adivinan a quién? Sí, han acertado. El député estaba ya por allí preparando los pertrechos para el desayuno de los huéspedes. Si de algo no se puede dudar es de que este señor se ocupaba de su negocio. La noche anterior se había retirado el último y allí estaba el primero. Hube de ducharme con agua fría, como cabía esperar, y el desayuno fue también magro y escaso en consonancia. 


Salimos de Manja por nuevas pistas de tierra. Al parecer había llovido toda la noche, lo que hacía la pista mucho más difícil, como ven en la foto de arriba, correspondiente a un tramo en el que hubimos de bajarnos todos los viajeros. Le Pepé guiaba con maestría, a base de salirse del camino cuando había demasiado barro, y los otros seguían su rueda fielmente. La cuadrilla de motards, émulos de Mad Max, que se habían levantado cuando ya nos íbamos del hotel, nos adelantaron a toda pastilla por ambos lados, dando botes por el terreno lleno de baches. Entendimos su prisa cuando, casi a mediodía, llegamos a la orilla del río Mangoky, otro de los grandes cursos fluviales de la isla. Los conductores y el guía nos habían advertido de que se tardaban al menos dos horas para hacer el cruce del río y enseguida supimos por qué.

El ferry que trasladaba los coches al otro lado del río, no funcionaba. Estaba averiado, o se había terminado la gasolina, o el gobierno la había subido y no les salía rentable usar el motor, que las tres explicaciones se nos dieron. El caso es que el ingenio, compuesto por varias canoas unidas por un entramado superior de madera, con capacidad exactamente para llevar tres jeeps bien apretados, debía ser remolcado a brazo por una cuadrilla de negros musculosos hundidos en el agua hasta la cintura por una parte en la que cubría poco y luego medio a nado, aprovechando el impulso cobrado y la ayuda de la corriente. Increíble pero cierto. Cuando llegamos, los moteros ya estaban cruzando en el ferry. En este lado aguardaban cola una especie de remolque con varias motos de refresco, además del coche escoba y un todoterreno de unos negros. Y, en cada viaje de vuelta, aquella especie de almadía traía tractores y sacos de provisiones que luego se descargaban también a brazo. Lo mejor es que vean unas imágenes.


El ferry de vuelta con un tractor y un montón de sacos de suministros.


Los braceros se aprestan a acercarlo al muelle, porque la corriente lo ha llevado más allá de lo conveniente.


Descargando la mercancía.


Los coches auxiliares de los moteros, listos para iniciar la travesía.


Los moteros río adentro. Una doble canoa llega con más suministros para descargar.


Mucho después: dos de nuestros coches colocados, dejando en medio hueco para el tercero.

Y aquí nuestros braceros en plena faena, uno de ellos con la camiseta del presidente.

En el otro lado, para ahorrarse parte del trabajo, se bajaban los coches en una zona con dos palmos de agua de modo que, nada más caer, el conductor ponía la primera a tope y la tracción en las cuatro ruedas y salía zingando hasta la orilla. Una maniobra que requería una perfecta coordinación. El problema es que, cuando bajaron el remolque de las motos de refresco, algo salió mal y el vehículo se les quedó clavado en la arena del fondo. Se las vieron y desearon para desencallarlo, lo que aún retrasó más nuestra travesía. Desde nuestro lado intuimos a lo lejos el caos causado por el imprevisto. Todo este trajín trajo a mi memoria la técnica tradicional de la sirga, que permitía el remolque de barcos desde las orillas de los ríos navegables, a cargo de cuadrillas de desgraciados sin oportunidad de encontrar otro trabajo más remunerado, que tiraban del barco por ambos lados, desde lo que se dio en llamar los caminos de sirga, precedente de las servidumbres fluviales. Tal vez conozcan este cuadro: Los sirgadores del Volga, de un poco conocido pintor ruso del XIX. Se puede ver en el Museo Estatal de San Petersburgo.







Si miran ustedes un mapa de Madagascar, verán el camino desde Manja hasta el cruce del río Mangoky señalado como RN7. Tiene cojones que eso sea la ruta nacional 7. Pero es que, después del cruce del río, dejamos esa supuesta pista nacional, que continuaba al sur hacia la ciudad de Tulear, para tirar hacia el oeste, en perpendicular al mar, lo que nos llevó a internarnos por un dédalo de caminos de cabras. El sufrimiento de coches y pasajeros se multiplicó a partir de ese momento. Tuvimos un pinchazo que hubo que arreglar y pasamos varias barreras de peajes espontáneos. El último, casi enseguida del anterior, vigilado por un anciano depauperado, derrengado y bronquítico, que se encargaba él solo de la extorsión. Yo creo que se había puesto un poco más allá, a escondidas de sus vecinos, por ver si se sacaba un dinerillo para financiarse un trago esa noche. Los conductores protestaron, dijeron que ya le habían pagado al anterior, pero al final les dio pena, le soltaron un billete y el tipo se apresuró a levantar la barrera. Pregunté cuánto le habían dado: 500 ariarys. Es decir, unos diez céntimos de euro. Ya ven ustedes el nivel del pobre abuelo. Por esta zona encontramos algunos baobabs gigantes, como el que ven en la foto de abajo, ya mostrada en el blog. Es un árbol que tiene más de mil años y la figura que aparece al pie no es un grillo ni ningún otro insecto minúsculo, sino que soy yo mismo. Me situé allí para dar la escala del baobab, a ver si van a pensar ahora que me gusta salir en todas las fotos…


Cuando uno viaja en jeep por pistas africanas polvorientas, al principio se siente como si estuviera en la película Hatari, ayudando a John Wayne. Pero, después de una jornada de seis horas de pista, el glamour se  pierde y la cosa deja de ser divertida (tampoco está Elsa Martinelli para endulzar el trago). Habíamos comido algo en el lapsus del cruce del río, pero estábamos ya cansados y hambrientos cuando cayó la noche. Seguimos todavía un buen rato, aparentemente orientados, hasta que lisa y llanamente nos confesaron que estaban perdidos. Nos paramos en un descampado y Le Pepé se bajó del coche y estuvo un tiempo oteando el entorno. Sacó el móvil para pedir ayuda, pero tampoco había cobertura. Así que seguimos, despacio y medio a ciegas. Buscábamos una aldea llamada Andavadoaka, de nuevo en la costa. Y en ella un hotel con el llamativo nombre de Laguna Blu. Finalmente, cuando ya desesperábamos, de forma casi milagrosa nos encontramos en la entrada del hotel y Le Pepé se llevó un unánime y merecido aplauso. Yo le dije: Vous n’êtes pas Le Pepé, vous êtes Yi-Pi-Es-Man, parce que vous avez un GPS à la tête. Comentario que le hizo inflarse de orgullo. El hotel era un auténtico lujo. Junto a la recepción, el restaurante, en el que estaban sirviendo una cena de buffet extraordinaria. Veníamos de pasar un día duro y fue como llegar al paraíso después de un día de purgatorio.

Podría dedicar un post entero a describir las delicias del buffet: espinacas con bechamel, acelgas rehogadas, varias clases de patatas, pastas y arroces para aderezo de diversas carnes, pescados y hasta setas. Y toda clase de frutas de la zona. Regentaba el lugar una señora italiana, de pelo blanco corto, que se llama Emanuela Gottardi y estaba todo el rato dirigiendo a las chicas que tenía a su servicio, a las que seguramente había enseñado hasta cómo doblar las servilletas. Yo advertí de que la cena nos iba a resultar cara, pero teníamos un hambre canina. El hotel imagino que también sería caro, pero lo teníamos incluido en el paquete del viaje, en el que se iban compensando unos lugares con otros. Después de la cutrez del Hotel Kanto, el Laguna Blu era una maravilla. Los bungalows estaban perfectos, todos los detalles bien diseñados y cuidados. La ducha y el lavabo en el exterior, al aire libre en la trasera del cuarto. Y por delante la playa. Unas imágenes.



El decimotercer día de viaje, fue una jornada de transición, iniciada con una ducha magnífica al sol entre cocoteros y un desayuno fastuoso, que estaba incluido también en el precio pagado. Y siguió con una mala noticia: uno de los coches estaba averiado y teníamos que esperar por una pieza que estaba en camino. Pedimos la nota de la cena y ascendía a unos 20 euros por cabeza, incluyendo bebida y postres sin cuento, una barbaridad para Madagascar, desde luego, pero yo la di por buena; no tanto mis compañeros, que pusieron a la italiana de estafadora para arriba. Como no podíamos salir hasta que el coche estuviera listo, disponíamos de una mañana libre. El grupo se dividió. Cuatro de los nuestros optaron por acercarse a visitar el pueblo de Andavadoaka, a donde les llevó uno de los conductores que tenía el coche en orden. El resto nos quedamos por allí, enredando, haciendo uso de las tumbonas, dándonos algún chapuzón en el mar o, en mi caso, dando un largo paseo hacia el sur por la playa interminable. Caminar descalzo por el borde del mar, dejando que el agua me bañe los tobillos, es una de las cosas que más me gusta hacer en los lugares de playa.

Los del primer grupo volvieron después con informaciones. El pueblo, situado al norte del hotel, no sólo estaba muy arregladito, sino que ¡tenía luz y un sistema para depurar el agua que sacaban del pozo! ¡Y un hospital! ¿Y cómo era eso posible? Pues por los esfuerzos de la señora italiana. Al parecer, Emanuela Gottardi era médico y había llegado a la zona como cooperante hacía unos treinta años. Y ya no se había marchado. Con un dinero que había heredado, había construido el hotel y el hospital, que había dirigido durante años. Ahora estaba jubilada como médico y se dedicaba en cuerpo y alma al hotel, aunque todavía la llamaban del hospital para pedirle asesoramiento profesional en ciertas ocasiones. Es decir, esta señora era una especie de Robin Hood femenino. Tenía un hotel de lujo, en el que ofrecía comodidades occidentales a turistas ricos, a los que les pegaba unas clavadas monumentales, les sacaba una pasta gansa que reinvertía íntegramente en el hospital y con la que había conseguido traer la luz y el agua al pueblo del que se había enamorado en su juventud. No hace falta decir que los habitantes de Andavadoaka la adoraban, era su gran benefactora. Así que ya no nos cayó tan mal esta señora, sino al contrario. Salimos, en fin, casi a mediodía, con los coches a punto y de camino al sur nos tocó ver una formación de otra especie diferente de baobabs, también exclusiva de Madagascar: el llamado baobab nano, del que pueden ver aquí unas imágenes.



El trayecto para la jornada 13 no era demasiado largo. Nos dirigíamos hacia el pequeño asentamiento vezo de Salary, también situado sobre la playa interminable. A un kilómetro al norte de esa aldea, estaba el hotel Salary Bay que, según la información de que disponíamos, era aun mejor que el Laguna Blu. Llegamos y, en mi opinión, el lugar no era ni de lejos tan bonito. Estaba bien, pero no tenía los detalles tan cuidados como el otro. Lo llevaba una señora francesa mayor, un tanto bruta, pero eficiente, y era también de bungalows y con un buen restaurante. El típico modelo de resort turístico que parecía funcionar en la zona. Habíamos reservado aquí dos noches, para dedicar el día decimocuarto a otro de los puntos fuertes del viaje, que ya les detallo en la entrega siguiente. 

Les contaré, para cerrar, que hace unos días recogí un papelito del buzón de correos. Era la tarjeta censal. Y mi pensamiento automático inconsciente fue: –Pero si ya hemos votado... Sí, estoy de acuerdo con ustedes, esto es una mierda, pero habrá que votar de nuevo, digo yo, y tenemos que ir pensando a quién. ¡Ay! ¡Yo me quiero volver a Madagascar! Que tengan ustedes una buena semana.

sábado, 26 de octubre de 2019

879. Mdgscr 4: Le Pepé et le Député

Después de hacerme 5 kilómetros de carrera por un hermoso Retiro otoñal y obsequiarme con un desayuno en consonancia, me siento a rematar y publicar el post que escribí en su mayor parte ayer por la tarde, en mi primer rato libre tras una semana de intenso aterrizaje en la oficina después de más de un mes por ahí perdido, entre París, Madagascar e Innsbruck. Diré que, concluso el circo del desentierro y reentierro de Franco sin mayores ridículos (ningún paracaidista colgando de la farola o similar), no puedo dejar de pensar en ello como una versión local de la Fiesta de los Muertos que hacen en ciertas zonas de Madagascar, sólo que con un lapsus de 44 años y no de 5 como allí. En las informaciones de la prensa eché de menos algunas de las muletillas de la época, como se vivieron momentos de gran emosión, o la más característica: la comitiva fue recibida con vítores, aplausos y gritos de Franco, Franco, Franco.

Por lo demás, el McGuffin se ha resuelto en plazo, incluso ha sobrado un día de paz recobrada en Cataluña. Como bien señala Jaume Sisa, los catalanes ya han hecho sentir su cabreo y su disconformidad con la sentencia y ahora todos a casa, que mañana hay que abrir la botiga. Sin embargo, el homínido Torra, en clara posición de fuera de juego, sigue llamando por teléfono a Pedro Sánchez, con tan mala puntería que lo pilla siempre comunicando. Circunstancia que ha rescatado de las entretelas nebulosas de mi memoria un viejo hit predemocrático (de los tiempos de Franco, Franco, Franco), con el que no he podido por menos que perpetrar otro de mis celebrados videoselfies.


Después del post anterior, no creo que a ninguno de mis lectores le queden dudas de que el viaje a Madagascar merece la pena: en ninguna otra parte del mundo pueden verse lémures, ni seis de las ocho especies de baobab que existen, ni algo tan alucinante como los tsingy (por cierto; han de pronunciar chingy). Seguiremos, pues con el relato. El décimo día amanecimos en el Sun Beach Hotel de Morondava para un espléndido desayuno, tras del cual nos acercamos al mar, cruzando la carretera de salida de la ciudad. Accedimos a un puertecito donde habíamos concertado una salida en canoas para bordear una zona de manglares, a modo de barra frente a la costa, y llegar a una isla donde había una aldea de pescadores vezo. Morondava es la capital de los sakalava, la etnia más específicamente bantú de la isla. Pero los vezo son los especialistas en la navegación y la pesca, de la que viven.

Por el aspecto no se les diferencia, ambas etnias son de sujetos fuertes, musculados, no muy altos pero guapísimos: hombres, mujeres y niños son de una belleza natural impresionante, reforzada por su alegría perenne. Nos montamos en las canoas y nos dirigimos a la isla. El mar estaba limpio y muy tranquilo, protegido por la barrera del manglar, que es una preciosidad. Nada más llegar a la isla nos asaltó el enjambre de chiquillos que te piden caramelos al grito de –Vasaha bombón. Vasaha es como llaman al hombre blanco. Algunos del grupo llevaban baratijas para repartir, pero a mí no me gusta darles nada, en línea con lo que recomiendan las ONGs que funcionan en África. Entonces, cuando se convencen de que no les vas a dar nada, con un gesto de desprecio te dicen: –Aaaaah ¡¡Matiti!! Ese es un insulto que viene a significar antipático, sieso, poco enrollado con la gente. Matiti. Es cojonudo y se incorpora por derecho al lenguaje del blog. Por lo demás, aunque no les dimos casi nada, al rato sacaron unos chupa-chups que fueron chupeteando mientras nos acompañaban en la visita. Se ve que tenían remanente almacenado. Aquí unas imágenes. 

Las canoas


El manglar

 La isla de los pescadores


La aldea vezo


El chaval que nos hizo de guía en la excursión era un sakalava legítimo: positivo, simpático, enérgico y admirador de Bob Marley. Y estaba cuadrado, lo que demostró subiéndose con facilidad a una palmera, como ven en la última imagen. Era un encanto y dos de las niñas que nos seguían empezaron a coquetear con él de forma manifiesta, a pesar de no tener más de diez o doce años. Establecieron una esgrima de la seducción muy bonita, él jugando y ellas encantadas de captar la atención de un chaval mayor y tan atractivo. Al final el chico pareció centrar su coqueteo en una de las chicas, lo que hizo que la otra se me emparejara, con la intención clara de darle celos. Acabé regalándole mi bolígrafo. De regreso a la playa junto al puertecito, le pedí al chaval que se hiciera una foto conmigo. Aquí ven qué guapo y qué majo era. 


Preguntamos luego si teníamos margen para dar una vuelta, ver un poco la ciudad y salir más tarde, total nos daba lo mismo llegar a destino más retrasados. Pero resulta que, como nos habían avisado el día anterior, dos de los conductores habían cambiado. Los antiguos se volvían a Antananarivo y se incorporaban dos nuevos, uno de ellos experto en la zona, algo imprescindible para moverse por una región en la que apenas hay caminos y es muy fácil perderse. El experto se llamaba Joseph y rápidamente lo bautizamos como Pepe. A sus dos colegas les hizo gracia la cosa y desde ese momento todo el grupo le llamó Le Pepé. Y Le Pepé dijo que había que salir inmediatamente, porque el camino transcurre por zonas costeras de arenal y, si dejábamos que subiera la marea, ya no podríamos pasar y tendríamos que darnos la vuelta. La verdad es que, mientras estábamos con las canoas, el mar había avanzado bastante, casi hasta la carretera del hotel.

Salimos pues y, nada más dejar la ciudad, nos metimos por otro de esos caminos infernales, en los que íbamos dando botes todo el rato y tragando polvo con las ventanillas abiertas, porque sólo uno de los jeeps tenía el aire acondicionado en regla, los otros dos echaban aire del tiempo y nos íbamos turnando para que todos pilláramos algún rato de mayor confort. No estábamos demasiado lejos de nuestro destino, el hotel Le Dauphin Vezo, junto al pueblo de Belo sur Mer. Llegamos a mediodía y nos apañamos con una cerveza y nuestras provisiones. Y, después de descansar un rato, nos pusimos los bañadores y nos dimos un largo baño reconfortante en el Índico, una verdadera delicia. El hotel estaba en la playa, a las afueras del pueblo y el dueño era un tipo alto y enjuto, con rasgos de hindú, que estaba todo el día pedo.

Le ayudaban en sus menesteres dos chicas. La mayor y con más autoridad se llamaba Clothilde y enseguida conectamos ella y yo. En realidad, yo era el único que hablaba francés, pero además creo que le hizo ilusión que me fijara en ella, al contrario que el resto de miembros masculinos del grupo, que se focalizaron en la otra, más joven y vistosa. Antes de que anocheciera fuimos a dar una vuelta por el pueblo, que no tenía mayor interés. Y nos dispusimos a cenar. El hotel ofrecía un pescado entero, que se hacía a la brasa y con el que comimos holgadamente los diez y no nos lo terminamos. Lo llamaban atún blanco, pero tenía poco que ver con los atunes españoles y no sólo en el tamaño, aunque estaba muy bueno. Completamos el menú con una langosta de entrante, muy fresca, pero no tan sabrosa como las de Galicia. Y acabamos cantando canciones regionales, animados por unos chupitos de ron local, en compañía del propietario, que estaba ya que se caía. El punto fuerte del hotel era claramente el restaurante; los cuartos estaban en bungalows no demasiado bien mantenidos. Pero dormimos bien y afrontamos el undécimo día con energías renovadas.

Clothilde abrió el bar para darnos el desayuno y fue trayendo las cosas de la cocina. En uno de los viajes la vimos traer un par de botellas vacías de vodka que escondió por allí. Ella llevaba las cuentas de lo que nos tomábamos cada uno y no se le escapaba detalle. Tras el desayuno dimos un paseo por la costa, en donde las guías dicen que hay unos astilleros. Cierto que estaban construyendo algunos barcos y canoas por allí, pero llamarle a eso astillero es una simple muestra de optimismo histórico. De regreso, nos dispusimos a pagar y Clothilde tenía las cuentas perfectas, cada uno la suya, con letra de caligrafía en hojas diferentes arrancadas de un cuaderno. Le pagamos y, para darnos las vueltas, salió el dueño de dentro con los ojos legañosos y nos dio a todos billetes nuevos (ya se imaginan que en Madagascar no es posible usar tarjetas de crédito en ninguna parte). Luego, se volvió a dormir la mona. La gente quiso entonces hacerse fotos de recuerdo con las dos chicas. Yo le dije a Clothilde que mi foto la quería con ella sola. ¿Por qué? –preguntó con coquetería. Le expliqué que me había parecido muy lista, que me había impresionado cómo llevaba las cuentas y que pensaba que era el alma del lugar. Entonces accedió a hacerse una foto conmigo.


Ya la ven: pequeña, fuerte, natural y sonriente, como buena sakalava. Las mujeres son la esperanza de África. Hice un aparte con ella mientras esperábamos a los conductores. Me contó que tenía 25 años, que era del pueblo y que llevaba en el hotel desde que había dejado la escuela. Le enseñé una foto de mis hijos. –Ooohh –hizo–, diles que vengan aquí, que me caso con uno de ellos. –¿Con cuál?  –Con cualquiera, los dos me gustan mucho. En fin, aquí queda consignado. Clothilde, un encanto de chica. Resta decir que, nada más salir con los todoterrenos, hubo que pararse, porque uno tenía una rueda mal. Podrían haberlo revisado mientras visitábamos el astillero, pero parece que habían dedicado ese tiempo libre a la reconfortante tarea de tocarse las pelotas a dos manos. Cosas de África. Con la rueda arreglada, hicimos una parada para visitar unas salinas en las que todo se trabajaba manualmente. La dura capa de sal se desmenuzaba con unos martillos que manejaban mujeres y niñas. Luego se amontonaba la sal en pequeñas pirámides y se metía en sacos reciclados, tarea que era de competencia de los hombres, como la de subirlos a los camiones. Allí la gente trabajaba a destajo desde el amanecer. A la hora en que llegamos nosotros, estaban terminando su jornada, porque con el sol abrasador ya no se podía trabajar en un lugar tan blanco y árido. Vean las imágenes.




Otra de las cosas típicas de esta zona son los peajes informales. Vas por un camino de cabras dando botes y, de pronto, te encuentras una barrera y tienes que untarles a los propios que la vigilan, para que te dejen seguir. Te lo venden al modo africano, con largas deliberaciones, en las que te explican que el dinero es un pago por las supuestas reparaciones que han hecho en la pista, tapando los baches. O bien te dicen que estás comprando tu seguridad y que, si no les pagas, es posible que te asalten los bandidos de la sabana y te desvalijen entero. De todas formas, los conductores llevaban un dinero de bolsillo para afrontar estas extorsiones. Hicimos una parada más en un pueblo, en donde parecía que nunca habían visto un blanco. Ni siquiera los niños pedían caramelos, sino que nos miraban alucinados, como si contemplasen algo portentoso. Fuimos el centro del espectáculo y acabamos haciéndonos fotos con ellos, que luego veían en el móvil y se partían de risa. Vean algunas.



Ese día teníamos un largo trayecto, que terminaba en Manja, un pueblo grande del interior. Había que hacer noche allí, porque no hay otro pueblo en seis horas a la redonda. Y en Manja sólo hay un hotel, propiedad del député local en la Asamblea Nacional, que no deja que se construya ningún otro. Llegamos al anochecer bajo una lluvia finita y nos abrieron un portón para que los tres jeeps entraran y aparcaran en el patio, con gran dificultad porque estaba lleno. Bajamos y, sólo entonces, nos comunicaron que había overbooking: el député había vendido más habitaciones de las que tenía. Preguntamos por la posibilidad de buscar otro hotel y nos dijeron lo de las seis horas a la redonda. Abajo tienen una vista del grupo mientras discutíamos qué hacer en medio del patio bajo la lluvia. Pero el député estaba siempre por allí, pendiente de su negocio y no tardó en aparecer. Era un merna auténtico: pequeñito, de piel clara y rasgos achinados, pantalón corto, piernas arqueadas y un permanente cabo de cigarrillo en la comisura. Todo ello le daba un decidido aire compadrito. Llegó en una especie de vespino y dijo que todos tranquilos: él tenía el compromiso de alojar a todos los viajeros que llegasen al pueblo y para ello contaba con l’Anexe. Un anexo, como el de Galerías Preciados.



L’Anexe, resultó ser un grupo de bungalows bastante cercano, al que nos dirigimos andando. Eran muy cutres, pero no había otra cosa. Se organizaban en dos hileras, en torno a un espacio común central, con un bar en un extremo y un par de mesas alargadas de fábrica, en las que se podía cenar de lo que trajera cada uno. En una se instaló un grupo de ruidosos motards que llegaron al mismo tiempo, con pañuelos de pirata, trajes integrales de cuero y aire general de Mad Max. Así que les advertimos a los del bar que nos reservaran cervezas frías, no fuera que se las tomasen todas los motards. Y nos fuimos al pueblo a por pan. En una esquina, un tipo con un walkman tenía una música disco africana a todo volumen y retaba a la gente a bailar con él. Era el típico negro macarra con gafas negras y una camiseta supercorta que le permitía enseñar el ombligo cuando se movía de forma lúbrica. Lo que no se esperaba es que una de las señoras de nuestro grupo le entrara al señuelo. Entre los dos montaron una breve danza súper sexy, los presentes chillaron en un registro muy agudo y todo el pueblo se acercó corriendo a ver el portento.

Cenamos después y nos acostamos pronto, a pesar de que los motards se quedaron un buen rato bebiendo y dando la murga con sus cánticos. Los cuartos resultaron ser los peores que habíamos sufrido hasta ese momento en el viaje, pero al menos había mosquiteras. Para completar la protección, les pedimos unas espirales para quemar. Nos las trajo en persona el propio député, una por cuarto, colocadas sobre sendas botellas de fanta usadas. Y eso fue lo que dio de sí el día nº 11. Les deseo que pasen un buen finde, queridos lectores. Y guárdense de los matitis.

miércoles, 23 de octubre de 2019

878. Mdgscr 3: el Tsingy Grande y los baobabs

Por fin en casa y con un delicioso tiempo gallego de lluvia fina y persistente. Han sido muchos viajes seguidos y yo ya tenía ganas de regularizar mi tiempo, regresar a un ritmo más tranquilo, recuperar las rutinas y poderme echar alguna siesta de vez en cuando, como ayer, después de incorporarme otra vez a la oficina por la mañana. Encuentro a alguna gente muy preocupada por el asunto catalán y la verdad es que a mí no me inquieta demasiado. Peor veo la deriva del Brexit que acabará por afectarnos a todos (y también a Cataluña). Por mi parte tengo claro que el independentismo es un fenómeno retrógrado, reaccionario, supremacista, nazi y santurrón, en el que han embarcado a Cataluña el poco honorable Pujol y sus sucesores cada vez más impresentables, hasta llegar al homínido Torra. Creo que eso ya lo tiene claro todo el mundo, salvo los que no lo quieren tener claro. Eso no quita para que piense que van ganando, ya saben que en este mundo no siempre ganan los buenos. Para mí que están siguiendo puntualmente su hoja de ruta bien diseñada, que ahora decía: cuando haya sentencia nos vamos a enfadar mucho y asomaremos la patita de la violencia. Frente a esto hay que mantenerse firmes y escuchar lo que dicen personas como Javier Cercas o el cada vez más grande Jaume Reixach, cuyo siguiente artículo pueden (y deben) leer pinchando AQUÍ.

Aquí a la izquierda tienen una ilustración en línea con lo que pensamos Reixach, yo y tanta gente. Por cierto, en Innsbruck había al menos cinco catalanes. Uno de ellos llevaba un surtido de pegatinas y chapas indepes, que iba alternando, cada día una. Además, una chica, bastante maja y con la que hablé de muchas cosas, tenía un pequeño lazo amarillo muy discreto, que se ponía todos los días, aun cuando se cambiaba lógicamente de ropa. Y luego había otros tres que no mostraban el menor signo externo, lo cual es también una forma de significarse. Y no hablamos nada de las hostias en Barcelona. Ni ellos lo sacaron, ni los demás (valencianos, vascos, extremeños, mallorquines y madrileños) hicimos alusión al tema, para no provocar discusiones estériles: con fanáticos de una línea es inútil tratar de hablar de ello. Dicho esto, continuaré con mi relato del fabuloso viaje de Madagascar. 

El octavo día amanecimos en el hotel Orquidée de Bekopaka, en donde habíamos reservado dos noches. ¿Con qué motivo? Pues con uno muy definido: visitar el Tsingy Grande. La palabra tsingy significa en malagasi lugar por donde no se puede caminar, es decir, lugar intransitable. Los tsingy de Madagascar son formaciones kársticas, a las que la erosión ha despojado de toda la tierra dejando sólo unas rocas calcáreas muy afiladas por las que transitar es difícil y peligroso: cualquier resbalón te garantiza una herida segura. El Tsingy de Bemahara, cerca de Bekopaka, es el más grande de Madagascar, donde hay otros dos parajes similares de menor tamaño. Para visitarlo hay que hacer dos horas interminables de todoterreno por un camino infernal, pero la cosa merece la pena. Este tsingy está declarado por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad, y les muestro unas fotos sacadas del National Geographic. 



Para ver esta maravilla, madrugamos, desayunamos y nos aprestamos a salir con los jeeps. Pero, como ya nos habían anticipado, el recorrido hasta el tsingy no se puede hacer más que en convoy, porque parece que hay cuadrillas de bandidos que, si vas solo, te pueden asaltar y quitarte hasta los calzoncillos. Los convoys salen a horas fijas y en ellos van diez o doce todoterrenos, con un jeep del ejército en cabeza y otro detrás, en los que viajan unos militares de buena estatura, provistos de chalecos antibalas y fusiles kalashnikov. Antes de salir hay que recoger a los guías, que llevan arneses para todos, porque se sube por unas paredes muy escarpadas, en donde hay escalones tallados en la piedra y cables laterales a los que hay que sujetar los mosquetones del arnés por seguridad. Este es un nivel de montañismo que yo nunca había practicado. En algunos puntos el cable de sujeción cambia del lado derecho al izquierdo, por ejemplo, y te enseñan que no hay que soltar el segundo mosquetón del primer cable, hasta que tengas bien sujeto el primero al cable nuevo. Y arriba hay que cruzar por unos puentes suspendidos bastante impresionantes, como ven en la foto de abajo.

Llevaba mi móvil para hacer fotos pero en semejante lugar hay que estar todo el rato muy concentrado y apenas queda margen mental para hacer fotografías. Mis compañeros me hicieron algunas en las situaciones más comprometidas, pero aún no me las han mandado. Yo tomé otras, como las que pueden ver abajo. Habíamos programado hacer la excursión más larga de las posibles, de seis horas, pero transcurridas cuatro dieron la oportunidad de retirarse a quien quisiera, y yo me sumé a este grupo, al que sólo nos apuntamos tres. Los otros siete siguieron hasta el final, lo que da idea de lo recios que son en este grupo. Los tres que nos rajamos aún tuvimos que caminar una hora más de bajada, hasta llegar al campamento base. Yo estaba reventado y me abalancé a las botellas de agua que teníamos en los vehículos. Allí esperamos al resto. He hecho muchas veces excursiones senderistas de más de cuatro horas, pero esto es diferente. Esto comporta un estrés adicional por la dificultad y el peligro del recorrido, que resulta agotador.



La última foto es también del National Geographic y muestra cómo los lémures se manejan por este lugar tan singular, favorecidos por su escaso peso. Tras reunirnos, nos sumamos a un nuevo convoy para regresar al hotel, pero a medio camino se averió una rueda de uno de los vehículos y eso supuso treinta minutos más de retraso, porque estas cosas en África suponen que todo el mundo se baja y opina, hasta los militares fusil en ristre, desmontan la rueda, la vuelven a montar, les sobra una pieza y vuelta a empezar. La solución consistió finalmente en ponerle al rotor una camisa de una especie de estopa que, una vez metida la pieza a presión, hubo que rematar quemando los flecos que sobresalían. Aquí una foto del desarrollo de la reparación.



En el hotel yo estaba reventado. Mis compañeros me gastaron la broma de decirme que se iban a ver el Tsingy Pequeño por la tarde, pero era mentira, estaban tan exhaustos como yo. Comimos unos bocatas del embutido que traíamos de España y yo me fui a mi cuarto a descansar el resto del día. Aproveché este tiempo libre para escribir un post que se llamó Message in a bottle, pero salí a recepción y no lo pude colgar. Esta vez cenamos mejor en el restaurante del hotel, con una cerveza helada de dos tercios de litro, bien merecida.

El noveno día nos llevó a viajar de nuevo en convoy, esta vez hacia el sur por la costa, hasta Belo sur Tsiribihina, el lugar donde nos había dejado el barco del río. Allí comimos otra vez de bocatas, entre los tipos que jugaban al dominó, mientras esperábamos para cruzar en ferry a la orilla sur. Luego seguimos camino por una serie de pistas bastante impracticables, pero ya no en convoy. Nos internamos por el parque nacional Kirindy, con la idea de ver una de las grandes atracciones turísticas de Madagascar, la Avenida de los Baobabs. Los caminos del parque son infernales y visitamos varios hitos previos, que estaban separadísimos: primero, el Baobab Sagrado, rodeado por una verja para acceder al interior de la cual hay que descalzarse. Luego tocando la superficie del tronco se puede pedir un deseo, gilipollez que yo me ahorré, porque tampoco me apetecía descalzarme. A continuación fuimos a ver el Baobab de los Enamorados, del que pueden ver una imagen abajo. Es un sitio también bastante turístico, que hasta tiene un bar al lado, para los guiris que lo van a visitar. Y por último, la gran Avenida, en la que la rutina de los turistas marca que hay que ver la puesta de sol, con lo cual está llena de japoneses haciendo fotos. Las fotos que uno puede hacer en el punto culminante, salen llenas de japoneses, pero de todas formas mi móvil se había quedado sin batería. Si tienen interés en saber cómo es esta gran avenida, tienen fotos a cientos en Internet.


Es el momento de hablar de este árbol ciertamente singular y muy característico de Madagascar, donde pueden contemplarse ejemplares milenarios. De hecho, seis de las ocho especies de baobabs descritas por los botánicos sólo se dan en esta isla. Hay una séptima especie que abunda en el centro de África, desde Senegal hasta las costas del Índico, y una octava en una pequeña zona de Australia. El baobab es un árbol con un significado lleno de resonancias legendarias. Una de estas leyendas cuenta que, en una era anterior, eran los árboles más altos y formidables, por lo que un dios receloso de su esplendor castigó su orgullo dándoles la vuelta, de forma que las raíces quedaran al aire y el follaje bajo tierra. La realidad es que se trata de un árbol adaptado a vivir en condiciones extremas de sequía y temperatura, y por tanto preparado para el cambio climático que nos amenaza. Su aspecto y sus proporciones remiten a eras geológicas primigenias y no es difícil imaginar que sea un superviviente de los tiempos de los dinosaurios. El primer baobab que vimos se erguía poderoso sobre una colina junto al cauce del Tsiribihina, que surcábamos con nuestro barco del tiempo de nuestros abuelos. 


El tronco de estos árboles gigantes tiene un 80% de agua, por lo que es inutilizable para explotar su madera. Solamente a veces le pelan la corteza con cuidado, como a los alcornoques, para hacer con ella piezas de techumbre para sus chozas. El baobab era también el árbol que crecía en el asteroide del que proviene el niño de El Principito, que se dedicaba a arrancarlos como mala hierba maléfica. En nuestra Tierra real el baobab es un árbol con múltiples utilidades desde sus hojas de propiedades medicinales y cosméticas, hasta la pulpa de sus enormes frutos, de la que se extrae un zumo que yo había probado ya en Madrid (sabe a madera y está bastante malo). ¿Y dónde lo había probado yo? Pues en un restaurante senegalés de Lavapiés, que se llama precisamente Baobab y está en la plaza de Cabestreros, ahora renombrada de Nelson Mandela, donde se concentran todos los negros del barrio. Los del restaurante son musulmanes, por lo que no tienen cerveza y has de arreglarte con el zumo de baobab, o el de tamarindo que está más rico. Antes de mostrarles algunas de las fotos que tomé en esta parte del viaje, les dejo el link a un artículo publicado hace poco en La Vanguardia sobre estos árboles legendarios. Si quieren leerlo, han de pinchar AQUÍ










En la Avenida de los Baobabs me pregunté si el lugar, ciertamente bonito y simbólico de Madagascar, no tenía otro acceso que el que nosotros usamos, atravesando todo el parque Kirindy por caminos impracticables. Tuve respuesta en cuanto abandonamos el lugar por el lado contrario. En ese sentido, se llega enseguida a una carretera asfaltada magnífica, que te lleva a la ciudad de Morondava, una de las mayores del país, situada a lo largo de la magnífica bahía del mismo nombre, sobre el llamado Canal de Mozambique. Los turistas se alojan en esta ciudad, que tiene incluso aeropuerto y desde allí acceden cómodamente a la gran Avenida. Las agencias ofrecen viajes a Madagascar de una semana, en la que únicamente se visita Antananarivo y luego un vuelo interior te lleva a Morondava para ver la Avenida de los Baobabs y volver enseguida al mundo seguro de Occidente. Incluso la carretera estaba atascada por la gente que volvía a la ciudad al atardecer. Con nuestros todoterrenos recorrimos todo el paseo marítimo hasta llegar al hotel Sun Beach, en la salida norte, junto a la playa.

Era un hotel excelente ¡con aire acondicionado individual en los cuartos! lo que constituye el mejor antimosquitos del mundo. Además contaba con mosquiteras nuevas, buenos servicios y un restaurante muy apañado, con una carta a base de pescados y mariscos, en el que cenamos nada más llegar. Luego, mis compañeros salieron a dar una vuelta nocturna por la carretera de la costa, pero yo no les acompañé, porque quería colgar mi post del día anterior y además seguía bastante cansado de las palizas diversas. A pesar de mis cuidados, tenía ya la proverbial cagalera, para combatir la cual contaba con un remedio estupendo: mis sobres mágicos de Vitanatur Symbiotic C, un preparado a base de probióticos que hay que tomarse antes de desayunar y que te reconstruye la fauna intestinal. Es un soluble que se echa en un vaso de agua, se revuelve y se espera un minuto, para que se revivan los bichos. Luego se toma y se esperan otros diez minutos antes de comer nada. No te soluciona la diarrea, pero te la controla hasta que se cura. Les dejo ya, hasta la próxima entrega. Sean felices.

sábado, 19 de octubre de 2019

877. Mdgscr 2: La Reina de África

La Reina de África es una película y también el nombre del barco en el que transcurre la acción de este film inolvidable. Un barco similar al que utilizamos mi grupo y yo en Madagascar, en este caso no para bajar por el río Ulanga, sino por el Tsiribihina, uno de los mayores cursos fluviales que surcan la isla. Empiezo a escribir esto en Madrid, a punto de salir para Innsbruck y en medio del incendio subsiguiente a la sentencia del prusés, que esperemos que se quede en fuego de virutas, en concordancia con la descripción precisa del carácter del catalán que hace Jaume Sisa en la entrevista que les reproduje no hace mucho. Respecto a este tema, conviene que no nos olvidemos de cómo se originó este sindiós, y nadie mejor que el gran Jaume Reixach, director de El Triangle, para recordárnoslo. Este hombre está desde hace un tiempo centrado en promover una nueva plataforma que ha bautizado como El Trapecio, que tiene por objetivo la unión de España y Portugal, el viejo sueño de Saramago, Lobo Antunes y tantos otros (entre ellos yo). Pero todavía tiene tiempo de reflexionar sobre lo que está pasando. Les insto a que lean lo que publicaba este mismo martes, para lo que han de pinchar AQUÍ.

Irrebatible, brillante y demoledor como siempre, este periodista superlativo que mantiene su periódico contra viento y marea, sin la menor subvención o apoyo de la Generalitat y distribuyéndolo en bicicletas y motos por los pueblos de Cataluña. Pero este foro tiene en estos momentos un empeño en marcha y yo he de continuar con el relato de mi reciente viaje por tierras malgaches. Diré pues que el cuarto día de viaje, salimos de Andasibé y nos dirigimos a Antsirabé. La semejanza de los nombres no es casual: an es en malagasi un artículo determinado y la terminación be significa bueno. Antsirabé significa el lugar del agua buena. He de precisar que el nombre de la lengua oficial (junto con el francés) de la República Malgache, es malagasi, y no malakatsi como yo lo nombré erróneamente en mis primeros textos, reproduciendo la fonética de cómo lo pronuncian. Desde Andasibé, desanduvimos el camino hasta Antananarivo, pero no entramos en la capital, sino que la rodeamos por una circunvalación, hasta tomar la RN-7 hacia el sur.

Las carreteras por las que circulamos ese día eran aceptables, no sabíamos entonces que eran las mejores del país. El entorno de la carretera nacional 7 también está entre las zonas más desarrolladas de la isla. Hicimos una primera parada en Behenjy, un pueblo-calle, famoso por su producción de foie-gras, herencia de la colonización francesa. Aprovecho para contarles una cosa curiosa. En Madagascar hay hoteles y hotelys, que no es lo mismo. Los hotelys son restaurantes míseros y cutres, con apenas un par de mesas, si es que tienen alguna, y un mostrador a la calle para la comida para llevar, en los que los lugareños pueden comerse alguna fritura de pescado o verdura, de las que van sacando a medida que las cocinan en un hornillo mínimo. Suelen tener cervezas, pero las guardan en neveras que tienen desenchufadas, porque no hay tampoco red eléctrica a la que conectarse, así que están intomables. Aquí pueden ver una ristra de estos hotelys, en el centro de Behenjy.



La venta del foie gras de producción artesanal se canaliza en cambio a través de los dos restaurantes un poco más arreglados del pueblo. El más publicitado se llama Au coin du foie gras, es decir, El rincón del foie gras, cuyos carteles se pueden ver a lo largo de la carretera desde un buen rato antes. Pero Alain nos dijo que este es un restaurante enfocado a los turistas, es decir a los guiris, con precios más caros. Justo a su lado hay otro, que se llama Ravinala, dirigido al público local y más barato. Entramos en él y tengo que decirles que pocas veces en mi vida he comido un paté tan exquisito y tan delicado. Nos dieron unas muestras a modo de degustación de las tres variedades que trabajan y no sabría decirles cuál era la más deliciosa. Tal vez, una que tenía como trozos de paté en una gelatina trufada de pimientas verdes que se te deshacían en la boca. Pedimos más y ese día comimos a base de paté (y con cerveza fría). Y preguntamos sobre la posibilidad de llevarnos algo a Europa. Imposible. La casa carece de sistema de enlatado y tampoco tiene forma de envasarlo al vacío. Te lo sirven en unos túper transparentes con tapadera. Aún así compramos varios para alegrar las comidas de los días siguientes. Aquí una foto del lugar.


Continuamos hacia el sur e hicimos una parada en Ambatolampy, para ver un taller artesano del aluminio. Aquí todo se recicla. Lo primero es pillar piezas desechadas de aluminio, como grandes tuberías de suministros. Estas se trocean mediante una especie de formón gigante, que sujeta un tipo mientras otro le arrea interminables martillazos con una maza enorme, hasta que logra cortar un poquito. Estos dos trabajan todo el día. Luego, los trozos se meten en una forja, como la fragua de Vulcano, en donde otros operarios trabajan con un calor insoportable y en condiciones penosas, con unas medidas de seguridad antiquemaduras, prácticamente inexistentes. Luego nos enseñaron cómo hacen los moldes en los que vierten el aluminio fundido, para hacer cacerolas, cucharas y todo tipo de pendientes y adornos, que se venden luego en los mercados de todos los pueblos. A nuestra pregunta contestaron que trabajaban a destajo y que les pagaban por pieza fabricada. Una especie de castigo divino, pero nada sorprendente en un país en el que ya estábamos viendo a los lados de la carretera cuadrillas de picapedreros que desmenuzaban piedras mayores con martillos, con bastantes niños entre ellos. La miseria es lo que tiene.

Continuamos hasta Antsirabé, una de las ciudades grandes del país. Llegamos de noche y nos alojamos en el hotel Flower Palace, céntrico y bastante bueno. Aunque era de noche, salimos a dar una vuelta y encontramos una pizzería en la que cenamos, yo en concreto una sopa local que me recomendó Alain y que estaba muy buena. El quinto día salimos temprano y tomamos la carretera RN-34 en dirección oeste, hasta llegar a Miandrivazo, sin mayores cosas que reseñar. Allí tomamos una pista hasta llegar al embarcadero fluvial en donde nos esperaba nuestro barco para hacer el descenso del Tsiribihina. El barco era pequeño, como de los tiempos de La Reina de África, pero surcaba el agua río abajo con soltura. Llevábamos un cocinero, con su señora de ayudante. Entre ambos nos garantizaban desayuno, comida y cena a mesa puesta y con menús bastante apetitosos en general. Venían con nosotros un guía local de apoyo a Alain y un par de marineros. Así que nos embarcamos e iniciamos una de las fases más sugerentes y mágicas del viaje, de la que les pongo algunas imágenes.

Aquí el barco preparado, con las tumbonas en cubierta y debajo la mesa puesta para diez comensales.

Lugareños bañándose en pelotas en el río.

Barco local encallado. Los pasajeros se han bajado y tratan de destrabarlo.


Un poco de relax en cubierta.


Una de las estupendas ensaladas que nos preparaba el cocinero: zanahoria, repollo y judías francesas, con adornos de pepino y tomate con atún y coronada con un baobab miniatura, confeccionado con una zanahoria y unas ramitas de perejil. El baobab me lo comí yo

No sé si se han percatado, pero esta fase del viaje suponía estar casi tres días sin WiFi, sin ducharse y sin un mínimo contacto con la civilización. Una delicia. El barco se desplazaba lentamente y es maravilloso ver anochecer sobre los paisajes africanos de las márgenes, con algún avistamiento esporádico de lémures en el arbolado y cocodrilos en los arenales. El viaje duraba tres días y había que acampar dos noches en localizaciones de playa previstas de antemano, en donde los marineros y los guías montaban las tiendas y una especie de cagaderos en la arena, consistentes en un simple biombo que formaba un cuadrado pudoroso para la maniobra de las aguas mayores (las menores se resolvían entre los cañaverales del fondo). Los cocineros y el guía local sacaron unas guitarras y tamborcitos y entonaron Oh when the saints go marching in, La Bamba y otras canciones universales que cantamos a coro en mitad de la noche. La acampada tuvo el cachondeo correspondiente, como cualquier excursión de boy scouts. Que si uno sólo era capaz de meterse en el saco de dormir poniéndose de pié, algo imposible dentro de la tienda, que si los pedos y los ronquidos, qué quieren que les cuente. Nuestro sujeto colectivo era ruidoso y bullanguero y puedo imaginar la perplejidad de los lémures del entorno ante semejante escándalo. 


Tramo del cauce encajonado entre rocas.


Atardecer sobre el río.

Vista del campamento por la mañana desde los cañaverales. En primer lugar el cagadero. Detrás las tiendas de campaña y al fondo el barco fondeado.

El sexto día transcurrió íntegramente en el barco y fue tranquilo y relajado. Por la mañana, paramos en un lugar donde llegaba un pequeño afluente que caía de las montañas. Se podía remontar el curso por un sendero fácil, con bastantes lémures en el arbolado, hasta llegar a una poza, en donde nos encontramos a un montón de blancos bañándose. Había al menos otros dos barcos haciendo el descenso del Tsiribihina como nosotros y habían madrugado más. Pero nosotros sabíamos que había otra poza más arriba, a la que llevaba un recorrido senderista más largo, empinado y difícil. Allí nos pudimos bañar, porque no había nadie, y fue un placer, porque el agua estaba muy fresquita y no nos habíamos duchado desde el día anterior. Después visitamos un poblado que no tiene otro acceso que el propio río, en donde nos rodearon los niños, como de costumbre en estos lugares. Unas fotos más.


La poza maravillosa.



Niños atónitos ante el hombre blanco. En el centro uno con la camiseta del presidente D'j.


Un par de vistas de la orilla, con las formaciones geológicas al descubierto por la erosión. Durante la época de lluvia el nivel del río es mucho más alto.


Después de comer visitamos un segundo pueblo y esa noche volvimos a acampar. Junto al segundo campamento había bastante gente pululando y nos montaron una fiesta para los tres barcos que estábamos siguiendo el curso del río. Hicieron una hoguera y aparecieron un par de músicos, que parecían abuelo y nieto. El mayor tocaba una especie de ukelele artesanal a toda velocidad y el niño, como de unos ocho años, tocaba unos tamborcitos con mucho ritmo. Y una serie de jóvenes empezaron a caminar en círculo alrededor del fuego. A una señal, todos movían sus cuerpos al ritmo frenético de la música unos instantes, y luego seguían caminando hasta el siguiente espasmo colectivo. Puedo jurarles que nunca había visto mover el culo de esa manera a nadie, era algo increíble. Los danzarines/as invitaron a los blancos a sumarse a la danza y algunos/as se apuntaron. Hasta que el abuelo músico dio la señal de acabar y nos fuimos a dormir. 

El séptimo día de viaje seguimos río abajo sin más paradas y llegamos a destino después de comer. Ya cerca de la desembocadura, hay un servicio de ferrys rudimentario, que permite cruzar el río sobre una especie de almadía montada sobre dos piraguas con un motor adosado. Abajo una imagen del ingenio.



Hubimos de esperar a que llegaran nuestros todoterrenos para seguir el viaje. En el lugar, había mucha gente, porteadores que bajaban a pulso sacos enormes de suministros, gente vendiendo comidas y cosas de todo tipo en una especie de rastro improvisado. En una esquina, un grupo de hombres descansaban un rato jugando con mucho énfasis una ruidosa partida de dominó. Llegaron por fin los tres todoterrenos y emprendimos la marcha por un camino infame hacia el norte. Hubimos de cruzar un río menor mediante un ferry artesanal como el anterior, antes de llegar al destino previsto: el pueblo de Bekopaka, en donde teníamos alojamiento reservado en el hotel Orquidée. El hotel estaba a dos kilómetros del pueblo y se trataba de un conjunto de bungalows con un espacio común ajardinado con mucho gusto y un restaurante de buen aspecto en el que nos obsequiamos con una cena normalita. Yo me pedí un guiso de zebú, que más propiamente debería llamarse guiso de bel-zebú, porque estaba bastante malo.

Y así terminó nuestro séptimo día de viaje. Estoy terminando este texto en Innsbruck, en donde ayer tuvimos la primera sesión del congreso de cierre del concurso EUROPAN 15. En este escenario inmaculado de la comarca tirolesa al pie de los Alpes, todo esto de Madagascar suena a leyenda. Continuará.