domingo, 26 de noviembre de 2023

1.259. Empieza el aquelarre navideño

Sí señor, falta un mes todavía para la Nochebuena pero ya las calles de mi barrio están petadas de gente con cara de arrobo y montones de bolsas colgando de los brazos con los regalos que acaban de comprar, personal venido de todos los pueblos y ciudades del entorno para ver las luces navideñas, escuchar los villancicos omnipresentes, quedarse de piedra viendo la instalación Cortylandia, hacer colas de horas para comprarse el décimo de Doña Manolita o tomarse un bacalao rebozado en Casa Labra, y sobre todo pasear arriba y abajo, las familias completas, con el padre con gesto indisimulado de vaya coñazo me estoy tragando, las madres con un aire de determinación y la satisfacción en el bigote de que por una vez se está haciendo lo que hay que hacer y los niños abrigados con los típicos verdugos de lana, en ocasiones con orejitas de oso de peluche, bien agarrados de la mano para que no se despisten.

Esto obliga a redoblar la dotación de la policía municipal, cortar determinadas calles a las horas punta, cerrar estaciones de Metro como la de Sol e impedirme a mí acceder a mi garaje, salvo mostrando el DNI que certifica que vivo allí al agente de movilidad correspondiente. La obligación de estar muy contentos y exteriorizar todo el rato esa especie de felicidad impostada, es algo bastante agotador y yo ya expresé hace once años, en mis primeras navidades del blog, lo cargante que me resultaba todo esto. Pasados los años, he suavizado un poco esta percepción, sobre todo por el hecho de que mis hijos han tomado la costumbre de venir a pasar las fiestas conmigo, lo cual es siempre motivo de gozo y además procuro encontrarme con amigos y conocidos para desearnos mutuamente un feliz año nuevo.

Pero este año, la cosa me vuelve a resultar bastante estomagante (expresiva palabra que forma parte de nuestro léxico), porque no es más que un grado superlativo del coñazo que me toca vivir cada fin de semana por el Barrio de Las Letras, en donde el viernes noche se empieza a abarrotar el espacio público de turistas, dispuestos a ver miles de cosas y escuchar horas de textos semi-inventados por guías de tres el cuarto, como si no hubiera un mañana, en ese fenómeno que se ha agudizado al volver de los encierros de la pandemia. Qué bien nos vendría que nos decretaran un confinamiento selectivo, en el que encerraran sólo a los pedorros y gilipollas; la ciudad quedaría en exclusiva para los demás.

Además, este año, he perdido a unos cuantos amigos, en especial dos de los seguidores del blog más fieles y constantes, y el alcalde Almeida ha ganado por mayoría absoluta dejando el urbanismo en manos del inefable Borja Carburante, que lo primero que ha hecho es cesar a mi querida jefa, tal vez una de las personas más brillantes del urbanismo local. Las luces de Navidad, que Gallardón dotó de un punto moderno y estilizado, con esta panda vuelven a ser de nuevo horteras y cada vez más ridículas. En la esquina de Gran Vía y Alcalá se solía colocar una bola del mundo muy vistosa, a la que la gente acudía en manada para hacerse selfies. Pues este año, han decidido sustituirla por una supuesta flor de pascua gigante, cuya imagen les pongo abajo. El saber popular rápidamente ha procedido a asignarle un nombre chusco de mucha precisión: el monumento al mojito de fresa.

Pero, en fin, la Navidad he venido, nadie sabe cómo ha sido, y hay que intentar disfrutar de la parte buena, de quedar con los amigos y ponerse al día que, como les digo siempre, a los amigos hay que cuidarlos si se los quiere mantener, igual que a las plantas hay que regarlas: si se las deja secar, luego ya es inútil regarlas otra vez. Y yo estoy este año en una dinámica de salir y encontrarme con amigos y conocidos para mantener viva la llama, dinámica que ni siquiera he interrumpido durante mis dos semanas en Londres. Lo malo es que, en nuestra sociedad, esos encuentros están inevitablemente unidos a la cuestión gastronómica, de modo que, para ver a los amigos has de pegarte unas comilonas que pueden dejarte hecho polvo, sobre todo por la reiteración. Para esas tesituras, yo tengo un remedio magnífico; se llama Pankreoflat y lo venden en las farmacias sin receta. Mi madre no salía a comer fuera de casa sin llevarse su cajita de Pankreoflat en el bolso, y yo hago exactamente lo mismo.

Esta semana pasada ya he tenido un anticipo del aquelarre digestivo que nos espera. El miércoles, quedé a comer con cuatro ex-compañeras del trabajo con las que suelo encontrarme de vez en cuando, aunque llevábamos sin vernos desde antes del verano. Comimos en Casa Carmen, un restaurante nuevo frente al edificio del Ayuntamiento en Cibeles en el que trabajan algunas de ellas, en la calle Alcalá, un lugar de bastante buena relación precio calidad. Por la tarde, subí a Palomeras para mi clase de guitarra y después cayeron también unos cuantos botellines en el bar de al lado. El jueves, salí de mi sesión de yoga a las nueve de la noche y me dirigí al Ricla, donde Ana, la dueña, me había guardado un plato de cocido del día anterior, que estaba extraordinario, de los mejores cocidos que he comido nunca. Me habían convocado el día anterior a mediodía, pero ya tenía la cita con mis amigas.

El viernes tuve un poco de alivio gastronómico, pero el sábado me tocó ayudar a mi amiga a terminar de montar los muebles de IKEA, lo que comportó acudir otra vez a la tienda a por unas piezas que nos faltaban, ocasión que aprovechamos para comernos una hamburguesa doble en un Friday, que es una cadena bastante mejor que las habituales americanas. Y por la noche, bajé a coger el tren hacia Entrevías, para asistir al concierto de Navidad del Colectivo La Palmera, en el local de la asociación de vecinos, conocido como La Tacita de Plata. Allí cayeron también unos cuantos tercios de cerveza Estrella, acompañados por patatas fritas, que me zampé con Henry Guitar, Críspulo, El Bruja y los demás, mientras se preparaba el concierto.

La primera vez que me acerqué al mostrador a pedir cerveza, el chaval que atendía la barra me recordó que no se puede pagar con tarjeta. Rebusqué en los bolsillos y encontré exactamente 2,30€. La cerveza valía tres, pero el chaval me dijo que le diera lo que llevaba, que daba igual. Era un joven sonriente y muy amable, con los dientes delanteros muy estropeados, lo que le daba un aire de drogadicto rehabilitado. La Palmera, es un colectivo en el que entran y salen músicos, hasta un total de quince, que se reunieron para los bises. Hacen un jazz-bossa bastante meritorio, con diversos saxos, trompetas, flautas y fiscornos, apoyados en la guitarra de Henry, el contrabajo de Christian el alemán de Carabanchel, los teclados de Ángel y la batería de Crispulo. Estos cuatro se suelen situar detrás de los metales, pero son los que dirigen la cosa. Como siempre, les grabé un pequeño clip, de un tema en el que no participó mucha gente y que les pongo abajo. No me dio margen a grabar la parte de la trompeta, que, en este tema, ejecutaba la única mujer del grupo, que es buenísima.  

Pedí dinero a mis amigos para las siguientes cervezas y volví donde el joven de la dentadura en ruinas. Le ofrecí pagarle 3,70€ por la segunda, pero no quiso cobrarme más que los tres de rigor. Con su sonrisa rota, puntualizó: tú y yo estamos en paz; estábamos en paz desde el principio. Cuando fui a por la tercera, con un montón de monedas, le dije que había estado en la puerta pasando la gorra a los que entraban y se partía de risa. La afluencia de público no fue exagerada, yo creo que estaba todo el mundo en el centro comprando regalos y viendo las luces. Pero los músicos se llevaron unas merecidas ovaciones y pararon porque el lugar tenía que cerrar. Ayudé a Críspulo a recoger sus tambores y me fui en el primer coche que salía para la academia de música, porque a esas horas ya no hay tren y en Palomeras se puede coger el Metro hasta la una y media.

Nos tomamos el vino de cierre, un rioja joven en mi caso, en un bar que no conocía. Se llama el Papalaguinda y es un lugar de copas muy recomendable, con pantallas de tv en las que estaban dando el partido del Rayo Vallecano y diversas actuaciones musicales. A la una y cuarto, caminé desde allí hasta el Metro Alto del Arenal, bajo una niebla fría bastante insidiosa, para volver a casa con mi querido Tarik Marcelino, que ya me echaba de menos. Esta mañana he acudido al yoga y luego he atravesado la masa de turistas de la Plaza Mayor para ir a desayunar a la Casa de las Torrijas. Después me he recogido en casa, a descansar de las comidas excesivas y seguir los partidos de fútbol por la radio, mientras escribía para ustedes. Porque el programa de la semana que entra es de auténtico aquelarre pantagruélico.

Se lo resumo para que vean que no exagero. Mañana lunes, he de encontrarme en Madrid Río a media mañana con una delegación de planificadores urbanos de Shanghái, que viene con Lucía Cano, una arquitecta de primera línea que desarrolla parte de su trabajo en esa ciudad china, y a la que una amiga común le ha dicho que nadie como yo para contar el proyecto del río. Veremos cómo me arreglo, porque parece que los chinos, que son ocho, no hablan ni una palabra de ningún otro idioma que no sea el chino. Si todo va bien, volveré a casa a comer algo ligero. Porque por la noche he quedado con mi sobrina Eva a tomar unas cervezas con algo de tropezón para que entren mejor. El martes comeré un sándwich en casa para ir con el estómago vacío a la sesión vespertina de yoga, tras la que seguramente me comeré algo en la Cervecería Santa Ana, dado que el Ricla cierra ese día.

El miércoles he quedado a comer en la Casa de Campo con la madre de mis hijos (es decir, la madre que los parió) con quien me veo con frecuencia para charlar y tratar de nuestros negocios comunes. Por la tarde noche vuelvo a mi clase de guitarra, no sé si esta vez seguida de piscolabis o no. El jueves, tengo clase de inglés por la mañana y luego tengo comida con mi jefa defenestrada y mi querida compañera M. a ver si consigo que se animen un poco. La semana pasada fui un día al edificio APOT y se me cayó el alma a los pies. Nuestra antigua Dirección General de Planificación Estratégica ha sido desmantelada. MI jefa está ahora en el Área de Obras en la calle Alcalá. Una de las dos subdirecciones que teníamos ha pasado al Área de Vivienda. Y el equipo de confianza más próximo a mi jefa y a mí, incluyendo todo el team de delineación, ha sido desterrado a una planta diferente, en donde los han colocado en una hilera infame en el centro, estabulados como burros en un establo.

Tal vez recuerden lo que yo sufrí cuando me defenestraron y me enviaron a un chiquero, delimitado lateralmente por dos muebles bajos, en el que me veía obligado a escuchar las conversaciones de todas las secretarias que poblaban la llamada pradera. Pues esto es peor, porque ni la espalda tienen resguardada. Así que el jueves tengo esa comida que les he dicho. Sin demasiado tiempo para una larga sobremesa. Porque a las 18.15 tengo que tomar en la estación de Atocha un AVE a Ciudad Real, en donde tengo la cena anual del grupo de viajeros veteranos con los que fui a Madagascar, Birmania y Chile. Este grupo está ahora mismo al ralentí, a la espera de que se reponga uno de los elementos clave, que tuvo un problema de espalda y no acaba de estar bien. Pero además, todos ellos forman parte de una ONG que se llama SOLMAN y que desde Ciudad Real desarrolla determinados proyectos sociales en África. Esta ONG es la que organiza la cena anual, en donde se reparte lotería, calendarios y demás merchandising.

Y el viernes, tras bajarme del AVE de vuelta, cogeré el coche para acercarme a Torrelodones a comerme un rabo de toro con mi querido amigo A. también conocido en el blog como el Padre de Corro, junto con mi sobrina Eva, el único amigo o seguidor del blog que tuvo a bien asistir a mi conferencia sobre Palomeras en el Ateneo de Madrid, que no se crean que se me ha olvidado la ofensa que sentí ante su escasa respuesta a la convocatoria. Como ven, he de llevar la caja de Pankreoflat lista para tamaña serie de eventos gastronómicos. El sábado y domingo podré descansar un poco, pero esto no ha hecho más que empezar. Lo que pasa es que del programa de la semana siguiente ya daré cuenta en entradas posteriores.

Por lo demás, basta que en el post anterior dijera que estaba encantado con el hecho de que cada uno de mis textos registra más de cuarenta visitas, para que ese post en concreto se haya quedado en 36. Y eso que muchos me reclamaban para que me pronunciara sobre la situación política. Como les pronostiqué, los cayetanos ya se van cansando de acudir cada noche a Ferraz con la que está cayendo y Sánchez ha empezado fuerte, que lo que hace falta es que trabajen y callen bocas. Yo espero que no lo hagan tan mal y que dejen sin argumentos a la derechona y a fachapobres amargados, podemitas resentidos y catalinos hiperventilados. En estos días hemos visto cómo triunfa esa nueva ultraderecha populista en Argentina y hasta en Holanda. Hemos de estar bien atentos, que la lucha continúa. Les dejo de propina una imagen de una pintada ultra, hábilmente retocada. Un ejemplo de esa lucha cotidiana en la que debemos seguir perseverando. Sean buenos.





lunes, 20 de noviembre de 2023

1.258. Fachapobres, cayetanos y otros especímenes

Aquí me tienen, ya olvidado de mi viaje más reciente y preparando otros que vendrán pronto, recogido aquí en mi casa de Atocha, que ya se ha caldeado y en la que estoy pasando este regreso al veranillo eterno que nos depara el cambio climático. Les destaco algunas historias que me vienen a la cabeza en este punto. Por ejemplo, este es el post número 61 de este año. Suponiendo que, de aquí a Navidad escriba otros 7, alcanzaría el total anual de 68. Si miran el cuadro aquí a la derecha, verán que el blog arrancó en el año 2012, precisamente con 68 posts, pero con la circunstancia de que empecé a escribir el 19 de septiembre. Es decir que, en poco más de tres meses escribí tantas entradas como en todo este año. Al siguiente, 2013, el número de posts fue nada menos que de 148, un récord que nunca he superado.

Si bien mis primeros textos eran, en general, algo más cortos, se puede deducir de estas cifras que cada vez escribo menos. No era consciente de ello, pero tampoco creo que pueda hacer nada para remediarlo. Cada vez escribo menos, pero en estos últimos meses creo se debe a que no tengo demasiado tiempo, a que estoy dándole prioridad a vivir, antes que a contar lo que vivo. Y me satisface mucho comprobar que el número de visitas a cada texto no baja casi nunca de 40, se encuentra entre esa cifra y los 60. Eso quiere decir que este foro, además de ser un blog zombie, como ya les he dicho muchas veces, tal vez se acabe convirtiendo también en un blog de culto, es decir, una página a la que sigue un número muy reducido de gente, pero muy fiel y nada dispuesta a desengancharse del tema. En cualquier caso, yo voy a seguir el consejo de mi querido amigo X, siempre preciso e impagable: escribiré lo que yo quiera y cuando vea que tengo algo que contar, sin forzarme a publicar cuando no se me ocurra nada.

Mi admirada Samantha Fish es un ejemplo de artista de culto. Aunque, por fin, su último disco, el que ha creado a cuatro manos con Jess Dayton y que a mí me gusta menos que los anteriores, ha resultado nominado para los Grammys como mejor disco de blues de 2023. Gran noticia, aunque, entre ustedes y yo: YA ERA HORA. Sam está muy halagada y ha publicado una nota de agradecimiento que les transcribo: I have been so proud of this work since we left the studio. I felt like we had something special, and I’m thrilled that the GRAMMYs are recognising it. Thank you, it’s such an honour. Aquí la traducción: He estado muy orgullosa de este trabajo desde que dejamos el estudio. Sentí que teníamos algo especial y estoy encantada de que los GRAMMYs lo reconozcan. Gracias, es un gran honor. Ahora veremos si gana, pero que ya iba siendo hora de que al menos la nominaran tras once o doce años de hacer unos discos y unos directos espectaculares por todo el mundo.

No les voy a aburrir con el recuento de mis sesiones regulares de inglés, yoga o guitarra, salvo que suceda algo fuera de lo común. En consecuencia, de esta última semana otoñal tal vez lo único que puede destacarse es mi asistencia al concierto de los Pure Tons en la sala Rockville, cerca de la calle Orense. Los Pure Tons son un grupo de rockeros veteranos que hacen versiones de las canciones más conocidas del rock, en el cual se desempeña como batería mi amigo Críspulo, irreductible vallecano y buen colega. El tercero de la peña, el gran Henry Guitar y yo, acudimos a arropar a nuestro amigo y pasamos una buena noche.

Fuimos allí en el autobús 27 y, antes de entrar nos zampamos un bocata de lomo a la plancha con tomate y queso, que partimos por la mitad y nos sirvió de tapa de las dos birras con que nos obsequiamos en el bar Las Jarritas, en la misma calle Orense, a cincuenta metros de la Sala Rockville. Ya en el lugar, hicimos uso de la consumición que venía con la entrada, que nos había costado 12 euros. Si comparan ustedes con los 27 euros que pagué por ver a Samantha Fish en Bexhill on the Sea, deducirán que ese concierto fue realmente barato. En el Rockville nos juntamos con otros colegas de la música vallecana, como El Bruja, baterista uruguayo que continúa a la espera de su primer bisnieto. En el fragor de la noche, los cuatro nos hicimos un selfie enloquecido a la espera de que empezara el concierto.


Creo que es una imagen que retrata muy bien en difuminado el follón del concierto. En este tipo de saraos, la gente se sabe todas las canciones y las corea a voz en grito, lo que resulta en una especie de eucaristía colectiva. Los Pure Tons, excepto un guitarra joven que acaban de contratar para sustituir a otro que ya se ha cansado de tanto barullo, son tipos talluditos, buenos músicos, especialmente el bajo que era espectacular, y se lo dejan todo en el escenario. Elegí un fragmento del tema de Van Morrison Brown Eyed Girl, para grabarles el clip que les pongo abajo. El tipo que se desgañita haciendo la segunda voz del famoso sha-la-la-la soy yo. Y al Críspulo apenas se le ve, en un segundo plano y a ratos oculto por humos de colores. El sonido es el que se puede esperar de una grabación con un móvil antediluviano como el mío. Pero el ambiente yo creo que queda bien reflejado.

Tras el concierto y ya bastante tarde, dado que a Críspulo lo llevaba alguien en coche con todos sus platillos y tamborcitos, Henry y yo nos encaminamos al Metro, en compañía de un tercer elemento que se llama Félix y canta gospell como los buenos. Y allí nos sucedió algo que me va a servir para cambiar de tema. Cogimos el Metro abarrotado en Estrecho, en dirección sur, después de esperar como quince minutos en la estación, porque esa es la frecuencia que los responsables del sistema han dejado para las horas de la noche. Y, en la estación de Bilbao, se subió en nuestro vagón un empleado de una contrata de la basura, empujando un cubo hediondo, como su propio uniforme amarillo con los emblemas de Madrid-360. Se abrió hueco como pudo entre el asco de la gente; yo realmente es algo que no había visto en mi vida.

Me erigí en portavoz de los viajeros y le pregunté cómo es que tenía que ir en Metro con la basura. Su respuesta: eso pregúnteselo a Pedro Sánchez. No –le dije– a quien habrá que preguntarle es al alcalde Almeida, de quien usted depende. No, no  –insistió–, a quien hay que pedirle cuentas es a Pedro Sánchez, que nos va a traer el comunismo y nos va a joder bien. No merece la pena que les siga contando la discusión, el tipo era un cabestro sin fisuras. Mi colega Félix le habló de denunciar a su jefe inmediato por maltrato, el tipo empezó a gritarle amenazante y Félix le dijo que no le levantara la voz, que ahora mismo tiraba de la argolla de la alarma, paraba el Metro y que vinieran a ver cómo es que un tipo puede entrar en el Metro con un cubo de basura lleno de mierda. Intervine para calmar los ánimos, tengamos la fiesta en paz, y me bajé en Antón Martín, sin que mis amigos me hayan contado nada de lo que vino después, supongo que no llegó la sangre al río.

Sigo sin saber por qué apareció este tipo en el Metro, era un loco y un colgado, es posible hasta que se hubiera parado a tomarse un chato y los del camión no le hubieran esperado. Pero lo que me interesa destacar es el perfil de ese sujeto, de edad mediana, sin afeitar y con aires de no haberse duchado en varios días. Él sabía perfectamente que no podía subir así en un Metro y estaba acojonado, por lo que decidió atacar y fanfarronear para protegerse. Pero menudo discurso el suyo. Es el discurso prototípico de una especie muy concreta: los fachapobres. Me habían hablado de ellos, pero nunca me había topado con uno tan perfecto. Ya saben la teoría: la derecha defiende los intereses de un grupo minoritario y, en un sistema democrático, con los votos de los suyos, no les llega para ganar. Entonces, esparcen el discurso del odio, que cala en gentes de la clase baja, inculta y tirando a ignorantes y con miedo a todo lo nuevo o lo desconocido. Estos se empapan de ese discurso, se convierten en fachapobres y equilibran la balanza de los votos.

En cualquier caso, esta gente tiene un poso de amargura, de rencor, de hartura de hacerse mayores y ver que van a seguir siendo pobres toda su vida, que les lleva a votar en contra de su clase, con resultados calamitosos para la sociedad y para ellos, que no van a dejar de estar jodidos porque gane Vox o el PP. Este tipo de gente explica que gane Trump, que los británicos voten el Brexit o, sin ir tan lejos, que en Argentina gane un personaje como Milei. Lo cierto es que, en España, hay una derecha cavernícola, que sólo acepta la democracia cuando ganan ellos; en caso contrario, el gobierno es ilegítimo y hay que atacarlo por tierra mar y aire. El ataque se sostiene sobre los medios de comunicación afines, con el inMundo a la cabeza. Un ejemplo. El otro día, cuando Sánchez ganó la investidura, ese libelo titulaba su artículo de fondo: “Sánchez, el cesar de las tinieblas, se atrinchera en Moncloa para otros cuatro años”. Sic. Acojonante. Ahora se ayudan de la literatura de terror.

Lo cierto es que, antes de las últimas elecciones, esos medios daban por seguro el triunfo holgado de Feijoo. Hasta yo me lo creí. ¿Y por qué no ganó? Pues porque Vox empezó a enseñar la patita en las autonomías en que ha pillado poder de la mano del PP. Y mucha gente decidió no votarles, o votar PSOE. Yo sé de gente votante de Vox de buena fe, que a la vista de sus excesos se han abstenido. Y abstencionistas habituales de la izquierda asqueados de la mala calidad de sus candidatos, que al final se animaron a votar para que no ganara el PPVox. El resultado es el que vimos y que muchos vivimos con alivio, incluyendo la Comunidad Europea. Con esos resultados tan ajustados, cualquier otro se hubiera retirado, pero Sánchez está hecho de otra pasta. Desde el primer momento ha mantenido una sonriente seguridad de que sería investido, porque realmente estaba dispuesto a ceder lo que hiciera falta con los partidos minoritarios.

Sánchez es un personaje con aires de muñeco de Geyperman, del que a veces yo llego a dudar de si existe de verdad o ha sido creado por inteligencia artificial. Pero lleva ya cinco años en el poder y ha ido aprendiendo. Y además es una persona bien dotada para el regate en corto, en términos futbolísticos. Me dice un amigo que no entiende cómo este señor, con el calvario que le han hecho pasar en la legislatura anterior, tiene ganas de seguir. Yo lo entiendo muy bien: en esta legislatura que empieza le van a dar el coñazo sin parar, pero tiene una alineación mucho más presentable que la de hace cuatro años, cuando tenía que aguantar a Iglesias, Belarra e Irene Montero. Más el sieso de Garzón, el increíble hombre menguante. Eso sí que era difícil. Lo de ahora puede ser un paseo militar. Pero ha de esforzarse en adoptar medidas que le gusten a todos, no sólo a sus votantes. Y ha de controlar a los catalinos, a los que ha llevado al huerto con engaños y que pueden echar abajo el tablero de ajedrez en cualquier momento. Ese es su mayor peligro.

En el otro lado, el señor Feijoo. Este buen hombre vivía como un cura en Galicia y le convencieron de que abandonara su zona de confort con la promesa de que ganaba seguro. Y lo ha hecho muy mal. Porque no ha sabido trazar una línea de separación con Vox. Y eso lo ha alejado definitivamente de todos los partidos regionales, que son de derechas, no lo olvidemos, y con los que el PP ha pactado en el pasado sin mayores problemas de conciencia. A la vista del resultado insuficiente, ha estado mareando la perdiz en busca de una solución mágica, como por ejemplo un tamayazo. Dice el portavoz del PNV que un día contará lo que le llegó a ofrecer Feijoo a cambio de su apoyo. Nos lo podemos imaginar y hasta el dibujante de El inMundo Ricardo, se mofaba un día de sus esfuerzos, en una línea que no creo que le haya gustado mucho a los directores del libelo..

Y, cuando ha visto que no le llegaba, que nadie le quiere como socio porque huele a Vox, entonces ha sacado a la gente a la calle, tratando de forzar un resultado que no le dieron las urnas. Para esto cuenta con otra subespecie de fachas: los cayetanos. Estos ya salieron a la calle a protestar contra el confinamiento del Covid. Bajaban cada noche a Núñez de Balboa a quejarse de que no podían salir a tomar el vermú y la señora Ayuso los animaba y pronosticaba que eso iba a ser el inicio de la revolución. Las manis enfrente de Ferraz, eran un aquelarre de cayetanos con su verbo encendido, apoyados a veces por Abascal y Ortega Smith. A mí estos no me preocupan, se van a cansar rápido, además, la mayoría viven lejos de Ferraz y no saben moverse más que en coche. Otra característica de esta subespecie es el fachaleco, como ha quedado acreditado.

De los cayetanos ya conté una anécdota personal que me parece que los define y que les repito. Día siguiente al 11-M. Manifestación de repulsa por los casi 200 muertos del atentado. A mi lado caminan dos especímenes de esta categoría. Uno de ellos, graciosillo, así como para animar el cotarro, da unas palmadas y dice: venga, VAJCOS SÍ, ETA NO. Su compañero, bajando la voz, le dice que qué hace, que no han sido los de ETA. ¿Quién lo ha dicho? Joder, lo está diciendo todo el mundo, han sido los islamistas. Al oír eso, el primero, con una cara de perplejidad absoluta, abre los brazos y pregunta: ¿Entonces qué cojones hacemos aquí tú y yo? Vámonos a tomar unas cervezas. Y ambos salieron de la marcha. Los 200 muertos les importaban un rábano. Ellos iban a dar la matraca. Los cayetanos que ahora van cada día a gritar a Ferraz son los hijos de tipos como aquellos dos.

Pero nada podía parar la investidura de Sánchez y allá que se fueron los parlamentarios de la derecha a las Cortes a montar el pollo para completar el ataque, aún con la esperanza de un tamayazo. Y allí se vieron gestos como el de Esteban González Pons, que les traigo más abajo. Desde que vi la foto empecé a pensar a quién me recordaba. Y lo encontré. En la película Desafío Total (ciencia ficción de la buena), los habitantes de un planeta se están quedando sin aire porque los fachas del lugar lo tienen acaparado para unos pocos. Y llega Swarzenegger con un par de colegas y los malos los intentan proyectar al espacio exterior sin aire. Pero, en el último momento Arnold consigue abrir el sistema poniendo la mano en el lugar adecuado. Lo que pasa es que el sistema capaz de proyectar aire a la atmósfera es de arrancado lento (el film es de 2012). Y los tres activistas están a segundos de ahogarse, en una escena elaborada con efectos especiales de la época, ahora se haría mucho más vistosa con la inteligencia artificial. Véanlo.

Pues esa es exactamente la cara que puso González Pons, porque seguramente se estaba ahogando, se estaba quedando sin aire al ver que Sánchez era elegido presidente y que se iba a quedar otros cuatro años sin pillar cacho. Aquí la foto.

Escuché el discurso de Sánchez para ver cómo defendía lo de la amnistía y yo creo que fue muy claro. Vino a decir más o menos: a mí no me gusta el independentismo, me siento en las antípodas de ese sentimiento, pero hemos llegado a donde hemos llegado y ahora toca lo que toca: hacer de la necesidad virtud. Yo creo que está clarísimo. Abundando en esa línea, yo diría que no creo que haya nadie en España que le tenga más asco a Puigdemont y los suyos, que hasta el catalán me suena mal como idioma (única lengua en el mundo con la que me sucede esto) y que creo que tenerlos en el arco del consenso de apoyo es ahora mismo el mayor riesgo de Sánchez, porque no son de fiar. Pero, ¿que hay que apoyar la amnistía para evitar que Vox llegue al gobierno? Pues bendita amnistía.

Sánchez tiene ahora una oportunidad de seguir haciendo una política de centro, como la que ha hecho hasta ahora (no me dirán que eso que hace Sánchez es de izquierdas). Tendrá que pelear duro contra los bloqueos continuos, los insultos y las zancadillas. Pero es un tipo que ha demostrado ser bastante correoso para estas cosas. En cuanto a Feijoo, yo en su lugar estaría vigilante. Lo han traído de Galicia para que ganara y no ha sido capaz. La derecha ya ha demostrado ser muy despiadada con los que le fallan (Hernández Mancha, Casado, Albert Rivera). Ni parpadean cuando los despiden. En el banquillo aguarda Ayuso, una señora con potencial, carisma y la capacidad de unir al PP y a Vox.

Esto es lo que pienso y me dicen algunos seguidores que echaban de menos una opinión sobre el tema en el blog. Pues ahí la tienen. Al lado de lo de Ucrania, lo de Gaza y la que se puede liar en Argentina (por no hablar de la muy posible vuelta de Trump a la presidencia) todo esto es pecata minuta. Los cayetanos se retirarán a su barrio y volverán a ir al Bernabeu a quejarse del árbitro. Los fachapobres seguirán rumiando su miseria intelectual, moral y económica, el inMundo seguirá asustando al personal y Sánchez mantendrá su sonrisa de geyperman mientras recibe alabanzas internacionales por lo bien que lleva nuestra economía. Y el Deportivo de La Coruña seguirá penando por la tercera división nacional, a pesar de lo que le animamos sus seguidores en un fenómeno también único en el mundo. Sean felices, coño. Y no se dejen llevar por los manipuladores.  

lunes, 13 de noviembre de 2023

1.257. De vuelta en casa

He aquí el relato de mis tres últimos días de viaje a Londres y mi aterrizaje de vuelta en un Madrid que dejé trece días antes en un eterno veranillo de San Miguel y al que he regresado en pleno invierno climático, en un ejemplo de año sin otoño bastante preocupante. Con lo que me gustaba a mí el otoño y este año me lo han birlado. Empezaré por el jueves 2 de noviembre, el undécimo día de mis aventuras. Ese día desayuné con mis anfitriones como de costumbre y salí a la calle. Otro día más de lluvia prácticamente continua, desde luego en estas tierras londinenses el tiempo es bastante desagradable, aunque he de reconocer que no hacía frío. Tomé el bus 55 y en Liverpool Street me subí al Metro hasta la estación de Charing Cross.

Mi primer destino de ese día era la gran librería Foyler, en donde esperaba encontrar un libro que me había encargado mi amiga África, relacionado con el aprendizaje del latín para angloparlantes. Encontré la librería y pregunté por el libro pero, tras consultar el ordenador, me dijeron que no lo tenían. Me recomendaron intentarlo en Waterstone, otra librería que está en Trafalgar Square, adonde podía llegar caminando por la Duncannon street. Me hice finalmente con el libro y ya aproveché para ver la gran  plaza, con la columna de Nelson, las fuentes y la estatua ecuestre de Jorge IV, frente al impresionante edificio de la National Gallery, que ya se me queda para la próxima visita, lo mismo que la Tate Britain y otros lugares de interés. Vean un par de fotos de las que fui tomando, la National y un selfie al pie de la columna.


Solucionado el tema del libro, tenía esa mañana un segundo negocio que les cuento. Mi hijo Lucas lleva aquí desde agosto, pero ya se ha apuntado a un grupo de teatro en francés, con el que ensaya normalmente los sábados y que localizó a través de los contactos que le proporcionó otro grupo de Lille del que formó parte durante años. El grupo londinense utiliza para sus ensayos y representaciones un local situado en el sur profundo de la ciudad, parte de una serie de edificaciones industriales abandonadas que fueron compradas en su día por una entidad benéfica (una de las charities tan frecuentes en Inglaterra y de las que les he hablado), que cede los distintos locales para diversas actividades culturales y sociales. Pero hete aquí que la charitie ha cambiado recientemente de dirección y los nuevos rectores están bastante decididos a aceptar la oferta de una gran inmobiliaria que tiene el plan de demolerlo todo para construir un gran complejo de vivienda y oficinas en unas torres gigantescas. Dicen que, con la enorme suma de dinero que van a recibir, podrán financiar muchas más actividades filantrópicas de las que apoyan ahora.

Por cierto, en Londres, según tengo entendido, para una operación de este tipo no hace falta más que disponer de la capacidad financiera necesaria, Londres es el paraíso de los grandes inversores inmobiliarios, que tienen carta blanca para hacer lo que quieran, resultado de años de desregulación iniciados en los tiempos de Thatcher que, entre otras barrabasadas, propició la supresión del Greater London Council, que más o menos intentaba controlar el cotarro con un mínimo de orden. Volviendo a nuestro grupo de teatro, parece que está ya bastante decidido que los van a desahuciar de su local y ese jueves habían convocado una manifestación de protesta. Lucas me preguntó si quería sumarme y, obviamente, no me lo tuvo que pedir dos veces. Él se había quedado en casa teletrabajando, pero me dijo que se acercaría con su bicicleta. Así que allí mismo en Trafalgar Square tomé un Metro hacia el sur.

Me bajé en la estación de Elephant and Castle y salí a una especie de barrio de Entrevías, atravesado por varias líneas de tren en altura, con numerosos locales de oficinas, comercios y bares en las arcadas de ladrillo que sujetaban las vías. Encontré rápidamente el 46 de Loman street, en donde todavía no había nadie, y decidí darme una vuelta por el barrio. Abajo algunas tomas de esta zona suburbial en proceso de transformación urbana, en la que hay cerca alguna universidad por lo que está llena de gente joven e inquieta.





Poco a poco fue la gente llegando, apareció un tipo con un megáfono y empezó el sarao. No llegamos a ser más de cuarenta personas, pero aparecieron por allí unos policías bondadosos, de los llamados bobbies, que pidieron los permisos y se retiraron a un lado. También vinieron periodistas y cameramans de dos televisiones, la BBC y otra local. A mí me dieron una pancarta y me sumé a los gritos y coreografías que se organizaron. Les voy a dejar unos cuantos testimonios de mi participación en este evento, como un auténtico activista internacional. En primer lugar, la convocatoria del acto. Si quieren verla, han de pinchar AQUÍ. Abajo unas fotos y un vídeo que tomé en el lugar. Por último, el podcast del reportaje de la televisión local, en el que se me puede ver perfectamente (no tanto en el de la BBC).




Terminada la demonstration (que es como se dice manifestación en inglés), Lucas debía volver a casa para seguir trabajando, que ya se había gastado toda la pausa de mediodía, y yo caminé en dirección a un pub al que le había echado el ojo previamente, durante mi paseo por el barrio. El pub The Charlotte, que estaba debajo de una de las arcadas del tren y donde me obsequié con una hamburguesa súper, con la consabida pinta de cerveza de presión. Tras una ligera sobremesa, volví a dirigirme a la estación de Metro más cercana, para tomar una línea en dirección norte. Atravesé toda la ciudad y fui a salir a la zona de Tottenham, en el norte londinense, un barrio lleno de indios, paquistaníes y gentes de Bangla Desh y Sri Lanka. Allí vive mi querida amiga Clare Haley, con la que había quedado a las cuatro.

Conocí a Clare en marzo de 2017, en mis primeros contactos con el grupo C40, para el que trabajaba. La red la había mandado a Madrid en donde se acababa de instalar y, en compañía de Julia López Ventura, la directora de la red para la región europea se presentaron en nuestras oficinas y las recibió mi jefa conmigo y otros del equipo de Planificación Estratégica, en una reunión que cambió mi vida municipal, tal como se contó puntualmente en el blog. Porque en esa misma reunión mi jefa insistió en que yo fuera el enlace con la red y empezamos a participar en webinars, que solían ser por la tarde, lo que motivó que mis demás compañeros empezaran a poner excusas y finalmente me quedase yo solo. En verano nos invitaron a participar en el workshop presencial anual que se celebraba en Portland (Oregón) y mi jefa decidió que fuera yo, decisión que yo me encontré tomada a la vuelta de un viaje a Nápoles y Roma.

Clare fue la persona que dirigió y coordinó el workshop, que para mí fue un evento grato y memorable, puesto que allí hice unos cuantos amigos para siempre, como Hélène Chartier, de París, Shannon Ryan, de LA, Tantri de Yakarta o Radcliffe Dacaunay de Portland. Clare dirigió el taller con mano de hierro y yo hice buen papel participando en todos los debates y contando la política de movilidad del Ayuntamiento en los tiempos de la señora Carmena, tema que me tocó, porque las presentaciones sobre vivienda y regeneración urbana ya estaban encomendados a otros. Clare siguió todo el año en Madrid  y nos vimos muchas veces para diferentes saraos. Llegando al verano de 2018, la red C40 le comunicó a Clare que la trasladaban a Copenhague, algo que no le gustó demasiado, porque estaba encantada en Madrid y ya se manejaba bastante bien en castellano. Quedamos a desayunar en el Café Comercial para despedirnos y no la había vuelto a ver desde entonces, pero seguíamos en contacto. De ella tenía el recuerdo de una chica bastante joven, con un toque un poco infantil, muy potente profesionalmente y súper simpática. Vean por ejemplo la foto que le hicimos en Portland, con el cartel que usaba para cortar a los que se excedían en el tiempo de sus intervenciones.

Clare estuvo poco más de un año en Copenhague. Después decidió dejar el grupo C40 y aprovechar la oferta que le hizo la TfL (Transport for London) para trabajar en temas de planificación de la movilidad urbana en su Londres natal. Lo último que había sabido de ella es que se había vuelto a cambiar y estaba trabajando ahora para el Ayuntamiento en temas de regeneración urbana de barrios vulnerables. Le había escrito desde Madrid para decirle que iba a Londres un par de semanas y quedamos en vernos el jueves 2. En principio, habíamos quedado en encontrarnos en la zona de Spitalfields, donde me dijo que está su oficina.

Pero, para el jueves de marras, anunciaron en las noticias la llegada de una gran tormenta con mucha lluvia y viento, que luego no fue para tanto, aunque llovió con ganas. Así que, cuando la llamé por la mañana para concretar la cita, me dijo que finalmente se había quedado en casa teletrabajando y que si no me importaba acercarme al norte. Quedamos entonces en un café de la calle principal de Tottenham, que se llama Pasero. Llegué primero, dejé el paraguas empapado en el paragüero, me senté y la vi venir por la calle. Y me quedé de piedra. Aquella chica aniñada de hace cinco años es hoy una mujer guapísima, espléndida, maravillosa. Creo que hace tiempo que no quedaba con una mujer tan atractiva. Vean el selfie que nos hicimos al final de nuestra cita y juzguen por ustedes mismos.  

Aparte de guapa, sigue siendo tan simpática y próxima como siempre, ha perdido el nivel de español que tenía al final de su año madrileño, ya que no tiene con quien practicar, pero recuerda ese año como algo maravilloso, especialmente la vida en la calle, los amigos, las noches de bares y fiestas y los desayunos con tostada con tomate, una de las pocas cosas que aun sabe decir en castellano. Estuvimos más de una hora poniéndonos al día, en torno a unos tés con unas pastitas. Me contó que en Copenhague lo había pasado algo peor, por lo que decidió volver a casa. Y que en Londres ha pasado por diferentes trabajos, porque acepta ofertas que le suponen mejorar de sueldo, algo clave en una ciudad tan cara. Ahora está en un estudio privado al que tanto la TfL como el Ayuntamiento le subcontratan trabajos específicos de zonas de la ciudad. Pero que le gustaría ya quedarse un tiempo largo en algún trabajo. Preguntada por su vida sentimental, me dijo que iba en paralelo a la profesional, pero que pensaba que ya era el momento de estabilizarse, porque está a punto de cumplir los cuarenta, otra sorpresa para mí.

Me acompañó al Metro y nos dimos un largo abrazo. Completé aquí los hechos prodigiosos del undécimo día, y el programa de encuentros que traía para Londres. El Metro y luego un bus me llevaron a casa, donde ya me quedé hasta la cena, para la que Lucas preparó una sopa de pollo con verduras riquísima. El viernes 3, mi penúltimo día de viaje, no tuvo ya demasiada historia. Esperé a que todos los de la casa se fueran y me puse a escribir mi post para ustedes titulado Suma y sigue. Como a la una bajé a dar una última vuelta por el barrio de Hackney Wick, ya con un cierto toque de despedida de Londres, recorrí la calle principal hasta el final, siempre bajo la lluvia y me paré a comer algo en el pub The Cat and the Mutton. 

Después cogí bus y Metro para hacer una visita al Barbican, un conjunto edificado histórico, que un arquitecto no debe dejar de ver. Es uno de los ejemplos más depurados del llamado brutalismo, una línea estética muy en boga en los años 50/60, en los que fue construido el Barbican, en unos terrenos cuyos anteriores edificios habían sido bombardeados en la Segunda Guerra Mundial. Es una promoción pública, de la administración londinense y pretende ser un conjunto de usos mixtos, con tres torres enormes de apartamentos, unos espacios libres centrales amplios y un gran centro cultural gestionado por la City of London Corporation una de las más potentes fundaciones de arte del Reino Unido. El centro cultural organiza conciertos clásicos, teatro, cine, exposiciones y actividades culturales de todo tipo. Este tipo de conjuntos impuso un modelo urbanístico que puede rastrearse, por ejemplo, en el Azca de Madrid, aunque sin el punto brutalista. Anduve por allí recorriendo los espacios interiores y exteriores hasta que se hizo de noche y tomé algunas fotos del lugar.








Me quedaba un rato para dar una vuelta nocturna por alguna de las concurridas arterias de la ciudad, a la hora en que la gente sale del trabajo y aprovecha por hacer algunas compras. Elegí Tottenham Court Road y me la recorrí entera, en medio del bullicio, como una última imagen del centro urbano de Londres. Luego volví a casa en el bus. Laura volvía ese día tarde, así que Lucas y yo caminamos, otra vez bajo la lluvia, hasta el bar de ramen del primer día, donde hicimos nuestra cena de despedida y contrastamos nuestras preocupaciones y nuestros planes más inmediatos. Después volvimos a casa a preparar el colchón hinchable para mi última noche londinense.

El sábado 4 de noviembre, tampoco tuvo mucha historia; mi vuelo salía a última hora de la tarde. La lavadora se les había estropeado así que hicimos una salida matutina con las bolsas de la ropa sucia, incluyendo mis sábanas, hasta el cercano barrio de Bethnal, en cuya calle principal, llena de comercios hindúes y musulmanes, Lucas y Laura controlan una lavandería. Mientras la ropa se lavaba, buscamos un bar para obsequiarnos con un brunch. Elegimos finalmente el 338-London, donde yo me tomé un café con leche, con unos huevos Benedict extraordinarios. Luego recogimos la ropa lavada y volvimos a casa a colgarla en el tendedero. Tras una breve siesta en el sofá, me despedí de mis anfitriones y cogí mi equipaje, que había hecho a primera hora. Tomé el bus hasta Liverpool Street, el Metro hasta la estación de Paddington y el tren hasta el aeropuerto de Heathrow. Allí, las formalidades fueron menos latosas que en Barajas y llegué hasta la puerta de embarque con tiempo suficiente.

El vuelo de Iberia fue bien. Contra mi costumbre, decidí pagar por un bocadillo de jamón y una cerveza y llegué sin mayores cosas a reseñar. Tomé el Metro a Nuevos Ministerios y el tren a Atocha, desde donde caminé a casa. Una casa que estaba helada. Hasta el día siguiente en que me acerqué por la tarde a casa de África a recoger a Tarik Marcelino Martínez, no sentí que finalmente el viaje había concluido. Con la casa poco a poco caldeándose, me sumergí en mi rutina madrileña, en la que ya les dije que antes y después del viaje había concentrado muchas de mis actividades para abrir hueco. El lunes fui a primera hora al dentista, para una limpieza rutinaria. Como el tonto de Almeida había cerrado el Retiro (no se sabe por qué; hacía un día espléndido, aunque frío) tuve que rodearlo por fuera y llegué tarde a mi cita. A la vuelta, entré donde Jurgen a cortarme el pelo. Por la tarde fui al funeral de la madre de una amiga y luego al yoga. El martes tuve yoga de nuevo y también inglés por la mañana.

El miércoles por la mañana fui a IKEA a reclamar unas piezas que me faltaban en el mueble que le dejé a medio montar a una amiga. Y por la tarde tuve una hora de guitarra con Henry en Palomeras. El jueves, festivo en Madrid, tuve inglés a primera hora y dediqué el resto del día a terminar el mueble de Ikea con las piezas recuperadas, tarea que terminé ya de noche. Y el viernes, después de comer, cogí el coche, recogí a mi cuñada Mini y nos pusimos en carretera hasta Don Benito, donde teníamos un hotel reservado para una actividad senderista de sábado y domingo. El sábado, la actividad consistía en hacer una caminata de 16 kilómetros por la vía verde que une las estaciones de tren de Logrosán y Zurita, dos estaciones de una línea minera construida antes de la guerra, que nunca llegó a funcionar. De hecho, no llegaron a tenderse las vías ni colocarse las traviesas. Estuvo abandonada hasta que a primeros de este siglo, el ministro Borrell la incluyó en su programa de vías verdes para bicicleta y senderismo.

Acabamos comiendo a las cinco de la tarde en un bar de Logrosán que teníamos reservado para las dos y media, para 22 personas, con gran cabreo de camareros y cocineros, que tuvieron que prolongar sus turnos. Volvimos a Don Benito a descansar al hotel y por la noche bajamos al pueblo a tomar una cerveza con algo de picar. El domingo, de nuevo en Logrosán, visitamos las antiguas minas de fosfatos y el museo minero, que es bastante interesante. El fosfato se extrajo en estas minas durante la primera mitad del siglo XX, llegando a ser la mayor mina de Europa. El fosfato es un  producto clave para la fabricación de abonos para la agricultura. Logrosán llegó a tener 10.000 habitantes (ahora tiene 2.000), pero en 1946 los dueños ingleses y belgas de la mina decidieron cerrarla, a cuenta del descubrimiento de los yacimientos de Bukraa en el Sáhara, de donde se sacaba más fácilmente y con una mano de obra más barata. Óptica capitalista pura y dura.

Después de comer, volvimos por carretera a Madrid, con el consabido atasco de la A5 por el puente de la Almudena. Como no tenía nada apetitoso en la nevera, decidí bajar a cenar al bar asiático de sushi de mis amigos y me acosté para satisfacción de Marcelino que ya empezaba a pensar que lo iba a dejar solo otra vez. Hoy lunes no tenía yoga por ser día de luna nueva, así que he dedicado el día a bajar a comprar al mercado, poner al día determinados asuntos personales y por la tarde escribir para ustedes. Ya con la perspectiva de unos días, creo que puedo decir que mi viaje a Londres ha sido redondo. He dado un primer vistazo a una ciudad que no conocía apenas y de la que he visitado diversos barrios de toda su geografía.

Y sobre todo, he tenido encuentros venturosos con una serie de gente: mi hijo Lucas y su chica Laura, Pedro Cubino dueño de un restaurante español, Samantha Fish por supuesto, mi sobrina Elena y su familia, Ian y Louise mis hermanos londinenses y mi querida Clare Haley. A todos los he encontrado muy bien y he renovado mi relación con ellos. Algo muy importante, porque a los amigos hay que cuidarlos. El mismo sentido tiene para mí el reencuentro con mi grupo de senderistas, con los que hacía más de un año que no salíamos. Este grupo ha perdido unas cuantas unidades por la maldita pandemia, pero nos hemos conjurado para mantenerlo. En fin, que sean buenos. Que se cuiden y cuiden a sus amigos.

miércoles, 8 de noviembre de 2023

1.256. Family Man

Escribo ya desde Madrid, felizmente regresado, y me quedan dos entradas para completar el relato de mi viaje londinense, de las que ya les adelanto que la primera tiene un punto más familiar, mientras que la segunda vuelve a mostrar lo que en el post anterior he llamado hechos prodigiosos. Realmente yo soy un tipo bastante familiar, no había estado en Londres desde mi visita para contar el Madrid Río a los planificadores de la TfL (Transports for London), preludio de mi fractura de húmero en el año 2016, que xa choveu, y tenía mucha gente con la que encontrarme allí. Ya les he hablado de Lucas y su chica Laura, de Pedro Cubino propietario del restaurante Rayuela y de Samantha Fish. Pero tenía en programa más encuentros.

Andrew Roachford es un músico británico de cerca de 60 tacos, que canta y toca teclados con bastante energía. En 1989 lanzó su carrera en solitario con un disco en el que incluía un tema que se llama irónicamente Family Man y que fue un bombazo. Yo, que por entonces estaba bastante al tanto de la aparición de nuevos artistas, me compré el disco, deslumbrado por la potencia de esta canción hipnótica y ya de primeras comprobé que el resto del álbum era bastante inferior. Eso y el carácter de Roachford, bastante alérgico a la fama, hicieron que su carrera no durase mucho. Desde 2010 forma parte como teclista de la exitosa banda Mike and the Mechanics, donde desempeña un papel secundario, en la sombra, como a él le gusta. Pero el tema Family Man es buenísimo y les pido que lo escuchen.

Nos quedamos el otro día al final del sábado 28 de octubre, día en el que Lucas, Laura y yo regresamos de Bexhill tras ver el concierto de Samantha Fish y visitar también Hastings. El domingo 29 me quedé por la mañana en casa escribiendo un post para ustedes titulado Living in the City. Y nada más terminarlo, mis hijos y yo cogimos bus y tren para acercarnos a Hampsted West, un elegante barrio residencial donde vive mi sobrina Elena, con su marido Pelayo y sus tres hijos. Habíamos quedado a comer juntos en un pub cercano a su casa, que se llama The Railway, cerca de la estación de tren correspondiente. Allí nos vimos inmersos en un lugar ruidosísimo, con múltiples pantallas de televisión de diferentes tamaños, en las que se podía ver el derby futbolero británico por excelencia: Manchester United versus Manchester City. Es decir un lugar perfecto para pulsar el ambiente british más auténtico.

En el pub, la mayoría de la gente era del United y aullaban cada vez que su equipo iniciaba un contraataque, porque el City de Guardiola dominaba claramente el partido, que acabó ganando por tres a cero. Para mi faceta de seguidor del futbol fue la única mala noticia del fin de semana (me encanta que pierda Guardiola), porque ganaron el Depor, masculino y femenino, y también el Real Madrid femenino de mi querida Athenea del Castillo. En un lugar tan enxebre, aproveché para tomarme el plato british por excelencia: fish and chips. Es un simple pescado blanco rebozado, con patatas fritas, pero la verdad es que estaba bueno. Al final, los chicos se adelantaron para volver a su casa y los mayores nos quedamos haciendo sobremesa. Pero, visto el estruendoso ambiente, decidimos subir nosotros también a conocer la casa y tomar allí el té. Después, nos hicimos la foto de rigor. 

Elena y su marido son arquitectos que se ganan la vida en estudios prestigiosos y me gustó mucho visitarlos. Llovía a cántaros cuando salimos de su casa y caminamos hasta la estación para volver a casa. Allí dejamos correr la tarde de domingo, siempre un tanto deprimente para la gente que trabaja y más bajo un diluvio persistente. Cenamos pronto y nos fuimos a dormir. Eso nos lleva al lunes 30, el octavo día de mi viaje. Tras desayunar con mis anfitriones y recoger la cama de colchón hinchable, bajé a coger el bus 55 y luego el Metro hasta la estación de Baker Street, que tiene para mí una resonancia especial.

En 1978 el músico británico Gerry Rafferty compuso una canción con ese nombre, una balada sencilla que en principio no tenía nada de especial y donde contaba sus andanzas por esa calle que siempre visitaba cuando venía a Londres. El caso es que, durante la grabación en un estudio londinense, a alguien se le ocurrió añadirle un saxo para darle más cuerpo al tema. Llamaron a un prestigioso saxofonista de estudio y el tipo se marcó un riff espectacular, inolvidable, demoledor, que yo creo que todos hemos oído muchísimas veces. Y que, cómo no, les voy a pedir que disfruten una vez más.

Rafferty expresaba aquí su visión del ajetreo de la gran ciudad desde su punto de vista más rural. Y yo me disponía a seguir el camino contrario: conocer el campo y su tranquilidad desde mi punto de vista de urbanita irredento. Desde el Metro de Baker Street hube de caminar un poco todavía hasta llegar a la estación de ferrocarril de Marylebone. Allí debía tomar el tren que va a Oxford City, para bajarme en la segunda parada: la de Beaconsfield. Subí al tren mostrando en el lector correspondiente mi tarjeta Visa y atravesé los verdes prados del norte de Londres. En la estación de Beaconsfield me esperaba Ian Standish, mi hermano británico.

Conocí a Ian y Louise hace más de diez años, a través de alguien que me los presentó y me preguntó si podía hacerles de guía para mostrarles lo más interesante de la ciudad de Madrid. Estuvimos un día entero visitando Madrid Río y otros proyectos (Ian es ingeniero civil jubilado), así como el centro histórico, donde cerramos la visita con unas buenas cervezas en la Plaza de Santa Ana. Ese día sellamos nuestra amistad, fortalecida por el hecho de que les comenté que tenía un blog y me pidieron que les incluyera en el mailing para recibir los avisos de cada nuevo post publicado. Les advertí que mi lenguaje era un poco particular y difícil para un extranjero, pero me dijeron que eso era precisamente lo que ellos querían, utilizarlo para practicar un español más cotidiano que el que se aprende en cursos.

Desde entonces, Ian lee mis posts y me hace frecuentes comentarios, no en el blog mismo, sino por e-mail. Y me contó que, efectivamente, mi lenguaje les supone un nivel intermedio entre el español coloquial con el que te puedes mover por España y pedir algo de comer en un restaurante, por ejemplo, un nivel que ellos dominan de largo, y el lenguaje de noticiarios y documentales, que les resulta más envarado y formal. Aunque Ian me confesó entre risas que no se lee mis textos enteros, que mira los santos y lee hasta que se cansa. Es normal y a mí me hace mucha ilusión tener unos seguidores fuera de España, lo que sólo sucede con ellos, algunos mexicanos y colombianos y mis hijos cuando les da por leer alguna de mis paridas.

Pero en la estación de Beaconsfield me encontré con que los tornos de salida no admitían mi tarjeta de crédito. Ian no sabía cómo había hecho para entrar con ella, porque la compañía de ferrocarril (que, por cierto, es privada) no contempla esa forma de pago y hay que comprar un billete. Ian me ayudó con el jefe de estación, que lo primero que hizo fue venderme un billete sólo de ida y me dijo que los temas con la TfL los resolviera directamente con ellos. Nos explicó que en la estación de Marylebone hay tornos que sirven para trenes y Metros y por eso había yo podido acceder al andén con la Visa. A mí me preocupaba que, habiendo entrado con ella y no salido por ningún lado, me cobraran el máximo posible. Pero hicimos una reclamación con el teléfono, vía chat, y la cosa se solucionó, como pude comprobar al día siguiente cuando me cargaron únicamente lo correspondiente al bus 55 y el Metro a Baker Street.

Solucionado el problema, Ian me llevó con su viejo Land Rover hasta su casa, que está en un lugar llamado Flackwell Heath. En esta zona, como en Galicia, el caserío está disperso en pequeñas agrupaciones de casas entre las que, de vez en cuando, hay pueblos más grandes, como Beacosnville, estructurado en torno a la estación, o Marlow, que también visitaríamos. Saludé a Louise, que estaba ocupada en diferentes asuntos y nos tomamos un café. Como Ian sigue el blog, sabe que soy un buen caminante y que, aunque prefiero la ciudad para mis caminatas, no desdeño el senderismo rural. Lo que pasa es que Ian enseguida detectó que yo no disponía del calzado más apropiado para andar por caminos embarrados y me ofreció unos zapatos suyos de obra, duros pero muy eficaces. Me los puse y salimos ambos a caminar por los suaves paisajes del anillo verde que rodea Londres, resultado del plan urbanístico de Abercrombie.

Es un paisaje idílico, muy verde en esta época del año, por donde pueden verse muchos tipos de aves de todos los tamaños y hasta pequeños ciervos. Cruzamos con cuidado algunas carreteras y llegamos a un pub perdido en medio de la campiña, que se llama The Crooked Billet y tenía un cartel de cerrado en la puerta. Pero Ian me guiñó un ojo, llamó al timbre y nos abrieron. El dueño del pub es amigo suyo y un tipo muy particular, porque tiene el pub como hobby más que como negocio y siempre tiene el cartel de cerrado para abrirle sólo a los amigos o a los que le caen bien. No quiere que se le llene de turistas. Nos pedimos un par de pintas y nos las tomamos con él en la terraza, porque el tiempo nos estaba dando un alivio. Un par de imágenes del lugar.


El edificio del pub era muy antiguo, con estructura de madera y unas vigas enormes. Preguntado al respecto, el dueño nos contó una historia interesante. No todos los barcos de la llamada Armada Invencible terminaron en el fondo del mar. Algunos fueron derrotados pero no los hundieron, sino que los llevaron a Londres adonde entraron por la desembocadura del Támesis. Allí fueron desguazados y muchas de las traviesas fueron vendidas a agricultores y ganaderos locales, que las subieron río arriba y las usaron para construir sus casas y sus establos y graneros, como era el caso de esta construcción reconvertida luego en pub. Pasamos, en fin, un buen rato en compañía de este señor, representante de la Inglaterra rural, que es el contrapunto del ajetreado mundo urbano de Londres.

Regresamos por los caminos hasta encontrar la casa, en donde Louise nos preparó una comida rápida con cordero que nos supo a gloria. Después tuvimos una larga sobremesa, trufada de confidencias e informaciones personales cruzadas, que nos sirvieron para conocernos mejor y reforzar nuestra amistad y que, obviamente, no les voy a contar aquí. Ya anocheciendo, Ian propuso ir a cenar al pub que se anuncia como el más antiguo de Inglaterra, el Royal Standar of England, que está en Beaconsville, adonde fuimos en coche. Es un lugar precioso donde sirven unos platos muy elaborados, a la altura de la decoración. No hice fotos porque mi móvil no va muy bien con la iluminación nocturna, pero a cambio les pongo unas bajadas de Internet. 


Regresamos a casa, en donde mis anfitriones me habían preparado una habitación de invitados con una cama fastuosa, a años luz del colchón hinchable de casa de mi hijo, en la que dormí como un auténtico pachá. Con Ian habíamos medio acordado que llegaríamos a un equilibrio entre mi pulsión urbana y el mundo rural paradisiaco en el que ellos viven, consistente en que pasaríamos un día de tranquila vida en su zona y otro en el que me acompañarían a la City para enseñarme algunas de las zonas más monumentales. Así lo hicimos, de forma que el martes 31 de octubre, noveno día de mi viaje, desayunamos en la casa de Flackwell Heath y fuimos en coche a visitar sucesivamente Beaconsville y Marlow, pueblos de la corona metropolitana de Londres, en los que me dijo Ian que hay zonas muy lujosas en las que viven actores, futbolistas y millonarios diversos. El resto es gente que va cada día a trabajar a la ciudad, en tren o en coche, generando los atascos correspondientes. Aquí sí que hice unas cuantas fotos que les muestro.






Las dos últimas corresponden a Marlow, que está Támesis arriba, donde estuvimos viendo los edificios de la antigua fábrica de cervezas, hoy reconvertidos a diferentes usos culturales y comerciales. Después, hube de calzarme de nuevo los zapatos de obra de Ian para hacer un largo paseo de ribera hacia el Este recorriendo un tramo de río también lleno de toda clase de patos y aves diversas, incluso pelícanos. Volvimos a casa a comer y pasamos una larga y agradable tarde charlando de nuestras cosas, viendo alguna serie de TV y con las persianas bajadas hacia el lado de la carretera, por si venían los niños de Halloween a pedirnos caramelos con su habitual trick or treat. Cenamos y nos fuimos a dormir.

El día 1 de noviembre, décimo día de mi viaje, desayunamos y recogí mis cosas para subir al coche de mis anfitriones para ir todos juntos a la estación de Beaconsfield a tomar el tren para nuestra visita a la zona más monumental de Londres. En Marylebone buscamos un bus que nos llevó a Picadilly Circus y desde allí fuimos bajando por Picadilly street en dirección al río. Intentábamos llegar a la zona de Westminster, pero de pronto se desató el aguacero y Ian nos dirigió hacia un lugar realmente peculiar: el club de los aviadores y miembros de la RAF, la fuerza aérea del Reino Unido. Descubrí aquí que Ian fue piloto de aviones (ya sabía que es patrón de barco y ha recorrido con su velero la mayor parte de las costas británicas). Con su carné de miembro del club, entramos sin demasiados problemas; a Ian le pidieron que se quitara la gorra y a mí me miraron de arriba abajo.

Aprovechamos ya para comer algo, en mi caso un curry excelente, y dimos una vuelta por las instalaciones del club, que en los pisos superiores tiene habitaciones en las que pueden alojarse no sólo los miembros del club sino, por ejemplo, cualquier miembro en activo del ejército español, por ser colegas de la OTAN. Vimos por allí inscribiéndose en la recepción a algunas parejas muy ancianas, con el marido con aires de haber sido compañero de Montgomery y señoras muy peripuestas y orgullosas de su papel de consortes. Todo el edificio respiraba un aire como vetusto, de una alcurnia muy rancia y auténtica; a mí siempre me han fascinado estos lugares tan exclusivos, que sólo se pueden ver si alguien te franquea la entrada como amigo. También aquí hice algunas fotos que les muestro. 




Seguimos nuestro camino y atravesamos primero el Green Park, uno de los numerosos parques del centro de Londres, no tan conocidos como el Hyde Park, pero igualmente llenos de encanto, con mucha gente paseando y numerosas ardillas y aves de todo tipo por allí pululando. A continuación seguimos por el Saint James Park, de similares características. Entre ambos parques, a modo de charnela, se sitúa el Palacio de Buckingham, residencia oficial de los reyes, pero que en este momento no usan salvo para recepciones y actos oficiales, puesto que viven en otro de sus palacios. Lo vimos por fuera y es ciertamente impresionante. Y, ya al otro lado del Saint James Park, junto al Támesis, están algunos de los edificios más famosos de la ciudad: la abadía y el palacio de Westminster, sede del parlamento británico, con el Big Ben y el 10 de Downing Street, así como otros menos conocidos como las sedes centrales del MI-5 y Scotland Yard. Algunas fotos más.


Decidimos hacernos los tres un selfie, testimonio de nuestra amistad y de nuestro venturoso encuentro. Aquí lo tienen.

Gente encantadora, mis hermanos británicos, a los que tras este viaje conozco mucho mejor. Con ellos continuamos nuestro camino por la orilla norte del río, a la altura de la gran noria que se ve al otro lado. Aquí un par de fotos más.


Cruzamos por el puente de Waterloo al otro lado, enlazando con la zona de la south bank por donde yo me había movido durante los días anteriores, el National Theatre y la Tate Modern. Mis amigos querían mostrarme un lugar más. En el edificio OXO, que yo había visto por fuera, se puede subir a una cafetería que hay en la octava planta, en donde hay unas vistas fabulosas de Londres. Allí nos tomamos el último té mientras la noche iba cayendo sobre la ciudad, de la forma lenta y deliciosa en que anochece en estas tierras tan al norte. Después nos despedimos con fuertes abrazos y ellos caminaron hacia el Este, en busca de un Metro que les llevara a la estación de Marylebone, mientras yo crucé hacia el norte, en busca de la línea de bus 26, para volver a casa de Lucas y Laura.

Ambos me esperaban para salir a cenar a un bar de ramen muy de moda, en cuya puerta hubimos de hacer un poco de cola bajo la lluvia. El ramen que nos sirvieron, con uno de los llamados huevos milenarios incluido, era ciertamente una exquisitez. Y desde allí cogimos de nuevo el bus de vuelta, para recogernos debidamente de la lluvia y el frío. Terminó así mi fase más familiar del viaje, a la espera de nuevos hechos relatables durante los días londinenses que me restaban y que les contaré en el post siguiente. Sean buenos.