lunes, 29 de noviembre de 2021

1.103. International lecturer

Eso es lo que soy yo, después de mi éxito parisino, que analizaremos y desmenuzaremos con tranquilidad en estos días navideños que ya se nos vienen encima. Estoy de vuelta en Madrid, como ya se imaginan, y me he encontrado las calles con el típico ambiente navideño, los arbolitos luminosos de la glorieta de Atocha y el atasco monumental de todos los años excepto el pasado, acentuado esta vez por los efectos de la ausencia de una política de movilidad que se merezca tal nombre, algo que excede de las posibilidades y las habilidades del señor Almeida, muy ocupado además en las urgencias de su cargo simultáneo de portavoz nacional del partido, que consiste en difundir las líneas ideológicas del fraCasado, que como todos sabemos se reducen a cagarse todo el rato en Pedro Sánchez, tarea que requiere mucho esmero y dedicación y apenas deja tiempo para los asuntos que interesan a la ciudadanía.

Estoy, pues, instalado de nuevo en mi rutina cotidiana de jubilado activo, ayer domingo salí a correr al Retiro que estaba precioso, esta mañana he acudido a mi dentista, atravesando también el parque, para una cita rutinaria que tenía programada. A la vuelta, me he pasado por el Centro de Salud que me corresponde, a decirles que tengo 70, hace ya más de seis meses que me pusieron la segunda dosis de Pfizer y nadie me llama para la tercera. Han consultado sus datos y me han dado la cita para este jueves, a una hora intermedia entre mi clase de inglés y el yoga de mediodía. Después de eso, he tenido mi clase de yoga, le he dado a mi profesora el regalito que le compré en París y he hecho toda mi rutina, que no se me había olvidado. Después, mis dos pintas de birra bien tiradas, con una tapa de bacalao en aceite y media ración de albóndigas de la casa, en mi querido bar Ricla cerca de la Plaza Mayor.

Lo de bien tiradas, lo digo porque en París no saben tirar la cerveza y, además, los parisinos no quieren que tenga ese dedo y medio de espuma que marcan los cánones, porque creen que el tabernero les está sisando un octavo del volumen del vaso, así son de idiotas. En Lille, en cambio, la cerveza se tira bien, de acuerdo con la tradición belga. Y en España, incluso, si te ponen una cerveza mal tirada, se recurre a una frase que ya es todo un clásico, sobre todo entre la gente mayor como yo: Me da usted un poquito de presión, por favor. Pero, cambiando de tema, ya saben que a mí me gusta enlazar cada post con el anterior y el último (escrito a toda prisa y con inusuales erratas que no corregí hasta el día siguiente porque tenía que cerrar y bajar corriendo al restaurante Au Train de Vie para mi cena de despedida de París) terminaba con un vídeo de Samantha Fish tocando con una banda también inusual en el mítico Tipitina’s de Nueva Orleans, bajo el retrato del Profesor Longhair.

La canción que les puse el otro día es la única que se ha publicado en Youtube, pero yo he encontrado otra de ese mismo día, en una de las páginas de Facebook que voy siguiendo, en mi calidad de fan número uno en España de esta guapa y talentosa mujer. Espero que lo puedan ver bien, han de pinchar en el enlace que les pongo abajo, activar el volumen y aumentar el tamaño de la imagen dos veces hasta que salga en toda la pantalla. Como les conté, el Tipitina’s organizó el día 24 un gran evento en homenaje a Earl Trickbag King, figura clave del rhythm and blues de Nueva Orleans, fallecido en 2003. 

Sam aceptó tocar con la All Stars Band de George Porter jr, legendario músico de funk que tiene 73 años y es el tipo que toca sentado al centro derecha en ambos vídeos. Les puedo asegurar que Sam apenas habrá podido ensayar con ellos, porque no tiene tiempo: como les dije, a lo largo de noviembre ha tenido concierto todos los días menos cuatro. Eso no le impide dirigirlos con mano firme y llevarlos todo el rato con la lengua fuera, en este clásico de King, al típico ritmo de New Orleans que trae reminiscencias de los Allman Brothers o los Neville Brothers. Y es increíble lo bien que se lo pasa Sam, es como una niña disfrutando de lo que le gusta y haciendo felices a todos los miembros de esta banda improvisada. Véanlo pinchando AQUÍ.

Pero nos habíamos quedado en que terminé de escribir mi post anterior y bajé corriendo al restaurante Au Train de Vie, donde mi hijo Kike había reservado para las 21.30, pero llegaba tarde desde el aeropuerto (venía de Goteborg), lo mismo que su chica, que también llegaba en avión, en este caso de Ajaccio (Córcega). Así que tomé posesión de la mesa y la mantuve con una cerveza (bien tirada, porque el maître es español) hasta que llegaron mis contertulios. Cenamos opíparamente, como correspondía a tan sonada ocasión y nos subimos a dormir. Lo cierto es que he vuelto también muy contento de este viaje, porque he encontrado a mis dos hijos muy bien, activos, felices y bien instalados en casas acogedoras, cómodas y muy agradables. Y he comprobado lo preocupados que habían estado con mis incidencias arteriales que, por fortuna, se han quedado en un bluff que todavía estoy celebrando. En realidad, nadie lo quiere a uno como los hijos, las personas más parecidas a ti sobre la faz de la tierra, demostración viviente de las Leyes de Mendel.

El sábado me levanté con tiempo para hacer la maleta, desayunar un poco con mi hijo, que había traído ginger bread cookies, es decir, las galletitas de jengibre típicas de Suecia y salir caminando bajo una lluvia fina hasta la Gare du Nord, donde cogí el RER para el aeropuerto. Allí tuve que mostrar tres documentos, que llevaba descargados en mi móvil. El primero, la tarjeta de embarque, que me había sacado yo mismo en el checking on line. El segundo, el certificado Covid que tengo incluido en la tarjeta sanitaria virtual. Estos dos documentos habían sido suficientes para salir de España y entrar en Francia, pero para volver hace falta un tercero, obligatorio para cualquier persona que quiera entrar en el Estado Español, aunque se trate como en mi caso de un viaje de vuelta a casa. Les cuento todo esto por si no han salido todavía del país y tienen pensado hacerlo en los próximos meses.

El tercer documento del que les hablo es un certificado sanitario específico para ese viaje concreto. Para conseguirlo hay que rellenar un formulario on line que te facilita la propia compañía aérea un par de días antes del viaje. Es un cuestionario sencillo, donde se rellena el nombre, dirección en España, correo electrónico, fecha de nacimiento y DNI, y a continuación se ha de cargar el código QR de la tarjeta virtual, mediante un copia-y-pega del archivo jpg correspondiente. Con todo eso, se le da a Finalizar, e inmediatamente te envían a la dirección que has dado un correo con un código QR específico. Les diré que en la cola para embarcar en el avión, una chica pasaba pidiéndote los tres documentos. Cuando acreditaba que los tenías, te ponía una pegatina roja en el DNI, y con ese DNI y la tarjeta de embarque subes ya al avión.

El procedimiento resulta un poco redundante, pero es así como hay que hacerlo y conviene saberlo. Porque a la llegada en Barajas, únicamente me pidieron el certificado sanitario del viaje, que verificaron con el lector de códigos QR. Y cuando llegué a casa tenía ya un correo electrónico con instrucciones en caso de que me sintiera mal o detectara algún síntoma raro. Supongo que habrán pensado lo mismo que yo: que en la era de las telecomunicaciones, una cosa tan compleja se acabe resolviendo mediante la socorrida pegatina del punto rojo en tu DNI, como se ha hecho toda la vida, pues manda carallo.

Les diré también que subí al avión y me senté al lado de una chica italiana, que llevaba al pecho una bebé de dos meses preciosa y súper tranquila. Pensé que sería una lata, pero la chica me dijo enseguida que acababa de venir desde Chile, donde vive, en un viaje transoceánico larguísimo y la nena no se había ni inmutado, que se acunaba con el ronroneo de los motores, igual que hacía en los coches. Su viaje interminable no se terminaba en Madrid sino que, tras otra escala de dos horas, volaría a Bari, donde la esperaban los abuelos que no conocían a la niña más que en foto. Era una chica muy simpática con la que fui hablando todo el rato. Le dije que, si quería ir al baño o cualquier otra cosa, me podía dejar al bebé, que tengo muy buena mano con los niños. Declinó la invitación, pero un rato después, se sacó una teta y se puso a amamantarla, con total naturalidad, en un gesto que me resultó muy hogareño.

Ya aterrizados, me entregó a la nena para que se la aguantara mientras bajaba su equipaje del compartimento superior, se ponía el abrigo y se preparaba para bajar. Fue una sensación deliciosa, compuesta de tactos, olores, ruiditos y miradas de esa bebé tan tranquilona. Me despedí de ellas en el punto en que se separan los que hacen transfer de los que pretendíamos entrar en el país. A nosotros nos hicieron dar una serie de recovecos para pasar después por un estrecho pasillo en dónde controlaban los certificados sanitarios. Caminé hasta la estación de Metro, fui hasta Nuevos Ministerios y allí tomé el tren a Atocha-Renfe. Antes de coger otra vez el Metro hasta Atocha, me compré tres sándwiches en un Rodilla que está estratégicamente situado en el camino, para comérmelos en mi casa con una cerveza Estrella Galicia. Eran las cuatro de la tarde y en el avión nos habían dado un viennois, que es un bollo enano con una loncha de jamón york en el medio. En casa, adorné tan magra colación con unas aceitunas de Campo Real que tengo en un tarro en la nevera. Y de esta forma di por terminado este viaje de diez días, que tan redondo me ha salido. 

Creo además que he vuelto a tiempo, tal como se están poniendo las cosas con la nueva variante Ómicron del virus. En Ámsterdam el toque de queda para los no vacunados es ya a las cinco de la tarde, Marruecos e Israel, entre otros países, han echado el cierre para vuelos del extranjero y veremos por dónde deriva esta sexta ola (para los españoles, que en Alemania la consideran la cuarta). No se sabe si esta variante es más letal que las anteriores pero, por lógica, debería de ser más suave, como sucedió en su día con la gripe. Este virus tan listo ha de saber que, si se pone muy burro, acabaremos con él. En cualquier caso, parece que toca otra temporada de estar tranquilitos en casa. Yo mientras pueda seguiré con mis carreras, mi yoga, mi inglés y mi aprendizaje de guitarra de blues. Y mis cervezas (bien tiradas) con los amigos y, sobre todo, con las amigas.

Y escuchando música en mi extraordinario aparato que debo a mi querido amigo X (tocata y ampli) y mi no menos querido amigo Paco Couto (bafles). Ya lo dije hace tiempo: no conozco a nadie que tenga tantos discos de David Bowie como yo. Y tengo la suerte de que los vinilos están en bastante buen estado. Entre todos ellos, uno especialmente querido por mí, el llamado David Live (1974), con el que prácticamente iniciaba su carrera en solitario después de disolver su grupo The spiders of Mars. Es un disco en directo, grabado en un concierto en Philadelphia en donde Bowie explota todo su dramatismo musical acompañado por unos músicos extraordinarios. También en este disco cambió su aspecto hacia una imagen más varonil. 

Les voy a dejar de regalo la canción Sweet thing, una de las maravillas de este concierto. En el disco todas las canciones van seguidas, sin intervalos, tal como sonaron en el directo. Aquí han tenido que cortar antes y después. No tiene imágenes, así que pueden dejarlo en pantalla pequeña. Pero les recomiendo que lo escuchen. Creo que es un digno colofón a este viaje, lleno de emociones de todo tipo, que me ha servido para borrar de mi mente las secuelas del susto que me llevé inmediatamente antes, reconstruirme, tomar aire fresco y regresar a mi vida de jubilado hiperactivo con ánimos renovados. Continuará. Sean felices. Merece la pena intentarlo.

viernes, 26 de noviembre de 2021

1.102. Sentimientos a flor de piel

Bueno, no es por presumir, pero ayer El País publicaba el mismo gráfico explicativo de la relación entre vacunados y no vacunados entre los contagiados por el virus que yo les mostré a ustedes tres días antes y ya saben que esto es algo que siempre me gusta. Ya les conté que, después de dar mi clase el viernes en la Université Paris Huit de Saint Denis, el sábado me fui a Lille a casa de mi hijo Lucas, con quien nos quedamos solos los dos el domingo y pudimos disfrutar de largos ratos para pasear por la ciudad, conversar a corazón abierto o a calzón quitado si lo prefieren, debatir sobre lo humano y lo divino, cocinarnos algunos platos estupendos y visitar también algunos restaurantes de esa agradable ciudad del norte, que cualquiera confundiría con una ciudad belga, con sus calles empedradas y sus casas coronadas por frontones triangulares, bajo techumbres muy inclinadas para dejar resbalar la nieve.

En esos días me sucedieron algunos percances irrisorios y menores que evidencian lo despistado que soy. El lunes por la noche, aprovechando que estoy suscrito a Netflix, mi hijo y yo vimos la película Las leyes de la frontera, estrenada en los cines hace un par de meses, dirigida por Daniel Monzón y basada en la novela reciente de Javier Cercas. Es una película que les recomiendo, si es que no la han visto ya, una historia de pasiones y sentimientos desgarrados situada en el Girona marginal de los años 70, en plena transición. Monzón hace un cine muy bueno, con mucha acción y continua tensión (Celda 211, El niño). La cosa es que, al acabar la peli y todavía bajo el shock de la historia que acabábamos de ver, me llevé el ordenador a la cama, con tan poco cuidado que se me enredó el cable en las piernas y el aparato se me cayó sobre el suelo. Aparentemente no tenía nada, pero a partir de ese momento ya no me podía conectar a Internet. Y al día siguiente tenía clase de inglés por la mañana y Billar de Letras por la tarde.

El martes, seguí mi clase de inglés con el móvil y, después de desayunar, Lucas, provisto de un pequeño destornillador, abrió la tapa inferior del aparato. Se habían soltado las dos conexiones que activan la pequeña antena del WiFi. Una de ellas la pudo reconectar. La otra se resistía, la forzamos un poco y nos la cargamos. Pero, como siempre, había una solución. Por la tarde nos acercamos a un Carrefour gigante que hay al lado de la estación del ferrocarril y allí me compré un cable con doble clema de salida, que me permite conectar el ordenador directamente al router. Ya puestos a comprar, me hice con uno de diez metros que me servirá para conectarme en mi casa desde cualquier rincón, al menos hasta que vea si me arreglan la conexión WiFi en algún servicio técnico. Con ese cable, ya pude seguir el Billar de Letras con el ordenador en pantalla grande. Y por cierto que el libro que analizamos, La novia prusiana, de Yuri Buida, es también un texto apasionado, que habla de sentimientos y de los temas verdaderamente importantes de la vida. Ya les hablaré de este libro en un post exclusivo.

El miércoles por la mañana me cogí el tren de vuelta a París, un TGV que hace el trayecto en una hora. Llegué a la Gare du Nord y caminé hasta la casa de mi hijo Kike, que no iba a estar esta semana pero me había dejado la llave. Nada más llegar, caí en la cuenta de que me había dejado en Lille todas las medicinas que he de tomar cada noche para llevar un adecuado seguimiento de mis patologías diversas. Era una faena, pero llamé a Lucas y rápidamente se le ocurrió una solución. En su laboratorio hay compañeros que viven en París y cada día van y vienen a Lille durante toda la semana. Uno de esos compañeros se ofreció a traerme la bolsita de las medicinas y a las ocho bajé a esperarlo en la Gare du Nord. Dejé las medicinas en casa con el tiempo justo para salir pitando y llegar a mi cita para cenar con mi amigo Alain Sinou. También dedicaré un post al contenido de mi clase y a la conversación de anteanoche con Alain.

Porque hoy quiero centrarme en un asunto diferente. Tal como les he contado, estos pequeños tropiezos (ordenador estropeado, medicinas olvidadas) se pudieron resolver bien, solamente con imaginación y tranquilidad. Si Lucas no hubiera encontrado un compañero que me trajera las medicinas, tendría que haber vuelto a Lille (una hora de tren), y regresar en el día (otra hora de vuelta). No fue necesario y son ejemplos de asuntos que se pueden resolver fácilmente, como cuando a Samantha se le rompe una cuerda y sigue tocando hasta el final de la canción, cuando le cambian su guitarra por otra. Incluso los problemas sobrevenidos que se pueden resolver con dinero, son asuntos también menores, aunque nos dé rabia que sucedan. Lo peor son los que no tienen solución, ni siquiera con dinero y van a ver enseguida de qué estoy hablando.

Ayer y hoy me he dedicado básicamente a recorrer las zonas de París que más me gustan. Mi último viaje fuera de España fue el de Madagascar, a cuya vuelta les mostré a mis compañeros mi recorrido favorito de París, en un día inolvidable, en el que además nos hizo muy buen tiempo. Recuerdo que en la plaza de los Vosgos todos nos tiramos al sol en el césped, porque estábamos reventados del gran paseo, que remataríamos por la noche cenando en La Coupole, en el Bulevar de Montparnasse. Después de toda la mierda de la covid y las imágenes de las ciudades vacías, como un hormiguero pisoteado, mi reencuentro con las calles de París ha estado lleno de sentimientos y emociones. Ayer jueves me levanté bastante tarde. Me había despertado a medianoche como suele sucederme, pero después de leer un rato me quedé frito. Escuché ruidos en la casa, mi nuera y el chico al que le tienen alquilada la habitación pequeña salieron silenciosos para no despertarme.

Cuando abrí un ojo eran las 9.15. Como un zombi, recorrí la casa, comprobé que estaba solo y bebí un trago de agua. Me disponía ya a organizar mi mañana de jubilado gozoso, cuando caí en la cuenta de que era jueves y tenía clase de inglés. Apenas me dio tiempo a conectarme. Después de la clase, me duché y me vestí. Total, que me puse en marcha ya cerca de las doce. En una pastelería me comí un croissant parisino con un café-créme y seguí caminando por la rue Saint Denis abajo, hasta la zona del Pompidou-Les Halles. Allí doblé a la izquierda para atravesar el Marais, un barrio que me encanta pero que está ya bastante invadido por el turismo. Recorrí la rue des Rosiers, eje del antiguo barrio judío donde están todos los baruchos que venden fallafel, encabezados por el mítico L’As du Fallafel, que ha recuperado las colas de costumbre. Continué para ver mi querida plaza de Sainte Catherine du Marché, que casi nadie de fuera de París conoce y que tiene un bar en el que cada día hay actuaciones de magia.

Crucé la plaza de los Vosgos y seguí al bulevar para caer a Bastille. Allí me habían avisado de que ya se ha inaugurado una parte de las obras que había en la plaza y que por unas escaleras se puede bajar al Quaie de Valmy, el muelle del canal. Bajé y recorrí el muelle por una pasarela de madera que han hecho y que te conecta al final con las orillas del Sena. Regresé por el otro lado del canal, porque tenía que coger el Metro en Bastille para acudir a una cita ineludible: visitar a mi mejor amigo de París, el gran Philippe Billot, internado en una residencia con la mitad de su cuerpo paralizado como consecuencia de un ictus que sufrió en el verano de 2018. Aún en enero de ese año fuimos mi jefa, mi compañera M. y yo a Paris a presentar nuestros proyectos de Reinventing Cities en el Pavillion de l’Arsenal, le enviamos una invitación para asistir al acto y luego comimos los cuatro. Estaba fenomenal. Aunque tiene diez años más que yo. Cuando lo volví a llamar en septiembre, porque yo volvía a París, ya me enteré de la fatal noticia.

Esta es la tercera vez que lo visito desde entonces. Me contó una historia que quizá sea mentira, porque me dijo ayer que no la recuerda. Me dijo que todo había empezado porque perdió las gafas, unas gafas cutres de esas de farmacia. Que su mujer y sus hijas le convencieron de que de una vez fuera a un oculista a hacerse unas gafas buenas. Que el oculista descubrió que no había ido en su vida a un médico y le dijo que no le hacía las gafas hasta que se hiciera al menos una analítica. Que el resultado de esa analítica fue que batió el récord histórico de colesterol de la región de L’Ille de France. Que directamente lo mandaron al quirófano a limpiarle las arterias y ponerle una serie de stents. Pero que en la operación se le soltó un coágulo al cerebro, seguramente de una carótida, que yo sé mucho de eso ahora.

Parece una historia de las que cuenta Yuri Buida en su libro y Philippe siempre ha sido un engañador, con una capacidad de fabular acreditada. Ahora lo han trasladado a una residencia más cercana del centro y, casi tres años después de mi última visita, el pobre hombre está hecho una ruina. Se emocionó mucho de verme y luego me dijo con rabia que le fastidiaba mucho que le vieran llorar. No se puede mover y tiene el ánimo por los suelos. Yo creo que tal vez podrían sacarlo en silla de ruedas a que viera un poco la calle. Pero él dice que nadie lo hace y no sé si es cierto. Me dijo que no duerme nada, que se pasa las noches dándole vueltas a sus miserias y que le gustaría acabar ya, pero que en Francia la eutanasia es algo muy dificultoso y además su familia no está por la labor.

En fin, estuvimos más de tres horas hablando, rememorando nuestras aventuras en París y en Sri Lanka. Me hice un par de selfies con él, que no voy a traer al blog, y que le mandé a los demás miembros del equipo del proyecto de Colombo. Hablé por teléfono con su único hermano, al que conozco, que vive en Málaga y llamó en ese rato. Me dijo que él había intentado llevárselo al sur, para que al menos estuviera al lado del mar, pero que su familia se había opuesto, porque dicen que al menos en París le visita bastante gente. Aunque él dice que nadie va a verle. Me despedí de él cerca de las seis de la tarde, quién sabe si por última vez. Salí a la calle, en la zona de Porte des Lilas y de pronto me entró un hambre tremenda, porque no había comido nada desde mi café y croissant. Entré en el primer lugar que encontré, que resultó ser una cantina bretona estupenda.

Allí me comí una crépe de trigo sarraceno, con jamón, queso, champis y un huevo, acompañada de frites y una de esas ensaladas verdes que los franceses aliñan con una vinagreta en la que baten aceite, vinagre de vino, sal, pimienta blanca y mostaza (yo me la hago a veces, cuando encuentro buenas lechugas de las rizadas) y acompañada por una pinta de sidra bretona. Todo ello en honor de mi amigo doliente. Es una pena que le haya ocurrido esta desgracia, una persona tan vitalista y con un humor tan característico, que ha perdido totalmente. Al menos me contó que sus tres hijos están bien y se ganan la vida sin dificultad. Cogí el Metro únicamente hasta Republique, para caminar un rato bajo una aguanieve helada, revuelta por rachas de viento polar.

Por la noche comí solamente unas mandarinas y una onza de chocolate que había por casa. Hoy me he levantado más pronto, he tomado mi desayuno francés habitual cerca de la Gare Du Nord y he cogido la línea 4 de Metro hasta el Odeón. Allí he visitado el parque del Jardin de Louxembourg, donde he corrido más de una vez y más de dos. Desde allí he vuelto caminando por la rive gauche, la calle Saint André des Arts, Nôtre Dame, la isla de San Luis, etc., mi recorrido habitual. En el próximo post les pondré algunas fotos que he ido tomando. He comido un magré de pato a la naranja en una brasserie cualquiera, he visto la exposición que había en el Pavillion de l’Arsenal y he seguido hacia el Marais, donde he vuelto a cruzar mis plazas favoritas, de camino al museo del Carnavalet, en donde hay una exposición permanente sobre la historia de la ciudad. Luego he buscado el Metro más cercano, al lado del Pompidou, y he vuelto a casa bastante cansado.

Esta noche tengo cena con los tres ocupantes de esta casa que regresan de sus viajes respectivos. Emociones nuevas, esta vez positivas, para cerrar este viaje de vuelta a mi mundo después de casi dos años de confinamientos diversos. Y para sentimiento, el que le pone Samantha Fish en el vídeo que les voy a dejar de despedida. Sam ha hecho un alto en su gira para participar en un concierto colectivo que organizó anteanoche el Tipitina’s de New Orleans para homenajear al histórico bluesman Earl Trickbag King. Les pondré primero el cartel anunciador, en el que supongo que alcanzan a leer los nombres de los participantes, donde está nuestra Sam al lado de otros gigantes del blues actual, como Ivan Neville, Anders Osborne y el fabuloso pianista inglés Jon Cleary, también muy querido en este blog.

Todos los músicos participantes hicieron versiones de los temas más míticos del gran Earl. A Sam le tocó uno fabuloso, que se titula Louisiana Blues. Véanlo, por favor. Ayer mismo se publicó esta maravilla en Youtube. Son cuatro minutos arrolladores. Acompañada por una big band completa, de músicos casi todos mayores que ella, Sam se marca una versión del clásico de King, en la que demuestra estar en una forma vocal y guitarrera espectacular. Esta mujer no tiene límites en su arte. Y además, cada vez está más guapa. No hay mejor broche para un post que habla de emociones y sentimientos. Que pasen ustedes un buen finde.

lunes, 22 de noviembre de 2021

1.101. ¡Leña a los antivacunas!

Vous vous avez la montre, nous on a le temps

Proverbio africano

Escribo desde Lille, noreste de Francia pegadito a la frontera belga, en donde he decidido no continuar adelante dada la situación pandémica en Bélgica y Holanda, que no aconseja cruzar la línea, total para encontrarme en Ámsterdam con toque de queda a las ocho de la tarde, más los disturbios que están montando los antivacunas. La casa de mi hijo Lucas es muy acogedora y me voy a quedar aquí hasta el miércoles en que regreso a París, a la casa de mi otro hijo, igualmente hogareña y cálida, para atender diversos compromisos que tengo con amigos de la capital francesa. Esto de los antivacunas está lejos de ser un fenómeno marginal, para convertirse en el indicativo de una cierta manera de abordar el mundo bastante extendida en nuestro tiempo. Es un caso extremo de creencias como los terraplanistas, los conspiranoicos que dicen que la llegada a la luna fue una película de Kubrick filmada en Hollywood, o los adventistas del séptimo día, que están convencidos de que Dios resucitará y los salvará sólo a ellos, porque los demás somos incrédulos y pecadores. Variantes más o menos burdas de lo que podemos llamar el pensamiento mágico.

En el fondo es lo que ya les he dicho otras veces: los incultos, los patanes, la gente sin formación, tienen acceso a unos medios de difusión masiva, como el Facebook y demás redes y son carne de cañón para creerse cualquier cosa que circule por allí y que se aleje un poco de la versión oficial del poder y de los periódicos generalistas. Y estoy hablando de gente muy concreta: los garrulos de Arkansas, los rednecks del Michigan profundo, los gañanes del Ampurdán, los hooligans de la Inglaterra rural, los bolos proverbiales de Bélgica o los palurdos de las grandes llanuras holandesas, además de toda esa gente marginal de las ciudades que dan suelta a su rencor haciendo grafitis cutres por todas las paredes, destrozando las bicis del sistema público y practicando toda clase de vandalismos.

Yo he estado en estadios de fútbol, en donde gradas enteras estaban desentendidas del juego en curso, mirando todo el rato a los de la grada rival para insultarlos o tirarles cosas, hasta el punto que no veían ni los goles a favor, de los que se enteraban cuando oían el grito alborozado de la mayoría. Sólo entonces giraban la vista y prestaban un rato atención al césped para celebrar brevemente el gol y volver enseguida a su gresca anterior. Este personal, que en el fondo exteriorizan sus miedos, sus inseguridades y su desconfianza hacia los estratos más cultos, se buscan argumentos que alimenten sus paranoias y los encuentran en las redes, a cuyas informaciones dan más crédito que a las oficiales.

Por ejemplo, ahora los antivacunas dicen: vale, hay muchos de nosotros que están contrayendo el virus, pero los que se han vacunado se contagian igual. Y, por ejemplo, en España se cuenta que el 60% de los actuales contagios afectan a gente con la pauta completa, dato que alimenta a todos estos ignorantes, que se refuerzan en sus creencias. Bien, dejando a un lado que quien se contagia con su doble dosis de vacuna ARNm, sufre la enfermedad en un grado muy atenuado (no hay muertos entre estos casos, salvo alguno que tenía patologías previas coadyuvantes), les voy a explicar el tema con un par de gráficos que creo que los entiende hasta un niño. Están en inglés, pero qué problema es ese para unos lectores políglotas como son ustedes, después de años de seguir mi blog. Veamos primero uno de estos gráficos. Vean, vean.

Este es un gráfico muy claro. Los puntos rosa son vacunados hospitalizados y los verdes no vacunados en la misma situación. Son más los vacunados enfermos y eso hace que los antivacunas clamen: ꟷ¿Veis? ¿veis? Vacunarse no sirve para nada y además no se conocen los efectos a largo plazo de estas vacunas que no han sido debidamente testeadas por la prisa en comercializarlas y que las farmacéuticas se forren; los que os estáis vacunando sois unos pringados, os están usando de conejillos de indias, nosotros somos más listos. Pero, miren ustedes por dónde, resulta que este gráfico es sólo un fragmento de otro más amplio que les voy a poner abajo y que les va a aclarar este asunto definitivamente. Véanlo.

No hace falta ningún comentario. Yo lo siento mucho pero: hay que ser muy corto para caer en estas creencias. Sin contar con que todos estos cenutrios se conectan cada día a sus redes e, invariablemente, aceptan todas las cookies que les proponen sin leerse la letra pequeña de las condiciones. Es decir: yo acepto cookies a diestro y siniestro, le abro la puerta de mi intimidad a todas las multinacionales del big data para que luego con sus algoritmos sepan qué tipo de mierda ideológica me pueden seguir vendiendo, pero yo no me vacuno, porque soy un figura, un hacha, a mí no me engañan estos cabrones de las multinacionales farmacéuticas, soy un tío grande, cómo molo.

Disculpen que sea tan radical con este tema, pero es que creo que el actual repunte de contagios viene forzado por estos antivacunas, como lo prueba la grave situación de países como Bulgaria, donde sólo se ha vacunado un 22% de la población, o Rumanía con un 35%. Me cuesta mucho meterme en la mente de estas personas y eso que he conocido algunas. Una amiga mía, a la que le dije por teléfono que me acababa de poner la primera dosis, me pidió que hiciera una prueba, consistente en coger un imán de la nevera y ponérmelo en la zona donde me habían pinchado, porque se decía que se quedaba pegado y eso probaba que me habían puesto un chip para que Bill Gates y demás contertulios de la conspiración planetaria pudieran tenerme bien controlado. Le pregunté: ꟷ¿De verdad pretendes que haga semejante tontería?, a lo que ella respondió implorando: ꟷSí, sí, porfa, porfa, que estoy muy preocupada. En fin, que hice lo que me pedía, el imán se cayó al suelo y así se lo dije. Me contestó con alivio manifiesto: ꟷUf, no sabes qué peso me has quitado de la cabeza.

Me resulta arduo intentar meterme en la mente de estas personas, vean por ejemplo la interpretación que hace de ello un experto en psicología que tiene un punto de vista al menos original (han de pinchar AQUÍ) En alguna parte he leído también que en Centroeuropa hay una vieja tradición de desconfianza hacia la medicina convencional, que son muy dados a las medicinas alternativas y a los curanderos. Tal vez lo da también el paisaje, esas zonas boscosas pobladas de duendes y trasgos, que explican también la pervivencia de los manciñeiros en Galicia. Por ejemplo, toda la homeopatía y sus versiones colaterales provienen de Alemania, donde los homeópatas son muy respetados y se ganan bien la vida con su ciencia o lo que sea. Y la cosa se entremezcla también con la fortaleza de los movimientos de ultraderecha que han surgido en toda esta zona, desde AfD (Alternative for Deutchland), hasta los líderes que han surgido en los antiguos países de la Unión Soviética.

Por ejemplo, el principal convocante de la macromanifestación de los antivacunas en Viena del otro día (imagen de arriba), era el ultraderechista FPÖ, cuyo líder, que se llama Herbert Kickl, ha defendido públicamente que el Covid se puede combatir con un desparasitador de animales, combinado con ibuprofeno y vitamina C. Curiosamente, este pollo no pudo acudir a la marcha precisamente porque está en cuarentena por haberse contagiado del Covid, una forma indudable de justicia poética. No quiero ser revanchista, pero estos movimientos están surgiendo en los llamados países frugales, como Holanda y Austria, que se permitieron ponernos a los del sur el ominoso mote de PIGS (Acrónimo de Portugal, Italia, Grecia and Spain), diciendo más o menos que éramos todos unos vagos y unos manirrotos, que queríamos vivir de los fondos que nos daban ellos para gastárnoslos en beber, follar y darle al tiriti-tran-tran-tran. Pues ahora resulta que los supuestos PIGS somos los más disciplinados y cívicos, con Portugal a la cabeza en el porcentaje de vacunaciones, como no podía ser de otra manera.

Vaya, me he puesto a escribir de este tema, que me ha impedido acercarme a Ámsterdam como pretendía, y ya se me va comiendo el espacio de todo el post. Pero se ve que estaba escrito que sucediera así y yo voy ahora a distribuir mi primera salida post-Covid entre Lille y París. En general, los occidentales tendemos a planificarlo todo y nos estresamos mucho si no cumplimos lo planificado. En el otro extremo están los africanos, que tienen ese proverbio que les he puesto al principio, una frase que nos suelen lanzar a los blancos cuando les vamos con prisas o con exigencias de puntualidad: vosotros tenéis los relojes, pero nosotros tenemos el tiempo. Pues yo ahora tengo mucho tiempo, desde que me jubilé, y estoy aprendiendo a disfrutarlo por todo lo alto. Mañana, a pesar de estar en Lille, tendré mi clase de inglés por la mañana y el Billar de Letras por la tarde. Mi hijo ha decidido quedarse en casa y teletrabajar hoy y mañana para que estemos juntos los dos días.

¿Cómo dicen? ¿Que qué tal me salió mi clase en la Paris-Huit Université? Pues fenomenal, no sé ni cómo lo dudan. De eso iba a escribirles hoy, pero se me ha ido el santo al cielo de los antivacunas y ya lo dejaré para otro día, porque el tema tiene enjundia. Entre mis próximos compromisos parisinos, tengo planeado cenar el miércoles con Alain, con quien el otro día no pude apenas hablar, ya que estábamos todo el tiempo con Rainer, sus alumnos y los demás profesores. Me encantaría que este hombre me facilitara más contactos para continuar mi tarea de conferenciante accidental, que me proporciona una disculpa perfecta para seguir viajando y visitando países, una vez que la Covid vaya aflojando.

Así que nada, protéjanse ustedes del frío que me cuentan que ha caído sobre toda España y sigan atentos a la pantalla, que en unos días les contaré el contenido de mi charla parisina y otros asuntos relacionados. Para que luego no digan, les dejo con un vídeo que he encontrado de los inicios en el show-biz de Samantha Fish. Precisamente su actuación en la entrega de premios del blues en Tennessee en 2012, cuando fue proclamada mejor figura debutante del blues y acudió desde su Kansas natal, con toda su familia. Llevaba un vestido horroroso, provinciano, en mi opinión, y estaba muy nerviosa y emocionada. Pero, cuando pilló la guitarra, los nervios se evaporaron y sacó a relucir su potente personalidad y su arte. Una curiosidad: tanto la chica del bajo como el segundo guitarra que le ponen son zurdos. Sean felices.

jueves, 18 de noviembre de 2021

1.100. On the road again

Empiezo a escribir en el avión que acaba de despegar de Barajas, después de un cambio de horario que nos ha retrasado la salida una hora (se nos avisó ayer por mail) y una demora extra de unos quince minutos. Durante toda la mañana he tenido sensaciones extrañas. El cambio de horario me ha permitido desayunar tranquilamente y asistir a la clase virtual de inglés con el bueno de Ed, a quien le he preguntado algunas cuestiones de vocabulario para mi charla de mañana. Nada más terminar, he guardado el ordenador en mi maletín de viaje, que dejé preparado anoche junto con mi pequeña maleta azul Tourist (la que usa Cristiano Ronaldo) y he salido pitando. Arrastrando mi maletita con trolley por la calle Atocha abajo, hasta la glorieta del mismo nombre, ya he sentido al cien por cien que estaba de viaje, una sensación recuperada, puesto que, desde que hace poco más de dos años regresé precisamente de París, donde había hecho una escala de un día de vuelta de Madagascar, no me había vuelto a subir a un avión.

Dos años en el dique seco gracias al maldito Covid, al que vamos ganando la batalla, aunque todavía falta tiempo para derrotarlo del todo. Algunas cosas han cambiado para siempre. Por ejemplo, yo soy dos años más viejo. Y ahora todo el mundo ha de ir con mascarilla. Pero las sensaciones son bastante parecidas a las de los viajes que llenaron mi vida desde que me recuperé de mi fractura de húmero a finales de 2016, hasta esa última aventura en Madagascar. Tres años intensos que me llevaron a visitar Japón, Birmania, Pekín, San Petersburgo, Tijuana y toda la costa oeste USA, Chile, Chicago y una serie de escapadas breves a ciudades europeas, como Marsella, París, Roma, Oslo, Cannes, Innsbruck, Nápoles y alguna otra que he olvidado. Los viajes eran parte esencial de mi vida y la etiqueta correspondiente aquí a la derecha del blog era una de las más grandes. Después de este parón, se ha quedado bastante enanita. A ver si consigo recuperarla.

El otro día, cuando salí de la consulta del rubicundo y cantarín cirujano de cardiovascular, me sumergí en la ciudad bajo un sol otoñal delicioso y sucedió que todo me parecía maravilloso. Caminé desde el hospital hasta el Metro de Virgen de Begoña por unas aceras perfectamente asfaltadas, cruzándome con gente a la que veía muy guapa y a los que sonreía con arrobo, me subí en el Metro y me pareció un mecanismo de funcionamiento prodigioso. La línea me llevó a Alonso Martínez, donde podía haber hecho un simple cambio de línea, pero en cambio salí otra vez a la calle a tomarme un café con leche con un croissant extraordinario, como siempre en la pastelería La Duquesita, pero como que todavía me estuvo más bueno si cabe. Luego, el yoga me resultó maravilloso, mucho mejor que ningún otro día, y de las cervezas y la comida en el Ricla ya ni les cuento. Fue una sensación, con perdón, como de resurrección, después de una especie de pesadilla privada.

Pues algo similar he experimentado hoy con mi vuelta al mundo de los viajeros. A pesar de lo que me recomendaba el Google Maps, he hecho el recorrido que me dictaba la experiencia: Metro desde Atocha hasta Atocha Renfe (una estación), tren de cercanías hasta Nuevos Ministerios (dos estaciones) y allí he tomado la Línea 8 de Metro hasta la Terminal 1. Es una estación más de lo que yo hacía para ir a mi trabajo en el edificio APOT, en el llamado Campo de las Naciones. O sea, que tenía en mi memoria interiorizadas todas las rutinas y ha sido todo como un dejá vu. En el aeropuerto, he buscado el mostrador de Air France y allí he mostrado mi DNI y la impresión del checking on line que hice ayer por la tarde. En el propio mostrador me han instado a mostrar el Pasaporte Covid que llevo listo en el móvil, y ya me han dado la tarjeta de embarque. Luego, he pasado la seguridad sin problemas y he ingresado en ese mundo impersonal que abarca todos los aeropuertos del mundo y en el que yo me siento fenomenal, igual que en los hoteles (no entiendo a esa gente que dice que no viaja porque no le gustan los aeropuertos ni los hoteles). Así que, aquí me tienen, on the road again, como cantaba el grupo Canned Heat allá por el año 68. 

¡Qué tiempos! Creo que todos los miembros de este grupo se han muerto ya, al menos los dos más característicos, que respondían a los sobrenombres de El Oso y El Búho Ciego. A mí me encantaba este grupo. Pero volvamos al presente, que la nostalgia no sirve para nada. Estoy ya en casa de mi hijo Kike en París, después de un vuelo plácido. He cogido el RER en el aeropuerto Charles De Gaulle hasta la Gare du Nord, en donde me he comprado una tarjeta recargable para el Metro, porque desde mi último viaje a París el sistema ha cambiado y ya no te venden el antiguo Carné-dix de diez billetes. Ahora hace falta una tarjeta que se compra y ya la tienes para siempre. Igual que en Madrid. El ambiente en París es bastante normal, a pesar de todo lo que se habla de repunte del Covid.

En la Gare du Nord me ha entrado el hambre, porque los de Air France no te dan nada de comer. He visto una especie de autoservicio en donde había unos wraps con buen aspecto. El problema es que sólo tenían cerveza de medio litro y yo no quería tanta. Así que, cuando me he acabado la que necesitaba, le he pasado la lata a un vagabundo de los que abundan por el entorno de las estaciones del Norte y del Este, que están casi juntas. Ahora estoy aquí esperando a que llegue mi hijo, para ver qué planes tiene para la cena. Una vez que publique este post, tendré apenas el tiempo de repasar mi clase de mañana, que ya les contaré en detalle más adelante. Les había prometido escribir algo al respecto, pero es que si me dedico a escribirlo en el blog no me quedará tiempo para prepararlo adecuadamente.

Es este un típico absurdo de estos tiempos que corren. La gente joven va todo el día con el móvil en ristre, haciendo fotos de lo que le parece de interés, que inmediatamente cuelga en los estados del whatsapp. Es decir que, más que vivir, lo que hacen es simular que están viviendo y comunicárselo enseguida a sus seguidores. Además ya no saben hacerse una foto normal, posando sin forzar la expresión, todo el rato tienen que hacer el mono, marcar la uve de la victoria o poner morritos. Muchas veces mienten, todo el mundo aparece feliz y contento en esas imágenes, a nadie se le ocurre subir una foto suya llorando o enfadado. Es gente esta que está dedicada en cuerpo y alma a hacer como si. Y los de su grupo esperan que hagan exactamente lo que hacen.

Muchos de los universos en los que vive este personal son pura coreografía. Y no son sólo fotos sino a menudo también vídeos, a los que se las arreglan para ponerles una música de reggaetón o similar. Algo parecido sucede en el futbol. El que mete un gol, normalmente no se limita a celebrarlo dando un salto, sino que forma un corazoncito, o se chupa el dedo para dedicárselo a algún bebé, o señala con tres dedos hacia abajo. Cualquier gilipollez, que lleva ya preparada de antemano. Pura coreografía también. Estos días he visto los emocionantes partidos de España para clasificarse para el mundial de Qatar (que tiene cojones que se haga un mundial en Qatar). Por cierto, espero que a Luis Enrique ya no le digan que su padre es Amunike.

Pero, a lo que vamos. El primero de los dos partidos lo ganó España merced a un penalti un tanto dudoso. Y, miren por dónde, la foto de ese penalti, que les voy a poner abajo, sintetiza esa coreografía de la que les hablo. Me refiero a que el que hace la falta, inmediatamente levanta los dos brazos expresando con ello: yo no he hecho nada, ni le he tocado, a mí que me registren. Y el afectado, nada más sentir el contacto, se tira teatralmente al suelo como si hubiera recibido un disparo. Me refiero a esos disparos que se ven en las películas; como nunca he presenciado un disparo en directo, no sé si en la realidad son así, pero me malicio que a lo mejor no. En fin, que el jugador que no cumpla las reglas escenográficas, no hará carrera en el fútbol. Vean la imagen que les digo.

Una imagen que es un estereotipo. Últimamente veo algunos partidos de futbol femenino y les puedo jurar que no han caído en la degradación escénica de sus colegas masculinos. Sin embargo, los niños que juegan en la calle ya imitan todos estos modelos, el que mete un gol se pone a hacer el monicaco como sus ídolos. Es un poco lamentable, pero es así. Me viene ahora a la memoria el caso de una pareja en Norteamérica que retransmitió literalmente su luna de miel, publicando cada día fotos en las que se veían ambos súper felices, cuando en realidad andaban a bofetadas. La última foto que subió ella la mostraba radiante como siempre. Luego desapareció. El chico apareció por casa de sus padres desencajado y solo, antes de desaparecer también. Los cuerpos de ambos fueron localizados en distintos parque naturales días después. El chico se la había cargado y tras pasar por su domicilio familiar se suicidó. Les dejo un artículo sobre el caso, aunque tampoco tienen que leerlo, sólo darle un vistazo en diagonal para comprobar que no me lo he inventado. AQUÍ lo tienen.

En fin, que mañana tengo un compromiso que ya veremos cómo me sale. Tengo que estar a las 9.00 en la Universidad París-8, Metro Saint Denis, por lo que me tengo que dar un buen madrugón. Esta noche me inspiraré con Samantha Fish, que tiene un tema que se ajusta bien a esta personalidad mía que hoy recupero: la del trotamundos, o Road Runner. Les tendré al tanto. El otro día vimos cómo se le rompía una cuerda de la guitarra. A la mediática y explosiva baterista del grupo también se le rompen las baquetas, algo que no es de extrañar, viendo a qué velocidad y volumen tocan ambas. Aquí la foto que le hicieron a Sarah Tomek al final de ese concierto. Y más abajo el tema del que les hablo: Road Runner. Sean felices. 


domingo, 14 de noviembre de 2021

1.099. Colaterales

Bien, por fin les voy a desvelar ese misterioso tema que durante un tiempo me ha sumido en una especie de pesadilla privada, de la que no he dado detalles en el blog, porque este es un foro en el que se cuentan cosas generalmente en positivo, para que los lectores se solacen, o se vean intrigados, o terminen el post sabiendo algo que desconocían antes de su lectura. Este no es un foro para dar pena ni suscitar palmaditas de ánimo en mis hombros, así que aquí las desgracias se procura no mencionarlas. Como mucho se habla de aspectos colaterales, como orzuelos, caídas a media carrera contra el asfalto y otras pequeñas minucias, de las que se destaca la capacidad de volverse a levantar y continuar la carrera, metafóricamente, que no literalmente, aunque también. Así que, como les digo, se me ha cruzado en el camino un asunto que me ha dificultado la concentración necesaria para preparar bien mi charla de París y hasta la capacidad de seguir manteniendo el discurso habitual de esta tribuna, tarea que por momentos me ha llegado a resultar un tanto ardua. Pero yo soy un profesional y seguro que nadie, entre mis lectores, ha notado nada raro.

Como algunos han intuido, la cosa tiene que ver con temas médicos; más de un lector avezado ha detectado que no conté nada respecto al final del chequeo médico que inicié a finales de septiembre. Por ahí van las cosas y les resumo los antecedentes. No es por presumir, pero yo me vengo encontrando de puta madre (Zidane dixit), como saben por lo que les voy contando. Salgo dos días por semana a correr al Retiro, un circuito de 6,5 kms. que tengo medido sobre plano, hago hora y media de yoga del más cañero otros dos días por semana, camino todo lo que puedo, no paro quieto, como bien y duermo aceptablemente. ¿Entonces por qué me hago un chequeo? Pues es muy sencillo: porque mi carnet de identidad dice que tengo 70 años, aunque yo no me lo creo. Y por una cierta presión de mi entorno: hijos, amigos y allegados. Y, dado que vengo pagando una sociedad médica privada desde hace unos quince años, pues de vez en cuando aprovecho y me hago un chequeo.

Así que pido hora, y un día me recibe la doctora G, a la que le cuento todo esto. Me dice que me ve muy bien y que, en consecuencia, no me va a marear con un montón de pruebas como han hecho en ocasiones anteriores, colonoscopias incluidas. Únicamente me prescribe cuatro pruebas. La primera, una analítica, de la que salgo cortando las dos orejas y el rabo: hacía años que no tenía el colesterol tan bajo y tengo bien todas las demás constantes e indicadores, lo que viene a confirmar que es falso que tenga 70 años. Otras dos pruebas tienen que ver con el tema cardíaco: electrocardiograma y ecocardiograma para ver cómo andan las arterias coronarias. Resultado: las dos pruebas fenomenal, estoy hecho un mulo, como decía Tony Leblanc. Pero falta la última, el llamado eco-doppler. Esto es como las ecografías que les hacen a las embarazadas, pero en el cuello, para ver el estado de las arterias carótidas, que son las que suben a regar el cerebro.

El tipo del eco-doppler, un sudamericano de aire tristón, ya me da cierta mala espina. Me pone el gel ese frío, mueve el aparato arriba y abajo y tuerce el gesto. La carótida derecha tiene una estenosis importante, según me cuenta, por un presumible pegotón de colesterol. Él valora esa estenosis en un 50% del diámetro interior de la arteria. Pero me dice que, para afinar el diagnóstico, debo hacerme un TAC. Me recomienda empezar a tomar desde ya Adiro, para evitar eventuales desprendimientos del pegotón, pero le contesto que no tengo intención de tomar medicamento alguno hasta que me lo diga la doctora G. Unos días más tarde, vuelvo de nuevo a la clínica para el TAC, que es una prueba bastante desagradable de sufrir. Es un TAC informado, por lo que he de esperar fuera hasta que el tipo hace el informe y me lo entrega todo en un sobre grande. Como no entiendo de estas cosas, no se me ocurre mirar la imagen del TAC.

Entre medias, he comentado el tema con algunos amigos médicos, que me dicen que un bloqueo del 50% en una arteria principal es algo que tiene todo el mundo a edades como la mía y que ni siquiera es objeto de tratamiento médico alguno (pero yo no tengo setenta, sino unos quince o diecisiete). Con todas las pruebas recolectadas vuelvo a ver a la doctora G. Se queda maravillada con la salud que evidencian las tres primeras pruebas y se sorprende con la cuarta. Porque, encima, el tipo que me hizo el TAC ha puesto en su informe estenosis de 80/90% y eso es algo grave. La doctora G. me pregunta si he tenido algún síntoma o anomalía. ¿Qué síntoma sería ese? le pregunto a mi vez, como buen gallego. Pues desvanecimientos, mareos, vértigo, dolores de cabeza. Mi respuesta: Cero. Bien, eso tiene una explicación: el cuerpo humano es muy listo y la sangre, si no puede subir por esa arteria, se busca caminos alternativos y genera las llamadas colaterales.

Añade esta señora que esas pruebas las debe valorar un cirujano cardiovascular, para lo que me pide hora. Me citan allí mismo para casi un mes después, lo que mi mente interpreta como que es algo no muy urgente. Durante ese tiempo, yo continúo mi vida y comento el tema con mi entorno, que están muy preocupados, más que yo. Me piden ver las imágenes del TAC y un amigo médico exclama: Joder, tío, tienes unas colaterales de puta madre (ya ven que la influencia de Zidane es general). Me dicen que quizá tengan que operarme y yo imagino una operación a base de introducirme un catéter por algún rincón y aspirar con él el pegotón maldito. Una simple actuación de fontanería. Y a lo mejor me ponen un stent y, hala, a seguir adelante, como Robocop.

Desde mi entorno me conminan a dejar de correr, a beber menos cerveza, a duplicar la dosis de mi pastilla contra el colesterol, que tomo cada noche. No hago ninguna de las tres cosas. Cuando se ponen pesados, les miento diciendo que sí lo hago, pero no es cierto. Además, detecto una campaña sibilina para que vaya pensando en la posibilidad de suspender mi viaje a París, a lo que me niego en redondo: yo tengo una sesión académica comprometida con dos cursos que se van a reunir el día 19 a escucharme y no puedo faltar. En fin, que llega el día de la consulta de cirugía cardiovascular. Me recibe un doctor cincuentón, tranquilo, que escucha mi historia y revisa las pruebas que le traigo. Su explicación es muy clara: tengo una estenosis del 70% y eso hay que quitarlo porque es peligroso.

Según sus datos estadísticos tengo un 6% de posibilidades de sufrir un ictus fatal (o semifatal, que son los peores). Después de la operación, ese porcentaje se reduce a cero. Y me explica cómo es la operación. Nada de catéter. Estaba yo muy equivocado. Es una operación clásica y cruenta. Han de abrirme el cuello y hacerme un boquete importante para descubrir el tramo de arteria donde está el pegotón. Entonces me hacen un by-pass provisional de plástico para garantizar que la sangre sigue llegando al cerebro. A continuación, ponen un par de clips arriba y abajo del pegotón, para dejar limpio de sangre el tramo. La arteria se abre longitudinalmente, imagino que con una especie de cutter, se limpia debidamente el tramo y se cierra con una línea de micropuntos interiores. Luego se cierra el cuello y a reanimación. 24 horas de UCI, otras 24 de planta y a casa.

Le pregunto por posibles complicaciones de la propia operación y me dice que existe un 3% de casos que se complican. Puede producirse un desprendimiento del pegotón durante la propia operación con consecuencias fatales. Pueden tocarme accidentalmente el nervio facial, que anda por ahí, y dejarme la cara torcida (y ya no podría ligar como ahora), pueden quedarme zonas insensibles en la cara, o en el lóbulo de la oreja. Puede quedar afectada la lengua, pero no me impediría comer ni se me notaría nada al hablar. Y, casi seguro, a partir de la operación tendré problemas para afeitarme la zona en cuestión. Ya ven. Qué cosas. Salgo de esa consulta espeluznado.

Pero antes de salir, le cuento que tengo que viajar a París, le miento que tengo un curso de una semana, mentira que traía preparada porque no quiero que por esta mierda me obliguen a adelantar mi vuelta de París. Con toda naturalidad, se encoje de hombros y me dice: Yo le puedo operar perfectamente antes del viaje. Como les decía más arriba, salí de esta consulta en cierto shock, comprendiendo por primera vez las dimensiones del tema, que no era cualquier cosa. Hay algunos detalles en los que no reparé hasta después, así que los iré contando cuando corresponda. En mi cabeza, por el momento, yo tenía ya dos ideas muy claras.

UNA: de ninguna manera me iba a operar antes del viaje. Ni harto de vino me subo yo a un avión una semana después de una operación como esa. Un avión es un lugar donde no hay quien te ampare, no se puede parar en el aire para que te lleven a un hospital, si es que de pronto la herida se pone chunga o te empiezas a encontrar mal. A mí me ha tocado presenciar la típica escena en vuelo en la que empiezan a preguntar a gritos si hay un médico en el pasaje, el tipo convulsionando y la operación de sacarlo del asiento y acostarlo de lado en el pasillo para que no se trague la lengua, dos maniobras que resultan casi imposibles.

DOS: existe un 3% de casos que se complican. Eso supone que hay un 97% que salen bien, aunque te dejen sin poderte afeitar como antes. Si yo tuviera la seguridad de estar en ese 97%, me daría igual quién me operase. Pero si, toquemos madera, estoy en el 3% fatídico, yo prefiero que me operen en la sanidad pública. Sin la menor duda. En la sanidad pública, las UVIs son más potentes y mejor equipadas y hay un cirujano vascular de guardia al que llaman ante cualquier problema y viene en 5 minutos. En lo privado, el tipo viene, hace las operaciones que tiene programadas esa mañana y se va a su casa. Si hay un problema, le llaman y viene corriendo, lo que con el tráfico del señor Almeida puede ser una hora. O dos. Quita-quita.

Con esa convicción, mi entorno se movilizó para hacer un muestreo de cuáles eran los mejores hospitales públicos para ese tipo específico de operación y conseguir a través de amistades y contactos que me recibieran rápido para una primera consulta. En caso de que me confirmaran el diagnóstico y la solución quirúrgica, ya me pondría obedientemente en la lista de espera para la operación. Esto nos conduce a una cita a primera hora de la mañana del pasado jueves en el hospital Ramón y Cajal. El último post que publiqué, en realidad lo escribí el día antes, pero no me dio tiempo a acabarlo así que lo dejé sin publicar. Me puse a escribir de rock y de personajes legendarios para distraerme, porque no tenía la cabeza para otros temas o para avanzar en cualquiera de mis tareas pendientes (escribir un post tiene efectos terapéuticos claros).

Llegué a la consulta y me recibió un joven rubicundo, simpático, competente, profesional. Le conté resumidamente lo que les he narrado hasta aquí. Hice hincapié en un tema que ya había detectado en los días previos: entre las valoraciones que los distintos médicos y técnicos habían hecho de mi TAC, había un cierto despelote, que si un 50, que si un 80/90, que si un 70. Eso me había llevado a estudiar por primera vez la imagen. Yo sé interpretar planos de urbanismo y sé cuando unas obras en una calle ocupan el 50 o el 90% de la sección. Y a mí me parecía bastante aventurado, a la vista de la imagen en cuestión, decir un porcentaje u otro. Le empecé a hablar al médico de lo que me había dicho el otro cirujano y de que la opción más pertinente, según él, era la quirúrgica. Entonces me interrumpió diciéndome que ya no necesitaba oír nada más. Me dispuse pues a escucharlo.

Empezó diciendo que, en los protocolos y las rutinas de ese hospital, lo que se valora en primer lugar es el eco-doppler, muy por encima del TAC. ¿Y cómo es eso? le pregunté asombrado. Pues muy sencillo: porque el eco-doppler es una prueba dinámica, en la que nosotros vemos por una pantalla como fluye la sangre y qué está pasando en realidad. Podemos pinchar con el ratón en cualquier punto, botón derecho, y nos indica cuál es el valor del flujo sanguíneo en ese punto. El TAC, por el contrario, no es más que una foto. Me quedé boquiabierto, no salía de mi asombro. Sin darme tiempo a reaccionar, continuó: Tan es así, que ahora mismo le vamos a repetir aquí el eco-doppler, que yo quiero saber que está pasando exactamente en esas arterias, antes de adoptar un criterio sobre cómo actuar.

Tenía allí mismo, en su consulta, el aparato y una camilla en la que me tumbé, intentando estar relajado. Me dieron el gel y esperé, observando al doctor. El tipo tenía la vista fija en la pantalla, mientras pasaba el aparato por mi cuello, con la otra mano tecleaba en el ordenador y al mismo tiempo canturreaba todo el rato entre dientes: ti-tirí-tururú-papá. Pensé para mí: este es de los míos, un optimista y un entusiasta de su trabajo. Me dieron el papel para limpiarme y me abroché la camisa. Conclusión del médico: ꟷMi valoración de la imagen que he visto es una estenosis de un 50/70. ¿Y eso qué significa? Pues, como usted sabe, una estenosis de 50% ni siquiera se trata. Una de 50/70 hay que vigilarla, porque puede empeorar, pero yo le propongo un tratamiento conservador, sin cirugía, consistente en hacer un seguimiento del problema. Como en una nube, pregunté: ¿Y cómo es ese seguimiento?

Pues muy fácil. Usted tiene que seguir haciendo tres cosas. UNO, continuar con la medicación anticolesterol que toma y con el Adiro. DOS, cuidar mucho la alimentación, evitar las grasas, eliminar el embutido, el queso y los productos similares. TRES, seguir haciendo mucho deporte, todo el que pueda. Y dentro de seis meses le hacemos una revisión para ver cómo ha evolucionado el tema. La opción quirúrgica no hay que descartarla en un futuro, pero ahora mismo, yo no la veo. Y, por supuesto, no le podemos garantizar al 100% que no se le vayan a desprender fragmentos, pero no tiene usted un riesgo muy superior al de cualquier persona con antecedentes de colesterol y triglicéridos. Ya completamente rendido, le hice una última pregunta. ¿Y, dentro de seis meses, qué es lo que tengo que hacer? Respuesta: nada, usted está ya en el sistema, dentro de seis meses le mandaremos una cita por sms, usted acude a la hora indicada y le veré yo mismo.

No les digo más. Es que no le hice la ola, porque me dio corte. Es que me entraron ganas de darle un beso en la boca. Salí otra vez al mundo real, cogí el Metro hasta Alonso Martínez, me obsequié con un desayuno regio, fui a casa, publiqué mi post anterior, me fui al yoga y llamé a una amiga a que viniera a recogerme a la salida para empezar a celebrarlo en el Ricla. Y pueden creerme: lo estuve celebrando en diferentes compañías hasta bien entrada la noche. ¡QUÉ ALIVIO! Esa fue mi sensación dominante, que todavía no ha desaparecido de mi ánimo. Es que, en un giro inesperado del destino, como si de un truco de prestidigitación se tratara, de mi futuro había desaparecido la amenaza de una carnicería, para ser sustituida por un seguimiento que, como su propio nombre indica, consiste en seguir con mi enloquecida vida de septuagenario con alma de quinceañero.

Pero, miren por dónde, entre medias de esa ola de euforia y relax, se fue colando insidiosamente otro sentimiento muy diferente, que en ciertos momentos pasó a primer plano. Un sentimiento de indignación. Porque esta historia tiene también otras lecturas colaterales, como mis arterias carótidas. Ese cabreo me ha hecho formular una serie de preguntas a gente que sabe del tema sanitario. Y sus repuestas me han llevado a constatar que, en la privada, los técnicos cobran por el número de pruebas que hagan y los cirujanos por el número de operaciones que practiquen. La sanidad privada es un negocio y de los más lucrativos. Pueden creerme: yo tenía una vaga idea al respecto, pero no lo he entendido en toda su crudeza hasta este episodio, aunque algunos amigos me pregunten si me acabo de caer de un guindo.

Puede decirse que la sanidad es, con la construcción, el mayor negocio legal (obviamente, no compite con los ilegales, como el tráfico de drogas, armas, personas y órganos). Eso explica muchas cosas, como las políticas sanitarias del PP en la Comunidad de Madrid, o la existencia de personajes siniestros como Lamela o Lasquetty. Es que hay mucha gente viviendo de esto. Y, ya en cuanto a mi caso, esto explica también muchas cosas. Por ejemplo, que el cirujano cardiovascular privado me ofreciera operarme antes de mi viaje. Es que parecía que era él y no yo quien tenía más prisa para solucionar el asunto. O la profusión de pruebas que me hacen siempre. Joder, que a mí me han hecho ya seis colonoscopias, capitalizando mis neuras crónicas tras perder al menos a tres parientes directos por cáncer de colon.

Pero es que hasta el tipo del eco-doppler, me prescribe un TAC y va a favor de obra. El del TAC ya le devolverá el favor cuando pueda. Parece que es de dominio público que, en la privada, el porcentaje de partos por cesárea es muy superior que en la pública. En fin, les diré que esta marea de indignación que nubló mi mente y que me impulsó a contarle mi caso a todo el mundo (porque estas cosas se deben saber), fue remitiendo con el paso de las horas. Algunos expertos en el tema, suavizaron mi postura. La sanidad privada no es una sociedad de asesinos, carniceros y aprovechados, sino que cumple una función complementaria de la pública. Lo que pasa es que hay que saber exactamente para qué valen una y otra, para usar ambas con cabeza.

Una amiga me dijo algo que yo creo que es crucial. Un médico de la privada, por mucho que sea tu amigo, y que no tengas ninguna duda de que es una buena persona, un tipo cojonudo, no puede evitar tener en su cabeza el chip de optar por medidas más drásticas y agresivas. Lo da el sistema. Y, si no actúa así, lo acaban echando o se va él asqueado. En cambio el de la pública cobra un sueldo fijo. Y su chip es, por fuerza, más conservador. Lo del porcentaje de cesáreas es de un 25% frente a un 15%, lo que no es tan distinto. Y a mí, el pertenecer a esa compañía, me ha sido de mucha utilidad, han sido siempre muy amables y muy eficientes conmigo, tengo metido en mi tarjeta a mi hijo mayor y la cobertura médica que me ofrecen en viaje es excelente. Pero hay que estar informado y saber para qué sirve cada sistema.

Menuda historia. El jueves estuve de celebración, el viernes me lo pasé en casa súper relajado y básicamente samanthing y ayer sábado puse en orden mi presentación para París y, por primera vez, pude ensayarla un par de veces en inglés. Todo ello inmerso en esa gran sensación de alivio. Les confieso que, aunque no estaba tan preocupado como la gente de mi entorno, no me hacía ni puta gracia que me abrieran el cuello como a un cerdo en el matadero. Lo que pasa es que yo procuro no agobiarme por los temas que dependen de factores aleatorios o externos a mí y que, por tanto, no puedo controlar, por lo que no sirve para nada que me coma el coco con ellos. Pero bien está lo que bien acaba y esa es un poco la moraleja de esta historia. Así que, para los que hayan llegado hasta aquí, les tengo preparado un regalo. Un vídeo reciente y muy cortito de Samantha. Tiene la peculiaridad de que, a media canción, se le rompe la primera cuerda de su Firebird. A ver si logran ver el momento exacto en que sucede. Su reacción: como la mía, seguir tocando a toda pastilla, apoyándose en las cuerdas colaterales. Ella es una profesional y seguro que nadie, entre los espectadores, notó nada raro. Que disfruten ustedes de este domingo casi invernal. Besitos.

jueves, 11 de noviembre de 2021

1.098. Leyendas del rock y del blues

A las puertas de mi anhelado viaje a París, se me juntan en la mente algunos temas relacionados con personajes legendarios del mundo del rock. Les diré que ya tengo más o menos enhebrada una presentación en power point con unas 70 imágenes, que no está nada mal, una colección completada esta misma mañana con algunas fotos que he salido a tomar a determinados puntos de interés de los que voy a hablar. Tal vez en mi próximo post les cuente algo del contenido de mi charla en la Paris-8 Université, para practicar un poco el discurso y ayudarme a memorizarlo. Lo cierto es que tengo ya ganas de viajar un poco fuera de España, porque este foro se está volviendo casi claustrofóbico a fuerza de mirarme yo el ombligo y contarles las minucias cotidianas de mi pequeño mundo alrededor de la plaza de Atocha.

Tengo ya mi equipo de música a todo trapo, salvo un zumbido continuo que emite el ampli y que queda tapado cuando rompe a sonar un disco. Les diré que, entre los vinilos históricos que llevaban sin sonar más de veinte años, he encontrado algunos que están perfectamente y no necesito ni limpiarlos. Cuando vuelva de París, he de hacer una selección y dedicarme a limpiar los que suenen mal, a ver si los recupero. Pero, por ejemplo, el Pin ups (David Bowie, 1973) suena de puta madre. Es este un disco que Bowie hizo con versiones de las canciones que le gustaban más cuando era joven, creo que es el único disco de versiones de toda su extensa carrera. Entre ellas, algunas que mejoraban claramente el original, como esta del Sorrow de los McCoys, un grupo olvidado que apenas tuvo éxito con esta maravilla, que ellos publicaron en el 65. Ya la he traído al blog, pero la repetimos de nuevo. Por cierto, por si no la reconocen, la chica que comparte portada con Bowie es la archifamosa modelo Twiggy.

Bowie se murió en enero de 2016, como se consignó en el blog, va a hacer ya seis años, hay que ver cómo pasa el tiempo. Los músicos legendarios del rock que van quedando mantienen una hiperactividad más o menos como la mía. Por ejemplo, el gran Paul McCartney, que tiene ya nada menos que 79 tacos, en el último año ha sacado dos discos, el primero llamado McCartney III, en diciembre y otro llamado McCartney III Imagined, a mediados de este año, que incluye nuevas versiones de las canciones del anterior cantadas a dúo con diversos artistas como Beck o St. Vincent. Por su parte Mick Jagger y sus dos colegas supervivientes de los Stones continúan con su gira americana en la que están abarrotando los estadios donde tocan y mostrándose en bastante buena forma musical y, en el caso de Jagger, también física.

En el mundo del blues, queda con vida y en perfecta forma el gran Buddy Guy, el bluesman de Chicago que recibió en directo las enseñanzas de Muddy Waters, B.B.King y otros. Buddy Guy tiene ahora mismo 85 años y está también de gira, moderadamente, que a esas edades no se puede apretar el acelerador. Dicen las malas lenguas que se ayuda de vez en cuando con un lingotazo de coñac al final de los conciertos. Buddy Guy tiene nada menos que ocho premios Grammy y, a lo largo de su carrera, se ha permitido incluso componer algunas canciones históricas, como este Skin Deep de toques góspel y letra un poco mística en torno a la igualdad de razas: en lo profundo de nuestras diferentes pieles (skin deep), todos somos exactamente iguales. El vídeo más hermoso de este tema que he encontrado, es el que el propio Guy comandó dentro de la plataforma Playing for Change, con unos cuantos músicos a lo largo y ancho de los USA. Un auténtico himno contra el racismo, que les pido que vean.

Buddy Guy conoce hace muchos años a Samantha Fish, desde que ella acudió a perfeccionar su estilo en la escuela de blues que Guy dirige en Chicago. Por eso, a comienzos de este mes la invitó a hacer de telonera con su banda en dos conciertos y tocar luego un par de canciones juntos. Fueron los días 5 y 6 de noviembre en dos salas de conciertos cercanas, una en las afueras de Boston y otra en el estado de New Hampshire. Samantha tocó primero con su banda 45 minutos a toda pastilla, luego de un descanso de 30 minutos salió Guy con su veterana banda, con la que tocó cerca de una hora. Y al final tocaron juntos. Les voy a documentar con imágenes este acontecimiento, para que vean que no les miento. Vean primero el cartel anunciador del concierto cerca de Boston y luego una instantánea de cada uno de los dos eventos. Buddy Guy tiene una gran colección de camisas de topitos, que le encantan.


Tengo también un vídeo, de esos que toma la gente con un móvil, del encuentro entre estas dos leyendas, una consolidada y otra en ciernes. La imagen no es muy buena, pero el sonido sí y merece la pena comprobar el cariño y el respeto mutuo que se profesan ambos músicos. Guy bromea preguntando al público: ¿creen ustedes que una mujer no puede tocar blues? Pues vean y escuchen. Es un chiste un poco casposo, en medio de una parrafada un poco de abuelo cebolleta, pero se lo podemos perdonar todo, porque es un octogenario con alma de quinceañero como la mía. Si no lo quieren ver entero, pueden cortar cuando quieran, esto ya saben que es así con este blog: nadie está obligado a llevarse coñazos, aquí se viene a disfrutar. Yo lo he visto entero varias veces, pero es que a mí me va mucho todo este rollo y más desde que hago mis pinitos con la guitarra, a la espera de un ampli que me permita introducirme en la eléctrica.

El bueno de Buddy Guy está feliz como una perdiz tocando al lado de una mujer tan joven y tan blanca y se nota en todos sus gestos. Sam se ha ganado con su talento el respeto de todo el mundo del blues. Un universo que, hasta su llegada y la de Larkin Poe y otras chicas, era patrimonio de negros mayores y, en algunos casos, malhumorados y un tanto exclusivistas. Sam, por así decirlo, ha derribado de una patada la puerta de ese mundillo un tanto enclaustrado, haciendo que entre aire fresco. Por cierto, si ustedes se encuentran un día en la tesitura de tener que derribar una puerta cerrada con llave, harán bien de seguir las instrucciones del gráfico que les adjunto. Está en inglés, pero se ve muy bien lo que hay que hacer y lo que no hay que hacer. 

Samantha, ahora mismo, es el rock y yo lo he intuido antes de que lo empiecen a decir en el Icon o en el Babelia de El País. Hace muchos años tuve un pálpito similar con Bruce Springsteen, me compré sus discos tercero y cuarto (los dos primeros no estaban a la venta en España) y empecé a darle la paliza a todos mis amigos, igual que hago ahora con Sam. Y, en eso, se anunció que venía a tocar a Barcelona y yo me cogí el tren del rock (fuerte olor a porro todo el trayecto) para ver en directo al portento. Y me tocó dormir en un sofá de casa de mi amigo Jordi-que-no-se-llama-Jordi. Viajé solo, porque ninguno de mis amigos madrileños de entonces quiso venir conmigo. Me miraban con la típica condescendencia. Hasta que los Diego A. Manrique de turno empezaron a decir que era el más grande, nadie me tomó en serio.

Siempre he tenido la convicción de que ese fue el mejor concierto de rock que he visto jamás. Sucedió el 21 de abril de 1981 en el Palacio Municipal de Deportes de Barcelona y fueron dos horas de rock a toda velocidad. Apenas año y medio antes, El Boss había apabullado a todos sus seguidores con dos conciertos también legendarios en el Madison Squere Garden de Nueva York, dentro del ciclo No Nukes que organizaba el también rockero Jackson Brownie para pedir la desaparición de la energía nuclear. Esos conciertos se filmaron pero nunca han salido a la luz. Hasta ahora. El 19 de noviembre saldrá a la venta en todo el mundo un pack con dos CDs y un DVD de esos conciertos, además de un álbum de fotos inéditas, por el módico precio de 19,90€. Yo estaré por entonces en París, pero ya los tengo encargados.

Como adelanto de este acontecimiento, han salido a la luz dos vídeos de esos conciertos que se han colgado en Youtube. Estos sí que les pido encarecidamente que los vean. Bruce Springsteen en estado puro, a punto de cumplir 30 años. Un grupo de músicos capaz de tocar así durante más d 7the dos horas es algo que pocas veces se ve. Con estos vídeos tal vez entiendan qué fue lo que yo vi en este señor allá por finales de los setenta. Que pasen ustedes un feliz fin de semana a pesar del frío.