viernes, 28 de noviembre de 2014

316. El sueño de la aldea Ding

El sueño de la aldea Ding es un libro extraordinario. No lo digo porque haya sido objeto de análisis en mi club de lectura, que ya he dicho que se llama Billar de Letras (por ejemplo, el que estamos leyendo ahora para la tercera sesión, me está gustando bastante menos). La primera de las sesiones de este club estaba programada para el martes 28 de octubre, pero se aplazó al siguiente martes, 4 de noviembre. Para adaptarme a ello, retrasé mi reciente viaje por Europa, porque no quería perderme la sesión fundacional. Pero, a su vez, ese retraso me impidió estar en la segunda, porque mi viaje todavía no se había terminado. Participé vía Skype desde Rotterdam, y supongo que mis compañeros se sintieron un poco extraños de compartir sus reflexiones con una pantalla de plasma como la de Rajoy. Por cierto, si quieren conectar con la página de Billar de Letras pinchen AQUÍ. No se arrepentirán.

Sentí especialmente no estar presente porque en la sesión participó el editor del libro Darío Ochoa, uno de los socios que, con su esfuerzo incansable, sostienen la empresa Automática Editorial, que publica unos libros de factura cuidada y calidad inusual. Dentro de ese trabajo, Darío es un experto en la China actual, adonde viaja con frecuencia, lo que le ha valido para conocer personalmente al autor del libro Yan Lianke y organizar con él una traducción exquisita que, al parecer, ha satisfecho plenamente al autor, inicialmente reticente por la chapuza que habían hecho los que tradujeron su novela al inglés. Yan Lianke es un personaje ciertamente singular. Nacido en 1958 en la provincia de Henán, se incorporó joven al Ejército Popular de Liberación, que es como se llama el ejército de China, y ha seguido perteneciendo a él hasta 2004. Aquí pueden ver una imagen actual, rodeado de lo que más le gusta: los libros.



En paralelo a sus tareas como militar, Yan Lianke se licenció en Ciencias Políticas y después en Literatura. Desde que dejó el ejército, se dedica en exclusiva a dar clases de literatura en una universidad, y a su tarea de escritor, que inició en 1979. Con esta trayectoria, era previsible que el régimen lo tratase con cuidado y se mostrara orgulloso de su figura, honrándolo con diversos premios nacionales. Pero, como sucede con cualquier escritor que quiera desarrollar su trabajo en libertad en un régimen dictatorial, algunos de sus libros empezaron a resultar incómodos para el poder y a cabrear mucho a los censores. En el primero de ellos, Servir al pueblo, uno de sus protagonistas sólo consigue excitarse haciendo el amor, si su compañera se dedica al mismo tiempo a destrozar con saña algún retrato de Mao. Demasiado para el Partido.

Pero El sueño de la aldea Ding ha sido ya la gota que ha colmado el vaso de la irritación de los dirigentes de su país, hasta el punto de que, casi diez años después de escrito, no ha conseguido que se autorice su publicación en China. Y, también como suele suceder, el libro se ha difundido por todo el mundo con un éxito notable de ventas y unanimidad en la buena valoración de los críticos, hasta el punto de hacerse acreedor al prestigioso Premio Kafka. Es éste un premio que se concede cada año en Praga y que distingue especialmente aquellos libros que contienen valores universales, por lo que pueden ser entendidos por lectores independientemente de su origen, nacionalidad y cultura. El premio se ha otorgado antes a Philip Roth y Murakami, entre otros. Además de la dotación en metálico de diez mil dólares, el ganador se lleva una reproducción del monumento erigido a Kafka en un pequeño parque de Praga. Abajo el monumento y la foto de Yan Lianke recibiendo el premio del año pasado por el libro que comentamos.





La historia que se cuenta en la novela es tremenda. Ocho años después de que los habitantes de la aldea Ding se implicaran en una campaña oficial de venta de sangre, para la creación de un banco nacional con reservas suficientes para las necesidades médicas de un estado gigantesco cuyas leyes prohíben la importación de sangre del extranjero, muchos de los que en su día participaron en ese programa empiezan a sentir fiebres y a ponerse muy enfermos. Nadie les informa ni les cuenta qué les está pasando, son gente ignorante del campo y ni siquiera relacionan sus fiebres con la vieja campaña de donación de sangre. Pero lo que tienen estas pobres gentes es SIDA, una enfermedad entonces letal e incurable.

El narrador es un niño que cuenta los hechos con la sencillez y la mirada limpia propia de su edad, y los personajes centrales son su padre y su abuelo, que representan, digamos, el bien y el mal. El padre es un personaje que se ha enriquecido haciendo de intermediario en el negocio de la sangre, en el que a los campesinos les pagaban una parte mínima. Y, cuando se desata la epidemia, monta un negocio de venta de ataúdes. Se trata de un personaje que encierra en su forma de actuar una cruel metáfora de los nuevos chinos, esos que se han embarcado alegremente en la creación del llamado capitalismo de estado. Su falta de valores es total, algo frecuente en la China posterior a la desastrosa Revolución Cultural, que arrasó con todo el acervo cultural y moral de la China milenaria.

En contraposición, el abuelo representa la supervivencia de esos valores éticos en el medio rural. El abuelo no ha participado en la venta de sangre y ahora es el personaje que se desplaza a la ciudad para buscar información sobre la enfermedad de la fiebre y regresa sabiendo el alcance del problema. A partir de ahí se dedica a ayudar a los afectados, reuniéndolos en la escuela del pueblo para evitar nuevos contagios. Allí surgirán toda clase de historias y nuevas relaciones entre ellos. El abuelo es una especie de referencia ética y representa a un mundo casi extinguido, arrasado por la ambición y la vorágine de los nuevos tiempos. Él se ha mantenido incólume por su edad y por su cultura, puesto que conoce todas las obras tradicionales de la literatura china, que cita con frecuencia en sus intervenciones.
  
Todo el libro es una lucha desesperada entre el abuelo y el mundo que representa y, por el otro lado, ese nuevo mundo basado en la codicia y la ausencia de valores, que lleva al grupo humano a su destrucción. La crítica al sistema es brutal, aunque ni una sola vez se cita al Partido ni al régimen. Hay un delegado de zona que ha de convencer a los campesinos para que donen sangre, y que si no consigue la cantidad de litros que le han asignado, será cesado y sustituido por otro más atrevido. Los de la aldea Ding no quieren dar sangre al principio, pero les organizan un viaje en autobús a otra aldea en la que todos han donado ya, han recibido mucho dinero y se han construido casas lujosas. Después de ese viaje, todo el mundo se apunta al momio, pero el único que se enriquece de verdad es el padre del narrador.

La metáfora puede alcanzar perfectamente a nuestra sociedad (piensen en las preferentes y en los desahucios). Pero lo terrible es que no se trata de una historia inventada. Parece que en la provincia de Henan se organizó de verdad un programa de creación de un banco de sangre, que participaron en él cuatro millones de campesinos y que en torno a la mitad enfermaron de SIDA. El régimen tapó ese escándalo con un manto de opacidad, para que no se conociera, y los afectados no fueron ni siquiera informados de lo que les pasaba.

Varias ONGs se dedicaron a informar y apoyar a los enfermos y Yan Lianke, que es originario de Henan, participó activamente en estas campañas. En su desesperación, alguno de los afectados viajó a Pekín y se dedicó a amenazar a los viajeros del Metro con jeringuillas, para denunciar su situación de desamparo. La mejor prueba de que la historia es cierta es el hecho de que el libro (escrito en 2005) continúe prohibido en China. Como han visto, a Yan Lianke le siguen permitiendo su actividad lectiva, porque la Junta de Rectores de su universidad le apoya. Pero esa junta puede cambiar cualquier día. También le dejan salir al extranjero a recibir premios (el Kafka no es el único que ha ganado) o participar en congresos y ferias literarias. Pero su futuro no parece muy halagüeño. Siempre le quedaría el exilio. Pero está firmemente decidido a quedarse en China, pase lo que pase. Él es chino, ama a su país y no quiere abandonarlo. Está dispuesto a sufrir en silencio lo que tenga que sufrir.

Con lo que les he contado, tal vez piensen que el libro es terrible y deprimente. Pues todo lo contrario. Es un canto a la vida. El relato de los hechos que atañen a los habitantes de la aldea Ding se contrapone todo el tiempo con las descripciones del entorno, de una belleza extraordinaria. Casi se siente como despuntan los tallos de los cereales a la salida del sol. La narración, desde el punto de vista de un niño, es estremecedora por su sencillez y naturalidad. El libro es de lectura muy grata, trufado de humor y de entereza en la desgracia. Uno se identifica rápidamente con la figura del abuelo, un personaje con el que es fácil conectar. En el club de lectura, alguien dijo que en China nunca había habido novela, que son maestros de la poesía y las únicas narraciones que tenían eran las de relatos épicos, también llenos de poesía. Todo esto se respira en este libro maravilloso.

Me queda solamente recomendarles su lectura. Es una de las mejores novelas que he leído en años. 
   

viernes, 21 de noviembre de 2014

315. TD#17. Para completar el lote

Cuando empecé esta aventura, me propuse hacer un viaje literario paralelo, a modo de ejercicio, escribiendo un post por cada día de mi periplo por las ciudades del norte de Europa. Me hice el firme propósito de cumplir puntualmente con mi compromiso, pero no se lo dije a nadie, para no asustar a mis lectores. Este de hoy es el último de mis textos, el que completa el lote prometido. Así que no necesitaré una torna, como los que condenaron a Heinz Chez, para completar el lote de la ejecución de Puig Antich; supongo que conocen la famosa obra de Els Joglars al respecto. Es curioso: Boadella era un verdadero ídolo en Cataluña en esos años, cuando se dedicaba a criticar al único poder que existía entonces, el de Madrid. Luego, vino la descentralización (por cierto, para calmar el anhelo de los catalanes) y Boadella siguió haciendo lo que había hecho toda la vida: criticar al poder. Pero esto ya no les hace gracia a los catalanes, escolti, tú, que una cosa es el poder de Madrid y otra el de nosaltres.

Me levanto a la hora prevista. Abrazo a mis anfitriones que se marchan rápido, desayuno, me lavo los dientes y me ducho. Desde mi ventanal, parece que el cielo va a estar despejado. Pero abajo hay una niebla muy espesa. A las 8.05 estoy en la parada del tranvía 3 y, mucho antes de las 8.30, la hora fijada, en el andén 14 de la Gare du Midí. Pero el tren no viene. Hay allí un montón de gentes con maletones como el mío. Por megafonía anuncian que, a causa de la niebla, la circulación de trenes con origen en Bruselas está notamment perturbée. Miramos un tablero. El tren al aeropuerto tiene 10 minutos de retraso. Pasan los 10 minutos y, entonces, ponen que el retraso es de 20. Luego, de 35. Y, a continuación, que el tren ha sido suprimido.

Poco después se anuncia que hay otro tren al aeropuerto en la vía 19. Carreras a toda leche a las escaleras mecánicas para subir al hall y luego bajar a la vía 19. Todo ello, arrastrando los maletones. Allí la gente se arremolina delante de otro tablero. Yo ya paso de mirar, pero un rato después escucho un Ah, merde generalizado. ¿Qué pasa? Nada, que ahora hay que ir a la vía 17. Nuevas carreras. Llegamos por los pelos a un tren que tiene prisa por irse (no es de extrañar). Que tiene prisa, he dicho. No mucha, al parecer, puesto que avanza chafando huevos y para en Bruselas Central, Bruselas Congres y Bruselas Nord. Joder, si han anulado un tren al aeropuerto, digo yo que el siguiente debería ser exprés. Los bolos, bolos hasta el final.

En la Gare du Nord se suben cientos de personas con maletas gigantescas. No cabemos en los vagones. El pasillo está completamente petao. ¿Recuerdan que les dije que, en todos mis trayectos en tren por tierras belgas, no me había pedido el billete un solo revisor? Pues aquí ha tenido que aparecer el primero. Y, como se imaginan, le cuesta un montón avanzar entre la masa. Luego me dirán que exagero con los belgas. Cuando ha llegado a mi altura, le he pasado el ticket del diábolo. Lo ha mirado por arriba y por abajo y luego, poniendo cara de Sherlock Holmes en el momento de pillar a un bandido, me ha dicho: Señor, esto es un complemento de algo que usted no tiene… ¿Cómo que no? –le he contestado.  Y, con gesto de mago profesional, he sacado el Global Pass y he añadido: Le voilà. Lo he hecho adrede, para fastidiar a este bolo.

Hemos llegado al aeropuerto con 40 minutos de retraso. El tren llega a la planta -1 y hay que subir por unas escaleras mecánicas hasta la 3, la última, en donde está Departures. Allí mismo están los mostradores. He buscado el de Air Europa y, por fín, he soltado el maletón, a cambio de una tarjeta de embarque con una pegatina detrás, garantía del equipaje facturado. ¡Qué alivio! Pero los bolos no descansan nunca. Desde el final de la planta tercera, donde están estos mostradores, hay que irse al otro extremo y bajar a la planta cero para pasar la seguridad. Y luego volver por otro camino larguísimo hasta la planta 3, donde están las puertas de embarque al lado de los mostradores del principio. Por cierto que, al pasar el ordenador por el aparato de rayos X, se ha encendido solo: ahora entiendo lo que sucedió en el viaje de ida.

En la puerta A-44 (la que indica la tarjeta), hay mucha gente ya, se escucha a españoles y a mexicanos (el vuelo es a medias con Air México). Ya estoy tranquilo y me voy a tomar un zumo de naranja natural en un puesto que he visto de camino. De vuelta, paso por los aseos. Todos los cagaderos están ocupados, así que entro en el de minusválidos. Está hecho una porquería, como si lo hubiera usado un minusválido mental y perdón por el chiste. Me he pasado diez minutos limpiando todo con trozos de papel. Sólo cuando ha estado impoluto, me he sentado a usarlo. Allí en el trono he pensado una cosa: ¿no será esto mío una forma benigna de TOC (trastorno obsesivo compulsivo). Ahí queda dicho.

Vuelvo a la A-44 y observo que parece haber bastante menos gente. Pongo mensajitos con el móvil, me doy otra vuelta y regreso. Ahora ya no hay casi nadie. Sólo quedamos yo y una pareja que se está dando un lote monumental. La chica está a horcajadas sobre el chico sentado y, literalmente, se lo está comiendo. De vez en cuando, la chica se levanta a descansar y se da aire con las amplias solapas de su chaquetilla. Qué calentón. Me acerco a un tablero y confirmo lo que me imaginaba. El vuelo a Madrid está retrasado y ha cambiado a la puerta A-48. Seguramente lo han dicho por megafonía, pero yo no me he enterado. A lo mejor estaba en el baño. Los del lote, que tienen un aire más mexicano que español, tampoco se han enterado. En la A-48 están ya los demás pasajeros. El vuelo se retrasa, porque el que viene de Madrid ha tenido problemas con la niebla. Es algo normal, la niebla es algo serio en un aeropuerto, pienso que quizá no tanto en los trenes. Pero el vuelo de Madrid ya está allí, se ve el avión desde donde estamos. Le están enchufando el finger por el que habremos de subir nosotros.

Un poco después, salen por el pasillo unos cuantos tipos corriendo a toda velocidad. Son los que tienen que hacer un transfer y pueden perderlo con el retraso. Luego viene la gente normal, caminando a buen paso. Después de un lapsus, sale un abuelo renqueante, al que sólo le falta gritar: no corráis, que es peor. Otro lapsus, y entonces aparece una chica con aires de modelo, encaramada en unos zapatos de tacón tan grande, que ha de andar medio de costado, a pasitos cortos. Pero no es la última: otro lapsus más y sale una pareja de aire relajado, los dos con los mofletes arrebolados. Y yo he pensado: ¿se estarían también dando el lote?

Hay una niebla del carajo, pero salimos. Nos piden disculpas en español y nos aclaran que la niebla es un fenómeno muy puntual sobre Bruselas, que en cuanto la atravesemos el vuelo irá como la seda y que en Madrid la temperatura es de 18 grados. ¡Qué delicia! Bien, el vuelo ha ido efectivamente como la seda. He pillado el inMundo y me enterado del despido definitivo de Pedrojota y de su posterior querella contra el diario. Luego he hecho el sudoku difícil. El día era despejado. He mirado por la ventana y he visto una línea de playa a nuestra derecha, en paralelo a la dirección del vuelo. Estábamos sin duda en el sur de Francia. Entonces he pensado que podía ponerme a escribir con el ordenador. He empezado mi post TD#16 y he escrito, más o menos, la mitad.

Y eso que estaba un poco incómodo, porque los pasajeros de delante tenían sus asientos bajados hasta el máximo. Un rato después, he sentido curiosidad por ver qué cara tenía esta gente que iba tan repantigada. ¿Y saben quiénes eran? Sí señor, han acertado: los del lote, que seguían a los suyo, la chica esta vez debajo del maromo. He pensado dos cosas. Una: ¡¡Lo que tienen que aguantar las mujeres!! Otra: esta gente, como lleguen a un hotel y se alojen en una planta muy alta, no llegan arriba. Con la urgencia que tienen, el mismo ascensor les vale para completar el lote. Ya aterrizados, se han puesto de pie, pero enseguida han dicho: bah, hay que esperar todavía un buen rato. Entonces se han sentado y han seguido dale que te pego. Se lo juro, yo no me invento estas historias, si yo tuviera imaginación para inventarme cosas como esta, ya sería un escritor de éxito.

En fin, estoy en mi casa. He escrito este último post y medio, mientras comía algo que me he cocinado rápidamente y mi lavadora hacía dos coladas que voy a colgar ahora mismo. A las 8 he quedado en la puerta del Teatro María Guerrero. Como ven, todo encajado, todo como un reloj. A pesar de los bolos. Durante unos días no voy a escribir prácticamente nada. Si tienen síndrome de abstinencia, repasen los posts anteriores. Y sean felices. No hay más que proponerse un plan y luchar por cumplirlo. Les aseguro que funciona.
   

314. TD#16. Reflexiones desde una terraza sobre los techos de Bruselas

Hoy no hay mucho que contar, así que voy a aprovechar para ir resumiendo mis conclusiones. Esta mañana he tenido un despertar placentero, en mi cuarto de la Avenida Winston Churchil. Mis anfitriones ya se habían ido, cuando el gato Gustavo ha empujado la puerta, se ha subido a la cama y ha empezado a hacer marramiaus junto a mi oreja, acompañados de restregones de cogote en mi nariz. Me he duchado, he desayunado algo y he bajado a la calle. Con el tram 3 me he acercado a la Gare du Midi. Quería confirmar el horario de mañana del tren del aeropuerto. Mi vuelo es a las 11.05, así que tengo que estar en el aeropuerto a las 9. Me dicen que hay un tren cojonudo a las 8.30, pero que tengo que pagar el suplemento Diábolo. He comprado el suplemento por 5€. Igual que a la ida. Mi cuenta final de transporte será de 521€, contando vuelos y trenes. No está mal. Sin imprevistos, hubieran sido 505€.

Salgo andando de la estación y he de preguntar a unos paseantes por dónde se va a la Porte de Hal. Me lo indican, llego a este antiguo bastión reconstruido de las murallas de Bruselas y ya estoy orientado. Tomo la rue Haute, subo en el ascensor panorámico hasta la explanada del Ministerio de Justicia y camino hacia la Coline des Arts. Me cruzo con mogollón de estudiantes con batas de médico pintarrajeadas y gorros de antroido o de Papá Noel. Parecen dirigirse felices a algún festejo callejero o celebración colectiva. La policía impide pasar a los coches a una zona de la que sube una música discotequera a buen volumen. La fiesta debe de ser ahí.

Mi objetivo es visitar el Museo de Instrumentos Musicales, al que el año pasado no llegué por cinco minutos. Entro y, con el ticket, me dan una audioguía con auriculares. La amable abuela belga me dice que no se me ocurra tocar ningún botón, que la lleve colgada al cuello y me limite a ponerme sobre unas marcas que hay en el suelo. Así escucharé las melodías que corresponden al instrumento que estoy viendo. Y digo yo: ¿entonces, por qué el aparato está lleno de botones que no sirven para nada? No lo sé. Cosas de belgas. Otra cosa de belgas, la señora me ha preguntado en qué idioma quería la audioguía. He pedido español. No hay, sólo inglés, francés y flamenco. Entonces la he pedido en francés. Pero lo curioso es que por los auriculares sólo te llega música. Ni una frase. Lo dicho: cosas de belgas.

El museo es precioso. Hay fliscornos británicos, cornamusas bretonas, friscalettos sicilianos, acordeones rumanos, gaitas primitivas de cuero reseco de becerro sin forrar, charamitas valencianas, fagots austriacos y lo que se quieran imaginar. Frente al bandoneón te suena por la audioguía una pieza preciosa de Ástor Piazzola. En otro punto escuchas una banda completa de jenízaros turcos. Ante una especie de dulzaina de Matamorosa, Cantabria, suenan unas jotillas obscenas que son la leche. La más suave dice: “Ha pasado tu novia, le he visto el culo, no he visto chimenea, que eche más humo, que eche más humo, niña, que eche más humo, etc.” En fin, bombardas, ocarinas gigantes, trompetas y címbalos, percusiones africanas, clavecines, también llamados calvincémbalos en italiano y harpsichords en inglés. En el piso de arriba, una exposición temporal de saxos preciosa.

El restaurante del museo está en la décima planta y Teresa me ha dicho que tiene una de las vistas más bonitas de Bruselas. Así que he decidido subir y comerme un filetazo con patatas y ensalada, a modo de despedida de este viaje que se acaba. He conseguido una mesa al lado de un ventanal, y he contemplado a mis pies los tejados del centro de esta gran ciudad. Algún comentarista me ha recriminado mis críticas genéricas a los belgas. Hombre, son un poco especiales. Cuando todos sus vecinos hacen chistes de belgas, por algo será. Pero, por encima de mi ojeriza a estos bolos, está mi admiración por las ciudades grandes y los ambientes urbanos. Bruselas es una ciudad magnífica, y lo mismo Antwerpe, que conozco muy superficialmente, de los tres días que duró el congreso en el que participé hace unos años.

Cuando salí de viaje, hablé de respirar aire limpio, de salir de la cloaca patria. He encontrado Europa bien, con problemas como nosotros, pero peleando. Es mucha casualidad que en 17 días me toquen un día de huelga general del transporte en Bélgica, una huelga salvaje de cinco días de los maquinistas alemanes y el hecho insólito de que el sistema de ferrocarriles belga se colapse por un tipo que se ha tirado a las vías al paso del tren. Son demasiadas incidencias. Creo que podemos decir que la cloaca es general. Que nosotros no estamos peor que otros (salvo en las cifras del paro y el escándalo de la corrupción generalizada). Alemania y Holanda son potentes y están tirando del carro. Nos quejamos de la Merkel, pero, si un día ganase en Alemania un partido antieuropeo, íbamos a saber lo que es bueno.

La situación del mundo occidental es preocupante y no se va a arreglar hasta que los políticos recuperen el poder que han perdido en beneficio de las grandes multinacionales. Los poderes económicos, sin una adecuada reglamentación, son muy peligrosos, como dice hace años Karl Popper, entre otros. Ya demostraron su peligro en el crash del 29. Entonces la sociedad civil, encabezada por políticos valientes, tomó el mando y puso unas reglas. La existencia de esas reglas provocó la salida de la crisis (no fue la Guerra Mundial, como sostienen algunos) y generó la mayor época de prosperidad de la historia. Nunca el mundo había avanzado tanto, a caballo de los adelantos tecnológicos. Nunca tanta gente había vivido tan bien (ya sé que hay mucha desigualdad, que existe África y la violencia machista y muchas otras lacras). La cosa iba tirando, el mundo del Este se vino abajo incapaz de seguir el ritmo de la carrera. Y, entonces, llegaron Reagan y Tachter y empezaron a desregular. En nuestra casa, el del bigote se apuntó eufórico al desmantele del tinglado.

Y el resultado es el que tenemos aquí y ahora. Hasta Obama parece cada vez más acojonado. Ahora mismo, las grandes empresas campan por sus respetos y, sin una regulación adecuada, esto es la ley de la jungla. Hasta que lleguen unos políticos que metan en vereda ese despiporre, no saldremos del hoyo colectivo. ¿Son Podemos los que le pondrán el cascabel al gato a nivel nacional? Por mi parte, mientras no se desmarquen del rollo chavista no cuentan con mi voto, y creo que no ganarán, que los españoles somos muy listos. Y, como ya he dicho, tampoco me gusta el nombre que se han puesto. Ahora dicen que van a organizar un sindicato que se va a llamar Somos. Después de leer la encendida elegía de Monedero a Chaves, publicada hace unos días por El País, uno se malicia que este señor es el hortera que se encarga de poner los nombres del movimiento. Esperemos que no tengan que organizar dentro de poco una comisión liquidadora del invento, que se llame La cagamos.

Bien, estas son algunas de mis reflexiones a la carrera, después de visitar sucesivamente Hamburgo, Lübeck, Groningen, Leeuwarden, Ámsterdam, Lille, Utrecht, Rotterdam y Bruselas. Diré que pagué mi filetazo y me dispuse a acercarme a pie a la línea del tram 3. Me infiltré un momento en la fiesta de los estudiantes que era una cosa monstruosa, a base de ingesta masiva de alcohol. Un intermedio entre la fiesta de San Canuto de la Complutense y los macrobotellones de Granada, pero a lo bestia. En un carromato, tres tipos llenaban de cerveza grandes vasos de plástico sin parar. Había chavales tirados por el suelo en aparente coma etílico, niñas vomitando en las esquinas, tipos meando con la polla en la mano a la vista de todos, y un olor general nauseabundo. A distancia prudencial, la policía local, el servicio de limpieza rápida y algunas ambulancias, vigilaban y esperaban pacientemente a que terminara ese desmadre. Me alejé horrorizado de esta Divina Comedia, cuajada de imágenes ciertamente dantescas. Mis reflexiones se hicieron amargas. ¿Qué podemos ofrecer a esta generación nosotros, los de la corrupción y la bajada de pantalones colectiva ante el dios dinero, para que no malgasten su vida en diversiones como esa? Creo que poco.

Caminé hasta la Porte de Hal, cogí el tranvía 3 y llegué a la Avenida Winston Churchil. Había quedado con António para salir a tomar unas cervezas. Me llevó a un bar precioso, donde pude apreciar la cerveza belga de barril, quizá la mejor del mundo. Algo bueno tenían que tener estos bolos. Estuvimos largo rato hablando de nuestras cosas, y de literatura, y de la vida. He decidido dejarle mi ejemplar de El sueño de la aldea Ding. Es un libro muy querido para mí, pero queda en buenas manos. A la vuelta, Teresa nos tenía preparada una sopa de ajo al más puro estilo extremeño, que nos hizo entrar en calor rápido. Y me he acostado tan pronto como ellos. Que mañana he de madrugar para no pasar apuros en mi viaje al aeropuerto.

   

jueves, 20 de noviembre de 2014

313. TD#15. El paraíso de los fenicios del siglo XXI

Hoy, miércoles 19 de noviembre, es el día de Rotterdam en mi viaje. Y mi post tendrá poca letra y mucha imagen. Estuve en esta ciudad por primera vez hace cinco años y medio. Me sorprendió el volumen de su proyecto gallardónico de construir una nueva estación central del ferrocarril, entonces en obras. Hace justo dos años volví por estas fechas, con motivo de que mi hijo Kike estaba por aquí de Erasmus (ver post #26). En ese tiempo, la obra de la estación no se había terminado todavía. Y había un nuevo proyecto espectacular en marcha: el Market Hall, con la firma del equipo MVRDV, los holandeses autores del llamado Edificio Ventana en Sanchinarro, Madrid. La obra estaba por entonces en la fase de excavación de sótanos, pero los paneles con el plano de imagen final que rodeaban el espacio de obra eran impresionantes.

Hoy están terminadas las dos obras, ambas muy recientemente. La Estación Central ya se ha comentado aquí con foto de la inauguración incluida. Mi amiga Hella de Ámsterdam me dijo que la estación estaba bien, pero lo del Market Hall era algo extraordinario, sobrenatural. Se le ponían los ojos en blanco al recordarlo, en el corredor del edificio en obras donde ambos charlábamos al conjuro de sendas copas de vino blanco. Así que este es uno de los motivos (no el único) por los que he incluido Rotterdam, como penúltimo hito de mi viaje. Hoy me he despertado tarde (ayer apagué la luz a las 2) y he estado vagueando en la cama hasta la hora límite. En este hotel se desayuna hasta las 10.30. Casi en el último minuto, he bajado a comerme un poco de tomate y pepino con sal, una loncha de jamón de york, y un café con un croissant. El comedor estaba vacío, en esta ciudad no se trasnocha entre semana.

Ya saben que los de Ámsterdam y los de Rotterdam están picados entre ellos. Los de Rotterdam dicen que Ámsterdam es un cachondeo permanente, que allí nadie pega ni chapa, que están todo el día de juerga y que viven del cuento, de vender aire. En cambio ellos sí que saben lo que es trabajar duro y gracias a ellos, a su industria y a su puerto se sostiene Holanda. Los de Ámsterdam, en cambio, opinan que los de Rotterdam son unos trabajicas, que no saben hacer otra cosa que venga de trabajar y venga de trabajar, que no saben divertirse y que ellos, en cambio, ponen la imaginación y la creatividad que mantienen a Holanda en primera línea. Yo creo que ambas ciudades son interesantes, Ámsterdam más, desde luego.

Esta mañana me he dado una larga vuelta por el puerto de Rotterdam, que es inmenso. No en vano hasta hace poco era el mayor del mundo, ahora lo supera Shanghai. Hacía bastante frío, pero me gusta el ambiente de grúas, containers y gaviotas, el olor a madera y a brea de las grandes instalaciones portuarias. He tomado un café en un bar de marineros, de vuelta al hotel. Necesitaba fijar mi posición para buscar después el Market, porque no tengo mapa de Rotterdam. Desde el hotel he vuelto a coger la Oude Binnenweg y la Lijnbaan a la izquierda. A la altura del Burgher King he doblado a la derecha esta vez, para atravesar el Beurs, un centro comercial en un largo paso subterráneo que va a dar a la gran explanada del Blaack, donde cada sábado se organiza un macro mercadillo en el que mi hijo solía hacer la compra. Allí, a un lado, está esta octava maravilla del mundo. Aquí tienen unas imágenes del exterior del edificio.






Como ven, se trata de un inmueble en forma de arco o túnel, formado por más de doscientas viviendas y apartamentos. El espacio se cierra por los lados con dos grandes paños de cristal. Y abajo se sitúa el que probablemente sea el mercado más  grande del mundo. Como diez veces el de San Miguel. El paraíso de estos nuevos fenicios del Siglo XXI que son los holandeses. Entré y estuve haciendo fotos hasta que la cámara se me quedó sin batería. Luego, hice algunas compras, para llevarle algún regalo a António en Bruselas y también a mi gente de Madrid. El proyecto está financiado en su mayor parte por el Ayuntamiento, que quiere repoblar esta zona del centro fuertemente terciarizada. Aquí una selección de imágenes interiores.











El espacio del mercado estaba lleno, libre del frío del exterior. Todo Rotterdam estaba por allí. En los bajos de la parte edificada se sitúan los bares y restaurantes. Y debajo hay hasta cuatro plantas de parking. Salí de allí, en fin, cargado con diversas bolsas con mis compras y se me ocurrió comprarme una mochila para llevar todo más cómodamente. Encontré una por 10€. Con ella y mi maletín regresé por la Oude Binnenweg, hacia la zona de mi hotel. Encontré un coqueto restaurante con mesas de madera y música a buen volumen. Tenían WiFi y allí estuve haciendo tiempo hasta la hora de irme a la estación. Me comí una ensalada Cesar monumental, con una pinta de cerveza Kornuit, y repetí de pinta mientras contestaba correos y comentarios del blog.

A la hora prevista, pagué, salí haciendo eses, crucé al hotel a por mi maletón y me fui a la Central Station. El tren a Bruselas salía a las cinco de la tarde y tardó exactamente dos horas. Hora y media a Antwerpe y media hora más a la Gare du Midi. El mismo que cogí días atrás sólo hasta a Antwerpe, por consejo del único holandés borde. Si hubiera seguido hasta Bruselas, seguro que había encontrado la forma de llegar a Lille. Pero ese día se conjuraron una serie de circunstancias, para que al final terminase en un taxi de madrugada, con un negro y un borracho. Estaba escrito que tenía que suceder así.

En la Gare du Midi, cogí el tranvía 3 de costumbre, hasta la Avenida de Winston Churchil. António y su familia me esperaban con la cena lista. 

312. TD#14. Una harira en Utrecht

Aunque no lo parezca, este viaje está medido y organizado para optimizar lo más posible el tiempo disponible, sin agobios pero sin tiempos muertos. Prácticamente el único día en que he dejado fluir el tiempo sin una planificación concreta ha sido este domingo pasado, en el que se trataba de estar con mi hijo y descansar de los dos anteriores y agitados días. Todo está encajado con mucho cuidado. A mi hijo sólo lo puedo visitar en fin de semana, porque el resto está muy ocupado, y me dijo que prefería el segundo de los findes del viaje, por cuestión de exámenes. La parte de Hamburgo estaba aquilatada y lo mismo la de Ámsterdam. Aparte los imprevistos, todo ha ido funcionando como un reloj. Pero el reloj tiene un fallo y no me di cuenta hasta anoche. Mi plan era visitar hoy Utrecht, que está a media hora de tren de aquí, y quedarme mañana en Rotterdam, para salir a media tarde hacia Bruselas.

Utrecht es una ciudad que no había visitado nunca y tiene dos puntos fuertes, además del placer de pasear por sus callejas medievales: el Dom, la torre de iglesia más alta de Holanda, y la Casa Rietveld. La Casa Rietveld está considerada como el único edificio construido íntegramente de acuerdo con los principios del movimiento De Stijl, que en los años 20 puso a Holanda a la cabeza de la vanguardia arquitectónica. Gerrit Rietveld, arquitecto nacido en Utrecht, fue uno de los fundadores del movimiento, junto a Theo van Doesburg y el pintor Mondrian. La casa se puede ver por dentro en una visita guiada, y se puede combinar dicha visita con la entrada al Museo de Utrecht. Como están bastante alejados, la entrada incluye una bicicleta para ir de un lado a otro. Como ven, un plan muy atractivo.

Anoche entré en la página del museo para sacarme las entradas y me encontré con que cierra, no sólo los lunes, como muchos museos de Europa, sino también los martes. La cosa tenía dos soluciones alternativas. Una, invertir el programa: dejar el martes para Rotterdam y visitar Utrecht el miércoles. La otra, renunciar a la visita guiada a la Casa Rietveld y verla sólo por fuera. La primera me descabalaba toda mi programación. El martes me sobraría tiempo en Rotterdam y el miércoles me faltaría para hacer el check in en el hotel, ir a Utrecht con el maletón, dejarlo en la consigna de la estación, visitarlo todo a la carrera, volver a Rotterdam (Utrecht está para el otro lado), viajar a Bruselas y seguramente llegar muy tarde a casa de António, algo que me parece muy incorrecto. Ellos tiene su vida de familia y yo no puedo aparecer por su casa a las tantas. Así que decidí mantener el programa-programa-programa, como Julio Anguita, y viajar hoy a Utrecht. Ya tendré otras ocasiones para visitar debidamente la Casa Rietveld.

Esta mañana me he despertado pronto y me he quedado un rato enredando en la cama con el ordenador. He leído la prensa, he revisado el correo y buscado alguna información sobre el movimiento De Stijl. Parece que Gerrit Rietveld se salió del grupo en 1924 y se dedicó a construir vivienda social, de no menos calidad que su producción anterior. Así que, previo té de ginseng rojo coreano por lo que pudiera pasar, he bajado al comedor a comerme el escueto desayuno de este hotel barato y he caminado a la estación para coger el tren de Utrecht de las 11.28, en medio de una niebla espesa, en el típico día plomizo de Rotterdam.

Media hora más tarde y tras hacer parada en Gouda (la ciudad del queso, que los holandeses pronuncian Jauda), estaba en la estación de Utrecht, que es nueva. He salido en perpendicular a través de un centro comercial subterráneo gigantesco, y enseguida he llegado al Dom. Frente a él está la oficina de turismo de Utrecht. Me han explicado que sólo se puede subir a la torre (465 escalones) en visitas concertadas, con un guía. La primera era a las 2 de la tarde. He preguntado por la Casa Rietveld y me han confirmado que hoy está cerrada. ¿Pero se puede ver por fuera? –he preguntado. Sí, pero es muchísimo más interesante por dentro. El chaval está bien instruido por los fenicios holandeses: la visita al interior de la casa cuesta 13€ y verla por fuera es gratis.

Tenía tiempo de dar una vuelta por la ciudad medieval. Me he comprado un plano en un kiosco y he seguido el lateral de un canal precioso, con locales a ras de agua y mucho arbolado, plátanos centenarios, chopos, sauces llorones y de los otros (los optimistas). Hay mucha gente, en bicicleta y a pie, esta es una ciudad universitaria y predomina el personal muy joven. He llegado al Museo de Utrecht y he visto las bicicletas. Y he decidido acercarme a pie a la Casa Rietveld. Para ello he tenido que caminar un buen rato, por calles de empedrado cuidado, parquecitos y puentes sobre los canales. La casa es una preciosidad, un maravilloso juguete. Abajo les pongo algunas fotos. En algún momento le plantificaron delante una autovía elevada y he oído que Rietveld se pilló un cabreo sordo y casi la quería demoler. Le calmaron y la rehabilitaron como museo. Ahora se enseña a los turistas por 13€.





De vuelta por un camino distinto, estaba a la puerta del Dom a las 2 en punto. Somos un grupo de 20 personas a los que se nos conmina a dejar bolsos y maletines en unas taquillas. El guía pregunta cuántos no saben holandés y levantamos la mano la mitad. Luego nos dará explicaciones sucesivas en holandés e inglés, mucho más largas las del idioma vernáculo. El inglés es una lengua más sintética, pero yo creo que este cabrón cuenta muchas más cosas en holandés. Teniendo en cuenta que todos los holandeses entienden el inglés perfectamente, este sesgo nacionalista hace la visita más tediosa. Los 465 escalones se hacen por partes, para visitar las diferentes estancias. El campanario muestra unas campanas gigantescas, la mayor de 8 toneladas, que sólo se hacen sonar en fechas señaladas, para lo que se necesitan 25 personas con fuerza y maña. Más arriba hay un carillón mecánico que suena cada 15 minutos.

La torre está separada del resto de la gran iglesia por una amplia plaza y su historia es curiosa, con paralelismos con la de la catedral de Lille. Parece que el obispo local quiso hacer una iglesia con una torre casi tan extraordinaria como la de Babel, dedicada a San Martín de Tours, el que partió su capa para darle la mitad a un mendigo. Empezaron por hacer la parte del altar mayor, la más urgente para poder celebrar las misas y demás ceremonias. Pero el obispo estaba empecinado en construir ya la torre más alta de Holanda y se pusieron a ello, aunque no había continuidad entre ambas partes del edificio. Por último, unieron las dos partes construidas, pero parece que se habían gastado mucho dinero en la torre y tuvieron que empezar a hacer economías. En la zona central ahorraron en materiales y no hicieron bien los arbotantes y demás piezas portantes. Resultado: cuando unos años después un tornado azotó la ciudad de Utrecht, la zona central de la iglesia se vino abajo. El resto resistió. Lo que vino después se lo imaginan: la cosa se vio como un castigo divino y ya nunca se unieron ambas partes. Ahora, en la plaza, unas losas recuerdan la posición de los pilares de la zona destruida. La visita culmina arriba de todo, donde corre una rasca importante. Las vistas son espectaculares aunque el día no está muy despejado. Le he pedido a una chica que me hiciera una foto y aquí tienen el resultado. Es lo que hay. La cosa no da para más.


Abajo he recuperado mi maletín y me he puesto a callejear por la zona más antigua de la ciudad, llena de tiendas y actividad. En estos lugares tan fríos, la gente sale a la calle como los caracoles, para aprovechar las escasas horas de luz. He empezado a tener un poco de hambre y he entrado en uno de esos lugares medio vegetarianos, en los que sirven sopas calientes, tés y poco más (no hay cerveza ni nada con alcohol). He preguntado qué sopas había: de tomate, de calabaza y marroquian harira. ¡Marroquian harira! ¿It’s true? Yes, but is very spicy. He pedido probarla y me han dado un dedalito. Estaba deliciosa. La harira es la sopa que toman los marroquíes en las noches del ramadán, tras el ayuno de todo el día, y tiene verduritas y garbanzos. Me han puesto un cuenco cumplido y a mitad de ingesta ya estaba sudando, especialmente por la parte del cuero cabelludo.
    
Tras la experiencia mística de tomarme una harira en Utrecht, he seguido callejeando por el animado centro medieval de esta bonita ciudad. Bajo uno de los puentes sobre los canales, un saxofonista veterano tocaba el Take five de Dave Brubeck y la música rebotaba en la bóveda de ladrillo y parecía subir en volutas hacia el cielo plomizo, por entre las terrazas y los tenderetes de venta de todo tipo de productos. ¿Cómo dicen? ¿Qué no conocen el Take five de Dave Brubeck? ¡¡Huy qué lagunas que me tienen!! Bueeeeeno, aquí se lo pongo. Ya verán como lo han oído cien veces por los parques y las calles de cualquier ciudad.


Cuando ha caído el sol, he caminado hasta la estación y cogido el tren de vuelta. En Rotterdam he subido al hotel y me  he puesto con el post #TD13, pero no he podido escribir mucho. A las 8 tenía mi segunda sesión del Club de Lectura, en la que he participado a través de Skype. Analizábamos El sueño de la aldea Ding, con presencia del editor del libro en España. Ya les contaré otro día de esta sesión. Aunque terminaba a las 10 de la noche, yo he pedido despedirme a las 9.30, para poder llegar al Get Back a comerme unos tagliatelle al salmón, antes de que cerraran la cocina. La verdad es que tenía bastante hambre, a pesar de la harira.

Luego, la conjunción del té de ginseng rojo coreano, con el hecho de que hacía una noche mejor que la de ayer (el suelo no estaba mojado), me han impulsado a dar un paseo nocturno, en busca de alguna zona animada. La he encontrado en la Witte-de-Withstraat, una calle llena de restaurantes baratos, pizzerías, kebabs y falafels. Pululaba por allí la fauna interracial previsible, en los turbios negocios de la noche. He pensado entrar en alguno de los antros a tomarme una segunda pinta, pero en realidad no me apetecía. El objetivo de mi salida era caminar como un stranger in the night. A la vuelta, he terminado el post #TD13. Con el ginseng rojo coreano, todo es posible. Eran cerca de las 2 de la mañana cuando he apagado la luz.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

311. TD#13. Desandando el camino como Pulgarcito

Era Pulgarcito el que echaba miguitas de pan para acordarse del camino de vuelta, ¿no? Esta mañana me he despertado pronto en mi hotel de Lille y me he puesto tranquilamente a escribir el post #11. Estaba acabando cuando ha llamado Lucas. Quería quedar conmigo a las 10.30, aprovechando un hueco entre clases (por cierto, había recuperado su ropa de la lavandería). Llamé a la recepción a ver si me dejaban quedarme en la habitación hasta la una. Me dijeron que la hora límite de dejar el cuarto eran las 11.30. Tenía que darme prisa. Acabé el post a la carrera, lo subí al blog, me duché, hice las maletas y me planté en la recepción. El tipo se sorprendió al verme: no había querido meterme tanta prisa. Le aclaré que tenía un rendez-vous a las 10.30 y que tenía que hacer antes el check in. Pagué, le dejé el maletón en custodia y salí. Todavía me dio tiempo de comprar un cruasán en la panadería, comérmelo con un café-créme en la hamburguesería de enfrente y llegar al Metro de Rihour antes que mi hijo.

Lucas me traía el jersey que le dejé ayer en una bolsa de plástico y llevaba el otro abrigo que tiene, más fino y que cala con la lluvia. Hemos ido a las Galerías Lafayette y hemos recorrido toda la planta de caballeros, sin encontrar un abrigo de su gusto. En un mes vuelve a Madrid por Navidad y espera encontrar uno como el robado. Después hemos ido a la Apple Store, a comprar un cargador de Ipad para mí. El que tenía lo dejé olvidado en el hotel de Ámsterdam (ya ven que yo también soy un despistado). He acompañado a Lucas a comerse un bocata gigante. Yo no quería comer aun y me he pedido un eau petillant, o sea un agua con gas. Nos hemos dado un abrazo y se ha ido corriendo a sus clases. He vuelto al hotel, he recuperado mi maleta y me he encaminado a la estación de Lille-Flandres.

Ayer me informaron en la estación que, para ir a Rotterdam, tenía que cambiar de tren en Anvers. Recordé entonces que, durante mi epopeya del viernes, la francesa cabreada que luego nos dejó tirados hablaba todo el rato del tren de Anvers. Decía que los trenes que llegaban a Lille eran los que venían de Anvers y el último ya había pasado, así que íbamos de culo. Pensé que Anvers sería alguna estación importante en la Bélgica profunda, del tipo Venta de Baños, donde se cruzaban todas las rutas. Hoy he llegado a la estación, he preguntado en que vía salía el tren de Anvers y me lo ha indicado una señorita, que ha especificado que no es directo, que tengo que cambiar en Courtrai. He subido al tren con cierta prevención. No me hace ninguna gracia atravesar otra vez la tierra de los bolos y no estaré tranquilo hasta verme en Holanda. En los carteles indican que el tren a Courtrai hace una sola parada intermedia en Mouscron.

A los diez minutos de salir, el tren para en Moeskroen/Mouscron. Lo ponen en flamenco y en francés. Me he acordado de las carreras al taxi, del borracho y de la señora que tiene el número de la centralita de taxis, sólo que en Francia en vez de en Bégica. Nada más arrancar el tren de nuevo, un señor mayor, de mofletes colorados y gorro de lana azul oscuro que va plácidamente dormido frente a mí, se despierta sobresaltado, se pone de pie y empieza a gritar: ¡¡Qué pasa!! ¿Es que no para en Mouscron? Le decimos que ha parado un buen rato. Su respuesta ha sido el equivalente en francés de Me cago en la puta. Se ha vuelto a sentar y a los cinco minutos estaba dormido otra vez. Los bolos no descansan nunca de su bolez, como ven.

Llegando a la estación final, lo he despertado, para que no se le pase el tren de vuelta a Mouscron. He bajado al andén y he mirado los carteles de la estación. Aquí ya no hay letreros en francés y estamos en Kortrijk. Donde conocí al negro Emmanuel. Hombre, Courtrai puede sonar parecido, pero no estaba seguro de que fuera el mismo lugar. Por cierto, en esta estación perdida en el tiempo y el espacio, no hay carteles anunciadores de adónde va cada tren. Hay un único convoy por allí preparado, además del que me ha traído hasta allí, pero no pone en ningún lado adónde va. Una especie de interventora grandota con chaleco reflectante fuma junto a una portezuela del tren, charlando con un señor bajito. Me acerco y muy educadamente le pregunto en francés si este es el tren para Anvers. Me lanza una mirada bovina desde arriba perdonándome la vida y se limita a cabecear una vez, como asintiendo, y a señalarme la puerta con la mano en la que sostiene el pitillo.

Luego pensarán que les tengo manía a los belgas, pero las cosas han sido así. Hemos empezado a pasar por estaciones cuyos nombres me sonaban vagamente, hasta que de pronto, por la megafonía han anunciado que entrábamos en la estación de Gante. Estábamos repitiendo la ruta de la noche maldita. ¿Adónde me estaban llevando estos bolos? En Gante sube y baja mucha gente. Sólo queda un chaval, como de 20 años. Con cierta ansiedad, le pregunto en francés si este es el tren que va a Anvers. No entiende nada. Entonces le digo: do you speak English? Dice que sí y le repito la pregunta: ¿es este el tren que va a Anvers? Sin rastro de ironía me contesta: no, señor, este es el tren que va a Antwerpe. En ese momento lo he comprendido todo. Anvers y Antwerpe son la misma ciudad: Amberes, dicho en cristiano.

Es cierto lo que me habían dicho: los flamencos se niegan a entender el francés y los valones hacen lo mismo con el flamenco. Todos son igual de bolos. Esto explica también la reacción de la giganta interventora en el andén de Kortrijk, o Courtrai. Y, digámoslo ya: sí señor, les tengo mucha manía a los belgas. Estos gilipollas son los responsables de la desaparición de la Gran Holanda, la que derrotó a Napoleón en Waterloo, codo con codo con ingleses y alemanes. Poco después, se les metió en la cabeza que Bélgica no era Holanda y que Ámsterdam les robaba (¿a que les suena?). Y ejercieron el derecho a decidir, jaleados por Inglaterra, Alemania y la renacida Francia, todos felices de debilitar a un competidor. Y el Gran Duque de Luxemburgo, aprovechó el arreón para independizarse también, creando las bases para que su reino enano se convirtiera en un futuro paraíso fiscal. Flamencos y valones cayeron en esa gilipollez porque compartían una seña de identidad: la religión católica, frente a los calvinistas de Holanda. Y total para qué: pues para dividirse enseguida en dos comunidades irreconciliables y empezar a pelear entre ellos, a mostrarse el culo y a negarse a compartir nada con el otro.

Hala, ya está dicho. En la monumental estación de Antwerpe ya me siento a salvo, total está pegada a Holanda. Se habrán dado cuenta de que hoy he desandado mi camino del viernes, como Pulgarcito. Que sólo hay una línea entre Ámsterdam y Lille, la que pasa por Rotterdam, Antwerpe, Gante, Kortrijk y Mouscron. Eso hace todavía más ininteligible lo que sucedió en la noche del viernes, a partir del suicidio de un tipo en alguna remota estación de la red belga. Ni el maquinista alemán en huelga más malintencionado, maquiavélico y sofisticado hubiera podido imaginar un plan como ese de ir avanzando de a poquitos por la única ruta existente, para al final dejarnos tirados a diez minutos de tren de nuestro destino.



Como ven en esta imagen, la estación de Antwerpe tiene un punto Blade Runner, los trenes entran por tres alturas diferentes y hacer un cambio de tren es a veces largo y penoso, sobre todo arrastrando una maleta pesada. No obstante, alcanzo mi andén con quince minutos de adelanto. No he comido y por allí lo único que hay es una maquinita que vende chocolatinas. Puedo subir al nivel donde están los bares y chiringuitos, pero me arriesgo a perder el tren y yo quiero volver a Holanda cuanto antes. Así que me saco de la máquina un Mars y me lo como tranquilamente. Luego veo un carrito con el rótulo Café Einstein y pienso que puede ser un buen augurio. Pero le pregunto al negro que lo regenta si tienen decaf-coffee y me responde I’m affraid not.

Poco después estoy subido en el tren de Rotterdam, a punto de terminarme El sueño de la aldea Ding. No sé si me creerán pero, en todos mis recorridos por tierras belgas, no me ha pedido el billete un solo revisor. Aquí aparece uno enseguida, amable y animoso como buen holandés. Me dice que, cuando vuelva a España, tengo que llevar el Global Pass a una oficina de ADIF, y que están obligados a reembolsarme un 20% de su coste. Si lo sabré yo –añade alborozado. De momento, mi cuenta se mantiene en 516€.


Y aquí tienen una imagen del día en que se inauguró la nueva estación Rotterdam Central. Por fin se han terminado las obras y el resultado es espectacular. Con mi maleta a rastras, he salido por la Kruisplein adelante, hasta buscar la Westersingel. El hotel Emma, en el que estuve alojado hace dos años, hace casi esquina con esta calle. Me he registrado, he descansado un poco y luego he escrito y subido mi post #TD12, con lo que, al escribir hoy dos, he recuperado el ritmo de los primeros días. A las 21.00 he salido a cenar (sólo llevaba al cuerpo un café, un cruasán y un Mars). No he caído en que esto no es Ámsterdam, que aquí la gente trabaja y en la noche del lunes no hay ni Dios por la calle ni un solo restaurante abierto. En la Oude Binnenweg estaba todo cerrado. He doblado a la izquierda por la Lijnbaan, llena de tiendas y grandes almacenes. Todo cerrado, menos el Macdonalds y el Burgher King. Me estaba muriendo de hambre y he estado a un tris de entrar en alguno de estos lugares, pero he pensado: ¿cómo cuento en el blog que vine hasta Rotterdam para acabar en un Macdonalds?

Así que he seguido buscando y he encontrado la recompensa: en la Staduisplein, la plaza del Ayuntamiento, hay un grupo de restaurantes de aire hawaiano, con antorchas de fuego real, lámparas rojas, tumbonas y mantas para los clientes de las terrazas. En el primero había un estrado con un grupo de rock en directo. Me he decantado por el segundo, que se llama Get Back, y he acertado. Me he comido una especie de sirloin más pequeño que el de Ámsterdam, acompañado con un salteado de verduritas al wok con salsa al pesto, que se me caían las lágrimas del gusto. Y un bol de patatas fritas con ketchup. He comido en la parte de adentro, que estaba más calentita, porque en esta ciudad hay una humedad y un relente que se te mete en los huesos y produce una sensación de frío como el de Hamburgo. El empedrado de las calles está completamente mojado, excepto bajo los aleros. En el Get Back la cocina se cierra a las diez. Así que he llegado por los pelos. Luego, a recogerme al hotel, que no está el tiempo para más alegrías.


lunes, 17 de noviembre de 2014

310. TD#12. Domingo de resaca

Anoche me quedé dormido finalmente a eso de las 6 de la mañana y he amanecido en torno a las 10.00, cuando han empezado a sonar las campanas de la catedral de Lille, seguramente llamando a misa, pero con un toque que más parecía llamada a rebato. Duchado y vestido, he salido a la calle. Los domingos en las ciudades francesas está casi todo cerrado, pero he encontrado un bar de hamburguesas abierto. He preguntado si tenían cruasanes y me han dicho que no. ¿Y dónde me puedo conseguir uno? Pues justo enfrente tiene usted una panadería estupenda. He cruzado, he comprado dos y he vuelto a cruzar a la hamburguesería para que me pusieran un café-crème. Ya saben que si piden un café au lait, les pondrán uno enano, una especie de cortado. Y si quieren un americano han de decir un elongé.

He dado un paseo hasta la puerta de la estación Lille-Flandre. Hasta ahora me he movido por la ciudad guiado por mi hijo y necesito fijar la ruta en mi memoria, para poder orientarme solo. Luego he vuelto al hotel y, apenas había empezado a escribir mi post TD#10, me ha llamado Lucas. Habíamos quedado en dar una vuelta de domingo, bien por un parque, bien por un mercadillo, al estilo del Rastro. Ocupaciones domingueras típicas. Pero con las vicisitudes de anoche, pues no esperaba que me llamara tan pronto (las 11.30). Dice que está en el mercadillo de Wazzemes, el más popular de Lille. Lo busco en Internet, me aprendo la ruta y me voy hasta allí. Lucas estaba en alguna terraza con sus amigos pero, con la ayuda de los móviles, nos hemos encontrado. El hombre va con su jersey finito de ayer.

Respecto al robo de su abrigo, anoche pensé que era un descuidado, pero hoy me lo ha contado. Estaban todos los amigos, que son muchos, en un antro donde unos cenaron y otros tomaron cervezas. Dejaron todos sus abrigos en un montón. Cuando se fueron a ir, los recogieron y faltaban el suyo y el de una chica. Es una faena que le puede pasar a cualquier joven. Cuando yo tenía su edad, también íbamos a sitios donde no había perchero, y dejábamos las chamarras igual, en un montón. Anoche se cogió un cabreo sordo, que todavía le dura (cuando se acuerda), porque le tenía mucho cariño a ese abrigo, que se compró cuando se marchaba a Nancy, consciente de que se mudaba a un lugar mucho más frío que Madrid. Es un abrigo así como de montaña, que no cala y está muy bien para ir en bicicleta y que te caiga un chaparrón.

En fin, estas son piedras en el camino que hay que superar, le digo. Si te mosqueas y te rayas y te cabreas como una mona, sólo consigues que la piedra en el camino se convierta en piedra en el zapato. Anoche, para colmo, en el abrigo llevaba, entre otras pertenencias, la tarjeta de la universidad, que le permite acceder al edificio de su residencia. Conserva la llave de su cuarto pero, para entrar, ha de avisar a algún compañero que le abra la puerta de fuera. Así que anoche no volvió a la residencia, porque no eran horas para despertar a nadie, y se quedó a dormir en casa de alguno de sus colegas que viven en el centro. Calculo que habrá dormido en algún sofá, y por eso se ha despertado tan pronto. En fin, hemos enredado un ratito, y luego me ha llevado a un puesto donde me he comido una especie de pita libanesa cuadrada, con una pasta de espinacas y queso, que hacían sobre la marcha unas señoras gordas con velo.

Lucas no había desayunado, tenía un paquete de galletas Príncipe, de mantequilla con un poco de chocolate, y unas uvas que ha comprado en el mercadillo. Hemos ido a una terraza de la zona y allí él se ha pedido un café caliente y yo una cerveza. Lo he visto frente a mí cogerse los brazos medio entelerido. Si tuviera una espada, como San Martín de Tours, hubiera partido mi chamarra en dos, para darle la mitad. Como no tengo espada, se la he pasado entera y le ha venido muy bien. Lo he visto tan guapo con mi chamarra, que le he hecho una foto. Abajo tienen el resultado. No me digan que no está guapo.


Luego, hemos caminado al hotel y repetido la jugada de ayer: bien calentitos, yo he terminado mi post TD#10, y él se ha echado una siesta reparadora. Estaba tan destemplado (a pesar de que le he dejado mi chamarra todo el camino de vuelta), que se ha metido debajo del edredón, vestido como estaba. Luego por la noche, le he dejado uno de mis jerseys más gordos, que se ha puesto sobre el suyo, y hemos salido otra vez a la calle, para cenar pronto, porque él tiene que recuperar su horario normal y mañana ir a clase. La ciudad estaba bastante desangelada, como todas las ciudades en domingo por la noche, y hemos dado una vuelta en busca de alguno de los restaurantes que él conoce, pero estaban todos cerrados. Al final hemos entrado en uno ecológico, donde nos hemos obsequiado unas quiches y unas tartines muy ricas, regadas con sidra de Bretaña.

Desde allí hemos vuelto al hotel, porque Lucas tenía que recoger su bolsa de compras de H&M, sus uvas y alguna cosa más. Y, aunque era tarde y estaba muy cansado, he salido para acompañarle hasta el Metro Rihour. Poco ha faltado para que me acompañara otra vez, él a mí, de vuelta al hotel. Las despedidas no nos gustan a ninguno, y esto es en parte una despedida, aunque nos veremos mañana por la mañana. En el hotel, he esperado su llamada. Sigue sin poder entrar en la lavandería, donde está toda su ropa. Y, después de lo del abrigo, le ha entrado la neura de a ver si le han robado también la ropa. La cerradura está inutilizada y puede que su ropa haya volado. La solución mañana. Con tantas tensiones, me he tomado un somnífero, para regularizar yo también mis horarios. No soportaría otra noche en blanco.

Hablando de somníferos y, dado que este post se queda un poco corto, les voy a detallar la farmacia ambulante con la que viajo, síntoma inequívoco de vejez. Resulta que, poco antes de salir de viaje, tuve un episodio de gastroenteritis fuerte. Ya saben que, en la gastroscopia que me hicieron junto con la última colonoscopia, me dijeron que tenía gastritis crónica inactiva. Pues se conoce que se activó y el exceso de ácidos gástricos me arrasó la parte intestinal. Así que he viajado con los siguientes medicamentos:

1.- Pancreoflat, para facilitar la digestión en comidas especialmente pesadas.
2.- Almax, para la acidez a posteriori.
3.- Fortasek, para el desarreglo intestinal agudo (es como un tapón en el culo)
4.- Ultra-levura, para la reconstrucción de la flora y fauna intestinal
5.- Aerored, para lo que ustedes saben y de lo que ya no se habla en el blog.
6.- (Dejando ya el digestivo) Espidifén, para dolores de todo tipo
7.- Omeprazol para prevenir efectos secundarios del Espidifén en el aparato digestivo
8.- Crestor.10, para el colesterol
9.- Mis píldoras de colágeno y magnesio de la doctora Lajusticia
10.- Dormidina, como somnífero (me basta con media)
11.- Arkovox pulverizador, para irritaciones de garganta
12.- Mis bolsitas de té de ginseng rojo coreano                                                    

Por si les resulta de interés la información. Ya ven que me cuido. Esto lo estoy escribiendo por la tarde en mi hotel de Rotterdam, penúltima estación del viaje. Con este post he recuperado la rutina de escribir cada día el resumen de la jornada anterior. Mañana les cuento lo que vengo a hacer en Rotterdam. Duerman bien. Un momento. ¿Cómo dicen? No, no. El aerored no es para el nacionalismo. Para curar esa dolencia, la mejor receta es viajar y mirar hacia fuera.

309. TD#11. Día y noche en Lille

Hoy sábado me he levantado tarde. El hotel es bueno, pero lo he cogido sin desayuno, porque eran 13€ adicionales y en las ciudades francesas hay mucha oferta de bares y cafeterías pour le p`tit-dej. Enseguida he encontrado uno con los cruasanes habituales. Está lloviendo y llevo mi paraguas. Echo a andar al azar y veo una especie de puerta de muralla. Sé que hay una Citadelle amurallada y supongo que es esa. En las esquinas más próximas hay dos putas estratégicamente situadas bajo la lluvia. Cruzo la puerta y me encuentro fuera de la ciudad, como en una carretera de salida. Está claro que esto no es la Citadelle, sino una especie de entrada de las viejas murallas. Vuelvo sobre mis pasos.

Una de las putas está negociando con un cliente. Un tipo normal, como cualquier visitante de los que vienen a la Gerencia de Urbanismo a hablarme de un solar que quieren desarrollar. Parece que han atado el precio, porque se van juntos hacia un lado, bajo la lluvia pertinaz. Esto sucede un sábado a las 10.30 de la mañana y pienso que nunca entenderé la complejidad de la mente humana. ¿Qué le habrá dicho este señor a su señora para largarse un rato en sábado por la mañana? ¿Qué tenía que terminar su trabajo de la semana? La chica no es especialmente guapa. ¿Merecen la pena el dinero, el riesgo de te vea un conocido y todos los demás inconvenientes potenciales? ¿A cambio de unos segundos de éxtasis? No estoy hablando de criterios morales, que también habría que considerar; no soy quién para hablar de temas éticos o de conducta. Me refiero sólo a los aspectos prácticos. Ahí lo dejo.

Vuelvo al hotel a lavarme los dientes y empiezo a escribir el post TD#9, hasta que me llama Lucas. Ya se ha levantado y viene a por mí para enseñarme un poco la ciudad. Me cuenta que anoche, mientras me esperaba, bajó a la lavandería y lavó toda su ropa. La acababa de meter en la secadora, cuando yo le llamé y le dije que estábamos ya en el Metro. La dejó allí y, cuando volvió luego a las 4 de la mañana, la puerta estaba atrancada y no pudo entrar. Esta mañana lo ha intentado con el conserje y no han podido. Así que no tiene apenas ropa hasta el lunes. Le ofrezco ir a un H&M a comprar calzoncillos y calcetines, a cambio de la firme promesa de tirar los más viejos que tenga. Antes de eso, tenemos una amplia visita turística por la ciudad. Lucas no controla Lille tanto como Nancy el año pasado, porque allí vivía en el centro y era una ciudad más pequeña. Aquí está a 10 kilómetros.

Hace unos 15 años estuve por aquí en un congreso y ya entonces vendían que Lille-Metropol era la tercera mayor aglomeración urbana de Francia, sólo por detrás de París y Marsella. Es decir, que esta área metropolitana es mayor que las de Lyon o Burdeos, por ejemplo. El sistema de Metro que tienen es espectacular y con una velocidad mareante, más cuando sabes que los trenes van sin conductor. En muchos tramos el Metro va elevado, como el de Ámsterdam. O sea que más que un subway es un upway, y perdón por el chiste malo. El centro de Lille es muy grande y bonito, todo él empedrado con grandes piezas muy desgastadas, fatales para las maletas con ruedas. Hay unas cuantas plazas centrales en donde se sitúan los edificios principales; la Cámara de Comercio, la Ópera, la Prefectura, la antigua Bolsa.

La Catedral tiene una historia curiosa. Empezada en 1850, Notre Dame de la Treille, que es como se llama, se empezó a construir por la parte del altar mayor, con todo lujo de decoraciones neogóticas, y unas vidrieras fastuosas. En algún momento que no he podido precisar, el Estado francés se declaró laico y dejó de pagar a la Iglesia para obras de este tipo. En París les pilló con la catedral terminada, pero aquí estaban a la mitad y empezaron a hacer economías. Es curioso caminar por el interior y observar cómo las vidrieras empiezan a perder color y calidad, cómo los pilares son cada vez de decoración más escueta. En un momento dado, se tomó la decisión de no seguir, se abandonó el proyecto de construir las dos enormes torres delanteras y se cerró lo construido de cualquier manera. La portada era tan fea, que hace unos veinte años la demolieron y le pusieron otra un poco mejor, pero también bastante fea en mi opinión. Dice Lucas que esta portada lleva la firma de un arquitecto de prestigio, pero no he podido constatar el dato. En una capilla hay una maqueta del proyecto original, con las torres nunca construidas.

Desde allí hemos ido a visitar la Citadelle (la de verdad). Curiosamente, en el centro de la antigua fortaleza está el Cuartel General de la OTAN, al que no se puede acceder. Según se ve en los mapas, tiene la forma de un inmenso pentágono, desde donde se deben de tomar grandes decisiones que afectan decisivamente a nuestras vidas, ya seamos españoles o ucranianos. Así que la visita se limita aquí a ver las murallas y la corona de parque que hay entre éstas y el cuartel, donde hay hasta un zoológico gratuito. Esto es algo bastante inaudito. ¿Se imaginan un enorme cuartel internacional en el medio del Retiro? En fin, hemos hecho nuestras compras en H&M, hemos dado otro paseo por el centro urbano y nos hemos subido al hotel a echar la siesta. Bueno, Lucas se ha echado la siesta a mi lado. Yo, mientras, he terminado mi post y lo he subido al Blog.

Por la noche hemos salido otra vez, para la marcha del Saturday night. Hemos cenado unas tartes flambées en un restaurante alsaciano. Son una especie de pizzas muy finitas y crujientes, que están muy buenas. Luego, Lucas ha contactado con sus abundantes amigos y amigas y les he acompañado a ver un concierto de rock. Era en un bar bastante pequeño, en el que se pagaba la voluntad en la puerta y te ponían una pulserita para entrar y salir cuando quisieras. El lugar estaba de bote en bote. El grupo hacía un funk ortodoxo de los 70 y eran bastante simpáticos y animados. Incluía guitarra, bajo, batería y teclados, arropando a una potente sección de vientos, formada por un saxo y un trombón de varas de los de verdad. La música me recordó a la de la primera película de Shaft. Es curioso, pero creo haberla visto mucho tiempo después, comprobando que, tanto los atuendos, como los peinados y los propios diálogos estaban absolutamente demodés. Pero la música permanecía vigente.

Los músicos bromeaban con frases bilingües como esta: ¡¡Maybe there is somebody who don’t speak french, but c’est pas grave!! Lucas estaba preocupado de que yo estuviera incómodo en aquel antro en el que nos apretábamos como sardinas en lata, pero le he dicho que en mis tiempos era igual y, encima, la gente fumaba sin parar. Los que hemos sobrevivido a aquellos tiempos somos indestructibles. Lucas y dos amigos me han acompañado hasta el hotel (yo no hubiera sabido llegar) y luego se han ido a continuar su noche de farra. Me he acostado enseguida y he caído como un tronco.

A las 3 y pico de la mañana me ha entrado un mensaje de Lucas. Le habían robado el abrigo. He pensado que era una putada tremenda, con lo contento que lo había dejado yo. En fin estas cosas pasan y hay que levantar la cabeza. Por pensar en algo positivo, mejor que le haya pasado eso estando yo por aquí. Así le podré echar una mano para comprarse otro. Después de la mala noticia ya no he podido dormir más. Cosas de la vida.

domingo, 16 de noviembre de 2014

308. TD#10. El único holandés borde y la tierra de bolos

Hoy el día ha tenido dos mitades bien diferentes, a las que responden las dos partes del título. Pero no adelantemos. Me he despertado pronto, he abierto las cortinas para ver amanecer otra vez en un despejado Ámsterdam, he terminado mi post TD#8 y he bajado a desayunar casi a las 10. Como se imaginarán, estaba aun más abarrotado que ayer. La gente apura hasta el último minuto. He recogido mis cosas, he hecho el check in y he salido caminando a la Central Station, para dejar allí mi maleta y poder darme una última vuelta por la ciudad. En la estación he descubierto que la consigna vale aquí más: 5,10€. ¡Mira que son fenicios estos holandeses!

Libre del maletón, me he dirigido a información de Internacionales. Allí he dado con el único tío borde que he conocido en toda Holanda. Cierto que soy un poco ansioso, que a veces doy un exceso de información de forma un poco torrencial, que interrumpo al que me habla, que eso me trae problemas, por ejemplo, con los tartamudos (cuando empiezan a decir car-car-car, les completo la palabra: CARNE, lo que me ha costado hasta una bronca: ¡¡Jo-jo-joder, lo te-te-tenía que decir yo!!). Pero no es menos cierto que un tipo al que ponen en un servicio de información debe tener más paciencia. En la prehistoria de la Gerencia de Urbanismo de Madrid, en una remodelación de los servicios que dirigió el ínclito Espelosín, los tres mudos que había en la plantilla fueron reubicados en el Departamento de Información Pública, todo un símbolo de la calidad de dicha remodelación. Para informar al público, no sé si es peor un mudo o un cabreado. Juzguen ustedes mismos. La conversación (en inglés) fue la siguiente.

Buenos días. Buenos días, verá, tengo un Interrail Global Pass (se lo muestro) y quiero ir esta noche a Lille. Muy bien, enseguida le busco la mejor combinación (se pone a teclear en el ordenador). Supongo que tendré que pasar por Bruselas… (Interrumpe sus movimientos de manera ostentosa y con irritación) Pero, vamos a ver, ¿usted quiere ir a Lille, o también quiere ir a Bruselas? No, no, disculpe, yo voy a Lille, lo que pasa es que, como Bruselas está al lado… Señor, si usted quiere ir a Lille, yo le busco la mejor forma, para que no tenga que pagar ningún suplemento, puesto que ya ha pagado usted el Global Pass; pero para eso tiene que dejarme trabajar y no interrumpirme. (Es inaudito, pienso, pero no quiero pendencias) OK, disculpe, búsqueme la mejor oferta. (Vuelve a teclear y me propongo firmemente no decir nada más. Pero entonces recuerdo que no le he dado un dato clave) Perdone, si es posible, que sea por la tarde. (Nueva interrupción brusca de lo que está haciendo, resoplido irritado y mirada al mundo, para que el mundo vea lo que tiene que aguantar con un tipo como yo) A ver, señor, le estoy buscando la combinación mejor. Déjeme terminar y luego vemos si es por la tarde. Vale, vale. (Al fin me saca un trayecto en tres tramos, con salida de Ámsterdam a las 17.10. Me lo imprime. Ya tengo lo que quería, así que le doy un poco por culo a este tío borde). Muchas gracias, señor, que tenga usted un buen día… si es que eso es posible (lo último se lo digo con sarcasmo, levantándome de la silla. Cuando estoy llegando a la puerta me grita). Seguro que voy a tener un buen día. (Al salir, vuelvo la cabeza y le retruco.) Yo no estoy tan seguro. (No oigo ya lo que me dice).

Con mi maletín salgo a dar mi último paseo por esta ciudad alucinante, procurando olvidarme del amargado que me ha atendido. Salgo esta vez hacia la izquierda, para ver el edificio De Waag, clave en todas las ciudades holandesas, lógicamente más grande el de Ámsterdam. En la Waterlooplein hay un mercadillo rockero muy extenso, donde venden toda clase de objetos de merchandising de los grupos, nuevos y viejos. Tras curiosear un rato, sigo en paralelo a uno de los canales circulares hasta llegar a la explanada del Rukin. Allí al lado está la Koningsplein, así que recupero mi ruta habitual hasta la Leidseplein. La pista de hielo ya está montada, pero aun no se abre al público. Entro al bar del Hotel Americain a tomarme un café. Ayer me quedé con ganas de entrar, porque es muy bonito, de un art deco muy delicado.

Recuerdo entonces que el año pasado se me quedó pendiente visitar la Westerkerk y el Museo-Casa de Anna Frank. Camino hasta allí, pero el resultado es el mismo: la Westerkerk está cerrada por obras hasta el 28, y para entrar a la casa de Anna Frank hay una cola que da la vuelta a la manzana. Así que sigo adelante, hasta el final del Prisengracht canal. Allí paso por debajo de la autopista y el tren y llego a la Ciudad de la Justicia (las fotos que he colgado en mi anterior post están tomadas en ese momento). Desde allí vuelvo al centro. Tengo tiempo de comerme un panini de salmón por la calle y luego entro en un bar de canuteros a tomarme una pinta de cerveza. Me ofrecen un shot gratis con la pinta, pero declino la invitación. No se refiere a una calada de los canutos que se está fumando por allí todo el mundo, sino a un dedalito de algún schnapps o similar. Según un letrero, en la casa hay tres tipos de shots: el drop-shot, el knockout y el B-52. En fin, salgo flotando del bar en el que he ejercido de fumador pasivo, cruzo a la estación, recupero la maleta y bajo al andén.

A continuación paso plácidamente leyendo y dormitando los dos primeros tramos del viaje: Ámsterdam-Rotterdam y Rotterdam-Antwerpe. Pero en Antwerpe, capital de los flamencos, las cosas se tuercen de pronto. El tren que tenía que hacer el trayecto Antwerpe-Lille no está en la vía. Los pasajeros potenciales estamos despistados. En los tableros, sólo en flamenco, pone que el tren está anschunchin o algo parecido, pero no sabemos si eso significa retrasado o anulado. Hablamos con el proverbial tipo de la gorra roja, que dice que no sabe nada. Le pido su opinión y su consejo y me dice que él, en mi caso, se subiría a un tren que sí está y que va a Ostende. Ese tren pasa por Gante y allí, con suerte, a lo mejor puedo coger otro a Lille. Eso es lo que hacemos unos cuantos, pero el tren no sale hasta 40 minutos más tarde.

Llamo a Lucas para contarle. Me dice que no me preocupe, que él me viene a esperar a la hora que sea. El tren va lleno de gente muy fea, y entonces me doy cuenta de que ya no estoy en mi adorada Holanda, sino en Bélgica, la tierra de los tipos más bolos del planeta. Ya saben también que, tanto los franceses, como los holandeses hacen chistes de belgas, iguales que los nuestros de Lepe. Me acuerdo del borde holandés y me cago en todos sus muertos: el tren que me ha traído aquí desde Rotterdam, seguía a Bruselas, y es muy posible que, desde allí pudiera haber cogido uno a Lille que está al lado. Quizá  pagando un suplemento de 5€. Por el túnel. Las circunstancias y la fatalidad se han conjurado para que yo esté ahora en un tren de tercera, camino a ninguna parte y rodeado de campesinos paletos y feos. Ahora que lo pienso, el tipo de la estación de Ámsterdam a lo mejor era belga.

Tras un trayecto interminable, lleno de paradas en las que suben y bajan multitudes de gente de los pueblos, llegamos a Gante. Allí la situación se repite. No hay ningún tren a Lille. Lo mejor que podemos hacer es coger uno que va a Kortrijk y, desde Kortrijk, ya se verá. No hay Internet y no tengo ni idea de adónde me está llevando la situación. Hasta aquí venía con tres rumanas que se van a quedar en Kortrijk y una francesa que va a Lille y está de los nervios. Dice que tiene un hijo de 4 años, que ella no puede estar así a esta hora, con esa incertidumbre, y que todas las semanas pasa algo en estos trenes locales. Por fin me entero de lo que ha pasado: un tipo se ha suicidado tirándose a las vías en alguna estación belga. Y eso ha hecho colapsar el sistema, porque hay que esperar a que venga el juez y autorice a levantar el cadáver, luego limpiar el lugar y que empiece a circular el tren de marras y luego los otros. Ahora díganme: ¿creen que exagero cuando digo que los belgas son los más bolos de Europa?

En Kortrijk la situación es clónica. Otro tipo de gorro rojo confirma que no habrá tren a Lille esta noche. Que está por venir uno que tal vez llegue a Moeskroen, y que allí nos las arreglemos como podamos. Estamos la francesa cabreada y yo y, un poco más allá, un negro que no entiende ni palabra de francés. Le traduzco y me dice que él va a Eurotéléport. Ni puta idea de qué es eso. Lucas me dice por teléfono que Kortrijk está bastante cerca y que la estación de Moeskroen está a unos 4 kilómetros de la línea de Metro de Lille-Metropol, el área metropolitana de Lille. Parece que por fin llega un tren. Se bajan cientos de gentes con cestas, carritos de niños y grandes pertrechos. El negro ayuda a bajar los bultos más pesados a todo el mundo. Es un tío cojonudo. Pego la hebra con él. Se llama Emmanuel Egbuwalo y es camionero. De Nigeria. Su negocio está allí, pero su mujer está aquí, esperándolo en Eurotéléport. Después de muchas dudas, el tren sale. Dice la chica francesa que en Moeskroen hay taxis, pero que, por llevarte a Lille, cobran un pastal, por lo menos 50€. Pero tal vez pueden acercarnos al Metro, le digo. Son más de las 12.

Emmanuel me dice que tiene que llamar a su mujer, que debe de estar muy preocupada, pero que se ha quedado sin batería. Le presto mi móvil y llama. Su cara se vuelve azúcar. Es un encanto, pero le digo que abrevie, que es un móvil español y que su galantería me va a salir por una pasta. Con esto del móvil ya me lo he ganado y me enseña un montón de fotos de su mujer que lleva en una carpeta, una hermosa nigeriana muy elegante en sus ropas tradicionales. El tren va muy despacio pero tarda apenas veinte minutos. Al llegar a Moeskroen, nada más bajar al andén, la chica echa a correr pasando de nosotros. No tiene equipaje y nosotros sí. Un poco después nos adelantan a la carrera otros dos tipos. Cuando llegamos al único taxi, los tres están subidos, pero hay una fuerte discusión entre todos. Uno de los tipos opta por bajarse. El otro y la chica se van con el taxista. El que se queda es un francés fuerte, bien cargado de alcohol, con un aliento apestoso de borracho. Nos dice que el taxista era un connard y que al hijo de su madre no lo estafa ningún taxista. Faltaría más.

En la pared hay un teléfono de teletaxi. Propongo llamar. Le quito el cero de delante y marco el +33 de Francia. Me contesta una señora que dice que ella no tiene taxis, que eso es un domicilio particular y es muy tarde para andar molestando a la gente en sus casas. Cuelgo y consulto el teléfono que he marcado, lo confronto con el de la pared y es el mismo. Estamos jodidos. Pero ya saben que yo no me vengo abajo tan fácilmente. Vuelvo a llamar. Me deshago en disculpas en francés pero insisto: estamos aquí algunos extranjeros perdidos, porque un tipo se ha suicidado y el sistema entero ha colapsado. Le digo que delante de mí hay un cartel con el número y que yo lo he marcado bien y no entiendo cómo es que me sale su casa. Con mucha calma, la señora me dice que eso me pasa, como a otros tropecientos antes que a mí, porque he puesto el prefijo de Francia y esto es Bélgica, señor mío, y cada poco pasa lo mismo: por hache o por be, el tren falla y los que se quedan colgados la llaman a ella a altas horas de la noche y la despiertan y ella no tiene la culpa de tener el número que tiene.

Bueno, a partir de aquí todo ha ido mejor. Llamé al número correcto. Un taxista en marcha quiso saber cuántos éramos y adónde íbamos. Luego dijo: J’arrive. Cinco minutos después estaba allí. El borracho pide permiso para negociar un precio y que no nos estafen. Emmanuel no las tiene todas consigo e insiste en que él quiere ir Eurotéléport. Le digo que tranquilo, que confíe en mí, que es mi amigo y yo no lo voy a dejar tirado. Pero los de su raza ya han escuchado eso muchas veces y es natural que no se fíe. El borracho nos traslada el acuerdo: 18€ por llevarnos a la estación de Metro más cercana. 6 cada uno. Es perfecto. El taxista lo quiere por adelantado. Se lo damos y, sólo cuando lo ha contado y guardado, se baja a ayudarnos con los bultos. El negro pregunta todavía si vamos a ir a Eurotéléport.

El trayecto es bastante largo, pero al final nos deja en la estación de Metro de Pont de Neuville. El Metro de Lille-Metropol es súper eficiente, va a una velocidad increíble ¡sin conductor! Unas diez paradas después, Emmanuel llega a la estación de Eurotéléport, donde le espera su mujer. Antes nos ha dado tarjetas y unos abrazos de la hostia. No nos va a olvidar nunca y se da puñetazos en el corazón para ratificarlo. A nosotros nos quedan aun otras catorce estaciones hasta la Gare de Flandres. El borracho descubre que me parezco a Einstein y me lo repite unas cien veces, entre risas, con su aliento hediondo. El tren va lleno de chavales que salen de marcha en el Friday Night. Dice el borracho que por qué no nos tomamos unas cervezas él y yo, que sus amigos no se van a creer que estuvo de copas con Einstein. Es un peñazo. Le digo que me espera mi hijo en la estación y que tengo que registrarme en el hotel.

Llegamos a la una y pico y me ahorraré de contarles el autentico vía crucis arrastrando mi maletón por los empedrados de Lille hasta dar con un hotel estupendo, pero que carece de cartel luminoso. Con todas las vicisitudes, no había podido imprimirme un mapa del recorrido de la estación al hotel. Una vez inscrito, Lucas controla un restaurante que no cierra en toda la noche. Se llama La Chicorée y estaba hasta arriba. Allí nos hemos obsequiado con unos merecidos entrecotes, atendidos por un camboyano espídico. Lucas tenía todavía que coger su bicicleta para ir a su residencia universitaria, a 10 kilómetros del centro. Me he acostado a las cuatro de la mañana.