lunes, 3 de diciembre de 2012

50. El virus IV. ¡Y dale con el nacionalismo!

Algunos de los colaboradores de mi equipo me advierten de que me estoy poniendo pesado con este tema y que tendría que ir abreviando. Vale, pero antes quiero aclarar unas cuantas cosas al respecto. Mi andanada no estaba específicamente diseñada para sacarla durante las elecciones catalanas. El raca-raca del nacionalismo no es cosa de dos días; es algo continuo. Como ya he dicho, para mí es una tendencia que va a la contra del movimiento de expansión de las culturas, de conocimiento mutuo entre los pueblos, a caballo de Internet y las llamadas redes sociales. Yo espero que pierdan el envite, porque es un fenómeno que me repugna profundamente.

Creo que a lo largo de este Blog ya les he demostrado que me considero ciudadano del mundo, sin dejar a la vez de ser profundamente coruñés. Para mí, el nacionalismo es una ideología de ultraderecha, reaccionaria, que antes o después lleva al fanatismo. Considero a CiU y el PNV como partidos situados a la derecha del PP. Por eso me resulta chocante que otros como ERC o HB, se proclamen de izquierdas. El señor Otegui se siente tan moderno y avanzado ideológicamente, que hasta se pone un pendiente y todo. Pienso que cualquiera que haya profundizado un poco en este tema está más o menos de acuerdo con mis tesis.

Por eso creo que los intelectuales de cualquier zona del mundo amenazada por un movimiento nacionalista, están obligados a denunciarlo con claridad. Y no entiendo que personajes como Manuel Rivas o Bernardo Atxaga, por citar el nombre de dos escritores que admiro mucho, no se pronuncien al respecto de forma rotunda. No hace falta que lleguen a los extremos de un Boadella o un Savater, pero, ¡hombre!, un poquito menos de mamoneo, señores, que ustedes tienen la cultura suficiente para saber lo peligroso que es el nacionalismo.

Como no quiero seguir dando la murga, les remito a un reciente artículo de John Carlin en El País. Por si no lo saben, Carlin es un gran periodista que habla de fútbol y de otras muchas cosas, madrileño de padre inglés, y que vive en Barcelona. O sea, de los míos. Aquí abajo está el link. Estoy totalmente de acuerdo con este artículo y especialmente con las citas de Geoge Orwell que lo encabezan. Por mi parte no hay mucho más que añadir. Tengo pendiente hablarles de lo que sé de Yugoslavia y Sri Lanka, dos lugares en los que el virus terminó en erupciones de una violencia extraordinaria, que causaron decenas de miles de víctimas, pero esto se va a quedar para próximas entradas.  

En realidad, el nacionalismo es una enfermedad que se cura viajando, como decía Pío Baroja. Por eso, entre los batasunos más radicales, en su día se vigilaba que nadie se fuera de vacaciones más allá de los lugares cuyo dominio reivindican: País Vasco Francés, La Rioja, Navarra, Santander, Norte de Burgos. Cuando uno de ellos se iba más lejos, lo ponían en observación: ¡ojo con éste, tú! que se ha ido a Marina D’Or este verano, a ver si es que se está revirando, pues. 

Alguno de mis lectores dice que lo que pasa es que yo no tengo sentimientos de pertenencia, que soy un descastado, que no soy de ninguna parte y que así es muy fácil ser antinacionalista. Falso. Lo que pasa es que mis sentimientos de pertenencia son progresivos y mis señas de identidad relativas, en función del lugar en donde me encuentre. Lo van a entender enseguida.

Yo, cuando estoy en Galicia, me siento coruñés. Como tal, defiendo a muerte al Deportivo, la playa de Riazor, la cerveza La Estrella de Galicia y tantas otras de mis más queridas señas de identidad. Como tal, he ayudado a sostener la pancarta con la que cada año recibimos a la afición del Celta con ocasión del derby, esa que reza “La ciudad de La Coruña saluda al pueblo de Vigo” (ya ven que fina es nuestra ironía). En ese contexto, los de Vigo son mis contrincantes y mis enemigos.

Pero cuando estoy en el resto de España, por ejemplo en Madrid donde vivo, me siento gallego. Aquí, los de Vigo se convierten en mis hermanos, como Paco Couto, uno de los colegas que más aprecio. Y, cada año en la Feria del Libro, me acerco a la caseta en donde Domingo Villar, un vigués universal, firma sus novelas. Y que nadie le falte a mi Galicia, que le meto.

Por la misma lógica, en Europa me siento español. Me ha sucedido encontrarme en lugares lejanos, como Turquía, o Finlandia, y llevarme una alegría enorme al tropezarme con un grupo de andaluces cantando fandanguillos. Y si alguno de ustedes ha visitado lugares tan remotos como Sri Lanka, tal vez me entienda cuando digo que, en ese lejano país, yo me sentía europeo, y me emocionaba encontrarme con los equipos de cooperantes alemanes que desarrollaban allí su trabajo y con los que enseguida establecíamos lazos.

No estoy haciendo una construcción teórica, hablo de sentimientos que he experimentado en la realidad. Y calculo que el día que vengan los marcianos, me sentiré un terrícola de primera. ¿Cómo que no existen los marcianos? ¿Es que no se acuerdan de que los marcianos llegaron aquí hace muchos años? ¡Qué memoria más mala la suya! ¿De verdad que no se acuerdan del ricachá

Tienen razón. Discúlpenme. El tema del que les hablo fue el exitazo del año 1955 en Cuba. La mayoría de ustedes ni siquiera habían nacido. De hecho, el presidente de Cuba era por entonces el dictador Batista. Fidel Castro no tenía barba todavía, pero ya había intentado asaltar el cuartel de Moncada, había estado en la cárcel y, tras su indulto forzado por la presión internacional, vivía en México, donde preparaba el regreso a Cuba en el Granma,aunque iba de vez en cuando a Nueva York, en donde está tomada esta foto. 

Y aquí tienen la canción de que les hablo.

          
Por cosas como éstas, me parece absurdo el nacionalismo, porque ¿dónde poner la frontera? ¿Por qué habría de ser independiente Cataluña y no, por ejemplo Tarragona? ¿Por qué a los vascos y catalanes independentistas les molesta estar integrados en España, y no en Europa? Desde un punto de vista teórico la cosa no se sostiene. Y, desde un punto de vista práctico, en mi opinión, todavía menos.

El nacionalismo es perjudicial para la economía de cualquier zona, porque, cuanto más pequeño es un país, más fácil lo tiene para caer en las garras de las grandes multinacionales. Los poderes económicos transnacionales se frotan las manos cada vez que un estado grande se fragmenta, porque así lo mangonean con más facilidad. Y si, encima, los fragmentos resultantes se lían a gorrazos entre ellos, mejor que mejor, porque entonces entran los vendedores de armas y se forran.

Yo creo que, al final, los estados grandes y poderosos, son los que mejor garantizan los derechos de sus ciudadanos. Independientemente de que se organicen de forma centralista, como Francia, o con una estructura federal, como Alemania o los Estados Unidos. Ésta es mi tesis, y se la explicaré con ejemplos prácticos cuando les hable de Yugoslavia y Sri Lanka, en próximos capítulos de esta serie. 

 

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