sábado, 30 de junio de 2018

749. La Frontera

Me hace gracia la gente que se angustia porque Trump quiere poner un muro en su frontera sur. ¡Pero si el muro existe ya en un tercio de esa frontera! Y fue Bill Clinton el que ordenó su construcción. De los 3.000 kilómetros de frontera, algo más de 1.000 cuentan con su muro, una buena parte de ellos desde Tijuana hacia adentro, y el resto en los entornos de otras ciudades fronterizas. Ese muro no se completó porque se les acabó el dinero y por eso pretende Trump que los mexicanos paguen el resto. Por entre los huecos de esa muralla incompleta entran los emigrantes ilegales, la mayoría de los países de Centroamérica, semiengañados por los llamados coyotes, que a menudo los dejan abandonados en medio del desierto, donde normalmente los atrapa la migra, la temida patrulla fronteriza. Y a todos los que pillan en un buen tramo de frontera hacia dentro, los traen a San Diego, que es donde hay juzgados, para el típico juicio rápido que hemos visto en tantas películas yanquis: entra un juez malhumorado, da un martillazo y todo el mundo ha de pararse (ponerse de pié).

El destino del tipo se decide en unos segundos. Inmediatamente los policías lo trasladan al puesto fronterizo por el que yo crucé a México y lo avientan al otro lado de la línea (es decir, a Tijuana). La mayoría de estos guatemaltecos, salvadoreños y nicaragüenses, no tienen dinero para volver a sus tierras. Y se quedan por allí en shock. Hasta que encuentra algún apoyo, el aventado vaga como alma en pena por el centro de la ciudad. Mi anfitrión en Tijuana, Diego Moreno, me señaló algunos de ellos y me hizo ver la diferencia: –Amigo Emilio, acá no tenemos homeless como en las ciudades gringas. Acá lo que tenemos son recién aventados. No era difícil verles por las calles. Normalmente, al cabo de un tiempo encuentran la solidaridad de algún paisano o alguien caritativo. Poco después los contratan para un trabajo ocasional en condiciones míseras, pero que les permite construirse una chabola por los barrios infectos de la periferia de Tijuana. Cuando yo fui Gerente de Urbanismo de esta ciudad caótica –me dijo Diego–, el tejido urbano crecía a razón de cuatro hectáreas/día. ¿Cómo puedes pretender gobernar eso?

La dupla San Diego-Tijuana no es la única que existe engarzada en la raya de la frontera entre dos mundos. Hacia el interior, encontramos otras. Caléxico-Mexicali, un doble intento de mezclar los toponímicos de California y México. Y luego Nogales/Arizona-Nogales/Sonora. Y, aun más al este El Paso-Ciudad Juárez. En esta última, la separación no es una simple línea: aquí tenemos ya el Río Grande. Todas estas parejas de ciudades corresponden a viejos pasos fronterizos, por los que antiguamente se pasaba con cierta facilidad (no hace mucho, les puse un vídeo de Cantinflas cruzando con un burro).

Pero ahora es algo mucho más difícil, y los que lo intentan se juegan la vida o, en el mejor de los casos, que los devuelvan al otro lado por el procedimiento exprés del juicio rápido. Esta peripecia se ha plasmado en cientos de corridos y canciones populares. Aquí les traigo una bien emblemática: El bracero fracasado. Les pongo un mínimo glosario. Huarache: sandalia endeble de cuero crudo (especie de alpargata). Hilacho: hatillo o mochila que llevan los que cruzan. Algo muy gacho es algo feo, de muy mal rollo. Y ya saben que a los yanquis se les llama gringos, gabachos y güeros (de piel blanca). La versión que les traigo es la de la simpar Lila Downs. Disfrútenla antes de seguir.


San Diego y Tijuana son las dos caras de una misma moneda, el yin y el yang, la virtud y el vicio. San Diego es la ciudad perfecta, ordenada y construida a imagen de Nueva York, con sus calles impolutas, sus policías puntillosos, su tráfico bien regulado, su puerto deportivo lleno de veleros estabulados, su zona militar donde se estaciona la Sexta Flota. Pero uno cruza una simple línea en el territorio y se encuentra al otro lado el colorido, la mugre, los olores, la música, el cáos circulatorio, los grupos ruidosos, la juerga, el alcohol barato y la droga libre. La raya de San Diego-Tijuana es la frontera que registra más movimiento diario de todo el mundo. Porque estos dos universos antagónicos se necesitan entre sí y se complementan. Para salir de USA no hay grandes problemas. Los yanquis pasan a menudo a correrse juergas, a vivir un poco ese mundo más peligroso y excitante, a abastecerse de productos que no pueden conseguir en su tierra. Por ejemplo, hay cientos de farmacias que venden nuevos productos no autorizados por la National Health Association. En el pueblo de Los Algodones, cerca de Mexicali, todos viven del negocio de las farmacias para gringos.

Para pasar a Estados Unidos hay tres caminos en Tijuana. Uno es el paso peatonal. Por él cruzan miles de personas cada día: todos los fontaneros, albañiles, poceros o pintores que trabajan al otro lado. Así como las señoras de la limpieza, las kellys de los hoteles y las que cuidan a ancianos o pasean perros. Cruzan con facilidad mostrando unos permisos sencillos de conseguir, que les obligan a volver cada día. Si alguien se queda a dormir en USA, ya la ha cagado, porque el sistema lo detecta y le revocan el permiso. Los mexicanos llegan a la frontera temprano en sus coches viejos y destartalados, que dejan de cualquier manera en los descampados polvorientos de la zona. Entonces cruzan andando y toman el trolley al otro lado, ya integrados en el mundo inmaculado del norte. Y por la tarde hacen el camino inverso.

El segundo modo para entrar en USA es mediante una green card. Este es un pase que dan a la clase acomodada, que ha de entrar en el país con frecuencia para asuntos de negocios. Te cuesta un tiempo que te la den, te hacen una serie de encuestas y exámenes y averiguan todo sobre ti. Luego, el permiso incluye un distintivo que te pones en tu coche y te permite cruzar por un carril rápido. Tiene una validez de seis meses y es renovable. Diego tiene una de estas. Y queda todavía la tercera forma de cruzar, la de los que intentan entrar en USA como turistas, como falsos turistas o como semilegales. Estos han de hacer una cola monumental. La autovía que viene del sur se abre en un pincel de vías que afronta las 22 casetas fronterizas de la frontera, en donde cada coche es minuciosamente investigado y no pasa hasta que le llegue un conforme vía satélite. Hace diez años, Diego me trajo por esta entrada para que pulsara el ambiente.

Bajo un sol matador, cientos de coches se achicharran en esas 22 hileras durante horas. Y, por en medio de la caravana inmóvil, circula una población flotante variopinta, de peatones que ofrecen sus productos a los automovilistas atrapados. Un tipo se monta una parrilla desmontable con un camping gas y allí mismo te prepara unos tacos o unas quesadillas. Otro con una nevera portátil te ofrece bebidas frescas. Por supuesto hay toda clase de bebidas alcohólicas, como cubatas o whiskys en vaso alto y con hielo. También hay recién aventados que te piden una ayuda, madres mendigas con niños y vendedoras de ramitos de la suerte. Coyotes o ganchos de los coyotes ofrecen sus servicios jurídicos o de asesoría laboral para el otro lado. Médicos reales o falsos te curan toda clase de dolencias o te proponen masajes de hombros. Prostitución de todo tipo: chicas medio desnudas, putos y travestis se te ofrecen para un servicio rápido allí mismo en el coche y a la vista de todos. Predicadores diversos se suben a una caja de madera a proclamar el fin del mundo o decirte que Jesús te ama.

Es una especie de radiografía de nuestro querido y detestado mundo capitalista. Los poderosos y los pobres. El mundo ordenado y esterilizado del norte, frente al cáos del sur. Los mexicanos dicen en broma que los gringos, nada más cruzar al sur, se enferman de diarrea, sólo con respirar el aire polvoriento del otro mundo. Ese mal es conocido como la venganza de Moctezuma, el sarape azteca y otros nombres. Y a ese mundo regresé yo diez años después a ver a mi amigo fronterizo Diego. El viernes 15 de junio amanecí tarde en el cuarto de invitados de su casa. Era el día de la resaca después del sarao de presentación del libro y mi amigo pensaba que nos fuéramos los dos a Ensenada a descansar.

Ensenada, a 200 kms. al sur de Tijuana es la ciudad perfecta mexicana, con su puerto, su universidad y sus calles limpias y arboladas. Una de las ciudades más vibrantes y seguras de todo México, en donde está también la histórica cantina Hussong’s, el bar más antiguo de las dos californias. Ya la había visitado hace diez años, pero esta vez se nos frustró el plan. En primer lugar, estábamos invitados a un desayuno mexicano por algunos amigos de Diego que habían venido a la presentación del libro desde ciudades cercanas. El desayuno mexicano es una auténtica barbaridad dietética, puesto que consiste en huevos con bacon, frijol, tortillas de trigo, verduras diversas, fruta por un tubo y café con leche, todo ello en abundancia. La cita era en uno de los hoteles buenos de Tijuana y acá tienen una foto que nos hicieron los camareros. 


A continuación teníamos un segundo negocio. Yo debía acudir a un cajero del BBVA que ya habíamos localizado, para sacar dinero suelto, porque la página del Banco me avisaba de que prácticamente ya me había gastado todo el crédito mensual de la tarjeta. Nos acercamos y saqué algo de dinero que, por supuesto, me dieron en pesos mexicanos. Una parte del montón de billetes se la di a Diego, como pago por una de sus láminas que me llevaría a España. El resto lo cambiaría a dólares cuando regresara a USA. Entonces, a Diego le vino la idea de enseñarme un poco los barrios más deteriorados de Tijuana, en una visita rápida, mientras me iba comentando algunas de las cosas que he contado en este post. La visita fue interesante para un urbanista como yo, pero nos hizo sufrir unos atascos monumentales y nos llevó a las horas centrales del día con Diego muy cansado de conducir, al que de pronto se le vino encima toda la tensión de los días previos y sus 73 años.

Decidimos entonces no ir a Ensenada. A cambio, acudimos al centro a tomar una cerveza en otro lugar mítico: la cantina Dandy del Sur. Poco después de mi primer viaje a Tijuana, yo me presenté al Premio Encina de Plata de novela corta bajo el seudónimo El Dandy del Sur y me trajo buena suerte. Allí nos tomamos dos cervezas Modelo, viendo la repetición de la primera parte del partido del Mundial España-Portugal, que acababa de terminar. La camarera, que saludó a Diego muy cariñosa, nos sacó de tapa unos tamales caseros recién horneados, para chuparse los dedos. Le pedí a Diego que me hiciera una foto delante de este lugar mítico y acá la tienen.

Culminamos la comida con un ceviche en un chiringuito vecino y nos volvimos a descansar a la casa de Diego. Aquella tarde, tras la siesta, nos dedicamos a ordenar nuestras cosas. Yo elegí la lámina que me iba a llevar y la embalamos cuidadosamente con unos cartones. Diego ordenó sus libros y me hizo entrega de tres de ellos, dedicados con su firma grandilocuente a plumilla. Diego tenía muchas tareas que completar y yo tenía que hacerme las maletas en las que, a pesar de haberme librado de los dos libros enormes de Ramón López Lucio, no me cabían las cosas. Volvimos a cenar unas fresas con leche y nos acostamos. 

Y el sábado 16 me levanté sin prisas con una sensación difusa de irrealidad: ¿cómo era posible que me despertara en Tijuana, México, cuando al día siguiente estaba previsto que llegase a mi casa de Madrid? Ese día hicimos un desayuno madrileño: un café con un bollito. Me despedí de Pachilú y me monté en el coche con Diego. Hicimos una parada para cambiar mis pesos restantes en dólares y luego me acercó todo lo que pudo a la frontera. Nos dimos un abrazo apresurado y me incorporé a la masa de braceros no fracasados que se dirigía como cada día al puesto fronterizo. El tipo de la ventanilla yanqui me hizo unas mínimas preguntas y me franqueó el paso. Al otro lado, la masa se dividía: a unos los estaban esperando con coches, otro tomaban un autobús. Tuve que preguntar por la estación de tranvía San Ysidro Station, pero conseguí encontrarla. Pero tengo pendiente escribir un monográfico sobre los medios de transporte colectivo en esta región del planeta y ya se lo cuento en el siguiente post. Antes de cruzar me hice un selfie junto a la entrada en el paraiso yanqui. Se lo dejo de despedida. 


miércoles, 27 de junio de 2018

748. Un amigo en la raya entre dos mundos

Hace diez años, en 2008, había visitado a mi amigo Diego Moreno y había conocido esta peculiar dupla de ciudades que forman San Diego y Tijuana. Mi estancia me sirvió incluso para situar por allí parte del escenario de una novela que me dio por escribir, cuando aún no sabía que mi vocación literaria me llevaría a pasar ampliamente de todo el proceso editorial para dedicarme a escribir un blog, tenazmente mantenido durante más de cinco años ya. Volver a estas tierras era en parte como cerrar un círculo. Así que el día 13 de los corrientes, San Antonio, la deriva de mi vida me había llevado a despertarme pronto en un motel de carretera junto a la Décima Avenida del Downtown de San Diego. Había dormido bien, en aquel pequeño edificio de dos plantas (mi cuarto estaba en la baja) y, tras una larga ducha, recogí todas mis cosas y me acerqué a la recepción (un decir). La chica no tenía ni idea de dónde podía yo desayunar, salvo que tenía a su lado una máquina con latas de coca-cola, fanta y demás.

Eché a caminar haciendo zigzag por la cuadrícula de San Diego, hasta que encontré un sitio que me atrajo. Se llamaba Empanada Kitchen (sic). Lo llevaba un chico argentino, que estaba abriendo su establecimiento a tan temprana hora. Me preparó su primer café con un par de empanadillas argentinas de diferentes sabores, que constituyeron un desayuno de primera. Diego me había mandado la noche anterior un whatsapp contándome que no me iba a poder recoger con su auto, como era nuestro primer plan, porque tenía el seguro sin renovar y era una imprudencia circular así por USA (no por México, primer indicativo de la dualidad de mundos). Pero mantenía la idea de pasar el día conmigo en San Diego, sólo que luego nos volveríamos en el trolley, como llaman los mexicanos al tranvía de San Diego. Así que calculé que llegaría ya desayunado. De vuelta en el Downtown San Diego Lodge, me quedé enredando por el exterior, porque la mañana estaba fresquita. Entonces lo vi venir.

Diego Moreno es todo un personaje, como habrán deducido del texto donde conté cómo nos conocimos. Diez años después, mi amigo, ya con 73 años, estaba, no igual, sino mejor que entonces. Bebe menos, se cuida y está más delgado. Nos dimos un gran abrazo al costado de una carretera yanqui sobredimensionada de carriles y medio vacía a aquella hora. Comprobamos que mi equipaje se podía dejar en recepción y echamos a andar. Hace diez años, Diego me mostró el Gaslamp, la isla Coronado y otros lugares, entre ellos el enorme puerto militar, en donde está fondeada la Sexta Flota, la que sale de vez en cuando a invadir Irak o lo que se tercie. Esta vez no teníamos coche y Diego quería enseñarme primero el llamado Parque Balboa, justo lindando por el Norte con mi hotel. Pero para entrar había que andar hacia el Oeste, girar al Norte en alguna de las avenidas de San Diego y regresar al Este para poder cruzar el puente que pasa sobre la autopista a la que ya hemos hecho referencia. Ese puente es la única puerta de entrada al parque desde la ciudad, por supuesto para coches, aunque por suerte tiene aceras a los lados.

El Parque Balboa es uno de los mayores parques urbanos de USA, pero está lleno de edificios de museos y similares, distribuidos en torno a una red  de caminos asfaltados, por los que te lleva una especie de tren de la bruja, gratuito, eléctrico, que circula sobre ruedas de caucho. En una esquina tiene también unas instalaciones deportivas que incluyen un campo de golf de los grandes (en una zona básicamente desértica). Todo muy yanqui, como ven. Diego quería enseñarme especialmente el Museo de la Aviación, en donde se pueden ver los aviones que se han hecho más famosos a lo largo de la historia de la aviación. Allí está, por ejemplo el Spirit of St. Louis, con el que Charles Lindberg cruzó el Atlántico por primera vez en 1927. El avión era cerrado por delante, sin cristales, por cuestiones aerodinámicas. El tipo se hizo toda la travesía sacando la cabeza por una tronera lateral para ver por dónde iba, qué huevos. Vimos también el avión del Barón Rojo y llegamos hasta el Apolo IX, el que llegó a la luna en 1969. Echamos allí buena parte de la mañana, y aquí tienen algunas fotos.

 Arriba, exterior del museo. Abajo el avión de Lindberg, como ven, sin ventana frontal.




Arriba el avión del Barón Rojo, abajo otro muy bonito y una cazadora de aviador. Lo que daría yo por tener una de esas.



Dentro del parque vimos también el pequeño Museo de Historia Natural y el Jardín Botánico, ambos de interés menor, pero de visita rápida. Y echamos a andar. En estos trayectos matutinos le puse a Diego al tanto de mi vida y mis últimas andanzas. Eran las horas del mediodía y mi amigo sobreestimó su capacidad de aguante caminando. Me contó que sale a caminar dos horas cada día, pero esto era algo más. Atravesamos el Gaslamp entero y otra autopista por el otro lado, para llegar hasta Little Italy. Allí está el bar The Waterfront, el más antiguo de San Diego, en donde se reunían los pescadores que pescaban atunes con caña, hay que ser animales. Se los atraían a la costa con redes (como en las almadrabas) y los tipos los jalaban con sus cañas y los lanzaban a su espalda, donde sus colegas los reducían. Hay fotos en el bar de esta práctica bárbara. Llegamos muy cansados y nos atendió una rubia muy simpática que se llamaba Shauney y nos ayudó a inmortalizar el momento.




Nos calzamos sendas IPA beers, como ven, con unas tiras de pescado empanadas con patatas. Y nos acercamos a tomar el trolley. En la parada Civic Center nos bajamos para ir a recoger mis maletas al hotel y regresamos con ellas. Volvimos a tomar el tram, que nos llevó a la San Ysidro Station, la última parada al lado de la frontera. Hubimos de caminar aún un buen rato, cruzar los puestos de aduana, en donde nadie nos dijo nada (ya les detallaré las características de esta frontera) y andar aún más por las destartaladas calles mexicanas hasta llegar a una zona habitada de Tijuana, en donde nos vino a recoger con el carro la esposa de Diego, por nombre Pachilú, que también se mantiene muy guapa. Llegamos a la casa, me instalé como la vez anterior en la habitación de invitados y descansamos un poco de nuestra caminata. La casa de Diego es preciosa, la proyectó y construyó él mismo y desde la planta de los dormitorios se ve toda la ciudad de Tijuana y, en los días claros, hasta la bahía de San Diego y sus edificios. Me acosté después de tomar unas fresas y un poco de leche.

El 14, jueves, era el día señalado para la presentación de La Lancha de dos Proas. Nos levantamos pronto y desayunamos un café fuerte y unas tostadas untadas con frijol (en esa casa el frijol lo prepara Diego, me precisaron). Después, Diego me contó en qué anda ocupado últimamente y merece la pena contarlo. Hay que decir que Diego se ha dedicado muchos años a la arquitectura, de hecho él llegó a Tijuana para encargarse de la obra de dos rascacielos que en su día fueron los más altos de México. También ha hecho urbanismo; ha sido Gerente de Tijuana y también de Playas de Rosarito, las playas de Tijuana que, tras sufrir un desarrollo como el de Benidorm, se constituyeron en municipio independiente (y ahí es donde yo lo conocí). Pero además ha publicado varias novelas policiacas (La Lancha de Dos Proas es la sexta), ha sido tertuliano de plantilla de un programa de Televisa y muchas más cosas. Es el prototipo del humanista.

Pues bien, hace seis años, cuando tenía exactamente mi edad, lo dejó todo y se embarcó en el diseño y construcción de un invento. Es un artilugio que se coloca en cualquier chimenea y logra mover un molinillo, cuyo giro genera una energía que se acumula en unas baterías. El aparato se alimenta de tres fuentes, la diferencia de temperatura interior-exterior, el viento y el sol. El asunto supone, construir un prototipo, conseguir un informe de una firma prestigiosa de ingenieros de Estados Unidos, luego fichar a una firma de abogados especializados en patentes y conseguir la patente. Seis años de esfuerzos, con la única ayuda de su hijo, y unos gastos descomunales, que le han supuesto consumir todos sus ahorros, hipotecar buena parte de sus bienes y hasta vender su adorado coche (ahora funcionan con el de Pachilú). Si cuento todo esto aquí es porque mi amigo YA tiene la patente. Se la dieron estas navidades y me la enseñó. Una patente americana supone el reconocimiento universal de que el artilugio no se le había ocurrido a nadie antes. Ahora sólo queda comercializarlo y en ello están.

Pero Diego, además de todo eso, tiene muchos amigos, que han seguido inquietos esta última aventura de su admirado líder espiritual. Y han decidido ayudarle. Entre todos le han pagado la edición de 300 ejemplares de La Lancha de dos Proas (de dónde habrá sacado el tiempo para escribirla). Todo lo que saque de los libros es beneficio, para sufragar su invento. No se trata de un comic, como creía yo al principio (ya ha hecho otros antes), sino de una novela con ilustraciones. Con los originales de estas ilustraciones ha hecho unos cuadros (unos 30) que se vendían también en la presentación. Y con ocho de ellos se hacía lo que se llama una subasta silenciosa, en la que los interesados van pujando apuntándose en un folio e indicando la cantidad que proponen. Todo esto me contó en los albores del gran día.

Por la mañana le ayudé a transportar los cuadros y las cajas de libros al lugar. Luego regresamos a comernos un mole poblano extraordinario que preparó Pachilú, que me hizo notar que el polvo para el mole era traído de Puebla de verdad. Nos echamos una siesta y salimos para el sarao, ya los tres de tiros largos. El acto fue un éxito, Pachilú ejerció de presentadora, acudió un montón de gente y las ocho láminas de la subasta se vendieron después de muchas pujas. Allí nos sirvieron un malbec tinto argentino y un montón de pinchos buenísimos, incluyendo tortitas con ensalada de aguacate con mucho cilantro, volovanes de cochinita pibil, cucuruchos de frijol y otras exquisiteces. En los corrillos que se formaban, todos me preguntaban cómo era que había venido de tan lejos. Pues nomás para que el evento sea internacional, m’hija –le dije a una morocha guapísima.

Por allí les fui contando cómo había conocido a Diego, cómo lo confundí con el alcalde de Playas de Rosarito y cómo le escribí para decirle que no había entendido nada del libro que me había regalado. Y todos a coro dijeron: –No se preocupe, nosotros tampoco entendemos ni madre de sus novelas, lo que pasa es que es muy buena gente y lo queremos a pesar de las pendejadas indescifrables que escribe. El propio Diego era el que peor lo estaba pasando; no le gusta ser el protagonista en saraos de este tipo, aunque reconoce el cariño que se le tiene y lo valora. De vuelta hacia el coche, me contó que había sido la mejor de sus presentaciones de libros y añadió una de sus habituales frases demoledoras: Has asistido a uno de los días importantes de mi vida y tú perteneces a ello. Nos acostamos muy cansados, con la sensación del deber cumplido.     

lunes, 25 de junio de 2018

747. Un auténtico borrico

Bien, continúo con el relato de mi viaje. Ya sé que algunos están deseando que empiece a hablar de Pedro Sánchez y otros temas de actualidad, pero yo tengo que seguir a lo mío. El martes 12 de junio, me levanté sin prisas. Mi vuelo a San Diego era a las 11.00. Así que salí y di la vuelta a la esquina para desayunar en el Sears ¡famoso en el mundo entero! y despedirme adecuadamente de San Francisco. El camarero Rodrigo se alegró de verme y me dijo que me había echado de menos. Y todavía se puso más contento cuando le dije que venía dispuesto a zamparme unos Eggs Benedict. Diré en mi descargo que no había cenado, salvo un poco de fruta, y que tampoco tenía planeado comer nada a mediodía por el vuelo y la llegada a San Diego. Tras el desayuno, volví al hotel, hice las maletas y hasta tuve tiempo de escribir un poco en el blog. A primera hora había hecho el check-out en recepción y había reservado un taxi. Súper Mario me esperaba abajo para darme un abrazo e informarme de que el taxista era un paisano suyo, así como medio de plantilla del hotel. Los costarricenses debían de tener su propia mafia al servicio de los clientes.

El día era otra vez caluroso y el taxista, que se llamaba Javier, fue charlando conmigo de temas diversos hasta el aeropuerto. Allí, me dirigí a los mostradores de United Airlines, donde me saqué la tarjeta de embarque en una máquina, ayudado por una señora de la compañía. Nadie me dijo nada de pagar 25$ por el equipaje de mano, como me había anunciado el chino Raymond Hsue, y yo naturalmente tampoco dije nada. Empecé a escribir un post sobre círculos viciosos, pero lo tuve que dejar porque el vuelo salía puntual. En el avión, me senté al lado de una chica inequívocamente mexicana, muy atareada repasando sus apuntes en inglés, así que la dejé tranquila. El vuelo es corto, unas dos horas y, a medio trayecto, nos trajeron unos saladitos.

El azafato, veterano y con una pluma notoria, me preguntó qué quería beber. Una cerveza. ¿Dinero o tarjeta? ¡Ah! No, no. Si no es gratis, no la quiero, tráigame un vaso de agua. El tipo dijo que eran tres dólares y abrió los brazos, como diciendo: ¡hombre! alguien de su categoría, se puede permitir el gasto. Le expliqué que era una cuestión de principios y un tema generacional, que yo ya era muy viejo y toda mi vida había volado sin tener que pagar por las consumiciones y no iba a cambiar ahora. El hombre me preguntó entonces qué marca de cerveza quería y pensé que no había entendido mi perorata entre el ruido del avión y mi inglés deficiente, por lo que insistí en que quería un vaso de agua. Que no, que qué marca de cerveza quiere. Que un vaso de agua. La mexicana entró al quite en mi ayuda: –Señor, creo que lo que está tratando de decirle es que le invita a la cerveza; por eso le pregunta la marca. ¡Ah! Pues dile que me da igual la marca. Dirigiéndome al tipo, añadí: thank you very much! A veces tirarse el rollo resulta bastante rentable.

Con motivo de eso pegué un poco la hebra con la mexicana. Se llamaba Natalia y estudiaba Negocios en Portland. Volvía a su tierra (había hecho escala en San Francisco), pero tenía pendiente el examen de fin de curso, que debía hacer por Internet. Me contó que, para el año siguiente, había pedido plaza en una Escuela de Negocios en Marbella (ni idea que hubiera una). Le dije que se preparase para pasar mucho calor y me contestó que eso era precisamente lo que quería, que estaba harta del frío, el viento y la nieve de Portland. Le hablé algo de mi vida y mi viaje, pero sin enrollarme: la chica estaba agobiada con la preparación de su examen y no era cosa de entretenerla. Llegamos al aeropuerto, me despedí de ella y busqué el muelle de taxis. Y allí me tocó un negro veterano que era un auténtico borrico. Creo que hacía años que no me encontraba a alguien tan burro. Con decirles que hasta consideré seriamente la posibilidad de volverme racista… Les aconsejo que se sienten cómodamente para leer lo que sigue, porque están a punto de asistir a una de las escenas más surrealistas del viaje.

El tipo me ayudó a colocar el equipaje en el maletero trasero y arrancamos. Después de mi malentendido con el azafato estaba un poco bajo de autoconfianza en mi nivel de inglés, así que busqué la confirmación de reserva en el móvil y se la mostré al negro, al tiempo que le decía: –Como ve, voy al Downtown San Diego Lodge. El tipo me escuchó, miró el móvil sin dejar de conducir, e inició una extraña serie de resoplidos, encogimientos de hombros y gestos con las manos. Le pregunté que qué pasaba, que si no conocía el hotel. No, es que yo con eso no sé lo que me quiere decir. Oiga, oiga, ¿quiere parar aquí un momento? (el tipo iba despacio, como coqueteando con el arcén, pero no se paró). Dígame una cosa: ¿es usted capaz de llevarme al hotel que tengo reservado? Porque, en caso contrario, me bajo aquí mismo y me busco otro taxi.

El negro siguió manoteando, sin detenerse, como si nadie en el mundo le entendiera: es que usted no me dice claramente a dónde quiere ir. ¡Joder! Lo pone aquí bien claro: Downtown San Diego Lodge. Sí, pero eso para mí no es nada, eso es que usted va a un hotel barato (lodge) en el Downtown de San Diego, pero en el Downtown de San Diego puede haber más de cien hoteles baratos, así de hoteles hay (juntaba los dedos de ambas manos hacia arriba, descuidando el volante). Por Dios, Downtown San Diego Lodge ES EL NOMBRE DEL HOTEL. Y haga el favor de mirar a la carretera, que nos vamos a dar un golpe. Pero, ¿cómo va a haber en el Downtown de San Diego un hotel que se llame el hotel del Downtown de San Diego? Y yo qué sé, ya lo ha visto en mi móvil. Y, en ese móvil que me ha enseñado, ¿no tendrá usted un GPS para buscarlo? Pues no, no tengo conectados los datos, porque el roaming es carísimo. Pareció entonces adoptar una decisión: –Muy bien, entonces vamos a mirarlo en el mío.

Se puso a teclear el nombre del hotel sin dejar de conducir; yo estaba tan alucinado que el miedo a que nos diéramos un golpe había pasado a segundo plano. Dio ostentosamente un Intro, miró el resultado y se volvió hacia mí, satisfecho y cargado de razón: –¿Lo ve usted? Lo que yo le decía. Aquí salen cuarenta hoteles en el Downtown de San Diego. A ver, déjemelo ver. Mire, mire; mire usted todo lo que quiera, casi no caben en el mapa todas las pelotillas que han salido. Me dio su móvil y miré. Efectivamente, el plano de San Diego aparecía lleno de pelotillas, pero debajo había un listado de hoteles. Entre ellos, el que yo buscaba, el quinto de la lista. Lo seleccioné y le devolví el móvil. Ahí lo tiene. ¿Dónde, dónde? yo sigo viendo el mapa lleno de pelotillas. Mírelo bien, ahora hay una más gorda que las demás. Miró y dio un respingo, perplejo. Entonces pinchó en la pelotilla grande y el móvil estableció inmediatamente la ruta y le empezó a hablar: –En la primera glorieta tome la segunda salida.

No le volví a dirigir la palabra hasta que se detuvo a la puerta del hotel. Le pregunté cuánto era y me dijo que 45$. Saqué exactamente 45$ y se los di. Se quedó mirándolos y dijo: –Jefe, ¿qué hay de la propina? Hombre, desde luego, estoy al tanto de que en este país es habitual dar propina, excepto que uno no esté contento con el servicio. Y yo no lo estoy, después del show que me ha montado. El show ha sido culpa suya, jefe, por ponerse nervioso mientras buscábamos la dirección; y yo le he traído a su destino sin perder apenas tiempo. Pensé que tenía parte de razón, saqué un dólar (bastante menos de lo que le correspondía según el porcentaje habitual) y se lo di. ¿Le parece bien así? No. Pues no le voy a dar más. Muy bien, entonces bájese del taxi y coja usted mismo su equipaje. Mientras decía esto último, accionó una palanca y abrió desde dentro el capó trasero. Inaudito. En mi vida me había pasado nada parecido.

Me bajé y cogí mis cosas con parsimonia. Me tomé mi tiempo para extraer el trolley de la maleta y colocar mi maletín enganchado encima, para tener un solo bulto rodante. Entonces, me acerqué a su ventanilla y le dije: –¿Sabe una cosa? Que, si quiere continuar con el maletero cerrado, tendrá que bajarse y cerrar usted mismo el capó. Me creerán o no, pero esto último se lo dije mirándole a los ojos desde arriba y con una sonrisa de oreja a oreja. En ese momento, al negro le entró una risa contagiosa incontenible, en la que le acompañé recostado contra el taxi, a punto de mearme. El tipo casi lloraba con la cabeza apoyada en las dos manos que tenía sobre el volante y no conseguía detener su risa estentórea de negro. Cuando paramos de reírnos, le dije que daba igual, que ya le cerraba yo el capó, que fuera con Dios. Cerré y le di una palmada en el lateral para indicarle que ya podía irse. 

Esto es lo que sucedió y ahora vamos con las reflexiones. A lo mejor ustedes se preguntan el porqué de mi cambio de actitud en la parte final del incidente. Yo también. Porque lo cierto es que no lo sé con seguridad. Tal vez el hecho de tener un blog es clave para explicarlo. Porque, en varios momentos de tan surrealista episodio, se me cruzó por la mente un pensamiento: lo que me iba a divertir escribiendo esta historia y lo que se iban a reír ustedes con ella… Lo que puedo asegurarles es que, mientras sacaba los bultos del maletero, me sentí extrañamente en paz y sin tensión alguna: ya estaba en el hotel, podía continuar plácidamente mi viaje y, encima, tenía una nueva historia que contar. Eso hizo que me diera la risa cuando me acerqué a su ventanilla. Además, yo no soy de esos tipos picajosos, que prolongan las pendencias indefinidamente y acaban a bofetadas. Yo no me he pegado con nadie desde los quince años. Al fin y al cabo, el tipo no era mala persona. Sólo era un inútil; un borrico veterano, que ya tendría que haberse jubilado.

No hay mucho más que contar de ese día. El hotel era exactamente un motel americano de carretera, pero barato, limpio y muy cerca del centro de San Diego, porque ya les he contado que los yanquis atraviesan las ciudades con sus autopistas, incluso con puentes elevados. Contacté con Diego, me eché una pequeña siesta y salí a dar una vuelta. No tenía ni que deshacer el equipaje. En la recepción me habían dado un plano de San Diego y muy pronto llegué al barrio del Gaslamp, el más famoso del Downtown. San Diego no es San Francisco ni de lejos, pero tal vez se merece que les muestre algunas de las fotos que saqué aquella tarde.








Cuando cayó la noche, me quedé por el Gaslamp, que estaba muy animado. Allí todos los restaurantes son de los que enfían o barreto aos turistas, que dicen en Portugal. Te ponen unos platos desmesurados, imposibles de terminar, y te cobran como si te hubieras comido dos. Pero encontré un italiano simpático: el Panevino. Los camareros hablaban un italiano elemental y así nos entendimos. Me pedí una burrata di bufala, soporté que me preguntaran veinte veces si no quería nada más y me regalé un par de copas de rosado. Después de pagar, el chef me preguntó: É stato tutto a posto? A lo cual respondí: tutto a posto e niente in ordine. Grandes risas de nuevo. Con la noche cerrada caminé de nuevo en busca del Downtown San Diego Lodge pensando en el negro borrico y casi me pierdo, porque en algún lugar se me había caído el plano de la ciudad y por la noche las percepciones son muy diferentes. Pero al final lo encontré y dormí bastante bien, acunado por el ruido de la carretera.

sábado, 23 de junio de 2018

746. Último día en la ciudad soñada

Todo llega en esta vida y a mí me tocó afrontar el lunes 11 de junio mi última jornada completa en San Francisco. Subí una vez más a la novena planta del hotel en pijama, a desayunar mi habitual expreso con cantucci de los últimos días, con un pregunta en la cabeza. Puesto que ya había visto la mayor parte de las cosas que quería ver, ¿qué era lo que repetiría? Consultados los diferentes yos que componen mi personalidad, la respuesta fue unánime: ¡¡¡The Salooooooon!!! Dado que esa era una actividad básicamente nocturna, me dejaba todo el día para dedicarlo a completar mi panorámica sobre la ciudad. Por ejemplo, no me había subido en ningún Cable Car, los tranvías más antiguos y característicos de la ciudad (ya les haré un monográfico sobre los distintos sistemas de transporte público que conviven en SF). La línea más solicitada por los turistas es la que sube por toda la calle Powell hasta Fisherman’s Wharf, donde los leones marinos. Cada mañana, cientos de turistas hacen colas de horas en la esquina de Powell con Market para cumplir con esta rutina que imponen los tour-operators: paseo en tranvía; vista de los leones marinos, almuerzo en el muelle, ferry a Alcatraz.

Pero no es esta la única línea de Cable Car que existe. Por ejemplo, hay otra perpendicular, de dirección Este-Oeste que discurre por la California Avenue. Así que bajé y eché a andar por Powell hacia el Norte, hasta alcanzar la California Av. Allí me dirigí hacia el Oeste en busca de la cabecera de línea, que está junto al cruce con Van Ness Avenue. Es un recorrido largo, con continuas cuestas arriba y abajo y ahí descubrí que estaba ante mi primer día un poco cálido en San Francisco. La temperatura había subido y mi chamarra de North Face me sobraba un poco. Pasé por delante de la Catedral de San Francisco y entré un momento a verla. Es horrorosa. Destruida en el terremoto la original, se fue reconstruyendo en una obra eterna que no terminó hasta 1968. La verdad es que, si hay algo feo en San Francisco, son las iglesias, con la excepción de la pequeña maravilla de la construcción misional de Fray Junípero Serra que les mostré el otro día, y de la que he conseguido en Internet una imagen mejor que las mías, que les muestro.


La Misión de San Francisco de Asís, que dio nombre a la ciudad. Nada de esta magia tiene la Catedral, un armatoste de piedra arenisca oscura que pretende imitar a Nôtre Dame de Paris, y no va más allá del pastiche del Palacio de Bellas Artes. Llegado a la cabecera del Cable Car, me subí inmediatamente y me senté. El precio de este tranvía son 7$, se nota que es un artefacto puramente turístico que no se usa para los desplazamientos cotidianos de la población. El recorrido por California Av. es bonito sin exagerar y casi lo mejor es ver como el conductor maneja la gigantesca palanca del freno y los demás mandos. Lo había cogido en esa dirección precisamente para terminar el recorrido en la única zona de la ciudad que me quedaba por ver. Empezando por el Ferry Building, el edificio contra el que remata la Market Street, cerrando la perspectiva compositivamente. Del muelle contiguo salen los ferrys a Sausalito y Oakland, que compiten con las carreteras principales.

El Ferry Building tiene un amplio hall que está repleto de tiendas de alimentación con acento gourmet. Es realmente una delicia recorrer estas tiendas dedicadas a la gastronomía más refinada, donde es posible degustar unas ostras recién pescadas, tomarse unos tacos de pescado de la bahía, saborear el brunch de un conocido chef vietnamita o lo que yo hice: comprar unos chocolates para regalar, de la prestigiosa marca americana Askinosia. Después me acerqué a un lugar de hamburguesas con bastante buena pinta. Pero tenía una cola considerable. Entonces consideré varios factores: UNO, me estaba asando con mi cazadora de North Face, DOS, había comprado chocolate y no me interesaba que se derritiera o deformara y TRES, el hotel estaba a mano. Dicho y hecho. Salí por Market hasta Post y me acerque al hotel a dejar el chocolate y cambiarme a una chaquetilla más fina, la que traía de Madrid. Así transfigurado, regresé al Ferry Building y encontré que el lugar de las hamburguesas ya no tenía cola. Y me zampé una bastante buena. Aquí algunas fotos de esta mañana de lunes.


El tranvía de la California Avenue.

 El Ferry Building desde Market Street.

 Interior del Ferry Building. Abajo, la tienda de setas


Una vez resuelta la manduca, aligerado el atuendo y liberado de preocupaciones chocolateras o chocolatudas, empecé a recorrer el único sector de la ciudad que me quedaba por ver. Me refiero a lo que podemos llamar el Financial Center. Todo el barrio en torno al primer tramo de Market Street y la zona situada al sur de dicha vía y conocida por el SoMa (South of Market). Les añado algunas fotos más.






Callejeando al azar por esta especie de Wall Street, me encontré con un edificio magnífico, el 140 de la calle New Montgomery. Se trata de un rascacielos (26 plantas) de estilo art deco, construido en 1925 y dedicado íntegramente a oficinas de alquiler. En 2010 fue objeto de una obra de rehabilitación muy cuidadosa, que permitió subir el precio de los alquileres. Hoy está íntegramente ocupado por diversas compañías. De todo esto me enteré entrando en el hall y hablando con el portero, que me remitió a su vez a unos paneles que se podían consultar, en donde se contaba la historia del edificio. Traté de hacerle fotos, pero la calle es muy estrecha y mi cámara no da muchas más posibilidades. Así que me he bajado una imagen de la coronación, de la página Emporis. Esta página te permite descargarte las fotos en pdf, pagando, o hacerte una copia con los logos de la página sobrepuestos, de gratis. Hice lo segundo y les añado algunos detalles de este precioso edificio, que sí pude fotografiar yo.








Continuando con mi paseo, de pronto me di cuenta que muchas calles se interrumpían contra una obra enorme que cortaba completamente la trama del barrio financiero. Era una especie de estructura elevada con un parque encima. Una cosa inmensa. La rodeé intentando encontrar algún acceso, pero me encontraba con carteles como el que les pongo abajo. Por cierto, aquí averigüé que el casco de las obras no se llama helmet, como el de las motos, sino hard hat, o sea sombrero duro.


Tenía que enterarme de qué era esa auténtica obra gallardónica y me dirigí a un grupo de obreros inequívocamente mexicanos. Les abordé de la siguiente forma: –Óiganme, güeyes, pero qué madre es ésta que andan armando acá. Se miraron entre ellos y uno respondió con énfasis: –Pos nomás el Tren Bala, señor. Me contaron que se trataba de un proyecto que lleva ya mucho tiempo en obras y que permitirá unir Los Ángeles con San Francisco con un tren de alta velocidad sin paradas intermedias que hará el trayecto en apenas dos horas, con lo que competirá con el avión, porque tendrá ambas estaciones en el centro de sus respectivos centros financieros. Que la parte del edificio, con la zona verde encima estaba ya muy avanzada. No tanto el propio tendido de la línea, que se iba a llevar más tiempo. Aquí unas imágenes que tomé de las obras.  





Terminé mi recorrido en la plaza que alberga los llamados Yerbabuena Gardens. Alrededor de ella se agrupan diferentes edificios: la Iglesia de San Pedro y San Pablo (tan fea como la Catedral), el Museo Judío, el Museo de la Diáspora Africana y el MOMA (Museo de Arte Moderno). Los que siguen este blog ya saben que los museos no son algo que me enajene, pero, bueno, el MOMA sí se merece una visita. Entré y me dieron la siguiente información. Para ver las exposiciones temporales había que pagar una entrada, aspecto a considerar, dado que el museo estaba a una hora de cerrar. En cambio, la exposición permanente era gratis. En fin, que me decanté por la exposición permanente. Es muy interesante, ya que es una estupenda selección de los fondos del museo, es decir, que te enseñan un Picasso, un Dalí, un Jackson Pollock, un Hopper. De algunos artistas, vaya usted a saber por qué, hay no uno, sino cuatro o cinco cuadros, como en el caso de Matisse. La selección es muy amplia: un Mondrian, un Paul Klee, un Modigliani, un Kandinsky. Estuve por allí hasta que cerraron el museo. Y aquí les traigo unas fotos del exterior y de los cuadros que exhibe el museo de dos de mis artistas favoritos: Hopper y Rothko. Por cierto, el edificio que asoma por detrás es el 140 de New Montgomery.




Desde el Museo me volví caminando al hotel, con la intención de echarme una siestecilla, después de tantos días de caminatas. Pero allí me encontré a Súper Mario, a quien le dije que al otro día me marchaba del hotel. Entonces me completó la historia que les cuento a continuación. El hotel ocupa un edificio también art deco de los años 20, que se construyó como sede de un club privado. Algo parecido a la Gran Peña, en Madrid, pero a lo grande. El club se llama ELKS. Según Súper Mario es una simple agrupación de millonarios. En Internet aparece como asociación benéfica relacionada con la conservación del ciervo. El caso es que los socios del club disponían del edificio, vivían por temporadas en las habitaciones (tal vez con alguna amante) y tenían un restaurante y unos salones fastuosos. Yo por mi cuenta ya había observado que el ascensor sólo paraba a partir del cuarto piso y había bajado un día por la escalera y cotilleado varios lugares secretos de los tres primeros pisos.

El bueno de Mario, que me dijo que era costarricense, me contó que, en un momento dado, a la vista de que los socios utilizaban cada vez menos las habitaciones, se decidió convertir esa parte en hotel. Pero aún disponían de lo demás. Incluyendo una suite especial en la última planta y unas piscinas subterráneas gigantes que se extendían por debajo de la calle Post y que Mario no me podía enseñar, porque tenía su acceso prohibido. Me mostró el comedor privado del club (abajo tienen alguna foto) y luego me llevó a un mostrador como el de los desayunos, en donde había unas botellas de oporto con copas, también a disposición de los clientes del hotel. Me tomé una y me llevé una segunda a mi habitación, para conjurar una siesta cojonuda. Menos mal que Mario no me enseñó este segundo mostrador el primer día, si no, salgo de mi estancia completamente alcoholizado. 





En fin. Aquella noche volví a acercarme a The Saloon. Era consciente de que la noche del lunes no es lo mismo que la del viernes, pero en Internet había comprobado que había música en directo todos los días de la semana. Y, qué diablos, se trataba de hacerle un homenaje a un lugar en donde había pasado una noche extraordinaria. Como me temía, el bar estaba bastante vacío. El cancerbero me abrió paso sin pedirme sus five dollars. Rose me puso una Sierra Nevada y me acerqué al escenario. Estaba tocando un grupo de rockabilly que era bastante bueno, pero no conseguía levantar los ánimos del personal, la mayoría acodados en la barra tratando de terminar dignamente el puñetero lunes que sigue al plácido domingo. Era una banda clásica de rockabilly formada por un cantante y guitarra, un contrabajo y un batería.

Me tomé mi cerveza tranquilamente y, ante el panorama, pensé que no me merecía la pena tomarme otra. Y me volví al hotel. Como no había cenado, recordé que en la calle Powell había un supermercado Wallgreen, de esos en los que se pueden comprar recipientes de plástico con fruta cortada. Me acerqué. Estaba abierto. Me compré uno de sandía y otro de piña y me subí a comérmelos a la habitación del hotel. De esta forma, un poco melancólica, terminan estos textos que mi amiga África ha bautizado como Las Crónicas Franciscanas. Es una melancolía que anticipa la nostalgia que me asaltó nada más abandonar esta ciudad magnífica, y que todavía impregna mi alma. Pero ustedes tienen la suerte de que el relato de mi viaje aún no ha terminado, todavía queda la última parte, que gira en torno al planeta Diego e incluye algunas anécdotas muy divertidas. Para que no se queden con mal sabor de boca, les voy a dejar con una de las canciones más famosas de ese subgénero que es el rockabilly, la única con la que el grupo de aquella noche crepuscular consiguió que se animaran a bailar dos o tres parejas del Saloon. Hablo, por supuesto, del conocido Rockabilly Boogie. Ninguna versión iguala a la del autor, el espídico Johnny Burnette, con sus pantalones de dos tallas más y su impagable tupé partido bien fijado con brillantina, para que no se le descolocara con los movimientos espasmódicos que prodigaba. Este tema data nada menos que de 1961. Sean felices. 

     

jueves, 21 de junio de 2018

745. De domingo en Frisco

Ya sé que estoy un poco pesadito con San Francisco pero es que se me está pasando antes el jet lag que la fascinación de haber estado en semejante lugar. Es mucho, San Francisco. Tengo notas tomadas de todo el viaje y les voy a seguir contando mis aventuras por entregas, hasta que termine. Me consta que hay unos cuantos de mis seguidores que están disfrutando mucho con mis historias y eso es suficiente para mí. Y, además, ya saben que, cuando cojo vereda es muy difícil apartarme del linde, que me gusta terminar lo que empiezo. Así que seguiré con mi crónica, a riesgo de que me tachen de pesado. Dice mi amiga África: el Emilio es que es tan pesado que le preguntas qué tal está y te lo dice. Tiene razón: es una buena caracterización.

El domingo 10 de junio me desperté algo revuelto, después de una noche menos plácida. No cabe duda de que un peppered beef brisket tamaño king size no es la cena más adecuada para un sexagenario y que, al estar el Biscuit & Blues al lado del hotel, tampoco tuve la oportunidad de darme un paseo muy largo para bajar la cena. Así que me quedé un rato haciendo el oso Balú en la cama hasta que me fui normalizando, tiempo que aproveché para ir escribiendo en el blog. Volví a desayunar en la novena planta, mi café y mis cantucci y salí en dirección al centro multimodal de transporte público de Powell. Ya saben que los domingos por la mañana me gusta aprovechar mi estancia en las ciudades para visitar sus parques más emblemáticos, me han visto hacerlo en París, Berlín, Hamburgo, Vancouver y algunos otros sitios. Así lo pensaba hacer con el Golden Gate Park. Pero a la vez se cruzaba el reto que me había planteado la dependienta de la tienda de fumadores que ocupa el edificio donde Jimmy Hendrix hacía sus míticas jam sessions. Así que decidí tomar el Street Car 7 y ver a dónde me iba llevando el día.

El tranvía llegó rápido, subí y le planteé al conductor una cuestión. El precio para mayores de 60 es 1,35$, pero las máquinas no dan cambio y yo llevaba pagando 2$ desde que había llegado a la ciudad, cada vez que usaba el transporte público y ya empezaba a estar harto de pagar de más. Así que qué le parecía si le pagaba un solo dólar, para ir compensando. Le hice esta propuesta, estratégicamente situado en medio, con una larga cola de gente esperando a subir detrás de mí, para ver cómo reaccionaba y además porque echarle jeta a la vida es también una forma de practicar inglés y de darle un poco de diversión al día. El tipo me miró con asombro, pero enseguida reaccionó encogiéndose de hombros (por mí como si se opera usted de amígdalas) y dándole a la rueda del maquinillo para expenderme un ticket.

Me fui a mi asiento, para alivio de los de la cola y examiné el billete. Decía claramente: pagado 1$. Pendiente de pago 0,35$. Pensé que, si venía un revisor, tendría que contarle la misma milonga, probablemente con resultado negativo. Pero a lo mejor no subía ninguno. Por cierto, durante el trayecto se iban montando algunos homeless y  sobre todo tipos pintorescos, con sombreros, barbas, piercings, tatuajes y camisetas coloridas (no vi que ninguno de ellos pagara). ¿Adónde iba aquella peña? El street car se había desviado de Market, enfilando Haight en diagonal. Y de pronto se paró y el conductor dijo que todo el mundo abajo. La calle estaba cortada a partir del cruce con Masonic Avenue. Estaba a punto de averiguar a qué se refería la chica de la tienda de fumadores. Y les juro que merecía la pena. 

Entre el cruce con Masonic y la entrada al Golden Gate Park hay algo menos de un kilómetro, según el Google Maps. Pues todo ese tramo estaba lleno de tenderetes de ropa, discos, abalorios, comida, masajes, yoga, etc. En ambos extremos del tramo cortado, había escenarios en los que sendos grupos de rock tocaban a todo volumen temas del hardcore más extremo en un caso y otros más nostálgicos de la era dorada en el otro. Y por medio del paseo circulaba sin prisas una multitud abigarrada, colorista, disfrutona, de todas las edades y condiciones, vestida y arreglada para la ocasión. Es que el movimiento hippy no ha muerto. Es que el verano del amor continúa, sólo que mucha gente se ha hecho mayor y ahora vienen con sus hijos y hasta con sus nietos. Es que todo eso empezó en San Francisco. Y de aquí salieron también los gays y los grafiteros y todo lo demás que les he ido contando estos días. Es hora ya de que veamos algunas imágenes.









Y, de pronto, en medio del mogollón, vi venir hacia mí a un tipo completamente desnudo. Quiero decir, excepto unas sandalias y un bolsito de cuero colgándole del hombro. No pude evitar un gesto de asombro, supongo, porque el tipo me miró con cara de mala leche, como diciendo y tú qué miras, paleto. Les aseguro que no era gay, su pose y su aspecto eran los del hetero orgulloso de serlo, incluso los del macho alfa más agresivo. Eso sí, la tenía bastante grande. Y nadie de los presentes se inmutaba ni le miraba insistentemente, ni le daba la risa, ni nada. Poco después vi a un segundo, este sí, con una pluma fuera de toda duda. Y más allá un tercero de tendencia sexual no identificada, al menos por mí. Pero, nuevas sorpresas: este tercero cubría su sexo con un estuche peniano precioso, no como los toscos que usan los indígenas de Papúa-Nueva Guinea, sino con cristalitos de piedras preciosas engarzados en el cuero.

Joder, si yo tuviera un adminículo como ese, les apuesto lo que quieran a que también salía a la calle en bolas (quiero decir, en San Francisco, por supuesto). Bien, llegué a ver hasta cinco de estos nudistas reivindicativos, a veces hablando tranquilamente con gente vestida. Di varias vueltas a lo largo de la calle y, en uno de esos paseos, observé que tres de ellos estaban reunidos a la puerta de un bar del que salía una chica con sombrero boliviano y se quedaba hablando con ellos. Tenía buen ángulo para unas fotos disimuladas y se las saqué. Aquí las tienen. La secuencia es la siguiente: la chica sale y, con la emoción, se le derrama parte del zumo de naranja. FOTO 1: El del pañuelo rojo en la cabeza le sostiene el vaso mientras ella trata de limpiarse. FOTO 2: Restablecida la normalidad, el del pañuelo procede a limpiarse las gafas, dejando el estuche peniano bien a la vista (ya ven que no les engaño). FOTO 3: el más viejo de los tres nudistas (le delata el culo escurrido) procede a presentarse ante la chica.




Yo dudo que haya muchas ciudades en el mundo en las que un tipo pueda ir al Rastro de los domingos a pasearse en pelota picada. Y que no pase nada. Ya ven, también el nudismo militante surgió aquí y sigue en pleno vigor. Como todo lo demás. En fin, estuve por el mercadillo un buen rato, pero no se me apeteció comerme nada de lo que vendían en las fritangas. Y finalmente salí en dirección al Golden Gate Park. Es un parque precioso, pero yo apenas vi la cuarta parte: me había levantado tarde, había vagueado un buen rato y luego me había entretenido en el mercadillo-fiesta de Haight. Pero aún así tuve margen para disfrutar de los maravillosos meadows y ver algunos grupos de helechos gigantes, auténticos árboles prehistóricos. Un par de imágenes.



Busqué una puerta del parque por el límite norte. A ese lado se sitúa el barrio de Richmond, que no tiene nada de especial, salvo que marcaba el camino de mi plan. Porque yo tenía un plan. Tomé la 6ª Avenida de Richmond y caminé hasta encontrar la calle Balboa. Muy cerca del cruce está la pastelería rusa Cinderella, el centro de referencia de los rusos de San Francisco (aunque en Richmond vi sobre todo orientales). Es un lugar de moda y no hay muchos más sitios para comer en domingo en el barrio, así que había cola. Esperé pacientemente y, cuando me tocó, me pedí un borsch con una birra IPA. Como de costumbre, me dieron una bandeja con la bebida, los cubiertos y un numerito, con lo que me instalé en una mesa de la terraza. El borsch es una deliciosa sopa rusa de verduras que suele incluir algo de remolacha, lo que le da el color rojo característico, y que suele servirse con un pegotón de nata ácida que le da el punto final. Este era el panorama desde mi mesa en la terraza de este centro de reunión de la colonia rusa.



Después del refrigerio, continué hacia el norte. Mi intención era acceder al Presidio Park, para cruzarlo y llegar al puente del Golden Gate. Pero ni la sexta avenida ni las calles siguientes permitían el acceso al parque; terminaban en fondos de saco contra su muro exterior. Encontré por fin la Avenida Argüello que, esta sí, tenía continuidad en una carretera que ascendía empinada por el interior del parque. Eché a andar por el arcén con cuidado porque había coches y ciclistas bajando a toda leche y el margen que quedaba era exiguo y peligroso. Llegué a un mirador desde el que se veía el norte de la ciudad. Hasta aquí había algunos transeúntes. Pero todos se volvían desde el mirador y yo seguí adelante. Según el plano que llevaba fui siguiendo el bulevar Argüello, luego el Whasington y luego el Park. El tráfico era cada vez menor, ya no había caminantes y hubo un momento en que me quedé completamente solo. Hasta el punto de que aproveché para mear en un árbol.

El camino era un sube y baja solitario, en donde también se advertía de la presencia de coyotes. Pero yo llevaba mi plano. Y, en un momento dado, detrás de una loma, apareció ante mí el cementerio militar de San Francisco. Bordeándolo di por fin con un transeúnte, un tipo que fotografiaba plantas y flores de cerca. Lo abordé y le pregunté si por allí podría llegar al Golden Gate Bridge. Su respuesta: claro que sí, tiene que tomar este camino de la izquierda y bajar de frente. Habrá un momento en que se encontrará con toda la gente que va al puente; sólo tiene que seguirlos. Le pregunté entonces si era un camino muy duro y largo. Respuesta: largo no; duro un poco. Ha de subir una cuesta muy empinada, pero tiene usted pinta de estar en buena forma. Seguí las instrucciones de aquel botánico aficionado tan amable, me sumé a la hilera de gente que se dirigía al puente y alcancé mi objetivo. 

El Golden Gate es una maravilla de la ingeniería. Construido en los años 30 y sostenido por cables de acero trenzado, sus torres están armadas por el sistema del roblonado, típico de la época. En los 20 y los 30, los especialistas en ensamblar los roblones eran una especie de élite dentro de los obreros de la construcción. El puente une San Francisco y Sausalito y es de peaje desde que se inauguró. Tiene tres carriles rodados por sentido y dos amplios paseos para peatones a los lados, el de la izquierda reservado ahora para uso exclusivo de ciclistas. Se le dio una capa de pintura carmesí para protegerlo del óxido y, a la vista del resultado estético, se decidió dejarla como definitiva. Un equipo de pintores de plantilla retoca trozos a diario. Atravesarlo a pié es una aventura ruidosa y un poco intimidante, el ruido del tráfico es ensordecedor, hace viento y uno no puede dejar de pensar en los suicidas que lo han utilizado a lo largo de toda su historia. Se tarda en llegar a Sausalito a pie unos 40 minutos, y otros tantos para volver. Aquí las fotos correspondientes.








De vuelta del puente, bajé con el pelotón de turistas hasta la Old Mason Street, un camino que transcurre por una zona verde, en el borde norte de la península. Por ella alcancé el barrio de Marina, el que había visto uno de los primeros días, estructurado en torno a la calle Chestnut. Tenía aquí dos cosas pendientes de visitar. La primera, el Palacio de las Bellas Artes, una construcción totalmente kitsch, que imita a unas ruinas grecorromanas y se erigió para una Exposición Universal. Es una muestra de la capacidad de los yanquis para hacer imitaciones hortera. Está abierto a los paseantes en medio de un parquecito con un lago y creo que sobran las palabras; solamente vean las fotos.






Este engendro está ya muy cerca de la calle Chestnut, en donde tenía mi segunda deuda pendiente: el restaurante italiano A-16. Llegué a la hora del anochecer, a pesar de lo cual encontré sitio; la noche del domingo ya no es hora punta. No tenían birra alla spina, así que me pedí un clarete helado que estaba buenísimo. Y una pizza al funghí porcini a la altura de la fama del lugar. Le dije al camarero que si me podía quedar un rato hasta que necesitaran la mesa. Estaba reventado. Un rato después salí, con la noche ya cerrada, y en la misma puerta tomé el Trolebús 30. Llevaba el plan de pagar sólo un dólar como por la mañana, pero el conductor se me adelantó mostrándome el aparato de los billetes con un gran papel pegado que decía broken, averiado: por esta noche los pasajeros podíamos viajar gratis. Llegué al hotel y me encontré el paquete de la lavandería con toda la ropa limpia y planchada. La aparté a un lado y me tiré de cabeza a la cama. Según mis cuentas, la caminata de ese domingo había sido la más larga de todo el viaje.