martes, 27 de febrero de 2024

1.271. De vuelta a la rutina

Les escribo desde Madrid, como ya se imaginarán, supongo, en donde estoy bien pertrechado contra el frío invernal que nos ha traído esa corriente de aire gélido del Ártico que está provocando nevadas por todo el norte de España. Por aquí ya habían empezado a salir las primeras flores de la primavera y espero que aguanten bien ese retroceso térmico. En mi terraza, la primera planta que ha florecido es como cada año la begonia de flor, aunque este año la acompañan las margaritas con las que completé la decoración floral para recibir a mi querido gato Tarik Marcelino, que pronto cumplirá un año conmigo. Vean las fotos de cómo están ahora ambos tiestos.

Pero toca ya contarles el resto de mi viaje por La France, que ha resultado redondo: todo ha ido saliendo como un reloj y no ha habido ninguna novedad o desviación de lo programado que haya que lamentar. Nos quedamos el otro día en plena celebración del sábado noche en la querida ciudad de Lille, en donde la conversación derivó unos instantes hacia el tema de los palominos, asunto en el que centré la segunda parte del post anterior para desarrollarlo debidamente. Acabamos razonablemente bebidos a una hora discreta, coincidiendo con el final de la música y la amenaza de cierre del local en el que estábamos. Decidimos retirarnos caminando hacia nuestra casa de acogida, donde mis hijos me tenían preparada una tarta de cumpleaños con siete velas de un color y tres de otro, que hube de soplar para cumplir con el ritual previsto para este tipo de eventos. Incluso grabamos un vídeo que pueden ver aquí.

El domingo amaneció lluvioso, lo que no nos impidió cumplir con el programa previsto, que comenzaba con una visita al mercadillo callejero gigante de Wazemmes, el centro de la vida en esta zona de Lille los domingos por la mañana. Enredando por allí nos compramos diversas cosas; yo un paquete de ras el hanut, esa especie de curry marroquí que ya compré allí otras veces y que se me estaba acabando. Kike se llevó algunas verduras para la cena de esa noche en Paris y además nos compramos dos pollos asados para comer en casa, en donde nos reuniríamos con Lesly y su novio, al que no conocíamos. Comimos bien y salimos luego en Metro con todos los pertrechos en dirección a la estación. Lucas se vino a acompañarnos y se tomó un café con nosotros. Después, Kike, Clarice y yo cogimos el TGV a París para una hora de cómodo viaje, en donde nos fuimos quedando fritos después de los excesos gastronómicos y festivos del fin de semana. Una foto que atestigua lo que les digo.

El lunes yo tenía el plan de reunirme de nuevo con Alain Sinou, que al día siguiente se marchaba en tren a Gerona, para pasar unos días en casa de su amigo Lluis. Le había comentado que tenía ganas de ver la exposición de Mark Rothko en la Fundación Louis Vuitton, el gran acontecimiento cultural del momento, y decidió que se venía conmigo, aunque me consta que ya la había visitado al menos tres veces; así es este hombre torrencial y apasionado. Nos citamos en el propio edificio, después de atravesar los tornos de entrada, a las 14.30, que es una buena hora para evitar agobios de gente. Yo dejé correr la mañana en casa y luego me bajé a coger el Metro hasta la estación Les Sablons. Allí recalé en el restaurante La Sequoia, que ya conocía de mi anterior visita, donde me obsequié con una ensalada vegana, con la consabida pinta de Affligem Blonde. Y luego caminé rumbo al edificio de Frank Ghery, que luce como un platillo volante en medio del Bois de Boulogne.

Entré y esperé a mi amigo, que llegó poco después con su gabardina primigenia que le sirve para toda clase de climas, caminando con sus largas zancadas características, inclinado hacia delante y con las piernas bastante abiertas, todo lo cual le confiere un aire casi prehistórico, de personaje un poco monstruoso de las películas del expresionismo alemán de hace poco más de un siglo. Entramos en la expo, que es sensacional, porque Mark Rothko era también un personaje muy singular, cuya trayectoria artística y vital se relata muy bien en las diferentes salas que se recorren en el lugar, con algún vídeo incluido. Rothko se crió en Nueva York, adonde sus padres, judíos de Letonia, emigraron para evitar que sus hijos fueran reclutados para el ejército zarista. Tenía sólo siete años. Empezó pronto a dibujar con mucha maestría y llegó a la pintura como artista que representaba figuras humanas bastante estilizadas, en una línea quizá surrealista. Luego fue evolucionando hacia la abstracción y, a mediados de los 40 empezó a pintar esos cuadros suyos más característicos con cuadrados de colores planos por los que es conocido en todo el mundo. Veamos algunos.





Todas fotos que tomé yo en el lugar, alguna con una persona para que se vea el tamaño y escala de las obras. Por estas obras se hizo famoso y su pintura se empezó a cotizar cada vez más alto. Aparte la fuerza conceptual de la idea artística, no cabe duda de que se trata de cuadros que cualquiera puede colgar en su cuarto de estar, sin sufrir el estrés que te puede producir, por ejemplo, uno de los atormentados lienzos de Pollock. Pero la fama no le gustaba nada a Rothko, que sólo quería desarrollar su propio camino artístico, sin pensar en lo que dijeran los demás. Taciturno y de carácter depresivo, entró en una espiral anímica negativa, que le llevó a colores cada vez más tétricos, hasta caer en el negro absoluto de su penúltima época.


Pareció mejorar algo en su última fase creativa en la que introdujo algunos grises matizando el negro que mejor expresaba su estado de ánimo, pero fue sólo un alivio transitorio antes de su suicidio en Nueva York en 1970. Abajo un par de fotos más. Por cierto, la segunda corresponde a una sala en la que sus últimas pinturas se muestran acompañadas por algunas esculturas de Giacometti, según el proyecto que él tenía, pero en todo caso después de pedir permiso a sus herederos y albaceas, que son fieles guardianes del legado del maestro. Esta sala es una maravilla. En conclusión, una gran exposición, que constituye actualmente el acontecimiento cultural más destacado de la ciudad de París.


Salimos al exterior y alcanzamos la Avenida Charles De Gaulle, que forma parte del gran eje viario y visual que empieza en el Arco de Triunfo y termina en el Arco de la Defense, a nuestras espaldas. No es una avenida demasiado interesante, transcurre por el municipio elegantón de Neuilly-sur-Seine, hasta cruzar por encima del Peripherique y entrar ya en el término municipal de París. Es un eje más centrado en el tráfico de coches que en los lugares peatonales, pero teníamos ganas de caminar y llegamos bastante adelante, hasta un bar anónimo donde paramos a tomarnos un vino. Cogimos luego el Metro y nos llegamos hasta Gare du Nord. Estábamos ambos invitados a cenar en casa de Kike y Clarice, en donde nos reunimos también con un amigo indio de ellos que se llama Rahul y resultó ser un tipo interesantísimo.

Nos cocinaron un curry riquísimo y la conversación en inglés fluyo torrencial entre Alain y Rahul, a los que me costaba seguir, porque Alain habla muy rápido y Rahul tiene el típico acento de los indios. Rahul forma parte de una oficina de urbanismo, de enfoque participativo, con sedes en París y Bombay y además está detrás de un negocio de comercialización en Europa del aguardiente que desde hace siglos se fabrica artesanalmente en las zonas de selva de la India con las flores del árbol del mahua, una especie endémica de la zona. Kike tenía una botella mediada de ese licor, que se fabrica ahora de modo más industrial, pero respetando la tradición y de forma ecológica y cerramos la noche con unos chupitos. Me recordó un poco al aguardiente de orujo que se fabrica en Galicia, pero mucho más aromático por su componente floral. Acompañamos con él una segunda tarta de cumpleaños, que Kike me tenía preparada por sorpresa, porque el lunes 19 era realmente mi aniversario. Pero esta vez, mis anfitriones pusieron unas velas con un uno y un ocho, porque dice Kike que tengo alma de quinceañero.

A una hora moderada, que al día siguiente había que trabajar, despedimos la noche y yo le di un gran abrazo a Alain, al que espero en Madrid la primera semana de abril con sus alumnos. Y pueden creerme si les digo que dormí como un auténtico tronco. Por las mañanas solía escuchar a Kike trajinando por allí antes de irse a la oficina, pero el martes 20 ni me enteré. Algo más tarde escuché ruidos. Era Clarice ya completamente arreglada para irse también. Me quedé solo, tirado en la cama que se forma con el sofá del salón de mis anfitriones y que yo solía apresurarme en recoger por las mañanas. Era mi primer momento de soledad después de una semana llena de acontecimientos colectivos maravillosos. Así que decidí relajarme y hacer un poco el vago.

Empecé por quedarme en la cama consultando el ordenador, las noticias del día, el correo, algún sudoku. A continuación, extendí una esterilla y completé una sesión entera de yoga, para lo que traía la equipación correspondiente. Me afeité, me duché, me vestí, recogí la habitación y salí a caminar por la ciudad ya cerca de la una. Mis pasos me llevaron a la zona del Canal Saint Martin, que es muy agradable. Localicé la pizzería Le Bricktop que ya conocía de otras ocasiones y que encontré medio vacía, sólo con dos parejas de chicas  jóvenes. Me obsequié con una pizza con setas y trufas y salí a caminar al sol intermitente de la tarde. Alcancé la zona en la que el canal se abre creando el Bassin de la Villette cuyos laterales están muy animados a esas horas, entre corredores, gente estudiando o leyendo en los bares, grupos de mayores jugando a la petanca y más de un homeless por allí tirado.

Regresé a casa por la rue Lafayette, subí y me puse a escribir mi post anterior a este, mientras Clarice se dedicaba a coser con su máquina de pedal, uno de sus últimos hobbies. Pero no pude terminar el post, porque a las ocho daban el partido Inter de Milán Atlético de Madrid y Kike había quedado con un amigo italiano para verlo en una pantalla grande desplegable en donde se ven los partidos fenomenal. El amigo era muy simpático, partidario del Inter y la noche fue cayendo mientras el Atletico se desesperaba sin marcar ningún gol. Y pasamos así al miércoles. He de decirles que yo había previsto quedarme unos días extra por París con la esperanza de reunirme con mis amigos Héléne Chartier, jefa de urbanismo del grupo C40, y Alexandre Pillado, arquitecto y urbanista gallego residente en Paris. Había comido con ambos en viajes anteriores y con esa idea le indiqué a Alain las fechas de mis vuelos.

Pero resultó que Hélène estaba fuera, volvía el jueves y ese día tenía la agenda a reventar. Y a Alexandre resulta que le ha entrado la morriña y se vuelve a la tierra, por lo que estaba muy agobiado con la mudanza, después de haber vivido en Paris más de diez años. Quedé con ambos en vernos en otra ocasión y se me abrió la posibilidad de estar tres días por París callejeando y enredando, plan que no es para nada malo. El miércoles reservé entrada para visitar la Fundación Pinault y escogí las horas centrales como en la Vuitton, por evitar las aglomeraciones. Kike se quedaba ese día en casa teletrabajando y yo le acompañé mientras remataba y publicaba mi post. Luego cogí el Metro y me fui a la fundación. Para su información, les contaré que Bernard Arnault, Propietario de la Fundación Louis Vuitton, es actualmente el mayor multimillonario del mundo, según la lista Forbes. Su negocio del lujo le ha permitido superar a Elon Musk y otros tycoons.

No parece que fuera un tipo que entendiera mucho de arte, pero con sus millones se ha rodeado de buenos asesores y ahora organiza las mejores exposiciones, en un edificio magnífico. En cuanto a François Henry Pinault, es sólo el número siete de la lista Forbes y se desempeña en el mismo negocio de los objetos de lujo que Arnault. Sin embargo, este señor sí que era un gran coleccionista de arte bastante entendido y antiguo. Así que, muerto de celos, ha decidido hacer un museo como su odiado contrincante. En este caso, ha adquirido el antiguo edificio de la Bolsa, en Les Halles, y ha encargado su reforma y adaptación a sala de exposiciones al prestigioso arquitecto japonés Tadao Ando, premio Pritzker de hace unos años y autor entre otros del Museo del Hombre de La Coruña.

Allí me constituí a la hora convenida, con mi entrada descargada en el móvil. Mi precaución con la hora era superflua: a este lugar acude bastante poca gente, nada que ver con las multitudes que se desplazan al Bois de Boulogne a ver las magnas exposiciones de la Vuitton. Pero el edificio es muy interesante, de planta circular, en la que Ando ha demolido todas las divisiones internas para sustituirlas por un gran cilindro de hormigón desnudo. Este cilindro define un espacio interior para salón de actos, congresos y conciertos. Y un espacio exterior entre el cilindro y la envolvente redonda original por el que se distribuyen las diferentes salas que se recorren sucesivamente hasta volver a la entrada. Esto es así en varias plantas. Una solución sencilla y rotunda. Unas imágenes del lugar.






Las exposiciones temporales que pude ver me resultaron también muy interesantes, dedicadas a aristas actuales menos conocidos que Rothko. En primer lugar, una de un pintor irakí, que podríamos considerar expresionista y que pinta sus recuerdos desde que tuvo que salir pitando de su país por la invasión norteamericana. Aquí un par de sus cuadros, de gran formato.


No es difícil identificar en el primero la tristeza de los ropones que se ven obligadas a llevar las mujeres de su tierra y en la otra la brutalidad de los bombardeos sobre Bagdad. Quizá lo que más me impresionó fue una muestra de un artista que reúne en las salas a unos ancianos en sillas de ruedas, que parecen de verdad y que se mueven por toda la sala guiados informáticamente. Según el programa, el artista representa personajes con mando en las diferentes sociedades que se han hecho viejos pero se resisten a dejar su puesto. Una crítica de la llamada gerontocracia, que tan bien representan Biden y Trump. En este caso, lo que tomé fue un pequeño vídeo. El efecto sobre el espectador es impactante. 

Me gustó mucho también la obra de un chino que se llama Liu Wei y que utiliza para sus esculturas libros viejos empastados, con los que construye maquetas de ciudades futuristas súper bonitas. Véanlas.



Esto de utilizar para el arte materiales reciclados es algo actualmente muy en boga. Tal vez ustedes no conozcan la obra de la artista turca Deniz Sagdic, que recientemente montó una exposición fastuosa en el aeropuerto de Estambul. De ella es el vídeo que tienen abajo. Ciertamente impresionante.

En fin, salí a la calle de nuevo y paré a comer una ensalada en uno de los múltiples restaurantes de la zona de Les Halles, que tienen horario continuo, porque había estado dos horas en la Pinault y ya no era tiempo de que otro tipo de lugares tuvieran la cocina abierta. Caminé luego en paralelo al Centro Pompidou y me interné en el Marais, para recorrer mis queridas calles del barrio judío y lo que fue la zona gay. Alcancé la plaza de los Vosgos, pero estaba empezando a llover así que cogí un Metro y me fui a casa a refugiarme con mis hijos. Me prepararon una cena estupenda de pasta con setas, verduras y perejil y nos fuimos a dormir.

El jueves anunciaban lluvia fuerte todo el día. Pero era mi último día de vagabundear por París y no quise quedarme en casa. Así que bajé, caminé hasta la zona de La Chapelle e inicié mi recorrido circular en paralelo a la línea 2 de Metro, que al principio va elevada y luego bordea por el sur la colina de Montmartre. Por si no lo saben, el llamado Sacre Coeur es, además de un monumento muy feo, en mi opinión (un pastelito), un lugar también bastante ominoso, porque fue sufragado por un millonario beatón, que quería agradecer a Dios que hubiera permitido que finalizara el episodio de La Commune de Paris, un antecedente del mayo del 68, cuyo final se saldó con cerca de 20.000 muertos a manos de las fuerzas del orden.

Continué por Pigalle, por un bulevar por el que no paseaba hace tiempo, para comprobar que sigue lleno de puticlubs, cines porno, strip-teases y similares y un personal pululando por allí de aire bastante canalla. La lluvia era de momento fina, así que continué hasta la Place de Clichy, donde había comido con Hélène la última vez, hasta llegar a la glorieta de Roma. Muy cerca de allí está la oficina donde trabaja mi hijo y habíamos quedado en comer juntos en el Tonton des Dames, un restaurante informal, con buena carne, buenos precios de menú y ambiente de gente joven, que para un momento a comer para luego seguir trabajando. Comimos estupendamente, yo con mi inevitable pinta de cerveza, puesto que no tenía que volver al trabajo. Luego paramos en un café frente a su oficina y nos despedimos hasta la noche.

Y hube de quedarme allí un buen rato, porque fue entonces cuando se desató el diluvio universal. Sólo cuando paró pude salir del lugar y caminar de nuevo en dirección Este. Pensaba alcanzar la zona de Les Halles y subir desde allí en Metro, pero la lluvia había amainado y no tenía prisa por llegar. Así que tomé ahora hacia el norte por la rue Saint Denis y llegué a casa, cansado pero feliz. Por la tarde-noche teníamos plan porque era jueves y los jueves la gente joven sale en París, en Londres, en Madrid y en todas las ciudades. Fuimos a la zona de Belleville, donde tomamos primero lo que los franceses llaman el aperó, que consiste en una gran jarra de cerveza, o varias, sin apenas aperitivo ni nada. Ya después, uno se va a cenar.

Nosotros lo hicimos en el restaurante vasco-francés Amatxi (que en euskera significa suegra). Era mi despedida de París y la celebramos adecuadamente. Y el viernes se terminó mi aventura. Desayuné sin prisas, me despedí de mis anfitriones y bajé a coger el RER, para el que tenía el billete de vuelta que me había sacado al llegar en el aeropuerto. Pasados los controles me comí un bocatín de jamón con una birra y subí al avión. El vuelo fue plácido y los de Air France tienen la costumbre de ofrecerte un mini sándwich con el que se puede pedir una cerveza. Pero resulta que los sándwiches se pueden elegir de pollo o de queso y todo el mundo elige el de pollo. Así que el sobrecargo paso después ofreciendo los de queso a quien los quisiera, ocasión que no desaproveché.

Llegué a Madrid como a las tres y media, cogí el Metro como de costumbre y llegué a casa a tiempo de encontrarme con mi hijo Lucas, que llevaba unos días en Madrid y había quedado con un amigo para cocinar una pasta. Se despidieron, descansé un rato y me fui a recoger a Tarik Marcelino que, según África, esta vez se ha integrado muy bien y no se ha peleado nada con los suyos. Tan bien se lo había pasado que estuvo todo el recorrido del taxi quejándose con unos maullidos que claramente expresaban: ¡¡no hay derecho!! El resto hasta hoy es el habitual en mi vida de jubilado activo: yoga, inglés, guitarra, citas con amigos/as y slow-down hasta la siguiente aventura. Leyendo este post es como si hubieran estado ustedes en París, así que no se quejen de la longitud. Y, por supuesto, sigan siendo buenos.

miércoles, 21 de febrero de 2024

1.270. Investigación sobre los palominos

Escribo desde París en mi primer día un poco tranquilo y calmado, tras el carrusel acelerado de eventos que han sido estas jornadas precedentes desde que aterricé en el Charles De Gaulle y les escribí un autentico post a la carrera, en la mejor tradición de este blog. Son también las primeras horas que paso en soledad, algo a lo que estoy bastante acostumbrado en mi vida cotidiana de Madrid, al contrario que estos días en los que me he sumido en una vorágine colectiva entre mis hijos, sus chicas, sus amigos y el gran Alain Sinou, una persona arrolladora, torrencial, portentosa, súper divertida e incansable que tras unos días de convivencia, te deja exhausto.

El miércoles pasado llegué a Paris, me senté en un cafetín del aeropuerto y me pedí una quiche lorraine con una cerveza, porque no había comido nada desde el desayuno en mi casa. Allí en la mesa saqué el ordenador, completé mi post anterior y lo publiqué. Me dirigí entonces a la estación del RER en donde me saqué un billete de ida y vuelta a la ciudad, además de recargar mi tarjeta del Metro con diez viajes adicionales. Tomé el ferrocarril suburbano y siguiendo las indicaciones que me había mandado Alain en un Whatsapp, conseguí llegar al portal de su casa, cerca de la zona de Bercy. Mi amigo se conserva bien, se cuida bastante ahora y está bastante ilusionado con su próxima jubilación como profesor y su futuro trabajo para una ONG con la que ya está en contacto.

Echamos toda la tarde en su casa poniéndonos al día de nuestras respectivas novedades y planes, pero sin hablar nada de trabajo. Al anochecer, Alain preparó una cena de pescados con chucrut y una salsa cremosa, que dijo tratarse de una receta alsaciana. Cenamos estupendamente y nos fuimos a dormir. Alain tiene una casa muy confortable y espaciosa, decorada con esmero con los recuerdos que ha ido recolectando en sus incontables viajes por todo el mundo. Había dormido allí en una ocasión, antes de la pandemia y la recuerdo como una casa con cierto nivel de ruido por el tráfico de la calle. Ahora es una casa silenciosa, gracias a las políticas de movilidad que ha implantado la señora Hidalgo, tan diferentes a las que mantiene el inefable alcalde de Madrid. Dormí como un bendito y el jueves me levanté descansado. Desayunamos y dedicamos la mañana a trabajar.

Preparamos la clase del día siguiente, revisamos mi presentación, en la que Alain me sugirió una serie de cambios que me parecieron muy oportunos, porque siempre ven más cuatro ojos que dos. Y también terminamos de configurar el programa de su visita a Madrid con los alumnos del máster en la primera semana de abril. Cerrados los temas de trabajo, nos organizamos un tentempié con un par de ensaladas rápidas que preparó Alain, mientras yo bajaba a comprar una barra de pan. Tras recoger la mesa, nos fuimos a caminar por la ciudad. Alain quería mostrarme una zona de colonias de hotelitos, construidas en los años veinte para albergar a los obreros de las fábricas del entorno, que luego se fueron vendiendo y ahora son morada de bobos (bourgeois bohemes), los únicos que pueden comprárselas. Es una zona del sur, en el entorno de la Place d’Italie, donde ya no queda ninguna de las industrias originales. Tomé muchas fotos curiosas de este tejido urbano antiguo, que sobrevive por las políticas de protección del patrimonio arquitectónico, similares en todas las ciudades. Aquí algunas de ellas.








Alain no es muy partidario de los selfies, pero conseguí que posara a mi lado para uno. Aquí lo tienen.

Volvimos caminando hacia su casa, que es una tirada importante. Rebasando la Place d’Italie, llegamos a un conjunto construido en los años 70, un poco a la manera del AZCA o el Barbican de Londres que les mostré hace poco. Son muchos metros cuadrados de viviendas en torres de apartamentos, además de oficinas, y un gran centro comercial situado en posición central. Y lo curioso es que se ha convertido en uno de los dos barrios chinos más grandes de París. Según Alain, al final de la guerra de Vietnam, la numerosa colonia china de Saigón decidió marcharse a occidente, en previsión de lo que les pudiera deparar la unificación con el Vietnam del Norte comunista. Tenían dinero, vinieron a París y compraron pisos en este complejo, que se estaba terminando. Y luego, los habitantes de otras etnias se fueron viendo más o menos expulsados. El centro comercial, que recorrimos de un extremo a otro, está lleno de tiendas y restaurantes chinos. Vean algunas imágenes del conjunto.



Como pueden observar en la foto de abajo, estos nuevos barrios, tenían siempre un enorme parking de muchas plazas, al que se entraba por el nivel menos 2. Y en el nivel menos 1 estaba el centro comercial, sobre el que había un gran espacio libre central de tratamiento duro con las terrazas de los bares. Un ejemplo prototípico del urbanismo salvaje de los 70, basado todo él en el automóvil, del que fuimos cómplices los arquitectos como gremio y como profesión, puesto que estos proyectos se cobraban en función de los metros cuadrados construidos, aunque las plantas de las miles de viviendas fueran de diseño idéntico. Es decir, uno diseñaba una vivienda pero, si se hacían 2.000 iguales, se cobraba por 2.000, no por una. No quiero decir que me parezca mal, sino que esto estuvo en el origen de que los arquitectos quedaran en manos de los promotores, que tomaban las decisiones más importantes de cada proyecto, y también está en el origen del hecho incontestable de que los barrios construidos en esos años sean todos bastante feos, con escasas excepciones.

En cuanto al origen de los chinos, Alain acostumbra a fabular un poco (como yo), pero en este caso su historia es totalmente creíble: conozco un caso similar con los chinos de Hong Kong. Cuando China llegó a un acuerdo con Gran Bretaña por el que la ciudad terminaría por pasar a dominio chino en unas cuantas décadas, miles de residentes en la ciudad emigraron a Vancouver, en donde tenían primos lejanos que habían llegado allí a finales del XIX para trabajar en la construcción del ferrocarril. La transición hacia el régimen comunista iba a ser lenta, pero muchos decidieron irse cuando aún se podía. La Revolución Cultural daba todavía mucho miedo (y lo sigue dando) y esta gente se había criado en una ciudad de vida perfectamente occidental y no querían cambiar sus rutinas. Vancouver es hoy la ciudad con mayor población china fuera de la República Popular.

Volvimos a casa a descansar un poco y salimos de nuevo, esta vez para cenar. Teníamos que coger el Metro al Marais, en donde Alain había reservado en el restaurante El Hangar, un lugar de moda y con precios medios. Le propuse invitar yo, pero me dijo que no, porque nos pagaba la universidad, en compensación de que yo renunciaba a los tres días de hotel a los que tengo derecho como profesor colaborador. Cenamos estupendamente, en mi caso un strogonof delicioso, y corrimos bajo la lluvia a coger el Metro de vuelta. Y otra vez volví a dormir bastante bien, a pesar de que al día siguiente tenía que dar una clase de dos horas en francés, sobre un tema que nunca he contado. Pero ya saben que no me pongo nervioso con estas cosas; faltaría más después de casi treinta años que llevo dando clases y conferencias.

El viernes, Alain se levantó y salió tempranito casi sin hacer ruido, porque tenía otras clases en la universidad. Yo me levanté sin prisas, me duche, me afeité, hice las maletas y bajé a coger el Metro. Llegué en hora a la universidad Paris-Huit, localicé a mi amigo y nos reunimos con los alumnos, que nos esperaban ya en el aula. Alain me había advertido de que los alumnos de este año eran más flojos que los de años anteriores, entre otras cosas porque han cambiado el sistema de selección, pero yo desde el primer momento conecté bastante bien con ellos y me parecieron chavales muy interesados y proactivos. El tema central era las formas de organización y diseño de los espacios públicos y zonas verdes de la ciudad, y ellos sacaron el tema asociado de la gentrificación, del que yo no tenía pensado hablar, pero que finalmente acaparó un buen tramo de debate.

Es obvio que cualquier actuación de mejora del espacio público causa la expulsión de una parte de la población original, que prefiere vender su piso y marcharse a otro barrio. Yo creo que es algo inevitable, pero que no es muy dañino siempre que se mantenga en una proporción determinada. Por ejemplo, en un 10 o en un 15%. Es una reflexión de mi cosecha, de la que no estoy totalmente seguro y así se lo dije a los chicos. Y mi visión del tema se ajusta al modelo español en el que la mayoría de los habitantes son propietarios. Con los inquilinos la cosa no funciona así y muchos de ellos se ven obligados a irse por la presión de sus caseros. Al final le dije a Alain que los chavales eran buenos estudiantes, con inquietudes y curiosidad. Con una media sonrisa, me dijo que era yo el que los había motivado, algo que él no conseguía de la misma forma.

Más alimento para mi ego, por si no tenía bastante. Recogí mis trastos y mi equipaje y tomamos el Metro hasta La Chapelle, muy cerca de la casa de Kike, adonde debía llegar en torno a las cinco. Paramos a comer en un restaurante lleno de árabes (ninguna mujer), en donde por fin Alain me dejó pagar. Nos despedimos con un abrazo hasta el lunes y caminé hasta la casa de Kike, donde subí los seis pisos de escalera para dejar allí mi maleta y quedarme sólo con la mochila para ir a Lille. Un rato después, Kike y su chica Clarice (así la llamo yo en honor a Clarice Lispector, mote que me consta que no le desagrada), bajaron conmigo a la calle para llegarnos hasta la Gare du Nord a coger el TGV, bien cargados con numerosos pertrechos, como sábanas, edredones y toallas, porque íbamos a una casa que nos dejaba una amiga de Lucas, que ya nos esperaba allí y no tenía ni idea de si había de todo eso en la casa.

El tren a Lille tarda una hora y llegó en punto. Lille es una ciudad a la que le tengo mucho cariño; Lucas ha vivido allí casi siete años y yo le he visitado muchas veces, como se ha contado en el blog. Es una ciudad casi más belga que francesa, con mucha vida callejera y cultural, donde siempre hay bares con música en directo hasta altas horas de la noche y donde hay también mucho rollo multicultural, sobre todo con marroquíes y argelinos, como en las ciudades belgas. Lucas lo pasó aquí muy bien, aquí conoció a su pareja Laura con la que vive en Londres y aquí conserva muchos amigos. De hecho, él estaba en Lille desde unos días antes de que nosotros llegáramos. Cogimos el Metro para ir a la casa de Lesly, la amiga de Lucas, en donde ya nos esperaba él. Laura llegó desde Londres algo más tarde, bajamos a comprar unas cervezas y algo para cenar y nos lo comimos en buena armonía.

El sábado fue un día muy grato para mí. Desayunamos en la casa y salimos a callejear por Lille. A mediodía habíamos reservado para comer los seis (con Lesly incluida), en un estaminet, que es como se llaman los restaurantes tradicionales en esta zona. Se trataba de celebrar mi cumpleaños con dos días de anticipación, y nos calzamos unas carbonades estupendas, creo que es la mejor versión que he probado de este guiso de carne con una salsa oscura con regustos como de chocolate, que se come acompañado de patatas fritas y ensalada. Aquí unas imágenes del día.




Tomamos cafés, caminamos de vuelta a la casa y descansamos un rato para poder salir luego a disfrutar del Lille Saturday Night. El resto del viaje hasta mi vuelta a Madrid lo vamos a dejar para el siguiente post, porque quiero centrarme ahora en un tema sobre el que llevo tiempo pensando y que esa noche dio un avance sustancial. Me refiero a la forma en que se designan en los diferentes idiomas esos restos que se quedan en los calzoncillos o bragas, generalmente secos y de color oscuro y sobre los que se bromea siempre con los niños simulando regañarles por haberse limpiado mal, pero en el fondo quitándole importancia y haciendo de ello un motivo para la diversión. Es este un tema sobre el que nadie escribe, como tampoco se escribe sobre pedos, que son otro motivo ancestral de diversión siempre reprimido por las religiones y las normas de la buena educación. Sin embargo, yo he escrito bastante sobre pedos, como se puede comprobar en la etiqueta Culopedopis, aquí a la derecha.

Tenía este tema olvidado, hasta que mi hijo KIke, en su visita más reciente a mi casa, reflexionó al respecto con una de sus frases siempre certeras y demoledoras: Papá, no entiendo la manía que tenéis los boomers de compraros calzoncillos blancos, yo los tengo todos de colores; ¿será para que se vean bien los palominos? Palomino es una denominación típicamente levantina, que se usa desde Cataluña hasta Murcia y en mi casa, de procedencia materna alicantina, siempre se utilizaba de forma jocosa. Sin embargo, por la parte manchega y toda la España interior, es más frecuente el uso del término zurrapas, recogido en el Diccionario de la RAE y distorsionado en zurraspas en algunos mentideros madrileños. Sin salirnos de nuestro país, en el norte, Pais Vasco, Cantabria etc. es frecuente utilizar la expresión: aquí ha habido un pedo pintor, que naturalmente provoca la risa a carcajadas del chaval acusado de la tropelía.

Hace tiempo que sabía que en Francia y zonas de Suiza se suelen referir al tema con la expresión traces de freins, es decir, huellas de neumáticos en la carretera después de un frenazo brusco, también registradas como traces freinage. Y mi hijo Kike me confirmó a través de su familia política romana que, en Italia se usa una palabra que remite al mismo origen: la sgomatta, que hace referencia a que las huellas de un frenazo en carretera hacen que parte de la goma de las ruedas se quede impresa en el asfalto. Con semejante muestrario de expresiones, a mí se me ocurrió hace tiempo preguntarle a mi hermano Antonio, cuya esposa es alemana, que cuál era el equivalente a los palominos en el idioma alemán. No lo sabía. Y le dije que se lo preguntara a ella, ante lo que, muerto de risa, me respondió que él no le podía preguntar eso a su señora, que le daba mucha vergüenza. No está mal este resto de pudor en una persona de más de 80 y con más de 60 años de matrimonio.

En nuestra noche de Lille, no sé por qué surgió este tema y entonces Lucas me dijo que uno de los amigos con los que había quedado en verse en esa velada, era alemán y que se lo preguntaría. Pero lo que yo no me esperaba es que se lo soltara a bocajarro, nada más llegar, cuando nos presentó: Mira, aquí mi padre que está muy interesado en saber cómo se llama a los palominos de los calzoncillos en alemán. El bueno de Dominic, que así se llamaba el chaval, respondió enseguida: bremsstreifen, que viene a ser lo mismo, huellas de frenazo. Le pedí que me lo deletreara, porque se pronuncia straaaaaifen, con el énfasis de los alemanes al hablar.

Cuando lo escribí en mi móvil, observé que el chico nos miraba un poco raro, sin saber si los Martínez le estábamos tomando colectivamente el pelo. Para suavizar la cosa, le dije en francés (era el idioma en el que estábamos hablando): C’est seulement une investigation lingüistique. A lo que me respondió con gesto admirativo: Et d’hauteur; y de altura. Dominic resultó ser un tipo estupendo con el que hice buenas migas y acabamos hablando de cosas mucho más profundas para su alivio. Mientras, la noche discurría desbocada, animada por un grupo musical cuyo objetivo central era poner a los presentes a bailar sin descanso, objetivo que lograron hacia el final, como pueden ver en el vídeo que les grabé.

Por cerrar el tema central de este texto, me faltaría la expresión equivalente en inglés, pero me temo que no exista, por el tradicional pudor inherente a ese pueblo, imbuido de la ética del protestantismo, que evita hablar de sensaciones físicas del cuerpo por considerarlas motivo de tentación pecaminosa. Por ejemplo, supongo que ustedes no ignoran que el idioma inglés es el único del mundo que no tiene una expresión para decir Que aproveche, buen apetito, bon apetit, bon proveito. También podríamos extendernos un poco más sobre el curioso hecho de que en todos los países de nuestro entorno se hace referencia a las manchas en los calzoncillos o bragas con símiles automovilísticos, lo que supone que se trata de expresiones creadas muy recientemente, tras la invención del coche y la adopción universal de las ruedas forradas con neumáticos de caucho. ¿Habría antes otras expresiones más arraigadas como las del pedo pintor o los palominos? Se admiten comentarios que aporten otras variantes lingüísticas. Pero esto sería objeto de una investigación más profunda, que excede de los límites conceptuales y de tamaño de este humilde foro. Así que, como de costumbre, sean buenos y les recomiendo ventilar la habitación después de la lectura de este post, por aquello de los malos olores.

miércoles, 14 de febrero de 2024

1.269. De verdad a la carrera

Tal vez no se lo crean pero empiezo a escribir este texto frente a la puerta de embarque que me permitirá acceder al vuelo a Paris de las 12.25. Como siempre que he de abrir un hueco en mi apretada agenda para unos días de viaje, las citas y asuntos que he de dejar resueltos se apelotonan en los días anteriores, de modo que no queda mucho margen para cosas como escribir para el blog. Por no ser exhaustivo, el domingo pasado hube de coger el coche temprano para subir a El Escorial a visitar a mi hermano Antonio, que hoy precisamente cumple la friolera de 89 años. Iba a pedirle la firma para un documento de acuerdo familiar, pero esto era sólo la excusa para ir a verle, porque podría perfectamente haberle falseado la firma, como hacemos a menudo los hermanos que sabemos hacer la firma de todos. Le encontré bastante bien y, a última hora de la mañana bajamos al pueblo a tomar un vermú en un bar. De allí es el selfie que nos tomamos.

En los bares que recorrimos, a mi hermano le conocían todos los camareros y camareras, que le llamaban por su nombre y lo trataban con mucho cariño. No podemos negar que somos hermanos, tanto físicamente como en carácter y empatía con la gente. No me quedé a comer con ellos porque no quería darles más lata de la necesaria y además tenía por la tarde una cita con una amiga especialmente interesada en despedirse de mí con una merienda cena en condiciones. El lunes tuve que hacer una serie de gestiones previas, relacionadas tanto con este viaje que estoy a punto de emprender, como con ese plan fastuoso posterior del que todavía no quiero darles detalles, que las cosas a veces se frustran por anunciarlas demasiado pronto.

Vean por ejemplo este viaje: mi plan de dar una clase en la Paris-Huit y luego coger un tren a Lille para reunirme con mis hijos a celebrar mi cumpleaños, está ahora mismo en el aire; para el viernes se anuncia huelga de trenes y estamos tocando madera para ver si nos toca la lotería de los servicios mínimos. Es viernes a mediodía, de un fin de semana que inaugura una de esas semanas de descanso lectivo con las que los franceses dividen el curso ordinario. El día perfecto para hacer una huelga del transporte y dar bien por culo al personal. Veremos qué sucede. Pero teníamos el plan perfecto y ahora amenaza que no podamos cumplirlo. Siguiendo con mi relato, en la tarde del lunes bajé al Centro de Salud de mi barrio a que me quitaran los puntos de las tres intervenciones de piel que me hicieron el día 31 de enero. Está todo bien, a la espera de las pruebas de la anatomía patológica. Me hicieron el daño previsible y tuve el tiempo justo para llegar a casa, quitarme todos los apósitos, ducharme a fondo y largarme al yoga, última clase en estas dos semanas.

Tras el yoga me pasé por la Cervecería Santa Ana a comerme media ración de ensaladilla con unas cervezas para dormir bien. Ayer martes, me levanté y tuve mi hora on line de inglés con el bueno de mi amigo Ed. Inmediatamente después, bajé a la peluquería de Jurgen a cortarme el pelo, que con las melenas que tenía no estaba muy presentable para mi clase del viernes. Otra serie de gestiones después (como sacarme la tarjeta de embarque), agarré a Tarik Marcelino, lo metí en el transportín y me fui en un taxi a casa de África, para dejarlo allí con sus colegas Ulises y Mina. No se quejó demasiado, se conoce que ya se sabe la rutina de otras veces y viajar en un taxi es bastante cómodo dadas las circunstancias. Yo le tengo mucha manía a los taxistas, pero no tengo derecho a hacerle pagar a mi gato mis fobias y que el pobre pase un mal rato. Por la noche, África me dijo que estaba ya integrado en la vida de su familia.

Por la tarde, me acabé a la carrera el libro ¿Ha muerto mamá?, de la escritora noruega Vigdis Hjorth, sobre el que versaba la sesión del club Billar de Letras que tenía a las 19.30. Vinieron las traductoras, que trabajan juntas de una manera muy curiosa. Una de ellas es noruega que vive en España hace décadas. Su compañera es española y no sabe una palabra de noruego, pero le corrige a su amiga el primer borrador, subrayando las cosas que en su opinión suenan mal. Luego, ambas al alimón cierran la versión definitiva. Hacen esto por bloques de unas 75 páginas. En realidad, la española no es una traductora, sino una primera lectora, pero firman las dos el trabajo, porque se llevan muy bien. Llevan trabajando de esta manera más de 30 años y han traducido del noruego más de 100 libros. Una sesión muy interesante.

Terminamos cerca de las diez de la noche, momento en que me hice una cena rápida y me puse a hacer el equipaje. Esta mañana me he levantado pronto; tenía el tiempo medido para desayunar bien, darme una ducha muy caliente para terminar ya con los restos de mis puntos y heridas, recoger un poco la casa y salir pitando. Como suelo hacer, cogí el Metro en la Estación del Arte (hay que joderse qué nombre más hortera), para ir en Metro a Atocha, coger allí un tren a Nuevos Ministerios, y luego un segundo Metro al aeropuerto. En Atocha me han tenido parado 15 minutos, no sé si por las obras o por algún tipo de huelga encubierta. Pero he llegado con tiempo suficiente y, además, en la Terminal 2, todo es bastante rápido y ágil. Y aquí me tienen.

Bien, ya nos han llamado para embarcar y estoy sentado en mi asiento del vuelo de Air France. Aquí no tengo WiFi, pero puedo terminar de escribir mi texto y subirlo luego en París. En realidad ya no tengo mucho más que contar, aunque puedo ponerles al día de la actualidad de mi admirada Samantha Fish. Hace unos días ha participado en un festival en Bombay, íntegramente dedicado a las mujeres que hacen música. Poder femenino en el país que pronto será el más poblado de la Tierra. Además de Sam, ha participado la extraordinaria saxofonista y cantante Vanessa Collier, a la que vi en el Festival de Blues de Béjar el año pasado. Estaba anunciada también Beth Heart, una explosiva cantante veterana que da una pinta de no hacer una vida muy sana, pero a última hora canceló su participación alegando que se lo habían prohibido los médicos que la tratan de un trastorno bipolar. No me extraña lo más mínimo. Vean abajo unas fotos que se hicieron las cuatro que al final participaron.



Por lo demás, los Chiefs de Kansas City, el equipo del que es hincha Samantha, ganó la Superbowl por segundo año consecutivo. Sam estaba en la India, pero mandó una felicitación al equipo de su tierra. Poco más les puedo contar. Hoy debo coger un RER y luego un Metro para llegar a la casa de mi amigo Alain Sinou, donde estoy invitado a alojarme hoy y mañana, tiempo que dedicaremos a preparar nuestra clase al alimón del viernes. El resto del plan está en el aire, como les he dicho más arriba, pero hay que confiar en que tengamos suerte. Así que nada más. Sean buenos y seguimos, más o menos, en contacto. Besitos. 

PD. Esto ya lo he terminado en el aeropuerto Charles De Gaulle, mientras me tomaba una quiche lorraine con una birra, antes de coger el RER.

lunes, 5 de febrero de 2024

1.268. Adicciones, precrimen, potajes y buen blues

En fin, esto de empezar a espaciar los posts de mi blog es adictivo; como cualquier otra droga, uno empieza por pasar de tres a cuatro o cinco días de lapsus, luego a cinco, luego a siete y el tema es imparable, porque, tanto para mí como para los lectores, se va generando lo que se conoce como tolerancia. Si hace un año o dos, yo hubiera estado nueve días sin publicar una sola entrada, mis seguidores habrían sin duda empezado a preocuparse y a mandarme mensajes: ¿te pasa algo? ¿estás malo? ¿estás desanimado? Ahora nadie me dice nada. Tranquilos que ya les explico todo.

En realidad estoy ocupadísimo tratando de mantener mi tren de vida hiperactivo y a la vez preparar una presentación gráfica para mi clase del próximo día 14 en París, cuyo tema base hace muy poquito tiempo que Alain me reveló y que no tiene apenas nada que ver con mis clases de años anteriores. Para ello he tenido que visitar a diversos colegas en busca de imágenes de sus proyectos urbanos y tratar de elaborar un discurso enhebrado sobre esas imágenes. Por si eso fuera poco, además estoy ocupado organizando el programa de la visita de los alumnos de Paris en la primera semana de abril, que tiene también su intríngulis. Y, por último, estoy programando un proyecto de gran envergadura, a desarrollar a partir de mediados de abril, del cual no les puedo todavía dar detalles, hasta que esté decidido y planificado, que ya saben que trae mala suerte anunciar las cosas antes de que estén aseguradas.

Este proyecto, ya les adelanto que va a influir en la dinámica del blog, de la manera que se precisará cuando toque. De momento, todos tranquilos, que yo sigo mi camino y ahora les pongo al día de mis actividades recientes más destacadas no relacionadas con mi presentación, la organización de la semana lectiva de abril, ni mi proyecto misterioso. Empezaré por decirles que mi admirada Samantha Fish no se ha llevado finalmente el Grammy al mejor álbum de blues contemporáneo de 2023, en la Gala que ha tenido lugar esta noche pasada en LA. Finalmente el premio ha recaído en el último álbum de Larkin Poe, el grupo que encabezan mis también admiradas Rebecca y Megan Lovell. Sam ha publicado un mensaje diciendo que para ella ha sido un honor participar y que espera ganarlo otro año. Así es como se encajan los golpes, con espíritu deportivo. Sam, como mandan los cánones, se hizo confeccionar un vestido específico para la Gala, sin renunciar a su estilo, con  el que posó en el photocall antes de entrar al salón de actos. Vean la imagen.

¿Cómo dicen? ¿Que tendría que haber adelgazado un poco antes de enfundarse el vestido? Desde luego, mira que son ustedes malos/as y envidiosos/as. Sam no es modelo, le gusta mucho comer bien y la cerveza entre otros placeres y ella no vive de su imagen sino de su música, por lo que sería absurdo que haga un ayuno de varios días para poderse meter dentro del uniforme, como hacen las actrices que van a los Oscar. La verdad es que yo no tenía muchas esperanzas de que ganara, porque el disco nominado no me entusiasma demasiado, en comparación con los anteriores. Además, tenía grandes competidores, como el gordo (ese sí) Christone Kingfish Ingram o las chicas de Larkin Por, que finalmente ganaron. Rebecca y Megan se hicieron coser unos vestidos idénticos muy coloridos con los que también posaron en el photocall, como pueden ver abajo. Vean también el momento del anuncio del premio y como ambas se lo dedican a sus maridos y a su hermana mayor Jessica, con la que empezaron formando el trío de bluegrass The Lovell Sisters.



Por cierto, Samantha Fish y Rebecca Lovell comparten cumpleaños: el pasado 30 de enero, Sam cumplió 35 y Rebecca 33. Ya me encargué de enviarles sendas felicitaciones por sus redes sociales. Ese día, en medio de una serie de actividades insertas en los temas que les he comentado más arriba, tuve una interesante reunión con Nacho de Frutos, que es el director y propietario de la academia de yoga a la que vengo acudiendo desde hace dos años y medio. Yo empecé con mi amiga Elena de profesora y tuve la sensación de avanzar y aprender mucho hasta que ella se dio de baja de la academia. A partir de ese momento, mi sensación era la de estar un poco estancado en mi aprendizaje y me veía muy torpe en comparación con los demás alumnos de clase, como saben, básicamente chicas muy jóvenes y flexibles.

Nacho me explicó que estaba totalmente equivocado. Me dijo que en el Ashtanga Yoga hay tres niveles de aprendizaje y que, con unas pocas excepciones, todos los alumnos están en el nivel 1. Pero yo argüí: por ejemplo, las transiciones entre postura y postura, los demás las hacen con unos saltitos muy estéticos, mientras yo hago unas transiciones ratoneras más feas. A esto me respondió que lo de los saltitos es una cosa puramente acrobática que la gente hace para darse pisto, sentirse más gráciles y hasta ligar un poco; que lo importante son las sucesivas posturas en sí mismas y el acompasar la respiración en todas ellas. Mi hijo Kike, que lleva más años que yo en el yoga, me confirmó esa noche que era exactamente así. Por lo demás, Nacho me dijo que voy muy bien, que soy un alumno cojonudo que se esfuerza y progresa y que en más de 20 años que lleva dando clase nunca había conocido a nadie que empezara con el yoga después de los 70 y que le tengo admirado.

Lo que le faltaba a mi ego. Bien, el día siguiente, miércoles 31, vino marcado por mi paso por el quirófano de pequeñas intervenciones de la Clínica Puerta de Hierro, en Majadahonda. Allí estaba citado para que me extirparan dos carcinomas, uno bueno y uno malo, además de tomarme una biopsia de un tercero, en la nariz, del que los dermatólogos no se pronuncian sobre si es bueno o malo y quieren saberlo antes de decidir qué hacer. Acudí con mi coche después de resistir las presiones de varios amigos, amigas, ex y mediopensionistas, que insistían en acompañarme; que cómo iba a ir solo a una cosa así. Hombre, un chofer quizá me hubiera sido de utilidad, pero no imprescindible. Estaba citado a las 15.30. Llegué a las 15.00. Y no me llamaron hasta las 17.00. Luego estuve otros quince minutos esperando en un antequirófano y quince más vestido con la humillante bata con apertura trasera (que siempre he pensado si sería para los pedos).

Cada una de las tres intervenciones exige anestesia local, lo que supone dos pinchazos por operación, bastante dolorosos. Luego, te cosen con unos puntos y ¡hala! para casa. Me pasé todo el rato bromeando con la doctora, que no me encontraba el carcinoma del cocoroto y le dije que seguramente, desde que supo que lo iban a extirpar, se había acojonado y estaba intentando camuflarse, en una estrategia defensiva similar a la de ciertos insectos. Al terminar, me vestí, me tomé una caña en la cafetería del hospital y enfilé directamente a Palomeras para mi clase de guitarra (había tenido la precaución de cargar la eléctrica en el coche antes de salir, en previsión del retraso típico de estas cosas). Luego de la clase, llevé el coche a mi garaje, me obsequié con un sushi en el Jinode, que está al lado de casa y subí a verme en el espejo. Esta es la imagen.

Me dijo la doctora que durante 48 horas no me tocara nada en las tres áreas intervenidas. En cuanto pasaron, me desnudé, me di una ducha a temperatura templada y fui arrancando los esparadrapos. En la nariz tengo un punto y en los otros dos como cuatro o cinco en cada uno, unos verdaderos zurcidos que no aprobarían en un curso de costura, en donde serían seguramente tildados de currufones o culos de pollo. Me los lavé bien con agua y gel de ducha, me sequé y procedí a reponer los apósitos. El día 12 y no antes, he de ir al Centro de Salud de mi barrio a que me quiten los puntos. Espero que no me toque ninguna Tía Vinagres o china displicente, que tengo yo muy mala experiencia de ese centro. En cuanto a los resultados de las tres biopsias tomadas, me los darán entre cuatro y seis semanas después de las intervenciones, es decir, en cualquier caso a la vuelta de mi viaje a París.

Los dermatólogos hacen biopsias hasta de los restos de comida. En realidad, a mí me han extirpado los dos granitos porque han decidido que el del cocoroto es malo y hay que llevárselo rápido. Pero, ya de paso, me han quitado el del pecho que es bueno. ¿Por qué? Pues por la eventualidad de que en un futuro se malignice. Es decir, que esto es como la unidad de precrimen que salía en la excelente película Minority Report, que trataba de una patrulla que iba deteniendo a la gente cuando comprobaban que estaban empezando a pensar en cometer un crimen. Es el mismo procedimiento que usa el juez García Castellón, que dice que los del tsunami democratic no cometieron ningún acto terrorista, pero tenían in mente (sic) hacerlos. Y lo de los carcinomas buenos y malos me recuerda también a los socialistas buenos que buscaba Vox, para que se transmutaran en trásfugas y votaran a Feijoo.

Estas sesudas reflexiones metafóricas nos llevan al sábado pasado, anteayer, en que tenía invitados a comer en casa: Henry Guitar y Críspulo el batería, el primero acompañado por su señora, que finalmente estaba pachucha y no vino. Quería que probaran mi legendario potaje de garbanzos espinacas y bacalao, cuya receta ya les he explicado en el blog y pueden encontrarla en la etiqueta cocina, aquí a la derecha. Para ello, el martes por la noche puse a desalar una oreja grande de bacalao bien troceada. El miércoles por la mañana le cambié el agua y por la noche, a la vuelta de mis aventuras quirúrgico-músico-orientales, volví a cambiarle el agua y puse también los garbanzos en remojo. El jueves cociné el potaje en mi cocotte, y le puse dos chiltepines en vez de tres como cuando me lo hago para mí, para que mis amigos no sufrieran con el exceso de picante. Luego lo dejé enfriando en el fogón y por la tarde lo metí a la nevera a que pasara 48 horas, como mis heridas sujetas con puntos.

Les diré que estaba exquisito, de los que mejor me han salido. Nos tomamos unos vermús en la terraza al sol de mediodía con unas aceitunas de Campo Real y un plato de jamón granaíno de entrante y luego entramos a comernos el potaje al cuarto de estar, que cuando el sol se oculta tras las casas del otro lado de la calle, en la terraza empieza a hacer frío. Todos repetimos, Henry en dos ocasiones. Rematamos luego con un postre que trajeron ellos acompañado de unos cafés de mi De Longhi Magnífica. Como no habían venido nunca a mi casa, les mostré mi magnífico sombrero Stetson, como los que usaba John Wayne, que me compré en un capricho, en Tucson (Arizona) en un viaje inolvidable por el norte de Mexico. Mis amigos se lo probaron y abajo el testimonio gráfico de la ocasión. 


Tras semejante comilona, nos colocamos para echar la siesta reglamentaria, momento que eligió el gran Tarik Marcelino para probar encima de cuál de los tres se estaba más cómodo. Finalmente, eligió a Henry, que cayó como un muerto. Críspulo se removía mucho y a mí me tiene muy visto. Nuevos testimonios del evento.


Por la tarde, procedí a mostrarles los instrumentos musicales que tengo en casa y que ellos no conocen, la guitarra que me regaló un querido amigo y el bajo que usó mi hijo Kike durante los cinco años que tocó en el grupo de hardcore Memories. Quedé en llevárselos a la escuela para que intenten ponerlos a punto con un lutier vallecano que controla Henry. Porque mi amigo Juanmi el Guitarrero, el lutier del Barrio de las Letras lleva más de un año desaparecido, desconozco qué problemas tiene. Críspulo quiso hacerse una foto con el bajo y el sombrero, para presumir ante los colegas del grupo Los Pure Tons del que es batería titular, y abajo tienen el resultado.

Después, para redondear un día completo, bajamos a la calle a tomarnos un último vino en el Bareto, un antro medio moderno de los que en los últimos años han sustituido a los bares de toda la vida de la zona de Atocha. Y nos despedimos a la puerta del Metro. Pero nuestro fin de semana no terminaba aquí, porque el domingo a mediodía teníamos reservadas entradas para ver un concierto de blues fabuloso en la Taberna Alabanda, un antro mítico del Lavapiés profundo, en donde la Sociedad del Blues de Madrid (SBM), de la que soy socio, organiza algunos conciertos los domingos, con un doble pase antes y después de comer, lo que permite que en el intermedio pidas algunas raciones, que es con lo que hace negocio el bar. Aquí el cartel anunciador.

En el blog hablé yo de Jack Smith once upon a time, es decir, hace una eternidad, creo que hace más de diez años, cuando me lo presentó una amiga común. Por entonces se hacía llamar Smiling Jack Smith y tocaba a menudo solo y a veces acompañado por su amigo David Gwynn y un tercero en discordia que tocaba la tuba. Eran tres norteamericanos que tenían diferentes trabajos en su tierra pero que, hace 40 años o más, decidieron dejarlo todo para venir a España y dedicarse a su pasión por el blues (no me extrañaría que su venida tuviera que ver con escaparse de la guerra de Vietnam). El caso es que les encantó nuestra forma de vivir y ya se han quedado. Lo que pasa es que Jack, que ya por entonces era bastante mayor, se marchó a la sierra de Guadarrama y hace tiempo que es difícil de escuchar, a menos que te desplaces a lugares como Cercedilla o Galapagar. Ahora se han buscado un contrabajo que responde al cortazariano nombre de Héctor Oliveira y es buenísimo.

La Taberna Alabanda es un lugar pequeño, en el que caben sentadas unas 45 personas. Antiguamente, no tenía mesas y entraban 60 oyentes de pié, pero ahora han decidido mejorar la comodidad. Lo que pasa es que hay que reservar entradas con tiempo porque se agotan enseguida. Yo había pedido una de socio y dos de amigo y nos dejaron alrededor de un barril, donde cayeron unas cuantas cervezas, antes, durante y después de las raciones del intermedio. Henry conocía a David Gwynn, al que tuvo de profesor cuando empezaba con la guitarra. Se trata por tanto de gente muy mayor. Yo creo que Jack pasa ya de los 80 y David seguramente es mayor de 70. Tocan las composiciones de Jack, algunas de ellas memorables, como esa que se llama The Truth is Gone: bajé a la esquina, a buscar la verdad, pero la verdad se había ido, busqué a un amigo que me diera la verdad pero la verdad se había ido (luego busca a un cura, a un rico, va a ver al presidente, pero todos le dicen lo mismo). Tomé un vídeo de parte de ese tema; con mi nuevo teléfono que aún no controlo, salió bastante borroso, pero el sonido es bueno. Véanlo.

Jack sigue tocando su guitarrilla de siempre, aunque a veces le gusta usar la afinación abierta, como hacen los buenos músicos. Pero normalmente tienen varias guitarras, cada una con una afinación diferente, Samantha cambia todo el rato de guitarras, a veces en medio de una canción. Jack sólo tiene una guitarra y debía dedicar unos minutos a cambiar la afinación cada vez que decidía hacerlo, de lo que se disculpó diciendo que su coche es muy pequeño y allí no le caben dos guitarras. Está mayor Jack, a quien saludé en el intermedio y le presenté a mis colegas. Tanto él como yo hemos dejado de ver a nuestra vieja amiga común por distintas circunstancias que no vienen al caso. En cuanto a David Gwynn, tiene una telecaster fabulosa, con la que se marca unos punteos que poca gente hace por estas tierras. Aquí los tres músicos al final del concierto.


Acabado el evento, salimos a la luminosa tarde de domingo de Lavapiés, con las terrazas petadas, como si emergiéramos de un platillo volante y fuéramos aliens. Caminamos hasta el Metro de Atocha y nos despedimos. Mis amigos tenían después ensayo con el colectivo La Palmera y me ofrecieron sumarme, pero yo estaba cansado y decliné la invitación. Quería además ver por Internet el partido del Dépor, que parece que vuelve por sus fueros y ya lleva tres victorias seguidas, la de ayer por 4-1. Estos últimos fines de semana el fútbol me está dando bastantes alegrías, entre la que no es la menor el hecho de que pierda el Barça y ver la cara de mosqueo que se le pone a su entrenador Xavi. Este señor no es consciente de la rechifla que nos traemos muchos futboleros a cuenta de ese careto que se le pone. Millán, el de Martes y Trece, le haría una imitación fabulosa. En fin. Que sean buenos y no se vengan abajo.