viernes, 27 de febrero de 2015

349. La impostura y las trampas de la memoria

La otra noche, en mi club de lectura, analizamos el libro de Reinaldo Arenas Antes que anochezca, un texto interesante, más como testimonio que como literatura (al menos en mi opinión). El libro tiene cinco partes diferenciadas que cuentan la vida del protagonista (el propio Arenas, que habla en primera persona), sobre el fondo de otras tantas etapas de la historia de Cuba. La primera parte cuenta su infancia en una zona rural muy pobre y atrasada, en tiempos de la dictadura de Batista. La segunda, es la adolescencia de Reinaldo, tras el triunfo de Castro. El joven se suma a la Revolución, es empleado como contable y consigue llegar a La Habana, en donde empieza a escribir en medio de la euforia e ilusión de la fase fundacional del castrismo, gana algún premio literario y accede a los ambientes culturales. La tercera parte corresponde a los tiempos del estalinismo y la represión brutal de los escritores e intelectuales. Reinaldo se convierte en un perseguido, por su doble condición de disidente y homosexual, acaba en el penal de El Morro y el libro cuenta con todo detalle las penalidades que sufre durante sus largos años de cárcel.

En la cuarta parte, tras ser liberado, malvive en los ambientes marginales de La Habana, donde la gente, perdida ya toda ilusión, se dedica a la tarea sobrehumana de la supervivencia bajo un régimen de terror y escasez económica. Por último, la quinta parte relata el exilio. Fidel responde a la presión internacional para que abra sus fronteras, enviando a Miami a los delincuentes comunes y colgados del país. Reinaldo Arenas, que está vetado para viajar al extranjero, consigue alterar sus documentos de identidad, añadiendo un punto sobre la delgada e de su apellido escrito a mano, de forma que los encargados de supervisar la partida de los frikis que Fidel se quita de encima, leen Arinas y le dejan salir. Los diez años de exilio hasta su suicidio en Nueva York, enfermo de SIDA, coinciden con el desprestigio general de la Revolución, excepto para cuatro fieles como García Márquez. Willy Toledo tenía por entonces 10 años y aún no había empezado a decir chorradas.

He de decir que, frente al entusiasmo unánime de los demás miembros del club de lectura, mi visión es, como siempre, disidente. A mí me parecen buenísimas las partes 1, 2 y 3. Me resulta bastante irritante la 4 y muy ligera e insuficiente la 5. Y creo que la cosa tiene una explicación ligada a las circunstancias en las que escribe este señor (no hay que descartar la posibilidad de que el libro, publicado años después de su muerte, sea el resultado de una labor de corta y pega de sus albaceas y, desde luego, el autor no pudo darle una última corrección). De atrás a delante, la parte 5 es floja porque el tipo está ya enfermo y, literalmente, no tiene tiempo de contar sus años de exilio con el detalle con que ha contado lo anterior. Después de sus penalidades en Cuba, yo creo que su vida de profesor de literatura en distintas universidades, su estancia en Saint Nazaire con una beca para que escribiera lo que quisiera, sus éxitos editoriales y sus agasajos continuos, tuvieron que ser una especie de paraíso, del que no disfruta por haber ya contraído una enfermedad en esos momentos mortal.

Las partes 3 y 4 están escritas casi en el momento en el que se producen los hechos que se cuentan. Arenas escribe primero oculto en el parque Lenin de La Habana (donde ha de hacerlo antes que anochezca), mientras lo busca toda la policía del país. Y luego en la cárcel. El relato de sus penalidades en la parte 3 es prolijo pero interesante por terrorífico, aunque sobre este tema he leído análisis más profundos, como el que hace Solzhenitsyn en su Archipiélago Gulag. En cambio, el relato de la mugre de las chabolas de La Habana y la vida caótica, mísera y envilecida de los homosexuales, en una permanente orgía de sexo promiscuo indiferenciado, al menos a mí, me parece un coñazo. El tipo hace de notario de una serie de hechos insignificantes y repetitivos, que cuenta como si fueran interesantes (y parece que lo eran para los demás contertulios de mi club). Es un relato costumbrista, con un punto esperpéntico, que a mí, como conocedor de Valle Inclán, no me impresiona demasiado.

Así que al final, lo que más me gustó del libro fueron las partes 1 y 2. ¿Por qué? Pues, entre otras razones, porque se trata de textos escritos a posteriori, muchos años después de que suceda lo relatado. Es decir, filtrados y seleccionados por la reelaboración de la memoria. La memoria es una herramienta básica del escritor que, en cuanto tiene una mínima perspectiva, elimina los pasajes intrascendentes, justamente relegados al olvido. Aunque también es cierto que la memoria es mentirosa: el ser humano tiene una tendencia irrefrenable a manipular el relato de sus aventuras, mejorando siempre su participación en ellas. Es algo normal, siempre que se controle. Yo soy muy cuidadoso con estas cosas y les puedo asegurar que, cuando mis posts incluyen alguna manipulación de ese tipo, les añado la etiqueta “Relatos”, que pueden, si quieren, repasar, para ver a qué me refiero.

En mi etiqueta Relatos encontrarán diversos incidentes automovilísticos, o mis textos sobre los espectros en el Campo de las Naciones y los fantasmas de la antigua Gerencia de Urbanismo. Entre mis posts más recientes, pueden comprobar que, por ejemplo, la narración de mi caída en el Retiro mientras corría, no contiene la etiqueta Relatos. Es que la cosa sucedió tal como la cuento (se lo juro). Me caí al pie de una señora que marchaba rumbosa con un chándal de tactel y que se paró a echarme una bronca. Otra cosa es que ciertas partes de la historia resulten inverosímiles. Pero una cosa es la verosimilitud y otra la veracidad. En cambio, mi anécdota en el aeropuerto de La Habana, sí tiene la etiqueta Relatos, porque contiene una pequeña manipulación que les voy a desvelar.

No, no. No es la descripción del tal Danilo, les juro que el tipo existió, que iba vestido de verde oliva y llevaba dos cartucheras cruzadas (fue también este sujeto el que, vestido de la misma guisa, nos eximió de la cola en la heladería Coppelia, proclamando que éramos amigos de la Revolución). Así que no es eso lo manipulado. La realidad es que en el pase de revista yo no estaba al lado de Pepe Ortega, sino en el otro extremo. Yo vi que Danilo se paraba con él más que con los otros y luego me explicaron lo que había pasado. Pero creo que, si lo hubiera contado como sucedió, hubiera perdido vis cómica y calidad literaria. Es decir, que cambio los hechos, pero soy consciente de hacerlo (y por eso le pongo la etiqueta Relatos) y además no lo hago tanto por mejorar mi papel en el asunto (que también, un poquito), como por convertirlo en un relato más literario y ameno.

Mi padre, gran narrador oral de toda clase de historietas, a veces tomaba un chiste que le habían contado por la calle y lo reelaboraba para darle más gracia. Eso le llevaba a largos preámbulos en los que situaba un contexto imaginado por él. Por ejemplo, decía: el boticario de mi pueblo (en La Mancha), cada día abría la persiana de su negocio y se tiraba un rato fumando en la puerta. Un día pasó un señor y le dijo, etc. etc. Y entonces, cuando ya te tenía pillado, te soltaba la historia principal. A menudo, yo me revolvía con fastidio: Papá, ese es un chiste que me contaron a mí hace un año y no era en La Mancha, sino en Galicia, con un tendero de ultramarinos.

La literatura y la memoria están hechas de mentiras, pero (algo muy importante) siempre amasadas con verdades para hacerlas verosímiles. El problema es cuando esta manía de manipular los recuerdos se convierte en compulsiva y escapa de control. Un caso reciente de esto que les digo, es el del locutor de televisión norteamericano más popular, que estuvo doce años sosteniendo que iba a bordo de un helicóptero que fue derribado en Irak, cuando en realidad él viajaba en otro que llegó al lugar una hora después. El tipo se lo había llegado a creer como cierto. AQUÍ tienen la noticia contada con todo detalle.

Pero el caso más increíble de todos es el del señor Enric Marco, presidente de la asociación de víctimas españolas de los campos de concentración nazis, que llegó a hablar en el Congreso de los Diputados emocionando a todos los presentes, cuando en realidad no había visto uno de esos campos ni de lejos. Sobre este apasionante caso se centra la novela El Impostor, que he empezado a leer después del libro de Reinaldo Arenas y que me parece maravillosa. Su autor, Javier Cercas, indaga en la vida de Marco y descubre que el tipo lleva mintiendo sobre su vida, desde antes de la guerra española. Que es un manipulador que se ha construido una identidad paralela. En un par de días he leído un tercio de este libro extraordinario, en el que Cercas cuenta todo el proceso de entrevistar a este señor, de cerca de 90 años, para irle sonsacando datos, que luego intenta comprobar en archivos y hemerotecas.

Le acompaña en su trabajo su hijo de 18 años, futuro cineasta, que filma las entrevistas, para que el padre no tenga que tomar notas y pueda concentrarse en controlar a su escurridizo interlocutor. A veces, comentan por la noche los hechos del día y, en una de esas cenas, el padre hace una reflexión: en el fondo, Marco es en parte como Don Quijote, que, harto de su vida mediocre, se construye otra imaginaria, épica, brillante y apasionante. Respuesta del hijo: no, papá, éste es mucho mejor. ¿Y por qué? Pues porque a Don Quijote la gente lo tomaba por loco y nadie se creía esa segunda personalidad. En cambio, este tío logró engañar a todo el mundo durante años. Y concluye el hijo con mucho énfasis: –éste es el puto amo.

miércoles, 25 de febrero de 2015

348. A 480 días de la retirada

Sí señor, una vez finalizada la jornada de hoy, miércoles 25 de febrero de 2015, me faltarán 480 días para alcanzar el 19 de junio de 2016, día en que, de acuerdo con el plan progresivo diseñado por el señor Rajoy para desembocar en la jubilación a los 67 años, me corresponde cesar en mi desempeño municipal, por cumplir 65 años y cuatro meses. Es esta la primera de las fechas que barajo para retirarme de la vida activa oficial, y poder disponer de toda la jornada para esa otra vida, aun más activa, que ahora debo desarrollar demediada y capitidisminuida por la obligación de pasar cada día siete horas y media en esta prisión de régimen abierto que hemos dado en llamar la Isla de Alcatraz, a la que tardo en llegar unos 45 minutos (más otros tantos a la vuelta). Si quieren, hagan la cuenta del tiempo que pierdo a diario, a cambio, eso sí, de un sueldo bastante más alto del que me quedará tras la jubilación. En una situación como la mía, el tiempo empieza a convertirse en algo muy valioso, que no se puede andar perdiendo alegremente.

Si pudiera disponer de mi jornada completa, intentaría organizarme la vida a la manera del escritor Haruki Murakami, de quién ya he dicho por activa y por pasiva que es mi ídolo vital y literario. Aunque ya lo expliqué en el post que le dediqué a este señor, lo repetiré para los que no lo hayan leído o no se acuerden. Murakami se levanta TODOS los días del año bastante temprano. Se pone un chándal y sale a correr por un bosque o parque cercano (tiene uno junto a su casa y sólo se hospeda en hoteles que cumplan también esa condición). Corre a buen ritmo diez kilómetros y, en ese tiempo, deja la mente completamente en blanco, no piensa en nada, no prepara nada, sólo disfruta del ejercicio.

Al volver, se ducha y se toma un buen desayuno, con fruta y cereales incorporados. A continuación se encierra en su despacho y trabaja hasta el mediodía: escribe, prepara sus textos, los corrige o se documenta para su siguiente novela. A mediodía come normalmente (supongo que con una copita de vino) y luego se echa una siesta. Y desde ahí hasta la noche ya no hace nada. Quiero decir, nada relacionado con su trabajo. Descansa, va al cine, visita exposiciones, queda con sus amigos, cuida a su señora, sale a pasear. En una palabra: vive. Algo así sería mi ideal. Aunque yo intentaría diversificar el ejercicio físico, tal vez podría correr tres días, nadar dos, salir en bicicleta otro y descansar el séptimo, como Yaveh ya ven que me remito a rutinas y tradiciones más típicamente occidentales.
   
Así que, en principio, me faltan 480 días para poder hacer esa vida. Pero nada es seguro en este mundo, y yo tengo, además de la citada del 19 de junio, otras fechas clave en el horizonte, en las que tendré que ir acomodando mis decisiones a las circunstancias sobrevenidas, en un secuencia que puede dar aún muchas sorpresas. La primera es el 24 de mayo de los corrientes, día de las Elecciones Locales. Es muy posible que tras esa fecha yo continúe en el limbo (obviamente es la posibilidad que cuenta con un porcentaje más alto). El resultado inevitable de la contienda electoral será un Ayuntamiento con una composición altamente fragmentada, lo que llevará a la necesidad de coaliciones más o menos naturales, o incluso contra natura.

Podemos imaginar que Podemos, más la Izquierda Desunida, más el PSOE formen un gobierno, digamos, de izquierdas, o de progreso, como gustan llamarse este tipo de alianzas. O que además necesiten a los Ciudadanos y Upeydeiros, para conformar un frente anti PP. O que alguna de estas formaciones centristas pueda tener la clau, como los de Esquerra Republicana, y se venda al que les ofrezca el más suculento plato de lentejas. Y hasta pudiera ser que la casta toque a rebato al grito de sálvese el que pueda, lo que desembocaría en una Grossen Coalition al estilo de la que sustenta a la señora Merkel, es decir, un gobierno del PPSOE, como el que imagina la valla publicitaria de abajo, publicada en El Jueves.



Cualquiera de estas alternativas requerirá un proceso negociador previsiblemente largo, que no creo que quede rematado hasta después del verano. Es muy raro que estas cosas sean breves, eso sólo pasa en Grecia (Tsipras y sus socios de la extrema derecha tardaron exactamente diez segundos en firmar su acuerdo, haciéndose merecedores de una entrada en el Guiness Book en sustitución de la famosa Purga de Benito). Al nivel en el que yo me muevo, tal vez los cambios derivados de la nueva situación no me afecten hasta las Navidades y, para entonces, ya tendré todo el pescado vendido. Pero hay otras incidencias que les comento a continuación.

Seis meses antes de la delgada línea roja, es decir, el 19 de diciembre de 2015, es la fecha tope que tengo para pedir mi reenganche hasta los 70, por si quisiera seguir después del verano. En circunstancias normales, creo que lo pediré (por si es caso, que dicen en mi tierra). Si me lo conceden, luego puedo jubilarme cuando quiera, con la única condición de avisar con dos meses de antelación. Otra fecha decisiva, por tanto. En ese momento, puede suceder que haya salido tan malparado en la nueva situación, que opte por no pedirlo. Y también puede ser que lo pida y me lo denieguen (no sé quién será mi jefe por entonces). En ambas situaciones, mi vida municipal se extinguirá en la fecha a la que se alude en el título de este post.

Pero, en el caso de que me concedan el reenganche, hay una mínima posibilidad de que me ofrezcan un trabajo que me interese. Ahora mismo veo difícil que me enganchen con algo relacionado con el planeamiento urbanístico. Pero hay otros sectores, como la comunicación, la difusión de proyectos, la gestión cultural, la participación ciudadana o las relaciones internacionales, en los que sí podría encontrar esa mínima ilusión que necesito para seguir trabajando. Esto podría suceder, tanto si gana una opción rupturista, como si gana una opción continuista, posibilidad ésta última que parece hoy remota, aunque la cosa puede cambiar si la candidata del PP es Esperanza. De esta señora ya se ha dicho en el blog que sólo sabe bailar cha-cha-cha, aunque también dejé constancia en el Post #246 de que no haría ascos a colaborar con ella, igual que lo hizo Albert Boadella. Aquí les transcribo el párrafo final de dicho post:

En fin, Serafín. Dar musho por culo es función propia de bufones como yo, o como Boadella, con quien me identifico completamente. ¿O es que creen que si Esperanza me pagara por hacer un blog como este, iba yo a rechazar el dinero? Sean buenos.

Así que no se equivoquen: yo no soy un héroe de la clase obrera. Esto que les digo es sólo un albur, una posibilidad remota, pero tendría consecuencias insospechadas. Entre los daños colaterales potenciales, uno seguro: la inevitable clausura de este blog, para eliminar de la red los textos en los que he puesto a caldo a esta señora. Tendría gracia que se quedaran ustedes ayunos de blog, por culpa de Esperanza. La cosa no dejaría de entrañar una simetría cercana a la justicia poética: no olviden que la existencia de esta tribuna, que tanto les divierte, se la deben a la señora Botella, inminente ex-Alcaldesa de esta ciudad de mis amores.

Pero hay también una tercera posibilidad: que mi nueva situación tras las elecciones sea ni fu ni fa, o sea que me dé igual jubilarme que no. Es decir, que no me ofrezcan un trabajo superinteresante, pero que se den algunas circunstancias que hagan más llevadero mi desempeño cotidiano. Estoy hablando, por ejemplo, de que me trasladen al edificio central de Cibeles (al que los funcionarios llamamos Ambiciones). O que me apliquen un régimen de control horario no controlado por una estricta gobernanta con ínfulas de carcelera nazi. O que quede a las órdenes de un jefe o jefa agradable, con quien no me importe departir cada mañana y ayudar en alguna tarea útil para la ciudad, hasta que me deje de interesar. No se olviden de que, con más de 30 años de trabajo en esta casa, tengo un acervo de experiencia que puede ser de utilidad a quien sepa aprovecharlo.

En ese caso hay otras fechas en el horizonte. Una de ellas es la determinada por la conveniencia de completar 35 años de cotización a la Seguridad Social. Ahora mismo ese es un dato irrelevante pero, si siguen recortando las pensiones, tal vez se vuelva importante y lo cierto es que me falta muy poquito para redondearlo. Antes de entrar en el Ayuntamiento, hice algunos trabajos esporádicos, pero no puedo acreditar ninguna cotización, excepto los 9 meses de exceso de Servicio Militar (hice 18 en Infantería de Marina). Ya tengo hasta los impresos para pedirlo. Si me reconocen esos 9 meses, cumpliría los 35 años cotizados al final de 2016, segunda de las fechas que barajo para jubilarme.

Resumiendo. UNO: si no pido el reenganche o no me lo conceden, me voy el 19 de junio de 2016. DOS, si el municipio me requiere para una tarea que me guste, me quedaré hasta que me harte (en todo caso, no creo que aguante hasta los 70). TRES: si no lo tengo claro, tal vez siga hasta Navidad de 2016. Todo esto, por supuesto, Dios mediando, como decía mi padre.


lunes, 23 de febrero de 2015

347. Brisas coruñesas

La semana pasada asistí en la Casa de Galicia a la presentación de la segunda novela que publica mi paisano y buen amigo Jesús Arsenio Díaz, arquitecto tránsfuga como yo, que encuentra más placer en la pluma que en el rotring, por lo que, desde hace ya unos cuantos años, se dedica en exclusiva a la literatura. La novela se llama El contubernio de Lisboa, título atractivo y sugerente que remite a los tiempos de la posguerra y transcurre al parecer por territorios fronterizos, llenos de espías, guardias civiles, estraperlistas, falangistas, inventores, fotógrafos aficionados y poetas arruinados. Jesús narra la peripecia coral de este grupo, con una prosa que revive estilos decimonónicos y aun anteriores, recobrando incluso la costumbre cervantina de los epígrafes, pequeños guiones en cursiva sobre el contenido del capítulo al que anteceden (De cómo el joven Fulanito se fue a la guerra y previamente fue casado con su prima, etc. etc.)

La Casa de Galicia es una institución cuya sede nunca había visitado, localizada al socaire de Los Jerónimos, entre el Museo del Prado y el Retiro. La Casa ocupa un palacete en esquina, construido en los años 20 para el noble riojano Agustín González de Amezúa, de estilo clásico con elementos historicistas regionales, nada gallegos por supuesto. Asistimos a la presentación dos bloques diferenciados de público, de un lado los familiares y amigos del autor, y de otro una fauna tirando a jurásica, al parecer asidua a todos los actos que se montan en el lugar, bien pertrechados por increíbles abrigos de pieles las señoras y gabanes de buen corte los caballeros. Antiguamente, este rancio personal se tragaba los actos más variopintos, sin otro interés que el de zamparse el piscolabis posterior, bien regado con caldos de la tierra, para volver a casa cenados y sin merma de su efectivo de bolsillo.

Ahora, la crisis ha suprimido el tentempié, pero estas gentes reinciden por costumbre, aunque, en cuanto termina el acto, salen despendolados. Libres de la ganga de este público postizo, los allegados del artista fuimos generosamente invitados en un bar cercano, en donde estuvimos largo rato comentando cosas de mi tierra, a la que tan abandonada tengo últimamente. Me enteré así de que uno de los actos más sobresalientes celebrados recientemente en la Casa de Galicia fue la presentación del libro sobre Cristobal Colón, escrito por Alfonso Philippot Abeledo. Este señor es un octogenario de Vigo, que ha dedicado media vida a indagar en torno a la figura de Colón, de quien estuvo siempre convencido de que era gallego.

El resultado de sus investigaciones se recoge en el ensayo La identidad de Cristobal Colón (Editorial Autor-Editor, 1994), que va ya por la 5ª edición. En el libro, Philippot no sólo confirma que Colón era gallego, sino que llega a la conclusión de que se trata de la misma persona que don Pedro Álvarez de Sotomayor, noble pontevedrés contemporáneo, bregado en las luchas feudales, en las que acostumbraba a iniciar las batallas muy temprano para sorprender al enemigo, lo que le valió el apodo con el que pasó a la historia: Pedro Madruga. Philippot está seguro de que Colón era Pedro Madruga y sustenta su tesis en 25 coincidencias, para él irrebatibles. Esta historia rememora un chascarrillo bíblico que se contaba cuando yo era pequeño, que comenzaba cuando Abraham, cuchillo en mano, se dispone a matar a su hijo Isaac, momento en que retumba en el aire una voz cavernosa que dice: “Abraham, no mate lo neno”, demostración evidente de que Dios también era gallego.

Cuando yo me fui de La Coruña, mediado el año 68, la ciudad tenía una actividad cultural escasa, decadente y elitista, propia de las capitales de provincia en los tiempos grises de finales del franquismo. Una situación que nada tiene que ver con la actual. Desde que Galicia es una región autónoma, sus ciudades han experimentado un impulso notable y continuado, que hace que la vida sea allí tranquila y agradable, pero rica culturalmente y muy entretenida. Como muestra, este botón. El pasado 19 de febrero, día del Año Nuevo chino, se inauguró en el Museo de Bellas Artes de La Coruña la exposición El primer Picasso, dedicada a los años que el pintor vivió en la ciudad. Porque, aunque ustedes no lo sepan, Picasso vivió en La Coruña entre 1891 y 1895, los años en que su padre ejerció de profesor de la Escuela de Bellas Artes. Picasso había pintado algunos cuadros y dibujos antes, en Málaga, pero fue en La Coruña donde explotó su talento.

Picasso estudió esos años en las Escuelas Eusebio da Guarda, que estaban muy cerca de mi casa. Este Eusebio da Guarda fue un prócer local, hijo de un zapatero portugués, que hizo fortuna como marino mercante, fortuna que legó a la ciudad para la construcción, además de las citadas Escuelas, del Instituto de Enseñanza Secundaria, la iglesia de San Andrés y el primer Mercado de la Plaza de Lugo, plaza en la que yo nací, frente a los puestos de las famosas pescaderas que en cada partido importante del Dépor se visten de blanquiazul y salen en los telediarios nacionales. La ciudad, agradecida, le erigió la estatua que les muestro más abajo, frente a las escuelas que llevan su nombre. Ahora está restaurada, pero yo la recuerdo, más o menos, en el estado que se ve en la foto, con la mitad de las letras de bronce robadas por los vándalos. El tipo sostiene un papel en una mano y señala con la otra para atrás, como hacia la playa del Orzán. De niños le atribuíamos este discurso apócrifo: “Aquí tienes el Orzán, toma papel y vete a cagar”.


En las Escuelas Eusebio da Guarda, Picasso no fue un buen estudiante, puesto que todas sus energías las empleaba ya en la pintura, dedicación febril que no abandonaría en toda su vida. Tras conseguir que algunos cuadros se mostraran en escaparates de la Calle Real, en febrero de 1895, con 13 años, monta su primera exposición, que se hace acreedora de una elogiosa crítica en La Voz de Galicia. Pero ese mismo año, su padre es trasladado a Barcelona. Parece que el genio no olvidó nunca esos años decisivos y siempre tuvo el sueño de contar con alguna placa en la ciudad dedicada a su memoria. Pero no consiguió tenerla en vida. El otro día, finalmente, coincidiendo con la apertura al público de su exposición, se descubrió una pequeña placa en la fachada del Museo de Bellas Artes. La exposición de la que les hablo, reúne 81 piezas del autor, 13 de ellas mostradas al público por vez primera, y se completa con más de 100 obras de artistas gallegos de la época. El evento es de tal calibre, que la inauguración de la muestra corrió a cargo de los Reyes de España, expresamente venidos para la ocasión, como pueden comprobar AQUÍ, en la página del Ayuntamiento.

Y hablando de Reyes de España, seguro que ustedes tampoco saben que el último intento de magnicidio para cargarse al padre del actual Rey, se planeó en 1985, con motivo del Desfile de las Fuerzas Armadas en La Coruña. Militares golpistas, descontentos con el fracaso del 23-F (del que por cierto se cumplen hoy 34 años), pensaron en volar la tribuna de autoridades, llevándose de paso por delante a Felipe González. Hasta llegaron a anunciarlo en El Alcázar y todo. Por fortuna, la cosa fue abortada a tiempo. Ya sé que no se creen muchas de las cosas que cuento, y además no tengo ganas de escribir más, así que lo mejor es que les ponga el link a la noticia. AQUÍ lo tienen. 

viernes, 20 de febrero de 2015

346. La nostalgia del Ejército Rojo

Les hablo del documental Red Army (Ejército Rojo), actualmente exhibido en cines de estreno, aunque no creo que dure demasiado. Muy bueno tiene que ser un documental para que consiga estrenarse en los cines; supongo que recuerdan Searching for Sugar Man, del que se habló en este blog. He visto Red Army y se la recomiendo sin dudarlo. La película dura una hora y cuarto y cuenta la historia del equipo nacional de hockey sobre hielo de la Unión Soviética, el mejor de la historia, al que se conocía precisamente con ese nombre: Red Army. Se basa en escenas retrospectivas muy interesantes, alternadas con entrevistas actuales a las personas que hicieron posible ese equipo.

A través de la peripecia vital de los jugadores y promotores del equipo de hockey, se muestra una visión panorámica sobre lo que fue la Rusia soviética, su posterior desmantelamiento y los esfuerzos actuales por reconstruir un tejido social devastado. El hilo conductor de la historia es la figura del capitán del equipo, el defensa Slava Fetisov, un sujeto ciertamente singular, con un carácter en el que sobresale una cualidad: la integridad. Cuando Fetisov está seguro de que su posición es justa, no negocia ni cede un ápice en su reivindicación. Esa forma de ser le costó más de un disgusto en el universo autoritario soviético. Hablamos de unos personajes (él y sus compañeros) que jamás se quejaron de los entrenamientos extenuantes y el régimen cartujo que se les impuso. Pero la dignidad es la dignidad.

Las imágenes del film son impagables y no creo fastidiarles nada si les cuento algunas de las historias que narra. El primer entrenador del equipo es realmente el creador de la filosofía que lo hace único. El hombre, toma estrategias y rutinas del ajedrez y del ballet, se estudia las rutinas del Bolshoi y la forma de entrenamiento mental de los grandes maestros ajedrecistas rusos. El resultado es un juego colectivo en el que todos se mueven continuamente por el hielo componiendo una especie de coreografía indescifrable para el adversario, que nunca sabía por dónde le venían los jugadores. Cada vez que van a interceptar a un atacante, cuando lo enciman ya se ha desecho del disco y hay otro que lo lleva por el lugar más imprevisible.

Este primer entrenador cae en desgracia por un incidente bastante revelador del ambiente de los tiempos duros del comunismo. Durante un partido, mosqueado por una decisión arbitral injusta, ordena retirarse al equipo y se tardan 40 minutos en reanudar el partido, hasta que le convencen de volver. El problema es que en la tribuna estaba Brezhnev, que pierde 40 minutos de su valioso tiempo, monta en cólera y pregunta quién es el responsable del desaguisado. El entrenador es destituido fulminantemente y reemplazado por otro que es un auténtico cabrón. La relación con los jugadores se enturbia y se despersonaliza; el primero los trataba como a hijos, el segundo como a esclavos. Las imágenes actuales de ese primer entrenador, ya anciano, viviendo en condiciones próximas a la miseria, son tremendas. En cuanto al cabrón, declinó intervenir en el film.

En el hockey sobre hielo las dos potencias tradicionales eran Canadá y USA, cuyos clubes competían en la misma liga, la poderosa NHL Nacional Hockey League. La Unión Soviética logró quebrar el monopolio de esas dos selecciones, hasta el punto de que, entre 1960 y 1990, fue la selección que ganó más campeonatos mundiales, a mucha distancia de la siguiente, además de seis medallas de oro en juegos Olímpicos de Invierno, en una serie sólo interrumpida por la final perdida en 1980 contra USA, en un partido cuyo resultado fue calificado de milagroso por la propia prensa americana. Nadie ha igualado un logro como este. Es algo insólito en el mundo del deporte. Una hazaña que les supuso a los integrantes del equipo un estatus de héroes nacionales. Además, conseguían esto con un tipo de juego nada violento, muy diferente del canadiense y norteamericano, en cuyos partidos se reparte leña abundante. 

En los inicios de la apertura de Gorbachov, se empieza a pensar en permitir la salida de los mejores jugadores rusos, a los que quieren fichar diferentes equipos de la NHL (en los tiempos más duros tenían prohibido salir del país, excepto a olimpiadas y campeonatos, a los que acudían vigilados de cerca por agentes del KGB). Pero se les pone como condición que entreguen sus sueldos supersónicos a la embajada rusa, que les pagará un 10%. Fetisov se planta por primera vez: él no se va si no se queda con el sueldo íntegro que gane. Le prometen que un año después aceptarán sus condiciones. Pero, llegado el momento, le dicen que verdes las han segao, ante lo cual decide abandonar el equipo nacional. En unas horas pasa de héroe a villano. Le ponen verde en la prensa, le excluyen de cualquier acto público, le prohíben entrenar y hasta le dan una paliza.

Más adelante, cuando el régimen se descompone del todo, por fin pueden todos salir y fichar por equipos canadienses y americanos. Allí su vida tampoco será fácil. El juego en la NHL es muy diferente, con una violencia a la que no están acostumbrados. Se enfrentan también a comportamientos racistas y problemas con algunos compañeros, que piensan que han venido de fuera a quitarles a los de casa su medio de ganarse la vida. Actualmente, algunos de ellos siguen en Occidente, trabajando como agentes de jugadores. No es el caso de Fetisov, que quiso volver a su patria y ayudar allí a la reconstrucción de un país devastado por el desmantelamiento apresurado de las estructuras soviéticas. Sabedor de su regreso, Putin le ofreció el cargo de Ministro de Deportes, responsabilidad que aceptó. Desde ese puesto, que continúa ostentando, desarrolla una actividad incansable creando infraestructura deportiva y fomentando el deporte en la educación.

Y, ya que hemos hablado de Putin, hay que empezar por admitir que su desempeño no es del todo democrático, pero tampoco lo es el del Rey de Marruecos y otros jefes de estado a los que se toleran comportamientos similares, por no hablar del régimen chino. Emmanuel Carriere, en su libro Limonov, del que ya les he hablado, no habla mal de Putin, e incluso comienza el libro con la cita de una frase suya: “El que quiera hoy restaurar el comunismo no tiene cabeza; el que no lo eche de menos no tiene corazón”. Ahora mismo, la imagen que da la prensa occidental de este señor, es la de un tirano con cuernos y rabo y una peste a azufre importante, pero detrás subsiste un problema geoestratégico sin resolver. Como saben, la Unión Soviética se vino abajo ella sola, por su incapacidad de competir comercialmente con el mundo occidental y la imposibilidad de contener el ansia de libertad de sus ciudadanos, hartos de malvivir en pos de un objetivo inalcanzable.

En ese momento, se independizan Polonia, Hungría y los demás países del Pacto de Varsovia. ¿Y qué es lo que hace entonces Occidente? Pues apresurarse a meterlos a todos en la OTAN. También en la Unión Europea, para disimular, y sin importarle que la funcionalidad de la Unión se vea gravemente comprometida. Es decir, USA consigue colgarle de las barbas a Rusia todo un rosario de países de la OTAN. Lo mismo que intentó la URSS con la sovietización de Cuba. Desconozco si en los antiguos países satélites de la URSS hay ahora misiles apuntando a Moscú, pero no me extrañaría lo más mínimo. O sea, lo mismo que escandalizó a Kennedy y estuvo a punto de provocar la tercera guerra mundial. Putin no se puede permitir una Ucrania integrada en la OTAN y tiene motivos para no fiarse de Occidente.

Todo esto de la Guerra Fría larvada tiene un punto rancio que me desagrada profundamente. Creo que Occidente debería olvidarse de esa mierda, sellar lazos con Rusia y entenderse con Putin para defendernos juntos del enemigo yihadista, que es el verdadero peligro para la civilización. Mientras nosotros discutimos sobre galgos y podencos (con más de 5.000 muertos ya en Ucrania), ellos avanzan metro a metro en su camino regresivo hacia una nueva Edad Media. Y no olvidemos que el nacimiento del yihadismo también es una consecuencia de la Guerra Fría: la cosa se inicia a partir de la financiación por la CIA de un movimiento guerrillero contra la invasión soviética de Afganistán. Les dejo el link de un interesante análisis del conflicto ucraniano, por si no lo han leído. AQUÍ lo tienen. Que pasen un buen fin de semana.

miércoles, 18 de febrero de 2015

345. When I’m Sixty-Four

¿Recuerdan aquella hermosa canción de los Beatles? Se titulaba así. Cuando tenga sesenta y cuatro. O sea, mañana, en mi caso. Como ya les he anunciado, mañana 19 de febrero, día del Año Nuevo chino, entraremos en el Año de la Cabra y yo contribuiré modestamente a la celebración de este gran evento, cumpliendo los 64. El otro día, en la fiesta de los de Hong Kong, me hicieron entrega de un sobrecito rojo de regalo, en el que venía el horóscopo chino para el año entrante. Como nacido bajo el signo del Conejo, me auguran un año feliz, en el que mi carisma social mejorará, mi camino se verá iluminado por el éxito y tendré muchas oportunidades de mejora y promoción interna en el trabajo. Tendré la oportunidad de unirme a algún club (tal vez se refiere al Billar de Letras), así como de dar y tomar clases y hacer viajes formativos, estupendos para mi realización personal. Esto es lo que dice. Esperemos que se cumpla. Y ustedes que lo vean.

Volviendo a la canción que titula este post, y cuyo archivo les pongo un poco más abajo, pues he de decir que se publicó dentro del álbum Sargent Peppers en 1967. Joder, qué lejos nos quedaban entonces los 64. Un año más tarde, cuando yo entré en la Universidad, los que tenían más de 30 me parecían gente muy mayor. Y los de las décadas siguientes, unos auténticos fósiles. Todavía recuerdo que una amiga mía se enrolló con su profesor de Ética, que tenía 42 años, y los amigos le decíamos con horror: pero tía, qué vas a hacer tú con un viejo como ese, dentro de nada no podrá seguirte el rollo y acabarás cuidándole la próstata. Eso le decíamos.

La historia de esta canción se ha contado muchas veces. Paul McCartney compuso una primera versión cuando tenía 15 años, como una parodia de los temas estándar de los cantantes melódicos de los años 20. Ya en los Beatles, usaban este tema y otros de parecido corte cuando, en plena actuación en The Cavern, en Liverpool, se les estallaban los amplificadores. Tocaban a tal volumen, que le fundían las bielas al sistema. Cuando esto sucedía (algo muy frecuente), Paul se sentaba al piano e improvisaba algunas cancioncillas de este tipo, para entretener al personal mientras alguien les traía un equipo nuevo. A estos temas ligeros y alegres les iban añadiendo letras y morcillas a la medida del humor irreverente y ácido de John Lennon. When I'm sixty-four, que por entonces ni siquiera se llamaba así, era una canción que nunca daban por terminada, según explicó Lennon, porque cada vez le añadían nuevos estrambotes.

En 1966, el padre de Paul cumplió 64 y su hijo, en la cresta de la ola, decidió darle la última vuelta de tuerca a esta melodía para poder dedicársela a su progenitor, en cuyo cumpleaños la cantó por primera vez con su letra definitiva. La canción estaba ya madura para incluirla en el álbum siguiente, pero Paul la seguía viendo incompleta, endeble en la parte instrumental. Entonces, a alguien se le ocurrió añadir una sección de las llamadas de viento-madera. Contrataron a tres clarinetistas y grabaron las diferentes pistas. Una vez mezcladas, el propio John mostró su sorpresa y su admiración por el resultado del trabajo de su compañero, con el que ya empezaba a tener una rivalidad que haría saltar por los aires el grupo muy pocos años después. Para que vean cómo les cuido, aquí tienen el archivo de la canción y debajo les pongo la letra traducida, con la original al lado.


Cuando envejezca y pierda mi pelo,                             When I get older, losing my hair,
dentro de muchos años.                                                 many years from now.
¿Me mandarás aun tarjetas de San Valentín,             Will you still be sending me a valentine, 
felicitaciones de cumpleaños, botellas de vino?        birthday greetings, bottle of wine?                   
 
Si salgo hasta las tres menos cuarto                             If I'd been out 'til quarter to three,
¿me cerrarás la puerta?                                                  would you lock the door?

¿Me necesitarás, me alimentarás                                 Will you still need me, will you still feed me
cuando tenga 64 años?                                                   when I'm sixty-four?
 
Mmmm…Tu también serás más vieja.                          Aaah You'll be older too.
Y si dices la palabra,                                                         And, if you say the word,
podría quedarme contigo.                                              I could stay with you
 
Podría resultar de utilidad arreglando un fusible,      I could be handy, mending a fuse,
cuando se te apaguen las luces.                                    when your lights have gone
Tu puedes tejer un suéter junto a la chimenea,         You can knit a sweater by the fireside,
los domingos por la mañana ir a dar una vuelta.       Sunday mornings, go for a ride
 
Arreglar el jardín, quitar las malas hierbas                  Doing the garden, digging the weeds,
¿quién podría pedir más?                                               who could ask for more?
¿Me necesitarás, me alimentarás                                 Will you still need me, will you still feed me
cuando tenga 64 años?                                                   when I'm sixty-four?
 
Cada verano podemos alquilar                                      Every summer we can rent 
una casa de campo en la Isla de Wight,                       a cottage in the Isle of Wight,
si no es demasiado cara.                                                 if it's not too dear.
Tendremos que ahorrar.                                                 We shall scrimp and save

Mmmm…Tus nietos sobre tus rodillas,                        Ah Grandchildren on your knee
Vera, Chuck y Dave.                                                         Vera, Chuck, and Dave
 
Mándame una postal, envíame unas líneas                Send me a postcard, drop me a line,                              
con tu punto de vista.                                                     stating point of view
Indica de manera precisa lo que quieres decir,          Indicate precisely what you mean to say,
tuyo sinceramente, echándome a perder.                  yours sincerely, wasting away
 
Dame tu respuesta, rellena un formulario,                  Give me your answer, fill in a form,
mía para siempre                                                              mine forever more,
¿Me necesitarás, me alimentarás                                  Will you still need me, will you still feed me 
cuando tenga 64 años?                                                    when I'm sixty-four?

Casi 50 años después de la publicación de esta canción, el legado de los Beatles sigue vigente. Ellos cambiaron el mundo de la música antes llamada ligera, por oposición a la clásica. Tras su irrupción, nada fue igual en el mundo del rock, un estilo hasta entonces minoritario. Ellos popularizaron esta música, llegaron a toda la sociedad y nunca bajaron el listón de calidad que se impusieron desde sus primeros trabajos. Ellos simbolizaron el optimismo de la nueva situación mundial de paz, tras la guerra más terrible de todos los tiempos; la alegría, el desenfado y las ganas de diversión de las nuevas generaciones, que no querían volver a oír hablar de guerra nunca más. Fueron los Mozart y Beethoven del siglo XX. Y se dejaron la vida en el empeño. Hoy sólo sobreviven Paul y Ringo, convertidos en momias, forrados de millones. En el camino quedaron John y George.

Poco más queda que añadir. Me doy por felicitado. Que tras los 64 vengan muchos más. Y ustedes que lo vean. Y ya que hemos hablado de Beethoven, no hay mejor cierre que el homenaje irónico que le escribió Chuck Berry al gran sordo universal. Nadie mejoró la versión de los Beatles de este tema. Que lo pasen bien y que el Año de la Cabra les traiga toda clase de venturas.


lunes, 16 de febrero de 2015

344. Un ácrata en Rancho Boyeros

En estos días, algunos colegas me han preguntado cómo es que no digo nada positivo de Cuba y los cubanos. ¡Por Dios! Los cubanos son una gente cojonuda, son mis hermanos. Tienen un sentido innato para la composición musical, para la danza, un humor característico sustentado en un habla única, una energía caribeña inagotable y una imaginación desbordante que les ayuda a sobrevivir en una situación de verdadera penuria económica. A esto hay que añadir, como en cualquier país de la órbita soviética, una educación exquisita: allí no hay analfabetos, la gente del pueblo es culta, adora la discusión y el debate y te puede suceder, como a mí, que el vigilante de una reserva de cocodrilos se te ponga a hablar de Nietzsche con fundamento. Yo adoro al pueblo cubano; otra cosa es el sistema político que sufren, dicha la palabra sufrir en su acepción más extendida.

Vale, no sufran, ya voy con la anécdota prometida. Empezaré por aclarar que Rancho Boyeros es el nombre con que los viejos campesinos cubanos siguen denominando al Aeropuerto Internacional José Martí, de La Habana, igual que muchos de nosotros seguiremos llamando Barajas al Adolfo Suárez. Como les dije, en el otoño de 1988 me apunté a correr el Maratón de Varadero (ahora ya no existe tal carrera, sustituida por la de La Habana, en donde es previsible que haya un mayor calor popular). Ya antes de salir de viaje, averigüé algunos detalles del invento. El amigo P., que se ganaba la vida con diversas actividades relacionadas con el deporte, entre ellas la organización de viajes a los maratones serios como el de New York, se tomaba lo de Cuba como unas vacaciones. Tenía buenas relaciones con el Ministerio de Deportes cubano y era bien recibido en la isla, donde tenía amigos y estaba buscando un terreno para construirse una casa.

Formaban el grupo unas 15 personas fijas, que todos los años repetían un viaje que también se tomaban como unas vacaciones, y que les servía para volver a un país donde tenían diferentes negocios deportivos, comerciales, amorosos o de simple holganza. Además, cada año pillaban a algún incauto como yo. A cambio de llevar a algunos corredores españoles, cuya presencia prestigiaba la carrera, a P. le pagaban el viaje. Pero sólo si volaba en Cubana de Aviación. El problema es que un año llevó a todo el grupo en Cubana y pasaron un miedo horrible, con un avión viejo que todo el rato parecía a punto de desintegrarse. Eso había generado protestas que habían desembocado en una solución de compromiso: P. volaba unos días antes en Cubana, y nos mandaba a los demás en Iberia. Al parecer P. tenía un miedo irreprimible a los aviones y afrontaba esos vuelos a base de biodraminas y whisky.

El día de la cita, quedamos en Barajas con una hora de antelación para conocernos. Nada más llegar a la terminal, reconocí a varios colegas. La gente que corre maratones tiene un tipo especial, están súper delgados, tienen un aire ingrávido, un poco felino, y gastan chándales vistosos de las marcas punteras. Se lo creerán o no, pero en ese tiempo yo pesaba 59 kilos. Nos presentamos y formamos corro. Éramos un grupo mixto, con unas cuantas parejas, amigos de años anteriores, etc. Enseguida me percaté de que había un elemento que se salía de la regla del grupo. Por edad, hechuras y aspecto. Era un tipo muy mayor, chaparro, regordete, con un puro a medio fumar sostenido entre dos dedos, pelo rizado canoso y un aire entre Spencer Tracy y una especie de Curro Jimenez bajito. Frente a las mochilas ergonómicas que cargábamos los demás, aquel abuelo llevaba una maleta atada con una cuerda, como los viajeros del siglo XIX. Me lo presentaron como Pepe Ortega y, al saludarnos, no pude evitar preguntarle: ¿Pero tú también vas a correr la carrera? Con seriedad absoluta, me dijo que por supuesto. Un rato después, un ayudante de P., que andaba por allí organizando el cotarro, me confirmó lo que imaginaba: el tipo me había tomado el pelo. Pepe Ortega no había corrido en su vida.

En este blog ha quedado acreditada mi capacidad de empatizar con frikis y similares, así que no les sorprenderá que Pepe Ortega y yo hiciéramos buenas migas y nos sentáramos juntos en el avión (éramos los únicos nones del grupo). Me contó su vida mientras cruzábamos sobre el Atlántico en un día despejado y luminoso. Era nada menos que un superviviente de la División Azul, un tipo que había logrado salir vivo de Stalingrado. Los ayudantes de P. me confirmaron que ese dato era cierto. Pero Pepe Ortega no era un fascista (ya he dicho que para mí, fascista no es un insulto, sino un adjetivo descriptivo de un tipo de mentalidad). Yo lo definiría más bien como un aventurero, un ácrata irredento con un punto gamberro. Sus padres habían muerto en la guerra española. Me contó que era casi un adolescente cuando firmó los papeles para alistarse a la aventura en la helada estepa rusa. Que no sabía cómo había logrado volver de aquel infierno. Que esa experiencia había marcado para siempre su personalidad: después de aquel horror, su forma de abordar cualquier tema partía inevitablemente de un escepticismo básico sobre la condición humana.

De aquellos años conservaba una aversión visceral a las dictaduras de izquierdas, por lo que no le tenía ningún cariño a Fidel Castro. Sin embargo, cada año volvía a Cuba con un objetivo preciso: comprar todas las cajas de puros que pudiera. Al volver, todos los del viaje tendríamos que camuflar en nuestros equipajes cuatro o cinco de esas cajas de puros, para pasar la frontera con ellas. Le expresé mis reservas, pero me dijo que no había ningún problema, que con la carga repartida era sencillo salir de Cuba y que, si me negaba, iba a quedar muy mal con el grupo. Pepe Ortega compraba puros para todo el año, que vendía luego en un bar de la Plaza Mayor de Jaén, donde vivía. Era una de sus múltiples fuentes de ingresos, porque no pensaría yo que con las ayudas oficiales como héroe del franquismo le llegaba para vivir decentemente. Como a otros compañeros, le habían ofrecido regentar un estanco o un kiosco de prensa, pero nunca había aceptado estas fórmulas y se ganaba la vida como podía.

Durante el vuelo, se formaban de vez en cuando corrillos entre los miembros del grupo. Así me enteré de que, en el Aeropuerto de Rancho Boyeros, nos esperaba P., en compañía del mismísimo Alberto Juantorena, el mítico atleta cubano retirado, doble medallista olímpico en Montreal-76 (400 y 800 ms.), por entonces Adjunto al Ministro de Deportes, que quería saludarnos personalmente. Al menos dos veces le advirtieron a Pepe Ortega que a ver si iba a hacer alguna pirula de las suyas, que el año anterior casi los devuelven a todos a Madrid por su culpa. Al final conseguí que me lo contasen. Al parecer, en la aduana, le habían dicho que no podía entrar en la isla con un paquete gigante en el que llevaba un teclado Hammond encargado el año anterior por un músico local amigo suyo. En el tira y afloja, Ortega se puso farruco y pidió que le dejaran usar algún teléfono (no había móviles entonces), para llamar directamente a Fidel Castro, de quien dijo tener el número. El jefe de aduanas se agarró tal mosqueo que, en un momento dado, se llegó a plantear la posibilidad de meterlos a todos en el primer avión de vuelta. Al final, P. logró reconducir la situación.

Pepe Ortega prometió portarse bien, aunque se pasó todo el viaje despotricando contra el régimen cubano. Aterrizamos finalmente y bajamos por la escalerilla, sintiendo por primera vez el aire tórrido del Trópico. P. nos esperaba abajo y nos contó que esta vez iba a ser todo muy sencillo y no íbamos a tener ni que pasar la aduana, porque nos iban a dar tratamiento de diplomáticos. Así lo había dejado dispuesto Juantorena, que finalmente no podía venir a darnos la bienvenida, porque había sido convocado a una reunión urgente. En su lugar lo haría Danilo, otro alto funcionario castrista, que nos saludaría allí mismo en la pista y luego nos sacaría directamente por una puerta lateral. Apareció por fin el tal Danilo, un tipo retaco, chuleta y de aire insolente, vestido de verde oliva, tocado con gorra de campaña y con dos cartucheras de balas auténticas cruzadas sobre el pecho. Nos alineamos para el saludo, formando una hilera, con nuestras mochilas y pertrechos,

Danilo inició entonces una especie de pase de revista, empezando por el extremo izquierdo de la hilera, en compañía de P., que le iba contando quién era cada uno, según una lista impresa que llevaba. La escena parecía directamente sacada de Bananas, la delirante película de Woody Allen. La mayoría de los miembros del grupo, delgados y relucientes, con nuestros coloridos chándales de última generación, aguardábamos la revista muy tiesos en posición de firmes, incluso el que sostenía en alto la percha con el traje de novia a que me referí en el post anterior. A mi derecha, Pepe Ortega, rechoncho, rollizo y cetrino, con su vieja maleta decimonónica a un costado, destacaba como un garbanzo negro en un cocido madrileño. La revista llegaba a mi altura y P. iba diciendo: este es Menganito, que trabaja en la Diputación de Almería y fue recordman de España de 5.000. Aquí Zutanito, director de sucursal del BBV en Cáceres. Aquí Emilio, que es urbanista  del Ayuntamiento de Madrid. Danilo miraba a todos desde su estatura más baja, extendía la mano y daba sucesivos apretones diciendo “bienvenido a Cuba”.

Me rebasaron y P. anunció: –Este es Pepe Ortega, que no viene a la carrera, pero es como el padre espiritual del grupo. Danilo no le ofreció la mano de primeras. Por el contrario, levantó la barbilla, achicó los ojos y, con cara de Sherlock Holmes, preguntó: –¿Usted y yo no nos hemos visto antes? Pepe Ortega se encogió de hombros, torció la cabeza y compuso una especie de puchero de duda: –No sé. Como no haya sido en la proclamación de mi sobrino… ¿Cómo dice? –preguntó Danilo con desconfianza. Sí, en la proclamación de mi sobrino Daniel Ortega, como presidente de Nicaragua. Pepe Ortega sostenía la mirada del otro sin sombra de ironía. Los presentes no sabíamos a dónde mirar, deseando que el asfalto de la pista se nos tragara para siempre. La cara de P. era un auténtico poema.

Danilo engarfió los pulgares en las cartucheras que le cruzaban el pecho y entrecerró aun más los ojos sin perder de vista a su adversario, cabeceando imperceptiblemente mientras decidía si aquel tipo iba de farol o decía la verdad. Pasaron unos segundos interminables, en los que el cabeceo parecía acentuarse poco a poco. Danilo asintió finalmente, dijo: "pues allí habrá sido", extendió la mano, estrechó la de Pepe Ortega y continuó con la revista de la tropa. Tal como lo viví, así se lo he contado. Sucedió en la pista central del aeródromo de Rancho Boyeros, más conocido como Aeropuerto Internacional José Martí, de La Habana.

Pasamos por la puerta de diplomáticos sin sufrir escrutinio aduanero alguno y abordamos la guagua que nos trasladaría a Varadero. Más tarde, ya pasado el apuro, P. le echó una bronca monumental, le dijo que era un gamberro incontrolable, que siempre tenía que montarla y que no sabía cómo lo aguantaba. El último día del viaje, Pepe Ortega nos abarrotó los equipajes con una cantidad desmesurada de cajas de puros, pero llegamos sin problemas a la escalerilla del avión de vuelta. En Barajas abrimos las mochilas y le hicimos entrega de la mercancía. Un crack, este Pepe Ortega. Un personaje bizarro, faltón, valleinclanesco, tan de vuelta de todo como un veterano de Corea. Yo le calculo que entonces rondaría los 70 años. Así que seguramente se habrá muerto hace tiempo. Valga esta historia como un pequeño homenaje a su memoria.


viernes, 13 de febrero de 2015

343. Algunos apuntes sobre Cuba

Mi club de lectura, que se llama Billar de Letras, está dirigido por mi amigo el escritor cubano Ronaldo Menéndez, y estamos a punto de debatir sobre el quinto libro propuesto para su lectura. Los cuatro anteriores fueron centro de otras tantas tertulias muy interesantes, pero sólo de los dos primeros escribí algo en el Blog (El Pentateuco de Isaac y El sueño de la Aldea Ding), especialmente el segundo, que les he recomendado insistentemente. Tampoco he dado referencia de las nuevas conferencias en Lhardy, que continúan siendo de interés, lo que pasa es que, de verdad, tengo que seleccionar, para no sobrecargar más el blog.

Un inciso. En el último Billar de Letras acudió la autora del libro que debatíamos y contó que ella sigue escribiendo el adverbio sólo con acento diacrítico (como yo), aunque la RAE ha decidido que es innecesario. Mierdera decisión, bajo mi punto de vista. Conocen el viejo chiste: Quiero un café/¿Solo?/Bueno, pues póngame dos. Este chascarrillo se basa en una insuficiencia del lenguaje hablado, que el castellano escrito no tenía, pero que ahora sí tiene, gracias a la citada decisión mierdera de los sesudos académicos. Yo me lo he tomado como una recomendación, que no es obligado seguir a rajatabla. Por eso sigo escribiendo solo y sólo, según los casos. Bueno, pues la escritora nos contó que había entregado al editor el manuscrito de su nueva novela, y el tipo le había corregido este aspecto. Le había devuelto el texto después de quitarle minuciosamente los acentos a unos 357 sólos. Un idiota. Si me hace eso a mí un editor, le arreo semejante galoucazo, que lo mando p’alla pa’l Ensanche de Vallecas, hombre. Que soy coruñes, carallo.

A lo que íbamos. La quinta sesión del club estaba prevista para un libro cuyo nombre he olvidado. Pero entonces llegó la gran noticia de las Navidades: el desbloqueo de las relaciones USA-Cuba. Ronaldo nos pidió cambiar y estamos leyendo Antes que anochezca, Reinaldo Arenas, Tusquets 1996. Es este un libro sobrecogedor, que recoge las memorias de este escritor cubano, al que hicieron la vida imposible en su tierra, a cuenta de su condición de homosexual, lo que le llevó a exiliarse y penar por diversas tierras lejos de su patria. Su aventura acabó en Nueva York, donde murió de sida en diciembre de 1990. El libro sirvió de base para el guión de la película del mismo nombre, con una convincente interpretación de Javier Bardem (película que, por cierto, no he visto, lo que es casi mejor para la lectura del libro).

El caso es que todo esto me ha traído a la cabeza mi propia experiencia cubana. Sólo he visitado Cuba una vez, en noviembre de 1988, con motivo de mi participación en el Maratón de Varadero. El año anterior había corrido en Nueva York y le pregunté al organizador del viaje si no conocía alguna otra carrera a la que yo me pudiera apuntar. Me habló de Cuba y disipó mis dudas iniciales: la carrera era tan bonita, popular, apoteósica y segura como la de la Gran Manzana. Me engañó, por supuesto: a NY fuimos unas 300 personas, aquí sólo 20; las condiciones climáticas eran horrorosas, en la carrera participamos unas 70 personas, 20 cubanos superpreparados y 50 extranjeros que inmediatamente nos quedamos rezagados y continuamos penosamente el recorrido, entre la indiferencia (cuando no una cierta irritación) del escaso personal que andaba por los alrededores del recorrido. Porque, aquí tienen un primer dato: en Cuba no hay corredores populares. Si haces una marca de la hostia, te dejan dedicarte al deporte. Si no, a cortar caña, como un cabrón.

Pero no le guardo rencor al organizador del viaje, mi amigo P., cuya intervención me permitió conocer de primera mano aquellas tierras y formarme mi propia opinión. He de decir que acudí a ese viaje sin prejuicios, inclinado incluso a una cierta simpatía por el régimen cubano. Yo tuve el póster del Che Guevara en mi cuarto de estudiante y, en los 80, empezaba a escuchar opiniones encontradas al respecto, sobre las que no sabía qué pensar. Había visitado algún país soviético y había palpado la falta de libertad y la tristeza en la mirada de las gentes, pero tenía la vaga esperanza de que, en el Caribe, con el Trópico, las mulatas y el son, la cosa sería distinta. Ya en el avión obtuve algunos indicios. Mis compañeros llevaban varios años acudiendo a esa carrera y viajaban con algunos encargos para los cubanos: productos de uso corriente en España, bolsas de plástico de El Corte Inglés, muy valoradas por su escasez en la isla, y hasta un traje de novia. Ni que decir tiene que, cuando llegamos, la novia del año anterior ya había roto con su prometido, aunque se quedó con el traje por si acaso.

No sé ahora, pero entonces podías cambiar dólares oficialmente (1 peso, 1 dólar), o bien comprar pesos en el mercado negro ilegal, a su precio real, (1 dolar, 40 pesos). Había también unas tiendas sólo para extranjeros, en donde se podía pagar en dólares, y donde vendían cosas tan apropiadas para turistas, como frigoríficos, lavadoras y similares. Yo compré una lavadora para un cubano que me dio el dinero por detrás, porque él no podía entrar en la tienda. Estas cosas generan muy mala leche en la población. Nada más llegar a Cuba nos asignaron unos amigos que nos acompañarían a todas partes, como en la URRS y como me harían años más tarde en Siria (Post 71). Nosotros éramos amigos de Cuba y la Revolución (igual que algunos corredores norteamericanos) y nuestra presencia prestigiaba la carrera. El pueblo de Cuba no tenía nada contra los otros pueblos. Sus problemas eran con los gobiernos, nunca con los pueblos.

En La Bodeguita de Enmedio, estuvimos tomando rondas con estos amigos. Cada vez pagaba uno. Cuando me tocó pagar a mí, pregunté cuánto era y me dieron el precio oficial (40 veces más). Inicié un gesto de protesta pero, entre todos, me calmaron y, entre susurros, me rogaron que no dijera nada. Al salir me lo explicaron: la diferencia entre mi ronda y las anteriores se debía a que había entrado en el bar el vigilante del barrio: el tabernero no podía cobrarme a precio de cubano delante de él. Vivimos también las típicas escenas en la cola de las heladerías Coppelia. Nosotros nos poníamos a la cola pero, a veces, aparecía por allí alguno de nuestros anfitriones y nos colaba, diciendo: “estos señores son amigos que han venido a apoyar nuestra revolución, y tienen que pasar delante”. Nadie de la cola movía un solo músculo facial.

En el hotel de Varadero, en donde los cubanos no podían entrar, alguien se coló y le robó el equipaje a una pareja de nuestro grupo. Cuando fueron a la Comisaría, el poli que tecleaba su denuncia, les regañó al escuchar la palabra robo. En Cuba no hay robos, amigo mío, pondremos que ustedes lo perdieron el equipaje. Contradictoriamente, el último día de estancia, les llamaron por teléfono para anunciarles alborozados que habían pillado a los ladrones y que ya estaban en la cárcel. Mis compañeros preguntaron por sus ropas y les contestaron que verdes las han segao, que desde luego los occidentales es que lo queríamos todo y que bastante triunfo había sido la detención de estos contrarrevolucionarios, como para encima recuperar lo robado.

Como es natural, visité las mejores librerías de La Habana. Aparte de libros de García Marquez y tratados políticos locales, sólo había Historia de Rusia, Literatura de Rusia, Viajes por Rusia. Por comprarme algo, me llevé dos libros del Che Guevara, un tratado político y un librito de memorias. En Madrid, ambos textos me confirmaron en mis impresiones: el tratado era infumable y, en sus memorias, el tipo se vanagloriaba de cómo en la Sierra Maestra pillaron a un joven campesino, que se había sumado a la Revolución como voluntario, robando un poco de comida, delito que estaba castigado con la pena de muerte. Los padres del chico subieron al monte a rogarle al Che que lo perdonara y el tipo les comió el tarro de tal manera que ellos mismos fueron llenos de alegría revolucionaria a explicarle a su hijo lo bueno que era que lo mataran por haber robado un cacho de pan a sus compañeros. El calificativo que me merece este señor, no lo voy a poner por escrito, porque lo he soltado en alguna reunión de amigos y he comprobado que muchos se quedaban lívidos, tragaban saliva y me decían que soy un exagerado.

En aquellos años, las estadísticas oficiales que publicaba el Granma, diario del régimen y único periódico tolerado, confirmaban que Cuba era el país que mayores índices de crecimiento y prosperidad ostentaba, de entre los del Tercer Mundo. Un contertulio circunstancial me susurró que ellos lo que querían era salir ya del Tercer Mundo e incorporarse al Primero, aunque empezaran a la cola. Uno de los pocos comentarios negativos que logré obtener, en un país hermético y blindado, donde las paredes oyen. Si preguntábamos qué pasaría cuando faltase Fidel, la respuesta inevitable era: Está Raúl. Y si les inquiríamos por las causas de tanta penuria económica, echaban la culpa al bloqueo yanqui. Es lo que les vendía la propaganda oficial, aunque me temo que no se lo creían del todo. Hoy ya nadie se traga eso (excepto Willy Toledo).

Otra cosa que les sacaba de quicio era el apoyo cubano a la guerrilla de Angola. Nadie entendía qué pintaban los soldados cubanos que partían a luchar en tan lejano conflicto y, a menudo, regresaban en ataúdes cubiertos con la bandera cubana. Con su humor proverbial, un cubano me dijo que a ellos los  llevaban a la jungla porque eran morenos y se camuflaban mejor en la espesura, no como los blanquitos rusos, que se les descubría enseguida. Por cierto que el general que mandaba las tropas en Angola, gran estratega y héroe nacional de Sierra Maestra, Arnaldo Ochoa, 59 años, sería detenido unos meses más tarde, acusado de conspirar contra Fidel y fusilado sumariamente. Fue éste un importante punto de inflexión en el malestar del pueblo cubano.

Termino, que este post ya me ha salido un poco largo. Pero les emplazo a un próximo texto, para el que he dejado la anécdota más sabrosa de mi aventura cubana. Igual que hice con el caso de los chinos. La historia del chino cabreado tenía entidad propia como para un post exclusivo. Pues la de los cubanos no es de menor calibre. Que pasen un finde fastuoso.

miércoles, 11 de febrero de 2015

342. Una vida de locos

Después de presumir de regularidad en la producción de posts, hoy me ha pillado el toro y aquí me tienen, con la noche cerrada y sin haber empezado mi texto del miércoles. Estaba cantao. Es que, con esta vida de locos que llevo, no sé si puedo aspirar a mantener esa regularidad que pretendo. Así que aprovecharé para contarles mi última aventura de corredor, que hace mucho que no les deleito con lo que algún comentarista ha bautizado acertadamente como hazañas bélicas. Además, me consta que a muchos de ustedes son éstas las batallitas que más les divierten.

Les cuento lo que me pasó el viernes por la tarde. Llegué a casa, descansé un poco (mi hijo Kike andaba por allí) y me fui a correr. Salí pronto, porque tenía el plan de ver luego el partido del Dépor en un bar, había mucha luz en el parque del Retiro y no puedo echarle la culpa a la mala visibilidad, pero lo cierto es que me caí. Me he tropezado muchas veces corriendo pero, cuando era más joven, me hacía menos daño y a veces conseguía no llegar a caerme del todo. Pero la vejez tiene sus servidumbres. El caso es que había hecho bien el calentamiento, había completado mi tanda de estiramientos y subía a buena velocidad por el interior de la valla de Alcalá, cuando debí de pillar alguna discontinuidad del pavimento empedrado que hay en la puerta junto al túnel que comunica con el Metro. Literalmente salí volando. Hice un esfuerzo enorme por no aterrizar en el empedrado, pero fue en vano. Por decirlo con precisión, me caí con todo el equipo, como un saco de patatas, a los pies de una señora enfundada en un chándal de Tactel, de esas que caminan deprisa dándose ritmo con un braceo tan exagerado como innecesario.
    
La señora (pelo blanco rizado de peluquería, gafas de pasta, aire maternal), se echó las manos a la cabeza e inició un canto plañidero conmovedor. ¡¡Ay, ay, ay!! –decía absurdamente (al que le dolía en todo caso era a mí, no a ella). Ay, señor, que usted y yo ya no tenemos edad para andar corriendo por ahí, que eso de correr es para la gente joven, coñe. Caído boca abajo, mi cerebro procuraba abstraerse de la regañina y completar una primera evaluación de daños: dolor muy intenso en rodilla derecha, un poco menos en codo izquierdo, golpe también en el otro codo y la otra rodilla, manos y cara intactos. Me di la vuelta y me senté. El chándal estaba lleno de polvo, pero no se veían agujeros ni costurones. La señora seguía: –¿pero cómo se le ocurre a usted salir a correr, con el frío que hace, en vez de sentarse en un sillón a ver la tele? Andandito, andandito, como yo, eso es lo que tenemos que hacer los mayores –insistía la doña, cargada de razón, como si la escuchara un auditorio invisible.

Pasaron un par de corredores que preguntaron sin pararse: –¿está bien, jefe?  Sí, sí, tranquilos –me apresuré a contestarles. La señora seguía a lo suyo, diciendo ahora que si me acompañaba a una casa de socorro (¿existen todavía las casas de socorro? –me pregunto), que si llamaba a la policía municipal. Negué con la cabeza, mientras recuperaba el resuello. A la pregunta siguiente (¿qué puedo hacer por usted, entonces?), le respondí que me ayudara a ponerme en pie, que yo solo no podía. Agarró mi mano tendida y tiró hacia arriba con fuerza. Ya de pié, di unos pasos. La rodilla me dolía bastante, pero no parecía tener nada serio, nada que afectara a la funcionalidad. Le di las gracias a la doña, que todavía insistió: –Lo que tiene usted que hacer es irse a casa y tomarse una tila calentita, se acaba de caer y se ha hecho mucho daño y le tienen que atender, no sea terco, hágame caso.

Seguí mi recorrido andando, por precaución, cojeando visiblemente y entonces me acordé de una escena de una novelita de aventuras de las que leía de niño. Eran unos libros pequeños y cuadraditos, de tapa dura. En una esquina tenían unos dibujos que, al hojearlo, cobraban movimiento. Un héroe americano que acaba de tener un accidente de coche, está en una cama de hospital y, en un momento dado, lo entiende todo, descifra las claves de lo que le acaba de pasar, quién es el malo y lo demás. Y cae en la cuenta de que tiene que salir de allí urgentemente, para salvar a la chica. Se pone de pié, se arranca el suero y echa a andar por el pasillo. Una enfermera que lo ve, le dice:  –Señor, usted no se puede ir, usted está muy enfermo. Y el tipo la aparta de su camino, mientras piensa: –¿Enfermo? Jamás me había encontrado tan sano, excepto un fuerte dolor aquí y allá.

Pues así estaba yo: jamás me había encontrado tan bien, excepto un fuerte dolor aquí y allá. Tan bien estaba, que un poco más allá volví a correr y todo parecía estar en orden (a pesar del fuerte dolor aquí y allá). Los codos se me pegaban por dentro al chándal, señal inequívoca de sangre. Llegué a casa y me apliqué hielo en la rodilla más dañada. Por cierto, en mi casa no suele haber hielo, porque yo ya no bebo gin-tonics, pero esta vez había varias bolsas de gasolinera, resultado del último botellón casero de mi hijo, que aprovecha cada noche que salgo para traer a sus amigos. Dice que, si le pillan en la calle, le ponen 600€ de multa, que habré de pagar yo. El hielo es clave en los primeros momentos, ya saben: frío en caliente, y calor en frío. Durante el finde tuve la rodilla un poco hinchada, me calcé algún ibuprofeno, pero, la cosa iba mejorando.

Este lunes no corrí, pero no porque no pudiera, sino porque a mediodía participé en la fiesta del Año Nuevo chino que organiza cada año la Delegación de Hong Kong en Europa. Creo que es la cuarta o quinta vez que voy. El sarao era en el Casino de Madrid, a la una y media y salimos de allí a las cinco y pico cantando el Shanghai patria querida, después de ponernos ciegos de cerveza, champán y otros licores con los que nos obsequiaron los chinos, como complemento de un catering fastuoso. Como para irse a correr. De allí a la cama a dormir la mona (Supongo que recuerdan la casilla del Palé: a dormir la mona a la cárcel. Te quedabas sin tirar tres veces, creo recordar). Ayer martes, fui a nadar y la rodilla me tiraba un poco para la braza, pero nada serio. Todos los golpes iban tomando tonalidades amarillentas, y no es algo muy pertinente aparecer por una piscina pública como un ecce homo.
   
Esta mañana he debido acompañar en su visita a la ciudad a un concejal de Tel Aviv, que venía con un ingeniero a sus órdenes. Con mi traje impecable he ido a encontrarme con ellos en el hall de su hotel, a las 9 de la mañana. Cuando nos hemos presentado, he visto a un hombre mayor, acompañado de un tipo musculoso de no muchos más de 30. Como cualquiera de ustedes hubiera hecho, le he extendido la mano al viejo y le he dicho buenos días señor concejal. Le ha dado la risa: el jefe era el otro. El concejal, completamente rapado, vestía una camiseta rockera, sobre ella un jersey fino, un chándal gris claro con capucha calada y aun por encima un chaleco térmico de esos de cuarterones morados de nylon. Look Varoufakis. O sea que era de los míos. En realidad, el que iba disfrazado era yo, por razón de mi oficio de anfitrión.

Un compañero de Relaciones Internacionales esperaba con un coche fuera. Así que, con el conductor, éramos cinco para un coche no muy grande. Hemos dejado al ingeniero delante, por edad y volumen, y nos hemos apretado atrás con el Concejal en el centro. Un poco después, el tipo estaba medio asfixiado y se ha empezado a quitar la ropa por la cabeza, por el procedimiento de coger puñados a su espalda y tirar enérgicamente hacia arriba, como lo hacen mis hijos y la gente joven. Hasta quedarse en camiseta. Ha dicho entonces que le habían informado de que en Madrid hacía mucho frío. Eso era la semana pasada, le hemos contestado. El Concejal era listo como el hambre, simpático y le han interesado mucho los proyectos que le hemos mostrado. Nos hemos despedido cerca de las 2 de la tarde y entonces me he ido a tomar una caña con un bocata, antes de volver al curre hasta las 4.

Durante toda la mañana he llevado en la cabeza la musiquilla de la canción Israelites, el gran tema de Desmond Dekker, cuyo vídeo les pongo abajo. La gente se cree que el reggae es un invento de Bob Marley y resulta que, mucho antes, ciertos músicos jamaicanos ya preparaban el terreno para la irrupción de este estilo de música. Desmond Dekker es uno de los mayores exponentes del movimiento de los rude boys, a los que me referí de pasada cuando hablé de las diferentes tribus de seguidores del Sankt Pauli, el equipo de fútbol de Hamburgo, similar al Rayo Vallecano. Los rude boys, eran obreros y gente pobre, que hacían una música reivindicativa en la Jamaica de los 60. El tema Israelites es de 1968 y su éxito permitió a Dekker, antiguo mecánico de automóviles, irse a vivir a Londres, donde se quedó hasta su muerte, hace unos años. 

Desmond Dekker tuvo que aclarar que su canción no era antisemita, sino al contrario. Dekker abrazaba la ideología rastafari, que sostiene que los jamaicanos fueron llevados fuera de África a la fuerza y tienen que volver a su tierra. Llaman a occidente Babylon, y veneraban a Haile Selassie, el emperador de Etiopía. Incluso conectaron con él para organizar un regreso masivo de su éxodo (La respuesta del tipo fue que, como se les ocurriera aparecer por Etiopía, se les recibiría a tiros). En ese sentido, ellos se identifican con los israelitas que también tuvieron su propio éxodo. La letra va explicando las penalidades diarias del jamaicano pobre, punteadas por el pegadizo estribillo que dice: “pobre de mí, el israelita”. Aquí la tienen.


Terminaré contando que esta tarde he vuelto a correr, que el amarillo de mis rodillas y codos va virando a morado, que mi rodilla derecha (la de la condromalacia) me ha dolido en el calentamiento y me ha impedido hacer correctamente el estiramiento de cuádriceps y que luego me ha dejado de molestar al entrar en calor. He hecho todo el recorrido (6,5 kms) y, al llegar, me he aplicado de nuevo el hielo del botellón. Tras una lesión de esquí en un gemelo, hace unos seis o siete años, estuve más de dos meses poniéndome hielo en el músculo afectado, antes y después de correr. Ya ven que, finalmente, soy un auténtico rude boy. Aunque feliz de vivir en Babylon. Una vida de locos, pero muy divertida. Duerman bien.