domingo, 28 de febrero de 2016

478. Recuperando la normalidad

Escribo con una sola mano, por los motivos que saben, y estoy un poco cansado al final de mi semana de pasión. Ya que muchos de mis lectores me han expresado su consternación, solidaridad, cariño y buenos deseos de una pronta recuperación de la funcionalidad de mi brazo izquierdo, pues es de justicia que empiece por darles a todos las gracias colectivamente. Ustedes, queridos amigos y lectores anónimos, sabrán disculparme por no hacerlo por ahora de forma individual con cada uno, como acostumbro. Lo haré a partir de la semana que viene, especialmente con el gran Alfred, tan solidario conmigo que hasta se ha roto el mismo hueso quince días antes que yo. Un fuerte abrazo, querido amigo. Bueno, no demasiado fuerte, dadas las circunstancias.

Una vez recuperada la libertad sin tener que liarme a mamporros como suelen hacer Clint Eastwood y otros duros de Hollywood, es momento de resumir las últimas historias que me han ido pasando. El miércoles estaba yo muy confiado en que me mandarían a casa, pero no fue así. Estaba ya aceptablemente bien y me daban toda la medicación por vía oral, aunque me conservaban una vía cogida por si acaso (vía que se usó por última vez el martes por la noche). Por la mañana, bajé al sótano para que me hicieran unas radiografías de control y ya no volví a saber nada más de los médicos. La vida en un hospital es bastante aburrida, aunque descubrí que no había impedimento alguno para salir al exterior. Es algo lógico. Este es el hospital de una mutualidad laboral, muchos de los pacientes son gente joven que ha sufrido algún accidente de trabajo y hay un porcentaje de la población trabajadora que es bebedora, fumadora, jugadora, etc. No había riesgo de fuga, porque el hospital está en el culo del mundo y hacía un tiempo de perros.

Así que, con la ayuda de los visitantes, los internos habían sacado afuera algunas de las mesas y sillas de la cafetería y habían montado sus reuniones con familiares y colegas, bien surtidas de tabaco y cervecitas, incluyendo más de una timba con dinero por medio, protegidos del relente por el ancho voladizo del porche corrido. Algo normal en nuestro país, salvo por el hecho de que algunos de los participantes, cerveza y cigarrillo en mano, fueran vestidos con un pijama azul claro y un batín más oscuro. Es más: si llega a haber algún calorro accidentado, hubiera corrido el finito y se hubieran arrancado con algún tiriti-tran tran-tran-tran. A mí nunca me han entusiasmado las cartas pero, con otra edad, a lo mejor había hecho por sumarme a alguno de los grupos. Con 65 cumplidos, uno ya pasa de que le tachen de arisco y antisocial, así que me limité a sentarme en un poyete a contemplar el anochecer sobre los paisajes impersonales del polígono industrial de Coslada, municipio contiguo a Madrid que inicia el llamado Corredor Industrial del Henares.

El jueves, las cosas se precipitaron. Estaba yo precisamente hablando por el móvil y quejándome de lo aburrida que era la vida en aquel lugar, cuando irrumpió en mi habitación una amplia representación de personas con bata, provistos de carpetas con mis informes médicos y radiológicos. Al frente de ellos, el cirujano que me operó, el doctor Gárate, joven traumatólogo de ilustre apellido, pues se trata nada menos que de uno de los hijos del gran José Eulogio Gárate, mítico delantero del mejor Atlético de Madrid de la historia (el de Luis Aragonés, Irureta, Adelardo y tantos otros). Gárate era un futbolista de otros tiempos, jugador elegante de comportamiento deportivo exquisito, hombre culto (es ingeniero industrial), y de quien cuenta la leyenda que era tan caballeroso que no celebraba los numerosos goles que marcaba, por respeto a los jugadores del equipo contrario. Su hijo es ya un afamado traumatólogo, capaz de acometer operaciones tan complejas como la que me practicó a mí a lo largo de toda la mañana del lunes.

Tal como me explicó, hubo de acceder por el codo, hasta conseguir un agujero por el que poder introducir el clavo de 25 cm. Después, empezar a subir con el clavo hacia arriba. Pasar a la parte superior del húmero. Y hacer otro agujero cerca del hombro, para el tornillo superior. Ahí viene el momento más delicado: el de unir ambas partes del hueso roto y que encajen perfectamente. Cuando las dos mitades, están encajadas y aseguradas, hay que pasar los dos tornillos a través de los orificios transversales que tiene el clavo en sus extremos. El de abajo se hace a la vista, pues es por donde se ha iniciado la intervención. El de arriba, en cambio, se hace un poco a ciegas, si bien con ayudas radiológicas, pero hay que atinar en el lugar exacto. Escuchando estas explicaciones, no puedo menos que pensar que rematar una faena de esta precisión debe dar tanto gusto como marcar el gol de la victoria en un derby. No me extrañaría que los demás participantes en la operación lo celebren con los abrazos al uso, yujus y puñetazos al aire incluidos. Es más, si yo me hubiera podido despertar un instante, me habría sumado al jolgorio, o al menos habría levantado el brazo sano con la uve de la victoria. Por cierto, entré en quirófano a las 8.30 y me reanimaron después de las dos de la tarde.

La visita del jueves a primera hora, en cambio, fue cosa de cinco minutos. Estaba todo bien y me podía ir. Así que era momento de ducharse rápido, renovar los apósitos inferior y superior del brazo, vestirme de calle, recoger mis cosas, firmar un par de papeles y salir a la calle. Allí apareció puntual mi querido amigo X siempre listo a echar una mano (le debo hace meses un post exclusivo que incluirá desvelar su identidad y que ahora tendré tiempo de escribir). Media hora después estaba en mi casa. Ese día no tuvo ya mucho más que contar, dividí mi tiempo entre descansar y organizarme un poco para mi vida en los días de baja médica que tengo por delante.

El viernes tenía una cita a las 12 del mediodía en la clínica Asepeyo de Francisco Silvela, para una primera cura y explicación de cómo debía hacerme yo mismo las siguientes. Una novedad: me desperté agotado, después de casi no pegar ojo. Resulta que mi cama no es reclinable ni se puede cambiar con un mando a distancia, como la del hospital. Acompañé a mi hijo en el desayuno y empecé a comprobar mis habilidades. Me preparé un café y un buen desayuno. A partir de ahora, deberé ducharme, quitarme en la ducha los apósitos, lavar bien las heridas con gel neutro, secarlas cuidadosamente, darles un desinfectante y ponerme un apósito nuevo en cada una. Pero, esta vez, la desinfección y el cambio de apósitos me los iban a hacer en la clínica. Tenía, pues dos opciones: ducharme tapando bien los vendajes, o bien pasar de la ducha y acudir a la consulta hecho un marrano. Elegí la primera. Corté dos trozos cuadrados de una vieja bolsa de basura, me los fijé con esparadrapos y me duché largamente. Éxito completo, los apósitos no se mojaron nada.

Estas operaciones, con una sola mano útil, tienen su mérito, lo mismo que la de vestirme. Salí luego en dirección al Metro, accedí al andén (esta vez despacio) por el mismo lugar del accidente, hice un cambio en Pacífico para coger la línea circular y salí a la calle en Avenida de América, en donde hube de caminar unos 200 metros bajo una lluvia fina (ya saben que, para un coruñés, aunque lisiado, la lluvia no es un input a considerar). En la consulta me encontraron todo fenomenal, se sorprendieron de mi ánimo y terminé contándoles el congreso de Londres, para que entendieran por qué he pedido el reenganche (las dos doctoras que me atendieron me confesaron que su idea era la contraria: jubilarse en cuanto pudieran de un trabajo que consideraban aburrido y sin posibilidad de mejora). Así que la consulta les fue más útil a ellas que a mí, creo. Regresé por la misma ruta del Metro, pero, ya con tiempo, me quedé un buen rato por el punto exacto de mi accidente, observando al personal.

Ya saben que el criminal siempre regresa al escenario del crimen, lo que en la novela negra se suele llamar el lugar de lo hechos. Aquí mis reflexiones. Desde el recodo en el que yo vi por primera vez el convoy con las puertas abiertas, a punto de salir, y decidí de forma automática correr a ver si lo pillaba, hay exactamente 6 metros (los medí a pasos, como arquitecto que soy). El incidente no debió de durar más de tres segundos. Sin embargo, yo lo viví como a cámara lenta, como si hubiera durado mucho más. Me dicen que esto es normal, pero pocas veces había experimentado ese desfase del tiempo. Hasta ese recodo, yo venía caminando despacio, porque recuerden que mi primera forma de celebrar el cumpleaños era llegar al trabajo a la hora que me saliera de las pelotas, aprovechando que ya no me vigila una émula de carcelera nazi. Mi esprint fue algo simplemente instintivo.

El viernes observé el comportamiento de los usuarios del Metro, tanto allí como en el largo cambio de línea en Pacífico, a la ida y a la vuelta. Bueno, pues todo el mundo se apresura y corre, como si les fuera la vida en ello. En determinados puntos hay marcadores luminosos que indican que el tren está entrando en la estación. La gente los ve y echa a correr, sorteando a los demás, bajando a la carrera por las escaleras mecánicas y lanzándose a las puertas cuando ya se están cerrando. Prácticamente todo el mundo lo hace, sólo algunos gordos evitan correr, imagino que porque no pueden. Bueno, pues esta es mi gran enseñanza: estamos locos. A media mañana, como era este viernes cuando yo hice mi observación de campo, nadie se está perdiendo nada vital. Corremos porque estamos locos. Hemos perdido el placer del slowgoing, del vivir despacio, al ralentí. Un principio vital que el gran Adolfo Bioy Casares situaba en el segundo lugar de sus condiciones para una vida que merezca la pena llamarse vida: 1, buena salud, 2, vida al ralentí, 3, coito frecuente, 4, un cine cerca y 5, la familia lejos.

Les dejo por ahora. Ya les adelanto que mi intención es escribir bastante en el blog, aprovechando que tendré muchas horas libres con mi baja laboral estimada en torno a mes y medio. Todavía no he logrado el control completo del dolor y el sueño, a partir de los fármacos que me han prescrito, pero estoy en ello y, si esperan en este blog un foro de quejas y lamentaciones, ya se pueden buscar otra tribuna. Como rezaban algunos azulejos que pude ver en la fachada de modestas casas de La Habana, AQUÍ NO SE RINDE NADIE. Sean felices, coño. Es una orden.

miércoles, 24 de febrero de 2016

477. Desde mi hospital

Bueno, aquí me tienen para una entrada cortita. Estoy muy bien (por ahora, que diría el señor Rajoy, flamante non grato en su tierra). Lo que pasa es que no me traje el ordenador, ni el IPad, contando con que a estas alturas ya estaría de alta. Pues nada. Aquí sigo secuestrado a cuenta del protocolo. ¡VIVA EL PROTOCOLO!
En efecto, no me duele nada, estoy bien, por no tener, no tengo ni escayola, ni vendaje ni nada. ¿Por qué, entonces, no me dejan irme a mí casa? Pues muy fácil: porque me han metido un clavo de 25 cm en el húmero fracturado y aún hay posibilidad de que mi cuerpo lo rechace. Dice el protocolo.
He tratado de argumentarles a los médicos, les he dicho que no tengo nada contra el  clavo, que me lo comería a besos de tanto que lo quiero. Pero no hay forma de convencerles.
Estas son las situaciones en que Clint Eeastwood arruga el entrecejo, se arranca violentamente los tubos y las vías, le sacude un mamporro al sorprendido enfermero y sale cagando puñetas hasta el Parking del hospital, en donde roba un Cadillac y vuela a salvar a la chica.
Ya saben que yo no soy Clint Eastwood, ni he de salvar chica alguna. Así que trato de entretener mis horas, con mi experiencia de tres años de encierro en el edificio APOT, estrechamente vigilado por una émula de carcelera nazi. Después de recorrerme los pasillos de todas las plantas, guiñarles un ojo sin éxito a las pocas enfermeras atractivas, ver el eterno telediario con los líderes bailando el corro de la patata e intentar forzar las máquinas expendedoras de coca cola, a ver si les birlaba unos euros, pues me he puesto a jugar con el móvil y he encontrado que existe una aplicación blogger para móviles. Así que esto es un experimento.
Cuando esté en mi casa, ya le mejoraré el formato. He de esperar al menos a mañana. Lo cierto es que tengo introducido en el húmero un cimborrio de titanio de 25cm, y dicen que puedo rechazarlo. Mi sentimiento hacia él es positivo, se trata de un colega, con el que habré de viajar siempre. Cantará en los aeropuertos, me avisará de los cambios de tiempo y hasta puedo mantener conversaciones íntimas. Será un colega silencioso, disciplinado y con espíritu colaborativo. Un tipo que nunca se enfadará, ni se tirará pedos, ni me levantará novias: un amigo de verdad. Sólo me falta ponerle un nombre. Había pensado en Federico, pero se admiten sugerencias. Para insertármelo tuvieron que dormirme, hacerme un agujero en el codo, meterlo por ahí y fijarlo con dos tornillos, uno en el hombro, otro en el codo. Así que, aquí me tienen: el nuevo Robocop.
Ya me he cansado de escribir, vamos a ver si funciona el invento, sean felices.

sábado, 20 de febrero de 2016

476. La fractura

El devenir de los hechos que conforman la vida de una persona no es lineal ni homogéneo. A menudo, las trayectoria se tuercen, vuelven atrás, describen paraboloides o hipérboles. A veces hemos de correr a toda prisa, hasta los límites del agotamiento, para conseguir permanecer en el mismo sitio. Y, al contrario, hay ocasiones en que uno puede quedarse quieto, abandonarse y dejar que la corriente del río le lleve a otro lugar diferente, como suele hacer Rajoy, el rey de los camarones. Y, en esta deriva de cada uno, entrecruzada con la de los demás, a veces se producen fracturas. Eso es lo que me ha sucedido a mí, como me dispongo a contarles. Como dijo Jack el Destripador, vamos por partes.

1. Antes de la fractura

Nos habíamos quedado en que el pasado día 17 viajaba a Londres por la tarde. En estos últimos tiempos me estoy involucrando mucho más con las líneas de trabajo del Ayuntamiento, y no me parece que este blog sea el lugar más adecuado para comentar cosas de mi trabajo. Bastará decir que el viaje fue exitoso, que el congreso fue muy interesante, porque, como ya he contado en alguna entrada anterior, en Londres se están planteando meter en subterráneo el tráfico de las grandes carreteras que vienen de toda Gran Bretaña, recuperando la superficie ganada para la ciudad, para construir jardines y convertir estas anteriores barreras en corredores verdes y ejes de actividad urbana sobre los túneles.

El planteamiento es impecable, pero tiene unos cuantos flancos débiles, como sabemos en Madrid. Por un lado, la inversión pública que se requiere es cuantiosa. Pero es que, además, es un hecho probado que, cuantas más facilidades se den al automóvil privado, más tráfico se atrae. Por eso, la Comunidad Europea no da un solo euro para este tipo de proyectos. Desde Bruselas se fomentan políticas más baratas, que se basen en evitar que los coches lo invadan todo. La construcción de un carril bici, por ejemplo, tiene un doble efecto: facilitar la circulación ciclista, sí, desde luego, pero también reducir el número de carriles para coches. La polémica fue evidente en el congreso. Habló un político local de derechas, que exageró los efectos de los atascos, las horas que pierden al día los honrados trabajadores que quieren ir a su oficina en coche, el efecto acumulado de la congestión sobre la contaminación, etc.

Más o menos lo que contaba en su día el equipo de Gallardón. La situación es terrible y, con unos cuantos billones de libras de nada, se mejora un montón. Años más tarde, es normal comprobar que los atascos han mejorado, pero existen todavía, que las ciudades se endeudan para lograr una solución provisional, que pronto requerirá nuevas obras para hacer más carriles, puentes y túneles. Que las empresas que han construido esas gigantescas infraestructuras han hecho un gran negocio. Y, a menudo, que parte de ese beneficio se ha desviado para financiar a los partidos que, desde las administraciones públicas, han promovido tales obras, cuando no directamente a los bolsillos de los políticos que con tanto entusiasmo las defendían. Eso sucede aquí, en Londres y en San Petesburgo.

Frente a esta postura, sectores ecologistas y ambientalistas sostienen la teoría de que hay que cambiar el modelo de la movilidad urbana, si queremos que nuestros hijos y nietos dejen de respirar mierda. Más de la mitad de la población mundial vive ya en las ciudades. Y la única causa de la contaminación que respiramos los ciudadanos, es el automóvil. La solución no es hacer más carriles túneles y escalextrics. La solución está en mejorar el transporte público, favorecer la bicicleta y los recorridos peatonales, expulsar el coche de las áreas centrales y recuperar los espacios libres para el ciudadano. Ha de hacerse de forma gradual, con campañas que expliquen esa política. La sociedad occidental ha conseguido que dejemos de fumar. Pues esto es lo mismo. Igual que el tabaco mata, el coche mata también.

Ambas posturas se enfrentaron en un congreso al que viajé acompañando a Samuel Romero, un joven ingeniero preparado, competente y brillante, que lleva poco más de un mes al frente de la empresa mixta Madrid Calle 30. Nuestro objetivo era contar la experiencia de los proyectos M-30 y Madrid Río, sus ventajas y sus inconvenientes, sus luces y sombras. Mi presentación fue muy valorada, así como nuestra participación en el coloquio posterior. Conseguimos también un segundo objetivo: que los responsables de Transport for London vengan a Madrid a ver los túneles, el parque y los sistemas de gestión de la autovía urbana. Además hicimos contactos y es posible que Madrid pueda integrarse en una red de ciudades que se está construyendo, para reflexionar sobre los modelos de movilidad y la forma de conseguir un desarrollo urbano sostenible y equilibrado.

Tras el congreso tuvimos tiempo de comer en un pub y dar un largo paseo por el Soho, en donde compré un par de paquetes de chocolatitos Cadbury, para regalar a las chicas de la oficina. Nuestro vuelo se retrasó y llegó tarde, además de la incidencia del cambio de horario. Llegué a mi casa cerca de la una de la madrugada, sin haber comido nada desde el mediodía londinense, así que tuve que hacerme una cena. Cuando me acosté, cerca de las dos, decidí no poner el despertador. Al otro día celebraría mi 65 cumpleaños empezando por llegar tarde a la ofi. El día 19, me levanté tarde, desayuné como un señor y salí en dirección al Metro.

En la estación de Atocha, pasé los tornos y hube de subir y bajar escaleras para tomar la dirección sur, hacia Atocha-Renfe, como todos los días. En las escaleras de bajada, me crucé con el grueso de pasajeros que se acababan de bajar del convoy que yo debía tomar. Entonces, desemboqué en el túnel que da acceso al andén. Al fondo estaba mi tren con las puertas abiertas y sin que nada me separara de él. Si me daba una carrerita, podía cogerlo. Eché a correr y, de la esquina derecha, me salió de pronto un caballero que, de forma involuntaria, me hizo una entrada digna de tarjeta roja.

Mi movimiento se aceleró, manoteé en el aire, pero no pude evitar caerme, con la cabeza dentro del vagón, que ya pitaba para irse, un brazo golpeado violentamente contra el filo de la puerta y el cuerpo fuera. Los viajeros dentro del vagón me estaban viendo que me caía y reaccionaron rápido: tirando de mis hombros hacia arriba, me levantaron enseguida y me quedé fuera, en el andén, un poco aturdido. El Metro cerró sus puertas y se fue. La bolsita con las chocolatinas Cadbury había desaparecido, seguramente dentro del vagón. Pero lo peor no era eso. Lo peor era que el brazo izquierdo me colgaba desde un poco más abajo del hombro, como un trapo inservible.

2. Después de la fractura

Nunca me había roto un hueso del calibre del húmero. Había sufrido fisuras, desplazamientos y contusiones en diversos huesos, pero nunca una fractura. Pero, desde el primer segundo, uno sabe que se ha roto el brazo o la pierna, como lo supo desde el principio el futbolista del Depor Manuel Pablo. Y les puedo jurar que es una sensación muy impactante. Estaba solo en el andén y había que actuar con celeridad, antes de que el dolor llegara. Corrí escaleras arriba y luego escaleras abajo, para llegar al puesto de la señora que controla la entrada del Metro de Atocha. Haga usted el favor de llamar a una ambulancia, le dije a toda prisa, porque me acabo de romper un brazo. Me sacaron una silla, vinieron los de seguridad y se armó el circo que se imaginan. Aproveché el lapsus para mandar whatsapps y llamar a algunos compañeros de trabajo, que me cantaban cumpleaños feliz, hasta que conseguía explicarles mi situación.

Media hora después llegó la ambulancia. El dolor era ya importante, pero subí hasta la glorieta por mi propio pie. Parece mentira la cantidad de baches que hay en las calles de Madrid y los amortiguadores de mierda que tienen ciertas ambulancias del Samur. Llegué hecho polvo a la clínica Virgen de América, en donde mi amiga L. me dio un calmante y me hizo unas radiografías. La fractura era seria, y la cosa requería cirugía, para que me implanten un clavo intramedular. Pero aquí vino la burocracia esa que nos tiene a todos atrapados. Si yo me quedaba en ese hospital y me acogía a la póliza de Adeslas por la que cada mes pago en torno a 100 euros, las nóminas de los próximos dos meses (mi baja laboral estimada) se me reduciría al 50%. ¿Cómo evitarlo? pues trasladándome al hospital de Asepeyo, mutualidad con la que el Ayuntamiento tiene su acuerdo laboral.

La cosa estaba clara. Ya estaba conmigo alguien que me quiere, con el coche listo para llevarme. El problema es que el hospital de Asepeyo está en atomarporculo.com, p'allá para el polígono industrial de Coslada. Allí me repitieron las pruebas y me informaron que ya no había quirófanos libres hasta el lunes. Me alinearon las dos partes del hueso para ponerme una escayola provisional (se imaginarán lo que me dolió esta maniobra) y me mandaron a casa. Mañana domingo me ingresaré por la tarde, para que me operen el lunes.

En fin, todo esto lo he logrado escribir a una mano, lo que tiene cierto mérito. Algunas lecciones. No corran para coger el Metro o el bus. Nada es tan urgente como para arriesgarse a sufrir un accidente tan tonto. Y no se crean los reyes del mundo. Venía yo muy farruco de Londres, en donde habíamos cortado las dos orejas y el rabo. Y mira tú por dónde, el destino me tenía preparada esta jugarreta. Por lo demás, peor están los sirios. Yo voy a tener unos primeros días más molestos tras la operación, pero luego estaré cómodo y disfrutaré de un adelanto de jubilación en torno a dos meses. Y eso van a ganar, espero, ustedes mis lectores. Les voy a poder atender como se merecen. Queda sólo mostrarles la foto, la prueba principal. Si alguno de ustedes es impresionable, le pido disculpas. Sean felices, ustedes que tienen todos sus huesos intactos.

3. La imagen de la fractura






  

domingo, 14 de febrero de 2016

475. El asunto Asunta II

Vamos con la continuación del reportaje del post anterior. No sé si comparten ustedes mi entusiasmo, pero creo que es un trabajo impecable, que incluye una recogida exhaustiva de datos, una selección concienzuda de la información (aporta datos que yo no he leído en ningún otro lado y, en cambio, pasa de puntillas sobre algunos aspectos morbosos con los que han entretenido al personal diversos programas de la telebasura). Y la pluma es impecable: hay síntesis (a pesar de la longitud), hay continuidad, hay coherencia, la prosa fluye de forma natural, hay tensión narrativa sostenida, sólo cortada por los tres asteriscos que separan los bloques narrativos. Y algunos detalles maestros, como la mención del Orfidal en el primer párrafo. 

Por qué unos padres mataron a su hija adoptiva II (Giles Tremlett 2.02.2016)

Los dos días siguientes fueron una nebulosa de interrogatorios policíales, dolor y píldoras. Hacía poco que Porto había asistido a las incineraciones sucesivas de sus padres y el 24 de septiembre, por tercera vez en 18 meses, estaba de vuelta en el crematorio. Los velatorios son asuntos públicos en España y la sala estaba llena. Porto y su ex marido tomaron fotografías con sus teléfonos móviles del ataúd blanco cerrado (expuesto detrás de una pantalla de vidrio, rodeado de grandes coronas de rosas blancas y lirios), antes de que entrara en el incinerador.

Los periodistas se reunieron afuera. Una veterana periodista de la televisión local, Tereixa Navaza, dio un paso al frente como portavoz de la familia y, cuando alguien sugirió que los padres estaban bajo investigación, reaccionó con enojo. Ella conocía a la familia, dijo, y pondría la mano en el fuego por la inocencia de Porto. Mientras Basterra lloraba, un hombre se acercó discretamente a Porto. Le susurró algo al oído y caminaron juntos. Pasó un tiempo hasta que alguien notó su ausencia.

Pronto llegó la noticia a través de la Guardia Civil española, que investiga los crímenes cometidos en zonas rurales. Porto había sido detenida en el funeral. Para cualquier persona que la conociera, la idea de que Rosario Porto podía haber matado a su propia hija era ridícula. "Simplemente no lo entiendo. Nunca vi a Charo maltratar a Asunta de ninguna manera," me dijo una vecina, Olga Fachal. No todo el mundo estaba de acuerdo. Un juez enérgico y controvertido llamado José Antonio Vázquez Taín, que a veces escribe novelas basadas en sus casos, fue designado para dirigir la investigación. Había sido el “rebelde” Taín -famoso por salir de su oficina en vaqueros y camiseta para saludar a los visitantes- quien había ordenado la detención.

                                                         * * *

A pesar de que no había pruebas físicas, como huellas dactilares o fibras, para relacionar a Porto con el cadáver de la niña, la policía tenía buenas razones para detenerla. La prueba más convincente proviene de una cámara de circuito cerrado de televisión instalada en una gasolinera cerca de su apartamento. Las imágenes mostraron a Porto conduciendo el Mercedes Benz verde de la familia en la carretera que conduce a su casa de campo. Una chica de pelo largo se sentaba a su lado. El código de tiempo reveló que el material había sido tomado en un momento en que, según la versión de Porto de la secuencia de eventos, Asunta estaba en casa.

Cuando se le muestra el video, Porto admite que el pasajero era su hija, y culpa a los nervios, las píldoras y la pena por la muerte de la chica de su lapsus de memoria. Se habían ido brevemente a la casa de campo en Teo, explica, pero Asunta se sintió enferma y le había pedido que la llevara a casa. Ella la había dejado cerca del apartamento en Santiago. Porto afirma haber pasado la mayor parte de la noche dando vueltas en asuntos que, debido a su agitación, no puede precisar.

El comportamiento de Porto ya había resultado sospechoso. Cuando la policía la llevó a la casa de campo, horas después de que el cuerpo hubiera sido encontrado, ella se precipitó hacia una habitación del piso superior donde estaba una papelera que contenía fragmentos de cuerda naranja en su interior. La cuerda era similar a la de algunos trozos encontrados al lado del cuerpo, que, los investigadores concluyeron, debía de haber sido utilizada para atar las extremidades de Asunta. Un rollo de la misma clase de cuerda, común en las zonas rurales, fue hallado en un trastero de la casa, pero los científicos forenses no pudieron determinar si los trozos encontrados junto al cuerpo provenían de ese rollo en concreto.

Si Porto había matado a Asunta, parecía probable que hubiera contado con un cómplice. Con apenas 4 pies y 8 pulgadas de altura, Porto habría tenido problemas para levantar el cadáver de Asunta y en la carretera no había marcas de arrastre. Así que, al día siguiente de la detención de Porto, el juez Taín ordenó la de Basterra.

El público estaba comprensiblemente conmocionado. Santiago es una ciudad pequeña, un lugar donde el anonimato es imposible y las apariencias cuentan. Porto y su marido eran una pareja muy popular, bien considerada. Ella se había esforzado en ocultar sus problemas detrás de una disposición alegre. Era ensimismada y distraída, pero para nada esnob, sino proclive a la generosidad espontánea. Cuando a Asunta se le quedaba pequeña la ropa, su madre llamaba a los amigos con hijas pequeñas. "Ellos no sólo ofrecen la ropa, sino que la empaquetan y la distribuyen", dijo Demetrio Peláez, un periodista que trabajó con Basterra en El Correo, el periódico local, a finales de 1980. Karen Duncan-Barlow, una profesora universitaria que dio clases de inglés a Porto en su adolescencia, se encontró invitada a la cena de Navidad después de tropezarse con ella décadas más tarde.

Basterra se había especializado en el periodismo de viajes, pero no llegó a publicar nada en los medios de la ciudad. También intentó hacer carrera en la radio pero su tono de voz era demasiado opaco. "Era como un mosquito muerto", dice una persona que trabajó con él. Cuando estaba cortejando a Porto, Basterra irritaba a sus colegas periodistas en El Correo dejando a la mitad noticias escritas para asegurarse de llegar puntual al teatro o sala de conciertos. También suscitaba una cierta envidia su estilo de vida. "Nosotros no podíamos darnos el lujo de ir al Caribe", dice uno. Los  Basterra procedían de la ciudad vasca de Bilbao y habían sido una familia acomodada hasta que el patriarca derrochó su dinero. Él, sin embargo, se aferró al estatus de clase y la conducta caballerosa como parte de lo que llamaba "el honor de los Basterra". Los que conocían bien a la pareja eran conscientes de que Porto podía ser caprichosa y exigente, pero algunos vieron a Basterra como un tipo ratonil y dominado. Pero también tenía su lado altivo y desdeñoso, lo que Duncan-Barlow llama la actitud condescendiente con la "mujercita". En varias ocasiones Basterra había atacado y pegado a Porto, aunque los investigadores no lo supieron hasta mucho más tarde.

Había escasas evidencias físicas para implicar a Basterra, que afirmó haber estado solo en su apartamento, cocinando y leyendo un libro con el móvil apagado, cuando ocurrió el asesinato. Su esposa también dijo que la batería de su móvil se había agotado. O sea, que sus movimientos de esa tarde no pueden ser rastreados a partir de datos recogidos en la red de telefonía móvil. Asunta pasó la última noche de su vida en una litera en el apartamento de su padre después de que Porto llamara para decir que volvería tarde de la inauguración de una exposición fuera de la ciudad. Su ausencia fue una señal para Basterra de que sus esperanzas de volver a la vida familiar normal eran fantasía. Él había exigido, cuando se ofreció a cuidar a Porto tras su ruptura, que cortase con su amante García -que la había contratado como ayudante para un negocio de bienes raíces en Marruecos. Ella había aceptado, pero estuvo en secreto navegando con él el día antes del asesinato, para una cita amorosa.

Pero, además de las imágenes de circuito cerrado de televisión, había otras razones para sospechar de la pareja. Los científicos forenses habían analizado la sangre y la orina de Asunta, revelando niveles altamente tóxicos de lorazepam -el principal ingrediente activo de las pastillas Orfidal que Porto había usado durante mucho tiempo para calmar sus ataques de ansiedad. Los resultados iniciales sugirieron que Asunta había sido drogada y luego asfixiada.

Los profesores de Asunta en dos academias de música recordaron que en los meses previos a su muerte, la niña había aparecido algunas veces atontada y tropezando, incapaz de leer la música y hasta de caminar en línea recta. "Tomé algunas polvos blancos", dijo a Isabel Bello, que dirigía una de las academias. "No sé lo que me están dando. Nadie me dice la verdad", se quejó al profesor de violín. El miércoles antes de su muerte, Asunta había faltado a la escuela, algo muy inusual. Porto escribió una nota explicando que había reaccionado mal a algún medicamento.

Los científicos forenses analizaron un mechón de cabello de Asunta y descubrieron la presencia de lorazepam a lo largo de los tres primeros centímetros. Puesto que el pelo crece aproximadamente un centímetro al mes, llegaron a la conclusión de que la niña había estado ingiriendo dosis más pequeñas de dicha droga durante tres meses. Esto coincide con las historias contadas por sus profesores.

Los investigadores comenzaron a desarrollar su teoría. Los padres adoptivos de Asunta decidieron que se habían cansado de la niña que habían "comprado" una década antes. El asesinato había sido un intento cuidadosamente planeado para librarse de una preadolescente cada vez más molesta. La trama había incluido la dosificación experimental con Orfidal, la precaución de inhabilitar sus teléfonos móviles y la arrogante creencia de que iban a ser capaces de convencer a la gente de que Asunta había sido secuestrada y asesinada. Porto había sido la fuerza impulsora del crimen, sospechaban, tal vez trastornada por la reciente muerte de sus padres. Un psicólogo que había tratado  a la niña en las semanas anteriores al asesinato, dijo que se había sentido "abrumado" por Asunta.

Inmediatamente después de su detención, Basterra fue encerrado en una celda de la policía junto a la de su esposa, separados por un tabique delgado a través del cual pudieran hablar y se registraran en secreto sus conversaciones. La policía acumuló horas de cinta, pero en ningún momento de las grabaciones se escucha una sola admisión de culpabilidad o cualquier otra evidencia utilizable en contra de Basterra y Porto (un tribunal declararía más adelante que tales grabaciones eran inadmisibles). "Mira en qué lío nos has metido con tu imaginación calenturienta”, fue una de las frases enigmáticas pronunciadas por Porto.

Pero la cinta sí reveló algo inesperado. Una vez solos, Basterra ya no era sumiso. "¡Silencio!" ordenó a Porto en tono perentorio, cuando vio que estaba hablando demasiado. "Eso fue una sorpresa", me dijo Taín. "Es como si se turnaran en el papel dominante”. Basterra, decidieron los investigadores, tenía la misma probabilidad de ser el principal instigador. " Son dos de las personas más egoístas que he conocido ", me dijo uno de los policías que les interrogaron. "Ella es una niña mimada. Él se cree superior al resto del mundo".

                                                         * * *

Durante los dos años siguientes (la investigación policial procedió lentamente), programas de televisión y populares tabloides de España especularon fuertemente sobre la culpabilidad, el móvil del crimen y las pruebas, mientras difundían rumores sin fundamento de que Basterra era un pedófilo o Porto había matado a sus padres. Los detalles de la investigación policial se filtraron y los rumores circulaban libremente. Todo el mundo parecía tener una opinión sobre la culpabilidad o inocencia de Porto y Basterra. Sin embargo, nadie podía explicar un crimen tan aparentemente sin motivo. Los casos de niños asesinados por sus padres adoptivos son extremadamente raros. En los pocos casos conocidos, el crimen ha sido el resultado de un momento de ira o de sentimientos abrumadores de insuficiencia. Obediente y dotada, Asunta no encajaba en el perfil de víctima de este tipo de delitos. Tampoco sus padres se ajustan al perfil de los asesinos de niños. Porto puede haber sufrido ataques de depresión y ansiedad, pero eso no convierte a una madre en una asesina.

No fue hasta el 1 de octubre de 2015, que el fiscal expuso finalmente su caso ante un jurado, en el elegante edificio de los tribunales, en los anodinos alrededores de Santiago. Dos años de prisión habían cobrado su peaje a Porto y Basterra. Este último había sufrido las burlas e insultos que los presos reservan para los abusadores de niños. Porto había pasado gran parte de su tiempo en la cárcel en un delirio lloroso y farmacológico. Basterra, ahora casi totalmente calvo y con barba blanca, había desarrollado un odio feroz a Taín y los investigadores de la policía. En el tribunal, mantuvo una actitud indignada y altiva, de abierta confrontación, por momentos hasta con desprecio a los que le interrogaban y pronunciando palabrotas silenciosas -cejas oscuras rebotando hacia arriba por encima de sus gafas de montura gruesa -cuando se alteraba más. Porto aparecía confusa y llorosa, con momentos repentinos de coherencia, intentando convencer al jurado de que sus lapsus de memoria son parte de un problema nervioso más amplio. Los dos iban de negro.

Durante el mes siguiente, a lo largo de interminables sesiones que empezaban a las 10 de la mañana y, a veces, duraban hasta la noche, un jurado de nueve hombres y mujeres fue informado de las evidencias, aunque -como la mayoría de los españoles- probablemente ya habían oído o leído toneladas de información sobre el caso. Con la excepción de los profesores de música y ballet, que habían visto a Asunta aturdida o disgustada, todos los testigos describieron a Porto y Basterra como padres modelo. "Para mí siempre fueron una familia perfecta", dijo González, la asistenta.

Los fiscales continuaron insistiendo en que la pareja había pasado meses ideando a sangre fría una conspiración para eliminar a su propia hija -a pesar de que finalmente rebajaron los cargos contra Basterra, al que presentaron como cómplice del plan de asesinato de su ex esposa. Porto no fue capaz de explicar sus mentiras iniciales sobre sus movimientos el día de la muerte de Asunta. El punto débil en la defensa de Basterra, aparte de la violencia hacia su mujer, (que Porto confiesa como de pasada durante el juicio, en donde el resto del tiempo insistió en que había sido un padre maravilloso) era el Orfidal. Durante el juicio se demostró que Basterra había adquirido al menos 175 pastillas en las últimas semanas -algunas legalmente con recetas de su esposa, otras sin prescripción médica, y hasta una con una receta obtenida de su propio médico. Porto, sin embargo, insistió en que sólo los usaba de vez en cuando. Asunta, se le dijo al jurado, había sido de alguna manera obligada a tragarse al menos 27 pastillas molidas -nueve veces más que una dosis de adulto fuerte- en el día de su muerte. Ninguno de los padres pudo explicar cómo o por qué, y ambos afirman que sólo le daban pastillas para tratar su alergia en los días en que aparecía mareada.

Después de tres días y medio de deliberaciones, el jurado emitió un veredicto aún más duro que la solicitud del fiscal. Ellos creyeron el testimonio de un conocido de Asunta, de 15 años de edad, que afirmó haberla visto en la calle con Basterra en el día del crimen a una hora en que él afirma que estaba solo en su casa. Basterra, podría ir escondido en el asiento trasero del coche cuando Asunta fue llevada a la casa de campo. Ella habría sido asfixiada allí, y luego transportada a la pista forestal. El juez dictó sentencia contra Basterra y Porto: 18 años para cada uno, ya que el crimen fue cometido antes de la aprobación de la nueva ley que introduce penas de cadena perpetua para los asesinos de niños. Ambos han recurrido la sentencia.

El veredicto de culpabilidad saca a la luz una nueva serie de preguntas sin respuesta. Los investigadores no han conseguido adivinar por qué la pareja decidió adoptar. Basterra nunca había querido tener hijos, y Porto estaba de acuerdo. La presión de sus padres iba, sin embargo, en sentido contrario. "Creo que quisieron proyectar el estereotipo de una familia feliz", dice un investigador, que les considera arrogantes y egoístas. "Si ella quiere algo, piensa que sólo tiene que comprarlo. Y si ya no lo quiere, se deshace de ello. Y él la ayuda a satisfacer sus caprichos. Pero si ella se vuelve dependiente, él se pone violento. Es imposible decir si, de ser cierto, nada de esto podría haber sido previsto con anterioridad. Los psicólogos designados por el tribunal que entrevistaron a Porto tras el crimen (Basterra se negó a ser tratado por ellos), la consideran narcisista y depresiva, pero capaz de distinguir el bien del mal.

Es comprensible que los que evaluaron su idoneidad como padres adoptivos nunca imaginaran que Porto y Basterra se convertirían en asesinos de niños. Pero el veredicto de culpabilidad les habrá obligado a hacer examen de conciencia. Ahora está claro que los problemas psiquiátricos de Porto empezaron mucho antes de la adopción, pero ella los mantenía bien ocultos o no fueron tenidos en cuenta por los psicólogos que evaluaron su solicitud de adopción. Los funcionarios de la Xunta de Galicia se han negado varias veces a confirmarme si se ha llevado a cabo una investigación interna o se han revisado los procedimientos tras la muerte de Asunta.

Según los padres adoptivos de otros niños chinos en la región, el proceso de selección para los padres gallegos que quieren adoptar ahora, se ha vuelto exhaustivo. Desde que China ha endurecido sus normas de adopción, un número mucho menor de chicas como Asunta está saliendo del país. De hecho, en todo el mundo, las adopciones internacionales han caído por debajo de la mitad de su pico de 45.288 en 2004, lo que refleja la preocupación por el trato que recibirán los niños y los niveles de protección ofrecidos por los países de acogida. Sucesos tan sorprendentes como el asesinato de Asunta Fong Yang siguen siendo, por suerte, pocos y distantes entre sí.

Un niño de 12 años de edad, ha tenido muy pocas oportunidades de dejar una huella duradera en el mundo. Con la muerte, casi todo desaparece. Asunta Fong Yang no es una excepción. Ahora sólo unas pocas cosas suyas permanecen. Una de ellas es un blog en el que solía colgar sus prácticas de inglés escrito. Allí mostró un gusto por los misterios y los crímenes. "Érase una vez una familia feliz; un hombre, una mujer y un hijo ", comienza uno. "Un día la mujer es asesinada (sic)."

El lugar donde se halló el cadáver de Asunta es hoy un pequeño santuario, donde lentamente se van desintegrando los peluches, velas, flores de plástico y nuevos ramos ocasionales de crisantemos. "Ustedes no mostraron compasión, ni sentimientos, ni corazón", se lee en una ruda señal de madera, pintada a mano, censurando a sus padres. Sus cenizas también permanecen. Tras las detenciones, el gerente del crematorio tuvo que preguntar a Taín qué hacía con ellas. Finalmente fueron entregadas a un amigo de Rosario Porto que las mantiene en custodia. Hasta que sus padres adoptivos -ahora también sus asesinos convictos- decidan qué hacer con ellas.


viernes, 12 de febrero de 2016

474. El asunto Asunta I

El triste caso del asesinato de la niña Asunta Basterra Porto y el juicio que declaró culpables a sus padres adoptivos dos años más tarde, es un asunto cuyas claves no consigo entender. No se han llegado a saber los motivos que podría tener esta pareja divorciada de la alta sociedad santiaguesa, para matar a su hija de forma planificada y chapucera. No se entiende que después de dos años terribles de cárcel preventiva (al padre le han dado más de una paliza los demás presos), ninguno de los dos se derrumbe y confiese. Ambos se mantuvieron silenciosos en el juicio, vestidos de negro, herméticos e inamovibles en su posición.

Curiosamente ha tenido que ser un periódico inglés el que elabore el mejor reportaje sobre el caso. Lo que da idea de la diferencia de calidad entre la prensa británica y la española. El londinense The Guardian tiene entre sus prácticas habituales, enviar a un corresponsal al lugar de los hechos de los casos más extraños, para que pase por allí unos días, fisgonee y escriba su reportaje, sin límites de tamaño. Es una sección que se llama The long read. El pasado 2 de febrero, el periodista Giles Tremlett, publicó en ese formato un excelente reportaje sobre el caso Asunta. Pueden comprobarlo, leerlo en inglés o, al menos ver las fotos AQUÍ. Pero me parece tan bueno que lo he traducido para ustedes. Ya les adelanto que es muy largo y he tenido que dividirlo en dos posts. Ahí va.


Por qué unos padres mataron a su hija adoptiva I (Giles Tremlett 2.02.2016)

Un día de finales de junio de 2001, Rosario Porto, una abogada menuda de pelo negro, de Santiago de Compostela, al norte de España, se acomodó nerviosa en un vuelo a China junto a su marido Alfonso Basterra, un tipo tranquilo del País Vasco, que trabajaba como periodista independiente. La pareja, ambos de 30 años de edad, estaban en camino de adoptar una niña. Porto tragó dos pastillas de Orfidal -un medicamento usado comúnmente contra la ansiedad, que ya había usado antes- pero seguía demasiado agitada y excitada para dormir.

La pareja había tenido problemas para convencer a las autoridades locales españolas de que serían unos buenos padres y que su hija estaría rodeada por una familia amplia y cariñosa. El padre de Porto era un abogado que había sido cónsul honorario de Francia en Santiago, y su madre era una profesora universitaria de historia del arte. Habían cedido a su hija un piso que ocupaba toda una planta en un edificio de cuatro alturas, en lo que algunos llaman "zona VIP" de Santiago, el barrio de la clase media alta de la ciudad. El piso estaba decorado en los tonos audaces -azules, verdes y amarillos- que a Porto le gustaban, y lleno de arte, curiosidades y coloridas alfombras de todas las regiones del mundo. El dormitorio de la niña se revestiría de papeles pintados con nubes y soles.

En ese momento, la adopción en China era inusual. Nadie en Santiago, una ciudad sólidamente burguesa de 93.000 habitantes, lo había hecho antes, y sólo unos pocos niños chinos se han adoptado en toda la región de Galicia, una zona principalmente rural de 2,7 millones de personas. Pero los padres españoles que querían adoptar, empezaban a constituir una amplia red. Con una tasa de natalidad baja y unas leyes de adopción estrictas, había relativamente pocos niños españoles que necesitasen hogares, mientras que la adopción en el extranjero era más rápida y fácil -al menos para parejas que puedan asumir costes de 10.000€ o más. En 2004, España se situaría en el segundo lugar del mundo en adopciones extranjeras -sólo por detrás de Estados Unidos. Al año siguiente, las adopciones de niños chinos alcanzaron los 2.750, el 95% de ellos niñas (la política de hijo único supone una prima añadida para los niños).

La adopción de un bebé extranjero produce satisfacción y, para algunos, el prestigio moral de rescatar a un niño necesitado. En el ambiente progresista y cultivado al que se trasladó la familia Basterra-Porto, no podían esperar más que elogios. Porto, que heredó el cargo de su padre como cónsul honorario, incluso apareció en la televisión local para compartir su experiencia y conocimientos acerca de la adopción.

Los informes de los psicólogos pintaron una imagen positiva de la pareja. Porto era "agradable y relajada, emocionalmente expresiva, cooperativa, adaptable y solícita", dijeron. "Soy una mujer apasionada" les dijo ella, describiendo a su marido como "paciente, fácil de llevar, comprensivo y con sentido del humor, un carácter fuerte que toma sus propias decisiones." La familia de Porto, me dijo uno de sus amigos, eran "pura aristocracia".

En China, les esperaba un bebé de nueve meses, de tamaño inferior al normal, de la provincia de Hunan, llamada Asunta Fong Yang. Fue, recuerda Basterra, "un viaje increíble". Dos semanas más tarde, después de bandearse entre la maraña de la burocracia china y hacer los pagos requeridos, trajeron a la pequeña a su casa de Santiago. Sus nuevos documentos de identidad españoles mostraban que ahora era Asunta Fong Yang Basterra Porto.

La niña creció y comenzó a ganar peso, aunque seguía siendo delgada y sufrió las dolencias típicas de la infancia: fiebres, gastroenteritis y otras enfermedades que asustan a los padres, pero pasan rápidamente. En los círculos en los que Porto -"Charo" para los amigos y familiares- se movía, los amigos médicos estaban siempre a mano. No había necesidad de ir al centro de salud pública, donde a Asunta le habían asignado un pediatra. Fueron, en cambio, hasta el hospital de la ciudad, donde un facultativo amigo supervisaría su cuidado futuro. Incluso podrían obtener medicamentos sin receta, de los amigos farmacéuticos. Eran privilegios de clase, pero así era cómo funcionaban las cosas en Santiago –una ciudad encantadora y tranquila, que alberga la capital de la región autónoma de Galicia. "Al igual que otras ciudades de provincia, Santiago puede ser muy complaciente", me dijo el escritor gallego Miguel Anxo Murado. La pareja estaba dispuesta a utilizar todos sus contactos. Simplemente estaban haciendo lo mejor para Asunta.

Con el tiempo se hizo evidente que Asunta era especial. Cuando llegó a la escuela secundaria la consideraron tan brillante que le saltaron un año académico. Sus padres la estimulaban pero también se preocupaban por estas habilidades. "Bien manejado, es una buena cosa", decía Porto a sus amigos después de leer sobre los niños superdotados. "Pero puede ser un problema." Empezaron las clases particulares de inglés, francés y chino, además del alemán en la escuela. Asunta ya hablaba español y gallego, el idioma similar al portugués de este rincón verde y húmedo de la España atlántica. También había clases particulares de ballet, violín y piano -a menudo exigidos por la propia Asunta.

"Ella nos contó una vez cómo eran sus sábados, nos recordó su antigua maestra de ballet, una mujer llamada Gail Brevitt. "Se levantaba a las 7 am, estudiaba chino de 8 a 10, llegaba al ballet a las 10.15 y bailaba hasta las 12.30 horas, y luego hacía francés hasta la hora del almuerzo”. Y además estaban el violín y el piano. Orgullosos, los padres de Asunta seguían su progreso cuidadosamente. La chica era tímida con los extraños, pero exuberante en casa -bromista, arengando a sus padres con discursos políticos simulados o dando vueltas y vueltas con sus trajes de ballet. Hubo conciertos y salidas al teatro, mientras su madre se involucraba en el Ateneo, un Club cultural liberal que organizaba charlas, debates y conciertos.

En el momento en que cumplió 12 años en septiembre de 2012, se podría haber esperado que Asunta estuviera harta de ser un "proyecto de niña”; una persona que estaba claramente siendo preparada para ser un prodigio. Una vez, cuando su madre estaba repasando la lista de sus actividades después de la escuela delante de unos conocidos, la chica soltó bruscamente: "¡Esa es una cosa que estoy haciendo porque te gusta a ti!" Pero Asunta parecía feliz. Tenía talento, era disciplinada y disfrutaba de lo que hacía. También era reservada, y sólo compartía sus escasas preocupaciones con Carmen González, asistenta de la familia, así como con su madrina y niñera esporádica, María Isabel Veliz, una mujer de edad avanzada, pero activa. Ya era 5 pulgadas más alta que Porto, casi una mujer. "Para mí, ellos parecían una familia idílica," decía González.

                                                                          * * *

Pero la familia había comenzado a mostrar algunas grietas. En 2009, Porto pasó dos noches en un hospital psiquiátrico privado, diciendo que se sentía apática, culpable y con ideas suicidas. Su mente era un torbellino de alta velocidad, dijo, y sentía una tremenda competencia con su propia madre. "(Porto] se irrita mucho con su hija, que es una molestia para ella," escribió un psiquiatra en sus notas. Después de dos días, sin embargo, Porto pidió el alta voluntaria y sólo regresó para la primera de las revisiones periódicas que le programaron.

Dos años más tarde, en 2011, Porto había recuperado el equilibrio y empezó a pensar en enviar a su hija a una escuela en Inglaterra durante un año. Esto le permitiría pulir su inglés y ayudaría a reforzar a Asunta a la altura de su brillantez natural. Porto había hecho algo similar: pasó por una escuela en Oxford de adolescente y, ya estudiante de 22 años, viajó a Francia en un intercambio Erasmus. Pero sólo duró unos pocos meses en Francia. "Allí nadie sabía quién era yo. En cambio en Santiago, al ser mi padre profesor de la facultad, me trataban con más consideración", explicaría más tarde. Su autoestima era frágil y fue durante su tiempo en Francia cuando inició un ciclo de recaídas ocasionales en la ansiedad o la depresión aguda. Porto comenzó a trabajar en el bufete de abogados de su padre después de graduarse y más tarde publicó un currículum on line en el que afirmaba haber completado su año Erasmus y estudiado en la London School of Law, una institución que no existe.

En septiembre de 2013, Asunta, 12 años, volvía a la escuela tras un largo verano que había incluido varias semanas felices con la querida asistenta y confidente en su pueblo de origen, y otras con su madrina en un complejo playero cercano, nadando en el mar y acudiendo a todas las fiestas locales. "Ella se divertía mucho", dijo Veliz. Sus padres no estaban lejos, en Santiago, o en su propio apartamento en la playa, pero sólo pasaron una de las seis semanas de verano con Asunta. Basterra y Porto se estaban recuperando de 18 meses de desgaste emocional. Un período negro que había comenzado con la muerte de la madre de Porto y, siete meses más tarde, la de su padre. Ambos habían muerto en sus camas. Asunta había pasado mucho tiempo con sus abuelos, sobre todo paseando por el parque de la Alameda con su abuelo, que solía acompañarla a casa tras la clase de ballet. Su abuela materna había sido la fuerza impulsora de la familia. Ella tenía "una personalidad como una cortadora de césped", dice un conocido. Porto la llamaba "encantadoramente horrible".

Ambas pérdidas sacaron a la luz los puntos débiles del matrimonio. A principios de 2013, Porto y Basterra se habían divorciado de repente, para sorpresa de sus amigos. De hecho, Porto había perdido el entusiasmo por un hombre al que ahora veía como excesivamente puritano, antisocial, apático e impredecible. Ella confió a un amigo que se había cansado de su bajo rendimiento como amo de casa. Porto encontró un amante, un hombre de negocios seguro de sí mismo, enérgico y exitoso llamado Manuel García. Cuando Basterra descubrió el asunto, cotilleando en los correos electrónicos de su esposa, su matrimonio se desmoronó. Optó por apartarse, se fue a casa de unos parientes en el País Vasco, pero volvió tres semanas más tarde y alquiló un pequeño apartamento a la vuelta de la esquina. Su único objetivo, dijo, era estar cerca de Asunta para verla crecer feliz.

Porto se había sentado con Asunta y le había dado la típica charla de los padres divorciados, llena de garantías de que los dos la adoraban, pero mamá y papá ya no se querían. "Entonces, ¿quién va a cocinar?" quiso saber Asunta. Era una pregunta pertinente. Su padre, cuyo trabajo free lance era muy errático, había sido el cocinero y amo de casa principal. Basterra iba a  bombardear a su ex mujer con correos electrónicos en los que le recordaba todas las tareas del hogar que ahora caerían sobre ella, sabiendo que su incapacidad para organizarse a sí misma la haría caer en la ansiedad. "Dudo que ella sepa hacer un huevo pasado por agua", dice un amigo. Sin el dinero de Porto, Basterra había aterrizado en el mundo real. Que su esposa se hubiera buscado un amante casado, al que Basterra consideraba vulgar, no hizo sino aumentar su resentimiento.

Nadie sabe cómo Asunta, al borde de la adolescencia, reaccionó a todo esto. Las certezas perfectas de su mundo se estaban desmoronando y su confianza en sus padres debe haber flaqueado. En junio de 2013, Porto tuvo una crisis nerviosa que le provocó síntomas físicos agudos, incluyendo mareos y la paralización de un lado de la cara. Basterra se precipitó a la cama de hospital de su ex esposa y, una semana más tarde, la ayudó a instalarse de nuevo en casa. En cierto modo, era un retorno a su antigua vida. Comían en casa e incluso pensaron que podrían volver a vivir juntos.

Mientras tanto, Asunta continuaba con sus numerosas actividades extraescolares. Cuando ella puso sus libros de estudio en forma de abanico sobre la colorida alfombra de su habitación en la tarde del sábado 21 de Septiembre de 2013 -tras almorzar con su madre en el piso de su padre, jugar una partida de cartas y ver un episodio de los Simpson- parecía que la familia había superado sus traumas recientes y que la vida de Asunta volvía de nuevo  a la rutina.

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Alfredo Balsa es bien conocido por la policía de los alrededores de Santiago de Compostela. Es un visitante asiduo de los clubes de alterne –así se llaman los burdeles legales que muestran sus letreros de neón en las afueras de cada ciudad española-, que además tenía el hábito de conducir bebido en el entorno de la parroquia de Teo, una aldea junto a Santiago. En septiembre de 2013 lo habían pillado tantas veces que había perdido su permiso de conducir. Pero el club de alterne más cercano -el Satay- estaba a una milla de distancia, por caminos de tierra en buen estado. Las posibilidades de ser sorprendido conduciendo eran casi inexistentes.

En las primeras horas del 22 de septiembre, él y un amigo salieron de un bar en el pueblo de Feros, subieron al Volkswagen Golf blanco de Balsa, y se dirigieron al Satay por una ancha pista forestal. Era una noche muy brillante, pero los robles y los pinos producían unas intensas sombras  negras, y Balsa vislumbró algo extraño entre ellas. Parecía un espantapájaros. Detuvo el coche, dio marcha atrás, enfocó las largas al lugar y, descubrió una forma humana tendida en una bancada de suave pendiente a sólo dos metros de la pista.

Se bajaron del coche y se acercaron con cautela. Una chica yacía sobre la capa de agujas de pino caídas, vestida con un pantalón de chándal gris manchado de barro, con un brazo medio metido en el top y una camiseta blanca levantada por encima de su estómago. Estaba descalza. El brazo izquierdo de la chica estaba doblado sobre su hombro, una gran mancha húmeda se extendía alrededor de la entrepierna, y había una pequeña cantidad de mucosidad con sangre bajo la nariz. Era un descubrimiento sorprendente, algo muy raro en esta zona tranquila del campo, porque la chica era asiática. Los hombres le tomaron el pulso, pero no había ninguno.

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La policía supo enseguida quién era la víctima. Rosario Porto y Alfonso Basterra habían acudido a la comisaría principal de Santiago, un edificio de piedra de color miel en un barrio bien cuidado cerca de la catedral, a las 22:17 para informar que Asunta había desaparecido. En la denuncia quedó escrito que Asunta se había quedado en el apartamento de su madre para hacer sus deberse a las 19.00 mientras Porto iba a la casa de campo de la familia -un pazo amurallado construido por sus padres, con piscina y pista de tenis. La casa estaba también en la parroquia de Teo, a 20 minutos de Santiago y a unos 4 kilómetros de donde se encontró el cuerpo. Cuando Porto regresó a las 21.30, la niña había desaparecido.

Asunta era una niña obediente y disciplinada, no de las que anda por ahí perdiéndose, por lo que su madre había llamado a Basterra, quien había esperado unos minutos por si ella había decidido ir a pie desde el apartamento de uno de sus padres al del otro. Le dijeron al inspector de policía, Javier Vilacoba, que habían llamado a algunos amigos de Asunta, pero nadie sabía de ella desde que Porto se había ido a la casa de campo. Justo antes de salir de la comisaría, Basterra le pidió a Porto que le contase a Vilacoba un extraño incidente ocurrido a principios de verano. A las 2 am de una noche de julio, la habían despertado unos gritos de Asunta. Cuando ella corrió a la habitación de la chica se encontró a un hombre vestido de negro, con guantes de látex, inclinado sobre la niña. El tipo salió corriendo y apartó bruscamente a Porto a la que golpeó en la mejilla. Habían dejado las llaves en la cerradura fuera de la vivienda, por error, pero Porto no sabía por qué había entrado el hombre en el edificio, aunque asumió que tal vez supiera de la existencia de una caja fuerte con miles de euros en efectivo.

Porto había acudido a la policía al momento, pero decidió no denunciar el incidente. No le faltaba nada y los intentos de robo rara vez se resuelven, razonó. "Asunta es una niña temerosa. Y no quiero que se sienta insegura en su propia casa", dijo Porto. Una explicación extraña, más aun por el hecho de que no se lo contó a sus vecinos. Pero algunos notaron la cara magullada de Porto y pensaron que algo espantoso podía haber ocurrido."¡Ayer alguien intentó matarme!" escribió Asunta en un mensaje a un amigo. Dos meses más tarde, al parecer, alguien por fin lo había conseguido. El inspector Vilacoba dio a los padres de Asunta la noticia a las 4,45 am . Él y Basterra habían fumado un cigarrillo juntos fuera del edificio de apartamentos, unas horas antes en el calor de la noche. Basterra le había dicho en murmullos que Asunta debía de estar muerta y que sólo esperaba que no la hubieran violado.

martes, 9 de febrero de 2016

473. El inventor del futbolín

Supongo que ya estarán al tanto, queridos lectores, de que el inventor del futbolín fue un gallego y a lo mejor hasta conocen su vida y milagros, en cuyo caso les sugiero amablemente que no sigan leyendo este texto y vuelvan a sus ocupaciones ordinarias, porque no les voy a desvelar nada que no se encuentre por ahí en las wikipedias varias. Pero es cierto: el futbolín fue inventado por un gallego, que se llamaba Alejandro Campos Ramírez y que tuvo una vida singular, que merece la pena ser contada y reseñada en este blog, y que finalizó precisamente un 9 de febrero, como hoy, el del año del señor 2007, en Zamora. Se cumplen hoy, pues, 9 años del fallecimiento de este gallego universal y cosmopolita, cuyas cenizas, según sus instrucciones, fueron aventadas en parte sobre su querido río Duero, a cuya vera solía pasear en sus últimos años, y el resto en el Atlántico, frente a su pueblo.

Alejandro Campos Ramírez nació en Finisterre en 1919, hijo de un zapatero local. Era el mayor de diez hermanos. Su padre se trasladó en 1924 a La Coruña donde montó un próspero negocio de reparación de calzado y guarnicionería, que le daba para mantener holgadamente a tan extensa familia. Alejandro era un rapaz con facilidad para las letras, listo como el hambre, que despuntaba en el colegio. Por ello, su padre decidió mandarlo a Madrid con quince años cumplidos, para que pudiera terminar el bachillerato y emprender una carrera de letras como era su vocación, de forma que su talento pudiera desarrollarse en un marco menos provinciano y limitado que el que ofrecía La Coruña en los años veinte. La idea era buena, pero no contaba el imaginativo zapatero de Fisterra con los terribles bandazos que estaban a punto de sacudir a su familia. Alejandro llegó a la capital y quedó deslumbrado. Como me pasaría a mí cuando llegué en 1968. Aun no me he recobrado de ese deslumbramiento. 

Alejandro vivió un año mágico, en el que se dedicó a conocer la ciudad, ligar con las mocitas en sazón, frecuentar los teatros y las tertulias literarias a pesar de su juventud, además por supuesto de estudiar y seguir su curso sin agobios. Era un muchacho inteligente, seductor, xeitoso y con don de gentes, que se bebía a grandes tragos la vida nocturna de la ciudad y que se integró en los ambientes bohemios en los tiempos apasionantes, ruidosos y tensos de la Segunda República. Pero las cosas empezaron a torcerse. La zapatería de su padre entró en quiebra. Las crisis no eran entonces instantáneas como ahora, pero terminaban por llegar. El crash bursátil del 29 generalizó la pobreza en Estados Unidos y se extendió como mancha de aceite por el mundo. En España no tardó en prender, porque la economía nacional iba como el culo durante la República, con la inversión retrayéndose por la inestabilidad política, el caos institucional y la violencia desatada.

Porque alguien que no haya leído unos cuantos libros al respecto, puede llegar a pensar que la República fue un paraíso y el período franquista un infierno. Y eso es falso, digan lo que digan los forofos de la Ley de Memoria Histórica: la República fue un período jodido, en donde la violencia política se adueñó de la escena y el país estaba al borde de la bancarrota, mientras que el franquismo, al menos en los 24 años en que me tocó vivirlo, era un tiempo comparativamente más tranquilo para el ciudadano de a pié. Aunque en la primera hubiera más libertad y en el segundo menos, que ese es otro asunto. Sería bueno que, como país, conociéramos y asumiéramos nuestro pasado sin adulteraciones, como lo han hecho, por ejemplo, los alemanes. Ya lo dijo Napoleón Bonaparte: las sociedades que desconocen su historia están condenadas a repetirla.

Nuestro héroe Alejandriño Campos recibió un mensaje claro de su padre: no había dinero para seguir pagando sus estudios. O sea que, o se quedaba en Coruña y se ponía a trabajar, o se iba a la capital a ganarse la vida como pudiera. Alejandro eligió lo segundo y vivió otro año maravilloso. El director de su colegio, no queriendo perder un alumno tan brillante, le ofreció un trabajo: corregir los exámenes de los más pequeños. Pero además, nuestro hombre tiró de sus múltiples conocimientos para pillar otra serie de empleos: peón de albañil, ayudante en una imprenta y (pásmense) bailarín de claqué en la compañía de Celia Gámez. Y, por supuesto, empezó a escribir poemas en castellano y en gallego y conoció a León Felipe y otros intelectuales de primer nivel. Pero todo esto se acaba de forma estrepitosa, como se imaginan. Estalla la guerra en julio de 1936 y Alejandro se queda atrapado en la ciudad sitiada, sin ningún contacto con su familia coruñesa que, como también sabrán, en cuatro días pasó a vivir en la llamada Zona Nacional.

Las cosas se precipitan. Una bomba cae en el edificio en el que vive Alejandro, que queda sepultado bajo los escombros (estamos en noviembre de 1936). Es rescatado vivo, pero con graves secuelas: una pierna medio destrozada, que le dejará una cojera de por vida, y los pulmones hechos polvo tras pasar mucho tiempo enterrado. Es trasladado a un hospital de Valencia y de allí, con el alta, enviado a Montserrat, Barcelona. Estamos hablando de un chico de 18 años. En Montserrat, la República ha requisado el Hotel Casa Puig, para dedicarlo a centro de recuperación de niños y adolescentes heridos, aprovechando el aire sano de la montaña. Y allí es donde nuestro hombre inventa el futbolín. Resulta que, frente al hotel había una explanada de tierra donde los chavales de la zona jugaban al fútbol. Y en el hotel, los niños internados no podían hacerlo, porque estaban cojos o mutilados.

Alejandro, que tampoco podía jugar ya al fútbol ni bailar claqué, hizo unos planos y buscó quien le construyera el artefacto. Encontró la ayuda de un carpintero vasco que trabajaba para el hotel. Este buen hombre bajó a Barcelona a comprar los materiales y confeccionó los primeros futbolines: jugadores de dos piernas, de madera de boj, y pelotas de corcho aglomerado. Dos materiales muy duros y abundantes en Cataluña. Empezaron a fabricarlos y Alejandro registró el invento en la oficina de patentes de Barcelona. También patentó otro artilugio: un pasador automático de hojas de partitura que se accionaba con un pedal. Este invento estaba destinado a una joven pianista de la que estaba enamorado. Pero un compañero suyo, que era trostkista y se había tenido que largar a Francia, porque los stalinistas se lo querían cargar, empezó a fabricar futbolines al otro lado del Pirineo.

Cuando los franquistas estaban a punto de conquistar Barcelona, Alejandro se sumó a las columnas de refugiados que, como ahora los sirios, se dirigían al país vecino. Se fue andando, con una mochila en la que llevaba sus pertenencias más necesarias y su gran tesoro: las dos patentes que le acreditaban como inventor. Pero la lluvia le martirizó de forma constante durante diez días. Cuando encontró refugio en una ciudad, los papeles estaban empapados. La patente del futbolín no se pudo salvar. La otra sí, y de eso pudo vivir Alejandro hasta que decidió marcharse a Sudamérica. Hay aquí una parte nebulosa que no he podido reconstruir: ignoro cómo pasó este hombre la Guerra Mundial. Imagino que volvió a España, como tantos otros, para no caer en manos de los nazis. Aquí, imagino también que nadie se metió con él (no había combatido en la guerra), pero se encontró con una vida cultural demasiado chata para sus ansias de creador y poeta. El caso es que, con el mundo en paz, Alejandro vuelve a París en 1948. Allí comprueba que todo el mundo está fabricando futbolines y que luchar por la autoría del invento sería un proceso largo, caro e incierto. En 1951 viaja a Quito y enseguida a Guatemala, donde se radica por un tiempo. Allí se reúnen con él algunos de sus hermanos pequeños, con los que monta la empresa Campos Ramírez Hermanos, una próspera factoría de juguetes de madera y, cómo no, futbolines.

Pero la historia le arrolla de nuevo. En 1954, el general Castillo Armas da un golpe de estado, ayudado por los yanquis. El dictador rompe relaciones con el gobierno español republicano en el exilio y las establece con Franco. Alejandro se había distinguido como asiduo del Centro Republicano de Guatemala, al que ha suministrado ocho futbolines, en los que entretienen su ocio los exiliados, junto con visitantes ilustres, como el Ché Guevara, de quien Alejandro dice que era un jugador muy malo. En colaboración con la nueva embajada española, los militares secuestran al próspero fabricante de futbolines, a quien previamente han requisado todos sus bienes, y lo embarcan en un avión a España. A mitad del vuelo, cuenta Alejandro que se las arregló para entrar en el baño, donde se fabricó una falsa bomba con una pastilla de jabón a la que dio forma de granada y recubrió con papel de plata de unos chocolates que tenía. Salió de allí dando a gritos: o desviaban el avión, o volaban todos por los aires, arre carallo.

Ya ven, además de inventar el futbolín, este gallego universal fue el precursor de los secuestros de aviones. El vuelo dio la vuelta y aterrizó en Panamá, donde fue detenido y liberado días más tarde con estatus de refugiado político. Decidió entonces emigrar a México, a buscar a León Felipe y otros amigos del tiempo de la república y la guerra. Poco después, había montado una editorial en el Distrito Federal, cuyos servicios facilitaba a todos los emigrantes forzosos con un mínimo talento literario. En ese tiempo adoptó el seudónimo de Alejandro Finisterre, con el que sería conocido desde entonces. En 1973 fue el organizador del homenaje mundial a León Felipe, de quien se convertiría en su albacea. Cuando la Transición, volvió a España y se instaló en Zamora, para poder administrar la herencia de su amigo, que era de esa provincia. No pensó en instalarse en Galicia, a pesar de que fue admitido en la Real Academia de la Lengua Gallega a petición de Álvaro Cunqueiro y otros. Y en su Fisterra natal tiene una calle con su nombre.

En sus años finales, Alejandro Finisterre se dedicó a contar las aventuras de su agitada vida, que algunos no se creen del todo. A él le hubiera gustado pasar a la historia como poeta y editor, pero alguien descubrió que era el inventor del futbolín, algo que sí está totalmente acreditado, y sobre eso le hacían la mayor parte de las preguntas en las entrevistas. Les dejo de propina una bastante corta (hay otras más largas en Youtube). Sean felices.


viernes, 5 de febrero de 2016

472. London calling

Muy bien, el otro día les adelanté que tenía en perspectiva un nuevo viaje de conferenciante del que no daba mayores detalles, porque no estaba todavía confirmado y saben que trae mala suerte anunciar estas cosas antes de tiempo. Ahora ya puedo contarles de qué va la vaina, puesto que tengo los billetes de avión en el bolsillo y la reserva de hotel cerrada. Será una sola noche en Londres, pero a cambio voy a gastos pagos, que decimos los gallegos. Les llamo la atención sobre esto, porque no deja de ser un indicativo del cambio de los tiempos. Me refiero al cambio de mi situación profesional desde que ha entrado el nuevo equipo de gobierno municipal. En junio pasado, yo hice un viaje a Leipzig, Dresde y Erfurt para hablar en sus tres universidades. Para ello hube de pagarme todos los gastos y utilizar parte de mis días de vacaciones (entonces demediados, por los recortes del señor Rajoy). Como ésas eran las condiciones, hice de la necesidad virtud y me tomé realmente unas vacaciones en las que aproveché para visitar a mi hijo Lucas y hacer turismo, no sólo en esas tres ciudades, sino también en Weimar y Berlín.

La culpa de esa situación penosa la tenía una concejala a la que he dedicado el mayor surtido de insultos que se ha proferido en este blog a lo largo de sus más de tres años de recorrido. No voy a insultarla más, bastará que repita que me congratulo de que ahora sea ama de casa, una ocupación más acorde con su preparación profesional y política. Las cosas empezaron a cambiar después: cuando viajé a Hamburgo en octubre, me pagué yo todos los gastos, pero no tuve mayores problemas para que me reconocieran como días de trabajo las jornadas empleadas en este asunto. Ahora me pagan los gastos los de Londres, ultima transición a ese ideal soñado de viajar a cuenta de los contribuyentes madrileños, algo de lo que no disfruto desde hace unos cuantos lustros. Things have changed, que canta el viejo Bob. Y más que tienen que cambiar todavía. Les cuento ya las coordenadas de mi nueva aventura.

La ciudad de Londres es muy extensa y ha crecido a base de barrios de vivienda de muy baja densidad. Su estructura viaria es bastante similar a la de Madrid: hay una ring road (autovía urbana circular), que se llama la M-25, y funciona más o menos como la M-30, o el peripherique de París. Y hay un manojo de vías radiales que conectan la capital con las mayores ciudades británicas del norte y del sur. Estas carreteras atraviesan la M-25 hacia el centro urbano y constituyen cortes tremendos en ese tejido urbano poco denso. En algunos casos transcurren elevadas (lo que aquí se llamó escalextrics), de modo que las calles transversales cruzan por debajo. Estos tramos elevados no suponen barreras funcionales tan rotundas, pero tienen un impacto ambiental, sonoro y estético terrible para los barrios contiguos.

La gestión y mantenimiento de estas auténticas carreteras que se adentran en el llamado Great London (área metropolitana), corresponde a un organismo consorciado entre las diferentes administraciones londinenses, que se llama el TfL (Transport for London). Es decir, algo muy similar al Consorcio de Transportes de Madrid. El TfL administra el Metro, el cercanías, los autobuses y las carreteras. Bien, pues el TfL ha decidido cambiar el diseño de estas infraestructuras viarias tan agresivas, construidas en los años de todo para el coche. Meter el tráfico en subterráneo y destinar la superficie recuperada para la ciudad a ejes peatonales floridos y hermosos, como ciertos meses de mayo. Tienen ya las tuneladoras preparadas. Para organizar un obrón de este calibre en una ciudad como Londres, hacen falta tres cosas: UNO, decisión y liderazgo político, DOS, capacidad de gestión acreditada para un reto como ese y TRES, el dinero. Mucho dinero. De mi experiencia en este tipo de empeños, les puedo decir que el factor más difícil de obtener es el primero. No es fácil encontrar un político que quiera meterse en semejante merdé. Parece que en el TfL han tenido en cuenta estos tres factores a los que hay que añadir, desde luego, una dificultad técnica notable aunque, con dinero, en ingeniería todo es posible.

Para apoyar su gran proyecto, han hecho unos concienzudos estudios estadísticos, cuyas proyecciones a futuro les llevan a apostar por un crecimiento de población de un millón de personas en los próximos veinte años, y un aumento del empleo en consonancia. Y para lanzar su idea al mundo han organizado una jornada que tendrá lugar el día 18 de este mes. Una jornada para la que han buscado proyectos similares en el mundo mundial. Y han encontrado otras dos ciudades que también se volvieron locas en su día: Madrid y Estocolmo. Y allí me tendrán a mí, contando el proyecto M-30/Madrid Río, con una intervención en inglés de veinte minutos y posterior participación en una mesa redonda con todos los ponentes.

He de aclarar que los de TfL contactaron con la empresa Madrid Calle 30 a mediados de enero, cuando no había consejero delegado, por haberse jubilado el anterior. Los gestores de esta empresa mixta me conocían de numerosas ocasiones en que he explicado el proyecto a extranjeros en su sede. Me lo propusieron y ya saben que estas cosas me gustan como a un niño una piruleta. Cuando ya teníamos el tema organizado, fue nombrado un  nuevo consejero delegado. Es un hombre joven, agradable y competente, que ha decidido mantenerme como orador y acompañarme al viaje, algo que me viene muy bien, porque es una persona que ha trabajado en Londres, maneja un inglés superior al mío y puede mejorar mucho mi papel en la mesa redonda, en la que nos sentaremos los dos. Viajaremos el 17 por la tarde, con tiempo apenas para cenar y echarnos a dormir. Tenemos un hotel cercano al centro de congresos. El 18 desayunaremos y caminaremos hasta el lugar. Y, después del congreso, comeremos y tendremos tiempo de dar una vuelta por Londres, porque el vuelo de vuelta es a las 8.

Si hubiera viajado solo, a lo mejor me había quedado por allí unos días a hacer turismo. Hace tiempo que no visito Londres y no me hubiera importado rememorar mis viejos recuerdos: Carnaby Street, el mercadillo de Camden Town, el Hyde Park, los conciertos en el Hammersmith Odeon, que creo que ya no se llama así. Pero será un viaje exclusivamente técnico, como el de Hamburgo, una fórmula que también me encanta: adoro los aeropuertos, los hoteles y las grandes metrópolis. Otro tema diferente es si este tipo de proyectos molan o no molan. Ya saben que la crítica principal es que se trata de inversiones muy elevadas y que, en los tiempos que corren, con ese dinero se pueden hacer muchos carriles bici. Me parece un argumento bastante demagógico. Cuando se hizo la obra del río en Madrid, era lícito sacarlo a colación, porque se trataba de un gasto excesivo para la capacidad de la ciudad. Pero, si en Londres tienen el dinero, ¿por qué no habrían de hacerlo?

El parque de Madrid Río es cojonudo y el tráfico en la M-30 ha mejorado mucho. Nos salimos un poco de nuestras posibilidades, pero la deuda municipal está ahora mismo bajo control. El pasado día 2 el parque Madrid Río recibió en Harvard el XII Premio Verónica Rudge, que es el equivalente al Pritzker en arquitectura del paisaje urbano. AQUÍ pueden consultar la página del premio, con los comentarios particulares de los miembros del prestigioso jurado y la relación de proyectos premiados en ediciones anteriores. Es el premio más importante que ha recibido hasta ahora este proyecto, que todavía mucha gente critica. Tiene cojones que tengan que venir los de fuera a reconocer nuestros aciertos, porque nosotros no los entendemos como tales. Esto sólo pasa en España.

Esta mañana he asistido en la sede central del Ayuntamiento en Cibeles a una jornada en la que se ha hablado de la posición de Madrid en distintos rankings internacionales y cómo mejorarla. Y en una de las imágenes que nos han mostrado aparecía Londres como la ciudad ejemplar en temas de sostenibilidad ambiental para el futuro. No me he podido sujetar de intervenir, para contar lo del premio y lo de mi próximo viaje a Londres. Resulta que voy a ir yo en persona a explicarles a los campeones de la sostenibilidad ambiental cómo se hace un proyecto como Madrid Río. Y por cierto, el nombre de la jornada es Streets Ahead (Calles fuera) y el lema que aparece debajo en pequeñito es Digging Deeper (excavando más profundamente). En fin, ya les iré contando. Me llaman de Londres y les dejo con esta canción precisamente: London Calling. Pasen un buen finde. Han de pinchar AQUÍ.