viernes, 30 de noviembre de 2012

47. Corredor I. Mi relación con el deporte hasta los 35

Algunos lectores me dicen que el título de este Blog es engañoso, que cualquiera puede entrar pensando que voy a hablar de zapatillas, estiramientos, velocidades medias o alimentación eficiente, los temas que obsesionan al corredor popular, y llevarse un chasco al ver que les doy gato por liebre hablando de Rajoy y otras menudencias. Eso me recuerda que tengo pendiente explicar un poco los dos primeros rasgos de mi perfil de blogger: escritor novel y corredor veterano. Vamos con lo segundo.

El título está elegido con todo cuidado. Alude a mi intención de escribir una serie de reflexiones apresuradas y no demasiado meditadas sobre lo que va sucediendo a mi alrededor. Yo cuento mi primera impresión, a bote pronto, corriendo el riesgo de equivocarme y meter la pata. Si eso sucede, lo reconozco y punto (ya lo avisé en la entrada nº 1). Esto hace que escriba muchas entradas, que prime la cantidad sobre la calidad. Pero quizá de ahí se derivan los valores del Blog, si es que tiene alguno: agilidad, inmediatez, cercanía.

Otros escriben cosas mucho más meditadas y fundamentadas que las mías, lo que conlleva una exigencia de calidad que yo no tengo, y una producción forzosamente más escasa. Sus textos se pueden seguir leyendo mucho tiempo después, porque son profundos y transcendentes. Los míos son de usar y tirar, hay que leerlos en el momento, porque un mes después ya suenan a viejo. África, mi agregada cultural, me apunta que el título del Blog es en cierta forma un oxímoron (como un silencio estruendoso), porque una verdadera reflexión requiere tiempo, paciencia y sosiego, y es imposible hacerla a la carrera.

De todas formas, el título del Blog juega con el doble sentido, porque es cierto que soy corredor, tengo a mis espaldas diez maratones, todos terminados, y una larga colección de carreras de formato más corto (entre 10 y 20 kilómetros) en las que todavía sigo participando a pesar de los achaques de la edad. Corrí maratones entre 1986 y 2002 y voy a dividir mi relato en tres entradas: el antes, el durante y el después. Porque el maratón es algo más que una distancia mítica. El maratón es una forma de vida. 

Mi relación con la carrera de fondo y el deporte en general, es bastante tardía. Cuando yo era un adolescente, allá por los sesenta, el deporte y la forma física no eran algo que obsesionara a la gente, como ahora. En el bachillerato, la Gimnasia era una asignatura de las llamadas “marías”, junto con la Religión y la Formación del Espíritu Nacional. En mi colegio, que era laico, la religión la daba un cura, la FEN la daba un falangista herido de guerra y la gimnasia un señor gordo y medio adormilado, provisto de un pito de árbitro con el que intentaba acompasar los saltos y piruetas obligatorios, que todos afrontábamos con desgana indisimulada.

Cierto es que los fines de semana, incluso en pleno invierno coruñés, a veces dedicábamos un día a jugar al fútbol en la playa de Santa Cristina, donde se organizaban varios partidos para gentes de todas las edades. Para ello debíamos tomar un autobús de línea que cubría los cinco kilómetros hasta la playa. Allí nos desvestíamos, dejábamos la ropa a cubierto por si se ponía a llover y jugábamos una hora descalzos, con un balón bastante duro. Al acabar, sudorosos, exhaustos y con el dedo gordo del pie derecho medio destrozado de chutar a puerta, nos bañábamos en el agua helada y echábamos unas carreras extra para entrar en calor.

Al regreso de la playa, nos bajábamos del autobús en la primera parada de la ciudad. Allí estaba y continúa estando la vieja fábrica de cervezas La Estrella de Galicia (sólo que ahora la ciudad ha crecido mucho, más allá de la factoría). En el bar de la fábrica, nos obsequiábamos con un bock de extraordinaria cerveza de presión, acompañado por unas pocas patatas fritas o aceitunas. Y nos fumábamos el primer pitillo del día. Porque todos los quinceañeros de entonces fumábamos ya, para emular a los mayores y hacernos visibles para las chicas, nuestro primer objetivo en esos años de urgencias hormonales.

En esa época, uno tenía que empezar pronto a fumar, si no quería que le tachasen de tipo “un poco rarito”. Además, uno iba al cine y lo primero que le ponían era el anuncio de Marlboro, en el que un cowboy veterano contempla las grandes llanuras de Arizona por las que trotan hermosos caballos a cámara lenta, a la luz de una puesta de sol fastuosa. Para tener una mínima posibilidad de ligar, uno tenía que emular a Gary Cooper en Solo ante el Peligro. Yo empecé fumando celtas cortos, que vendían sueltos en los kioscos, al precio de cuatro por una peseta. Aquellos celtas en los que, de vez en cuando, aparecían las míticas estacas, que hacían casi imposible aspirar el humo. Aún recuerdo la conmoción que nos produjo el momento en que pasaron a venderlos a tres por peseta.

Lo de no fumar era sólo uno de los síntomas de que un chaval era “un poco rarito” (entonces la homosexualidad era algo que ni siquiera se imaginaba). Otros signos de rareza eran, por supuesto, no beber y no jugar al fútbol en la playa. Vean lo que dice la letra de una de las canciones más repetidas en las fiestas: “El niño que tiene Asunción, ni fuma ni bebe ni juega al balón (bis). Asunción, Asunción: ese niño va a ser mari….nero (bis)”. La conclusión del segundo bis ya la conocen todos. Otros signos de rareza eran estudiar inglés (todos elegíamos el francés en esos años) y optar por la rama de Letras, que se consideraba propia de señoritas. Uno solo de estos síntomas no bastaba para que te catalogaran de raro, pero en cuanto se juntaban dos… ¡Malo, malo!

Cuando vine a Madrid y entré en la Escuela de Arquitectura me encontré en un contexto en el que el deporte no molaba. En aquellos años, finales de los sesenta, lo que más puntuaba a la hora de que las chicas se fijaran en uno, era ser antifranquista, muy rojo y muy contestatario. El deporte era cosa de pijos y de fachas. Un amigo mío, que empezó el mismo año, llegó allí como gimnasta en posesión de varios trofeos júnior, descubrió que eso ya no molaba, dejó bruscamente de hacer ejercicio y engordó visiblemente. Además se dejó la barba, adoptando una imagen de arquitecto de peso que todavía ostenta cuarenta años más tarde (además de la imagen, es ciertamente un arquitecto de peso, en el buen sentido de la expresión).

En esto había también una excepción: el equipo de rugby, santo y seña de la Escuela, que jugaba en primera división. Yo fui durante años supporter de ese equipo, aprendí las reglas, descifré la terminología francesa (pilier, talonier, avant, melée) de ese deporte tan anglosajón, y me convertí en un asiduo que no se perdía un partido, animaba hasta quedarme ronco, insultaba al árbitro y me iba luego con los del equipo a ponerme ciego de cerveza y salchichas bratwurst. Nunca pensé en practicar ese deporte, para el que no tengo condiciones; yo siempre fui muy delgado y con una cierta fragilidad general, excepto en los tobillos.

Por lo demás, continué fumando, en torno a una cajetilla diaria (ya me había pasado al Ducados), hasta los 23 años. Un día me sentí atufado y hastiado. De pronto intuí que el tabaco me estaba envenenando, a pesar de que en los setenta seguía siendo obligado fumar. Y lo dejé a lo bruto, sin seguir ningún programa. De un día para otro, dejé radicalmente de comprar tabaco e inicié una penosa fase de mendigar pitillos. Después de un tiempo, la gente me adjudicó una merecida fama de roña y empezaron a poner mala cara cuando les pedía, sobre todo ante la justificación que les daba: “Me he quitado de comprar, tío”. La vergüenza que pasaba me hizo disminuir la dosis gradualmente, hasta dejarlo del todo.

Conseguí estar más de tres años sin probarlo. Luego, a lo tonto como suele suceder, empecé a fumar otra vez, esta vez tabaco rubio. Pero aquí ya lo tenía totalmente controlado: fumaba por temporadas, nunca en gran cantidad, lo dejaba cuando quería (por ejemplo, cada vez que me constipaba) y en esa tesitura anduve coqueteando con el tema hasta los 35, la edad en que descubrí el maratón. Pero eso queda para una próxima entrada.

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