miércoles, 29 de mayo de 2013

131. Los ángeles querían más

Odio ponerles deberes pero, para entender bien este post, les conviene repasar aunque sea por encima el #64, “De escoceses y otros estereotipos”, del que éste es continuación. ¿Ya lo han leído? Muy bien. La película La parte de los ángeles de Ken Loach, de la que les hablaba en ese texto escrito a finales del año pasado, cuenta una historia que gravita en torno a la fabricación del whisky de malta y su importancia como seña de identidad de los escoceses. Se puede decir que, en la práctica, las señas de identidad fundamentales de los escoceses son tres: el kilt (falda tradicional que usan los caballeros), el whisky y William Wallace, el héroe local en el que se inspira la conocida película Braveheart.

El título de la película de Loach alude al hecho probado de que el whisky de malta, tras un largo y complejo proceso de elaboración y destilación, es guardado en barricas de roble durante diez a doce años y, en su encierro, pierde cada doce meses entre un 1% y un 2% de su volumen. Las barricas son herméticas, no sufren ninguna pérdida y no hay explicación científica de esa disminución. Según un viejo dicho escocés, esa es la parte que se llevan los ángeles, a los que al parecer también les gusta el líquido ambarino que se elabora en aquellas lejanas tierras. 

Contaba también en el post citado que tengo un amigo escocés, por nombre Geoff Keogh, y que pensaba que tal vez no volviera a verle más, porque hacía unos cuantos años que no venía a visitarnos con sus alumnos de la Aberdeen Business School, de la que era Senior Lecturer. Poco antes le había mandado una felicitación de Navidad a su dirección de mail de la universidad, y no me había contestado. Muy bien, pues el bueno de Geoff ha reaparecido y ayer pudimos darnos un abrazo. Hace unas semanas nos comunicó su intención de venir a Madrid acompañando a un grupo de profesores y alumnos de la Oxford Brookes University. La Brookes es una universidad privada (todas en el Reino Unido lo son en alguna medida, desde los tiempos de Thatcher) con una escuela de negocios bastante prestigiosa.

Organizamos la cosa para incluir en su programa una charla mía de hora y media sobre la historia urbanística de Madrid y el marco actual de oportunidades para inversores extranjeros en un contexto de crisis. Como el edificio de mi nueva oficina no cuenta con ningún salón capaz para 30 personas, le pregunté por correo si tenían algún otro lugar para la conferencia, puesto que a mí no me importaba desplazarme a donde me dijeran, incluso a su hotel. Sólo necesitábamos un ordenador, un cañón y una pantalla.

Con estas indicaciones, Geoff organizó el programa lectivo del grupo para el día de ayer. A las 9 de la mañana salí de mi casa caminando en dirección al Colegio Nacional de Economistas, cerca de la zona de Ópera, en donde tenía que hablar entre las 9.30 y las 11. Me encontré primero con mi amigo y, mientras comprobábamos el funcionamiento del ordenador, me contó que, como yo imaginaba, se ha jubilado (está feliz por ello) de su puesto en la Aberdeen Business School. Pero mantiene su red de contactos y ofrece sus servicios por libre, para la organización de viajes de estudios. Algo así como lo que montó Michel Velly en Nantes. Esto debe de ser algo muy gratificante; tendré que pensármelo para cuando me echen del Ayuntamiento.

Aprovechando su situación de retiro, se ha marchado de Aberdeen y ahora vive en Bristol, la ciudad de clima más cálido de Inglaterra, con su gigantesca playa al Mar de Irlanda. En su nuevo estatus de jubilado que ofrece sus servicios como free lance, Geoff Keogh tiene una imagen muy diferente de la que yo tenía en mi cabeza. Lo recordaba como a un tipo súper delgado, un poco encorvado, siempre impecablemente vestido con traje y corbata de tonos oscuros y con su escaso pelo muy recortado. Ayer lo vi más gordito, con buen color, unas guedejas canosas en la parte baja del cráneo parecidas a las mías, una chaqueta de punto de color beis y las típicas sandalias abiertas con calcetines gruesos que sólo se puede poner un británico. Así asistió a mi charla, en compañía de dos profesores de la Brookes de aire informal pero más cuidado.  
    
La charla discurrió con normalidad, los chavales se mostraron interesados e hicieron muchas preguntas. Al final, en el momento de los aplausos, Geoff extrajo de su mochila una botella de whisky de su tierra, guardada en el habitual canuto de cartón cerrado por los extremos con dos tapaderitas metálicas. Como ya conté en el post #64, le debo a mi amigo el conocimiento del whisky de malta, las instrucciones para usarlo adecuadamente y la experiencia de haber probado un licor que no tiene comparación con ningún otro. Él recordaba cuánto apreciaba yo sus regalos y, aunque ya no vive en Escocia, venía cargado con una botella para mí.

Los alumnos salieron a descansar hasta la clase siguiente, que era a las 12, y los tres profesores me ofrecieron tomar un café con ellos en algún bar cercano. Acepté, agarré mi preciada botella y caminamos hasta la calle Arenal, ya bañada por un sol matinal muy agradable en estos días fríos de mayo. En la esquina con la plaza de la Ópera hay un bar estupendo con terraza a los dos lados. Les pregunté si querían que nos sentáramos fuera y dijeron que no, que tenían poco tiempo. Entramos y nos situamos en la barra, en donde hube de hacer de traductor para que los camareros entendieran los tipos de café que querían mis colegas.

Con los cafés ya servidos, pagaron y entonces dijeron que por qué no nos íbamos a la terraza. Cosas de los extranjeros, para eso nos hubiéramos sentado antes y nos habrían servido los camareros de fuera. Pero ese era su capricho. Así que cada uno cogió su café y nos dirigimos en fila al exterior. Yo cerraba la formación llevando en la mano derecha la taza de mi cortado, cogida por el plato y en la izquierda mi preciado whisky sujeto por el centro del canuto de cartón en posición casi vertical. En el momento en que estaba situando la taza en la mesita con mis compañeros ya sentados, la botella de whisky decidió por su cuenta liberarse de su encierro empujando la tapaderita inferior, resbalar a lo largo del canuto  y estrellarse contra la acera de granito. 
  
Nos quedamos desolados, especialmente yo, como se imaginan. Por un momento pensé que a lo mejor me daban otra, pero no se planteó; seguramente mi amigo sólo traía esa botella, un regalo especial para mí. Los dos de Oxford me vieron tan hecho polvo que, tras consultar entre ellos, me regalaron un bolígrafo cromado de su universidad, en una cajita también cromada. Es una preciosidad, pero yo hubiera preferido el whisky. Después nos terminamos los cafés. Le insistí a Geoff en que no pasaba nada, que había sido mi culpa y que mi disgusto por aquel pequeño accidente no empañaba la alegría de haber recuperado el contacto con él (esto último es cierto). Que ya tendríamos múltiples ocasiones de que me trajera otras botellas y que le prometía manejarlas con más cuidado. Pero el encanto del día estaba roto.

Ahora rebobinemos. ¿Cabe imaginar una sucesión de fatalidades como esa? Durante el trayecto al bar llevé la botella de la forma en que el cuerpo te pide transportar una cosa tan valiosa: mano izquierda en el centro del cilindro de cartón inclinado 45 grados y mano derecha debajo de la tapa inferior. En la barra lo puse de pie. Si nos hubiéramos sentado en la terraza al llegar, como les propuse, no hubiera pasado nada. Pero con una mano ocupada llevando el café, sucedió lo que sucedió. También influyó que la tapadera estaba deficientemente pegada. Y que no tuve los reflejos del futbolista Cañizares para pararla con el pie, arriesgando la integridad de mi tobillo. Y que Gallardón decidió poner granito del más duro en la reforma de la calle Arenal, como en todas las suyas.

En fin que, si hay gente que se cree que los ángeles del cielo hacían cada día el trabajo de San Isidro, por qué no imaginar que en este caso fueron los ángeles que se llevan una parte del contenido de las barricas quienes organizaron esa funesta secuencia de hechos, porque querían más. John Irving, el gran escritor de Nueva Inglaterra, sostiene que la vida es un trayecto irregular, formado por tramos rectos entre los accidentes, en ocasiones graves, que sufrimos a lo largo de ella. Así estructura sus novelas, en las que siempre pasa alguna putada, invariablemente en momentos de alegría y euforia.

En mi caso, el accidente fue minúsculo (que todos sean como ese). Pero se pueden imaginar el disgusto que me llevé. Todavía no se me ha pasado. Por favor: no lleven nunca una botella guardada en canuto de cartón con una sola mano. Eso es lo que yo aprendí ayer. Pidan una bolsa para llevarla, hagan dos viajes o utilicen el truco que quieran. Pero no repitan mi majadería. Les juro que sienta muy mal. 

Sean cuidadosos. Lo que John Irving cuenta es la vida misma.
  

2 comentarios:

  1. Exageras, Emilio; no diré que te está bien empleado por seguir al pie de la letra las instrucciones de Mr. Keogh a la hora de tomar el güisqui, compartiéndolo solo con los ángeles... que, ya ves, han resultado muy avariciosos. Pero es inútil llorar sobre la leche derramada. ¿Y culpar a Gallardón, a Cañizares, a San Isidro, al que ajustó la tapita, a los caprichosos escoceses...? Has repartido culpas urbi et orbi, cuando, realmente, quien tenía la botella eras tú.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. No pretendo culpar a nadie; si hay algún culpable en esta historia, ese soy yo, que debía haber tenido más cuidado. Lo demás fue mala suerte y una serie de circunstancias que se conjuraron para que pasara lo que pasó. Ya está olvidado, a mí me duran poco los disgustillos. Perdí el whisky a cambio de una historia que contar en este foro.

      Eliminar