No se lo he contado, pero tengo
coche nuevo. El pobre Seat Toledo de matrícula de Barcelona es ya carne de desguace. Le arreglé la
carrocería después del golpe que les contaba en el #110, pero entre éste y
otros percances, mi viejo compañero de fatigas y avatares, como que empezó a
extrañar el camino a la nueva oficina, a dar muestras de flaqueza y señales de
que ya no podía más. Todavía lo llevé a que me lo revisara Nicasio y su
diagnóstico fue demoledor: Don Emilio, una persona de su categoría no puede
andar por la vida con un coche como éste.
Así que ahora tengo nada menos
que un Toyota Auris híbrido. Es lo que llaman un smart car, o sea un coche más listo que la leche. De hecho yo me
monto en él sin usar llave ni nada, él sabe que soy yo y me permite entrar, cosa
que no hace con nadie más. Una vez dentro, sólo tengo que ponerme el cinturón,
pisar a fondo el freno y apretar el botón “power”.
Lo demás lo hace él. Si ve la cosa muy oscura, pone las luces. Si caen unas
gotas, hace funcionar un par de veces el limpiaparabrisas y, si cae el diluvio,
lo pone a toda pastilla. Él decide cuándo tirar de la gasolina y cuándo usar el
motor eléctrico. Él cambia de marcha cuando le parece y yo sólo tengo que
sugerirle lo que quiero con el pié derecho, pisando el freno o el acelerador.
El pié izquierdo lo llevo cómodamente apoyado en un reposapiés y no me sirve ya
para nada.
Antes de decidirme, estuve
contemplando otras opciones, pero siempre de marcas japonesas. También me
gustan los coches alemanes, pero creo que es momento de dejar de comprar cosas
alemanas, a ver si Frau Merkel se da por aludida y deja de dar el coñazo con el
déficit y el dinero que le debemos a sus bancos. Descartados los coches
alemanes, nada como un japonés. Por mecánica, precio, fiabilidad, tecnología y
mantenimiento. No he visitado nunca Japón, pero tengo debilidad por la cultura
cívica de ese país, una mezcla de tranquilidad, budismo, paciencia, educación y
formalidad, que no tiene muchos parangones en el mundo, ni siquiera en otros
pueblos asiáticos de cultura budista.
Muchas veces me ha tocado atender
a delegaciones de países de Asia y he podido comprobar que los chinos son
toscos, hablan entre ellos muy alto en plena conferencia, discuten y
gesticulan, se quedan dormidos y dan muestras continuas de mala educación, y
los indios son impuntuales, ruidosos, les llaman contínuamente por los móviles, prestan poca
atención a lo que se les cuenta e interrumpen todo el rato. Por supuesto son
estereotipos y generalizaciones, pero así lo he vivido yo en más de una
ocasión. Sólo los coreanos son también agradables y educados.
Los japoneses son siempre súper
puntuales. Si se les cita a una hora, llegan un cuarto de hora antes, para
tener tiempo de hacer todos sus saludos ceremoniosos y empezar a la hora
convenida. Suelen llevar un intérprete buenísimo, hombre o mujer, escuchan la
conferencia con atención reconcentrada, toman notas en cuadernillos minúsculos
y toda su gimnasia gestual es contenida y exquisita. Si la cosa tiene que
terminar a las doce, a menos cuarto empiezan a ponerse nerviosos y a mirar de reojo sus
relojes de pulsera, porque no quieren quedar mal con el conductor del autobús
que les espera. Al final, les gusta hacer una cola para saludar al orador, al
que uno por uno dedican una reverencia y ofrecen un pequeño obsequio: una insignia
de su ciudad, un pequeño colgante de jade, o una simple tarjeta de visita. Les
produce una satisfacción adicional comprobar que su autobús arranca a las doce
en punto.
Más de una vez me he quedado
charlando con el intérprete, mientras los demás visitan los aseos, y le he
confesado mi admiración por Haruki Murakami (junto a Paul Auster, mi escritor
actual favorito, al que debo un post exclusivo). Lo que pasa es que yo
pronuncio el nombre de este señor con la hache un poco aspirada, al estilo
árabe, y no me suelen entender a la primera. Pero enseguida se dan cuenta y
entonces asienten vivamente diciendo “¡¡Aaah!! ¡¡Murakami-Aruki!!
¡¡Murakami-Aruki!!”, con los ojos convertidos en rendijas de la cara.
Los turistas japoneses vienen a
Europa en actitud confiada, abierta, respetuosa y receptiva, dispuestos a
aprender y a enriquecerse con el conocimiento mutuo. Esa ingenuidad básica
estuvo en el origen de los problemas que sufrieron en Madrid a comienzos de
este siglo. El turista japonés venía a menudo solo o en pareja, se alojaba en
un hotel céntrico y al otro día se iba andando a visitar el Museo del Prado o
cualquier otro monumento, cargando al hombro sus aparatos de fotografiar y
filmar, carísimos y de última generación. En las inmediaciones de estos monumentos
los esperaban ladrones moros o gitanos (en general) que los atracaban, les
daban una paliza y les quitaban todo el aparataje. Se encontraban entonces
completamente desvalidos en una ciudad extraña donde nadie les entendía.
La cosa se generalizó hasta tal
punto que las guías turísticas japonesas llegaron a recomendar que no se
viajara a Madrid y las cifras de turistas cayeron en picado. Para subsanar este
problema el Ayuntamiento, a través de la extinta Oficina Global, con la que yo
colaboraba a menudo, puso en marcha el Plan Japón 2008-2011, una iniciativa que
incluía intensificar la vigilancia en las zonas turísticas, instalar
señalización en japonés y crear una oficina de asesoría a la que pudieran
acudir los turistas en problemas. El Plan se montó en colaboración con la
embajada y logró remontar las cifras de visitantes. Aquí tiene el link al
folleto oficial, por si quieren echarle un ojo.
http://www.madrid.es/UnidadWeb/Contenidos/EspecialInformativo/RelacInternac/MadridGlobal/ProyectosEstrategicos/03_PlanJapon/Ficheros/Planjapon.pdf
Hablando de Murakami, acabo de
leer su último libro publicado en España. Se llama Después del terremoto y contiene seis relatos breves con el
denominador común del terremoto de intensidad 9 que arrasó una parte del país
en marzo de 2011. Murakami me gusta más en novela larga, pero sus relatos son
una pincelada de la forma tranquila y cívica con que los japoneses afrontaron
esa desgracia natural. Ni un tumulto, ni un saqueo, tranquilidad, eficiencia, y un
despliegue de educación ciudadana, que hacía que la gente ayudara de todas las
formas posibles y, por ejemplo, apagaran todas las luces a las horas que se les
indicaba, para que la energía eléctrica disponible se concentrara en las
tareas de desescombro y salvamento.
El terremoto, seguido de un
tsunami, causó en torno a 15.000 víctimas, no quiero ni pensar adonde habría
subido esa cifra en cualquier país del tercer mundo. Porque los japoneses son
conscientes de que viven en una zona sísmica y están preparados para ello. Sus
rascacielos cuentan con medidas antisísmicas poderosas. Y la gente está advertida, cuentan con sirenas y altavoces en todos los pueblos, tienen planes
de evacuación preparados y desde niños hacen simulacros para que cuando llegue
el terremoto cada uno sepa qué hacer (los niños meterse debajo del pupitre, por
ejemplo).
La estela de Murakami la siguen
numerosos escritores jóvenes, en un país de gran tradición literaria que cuenta
con numerosos premios nacionales. No hace mucho disfruté de El señor Nakano y las mujeres, una
novela exquisita de Hiromi Kawakami, joven profesora de Biología que cuenta en
su haber con varias obras publicadas y premiadas. Si al punto japonés le añadimos el toque
femenino, pueden imaginarse lo sugestivo de una historia en la que aparentemente
no sucede casi nada, centrada en la rutina de una pequeña tienda de antigüedades en el
centro de Tokio. La protagonista, Hitomi, es una joven dependienta que nos va
contando el día a día de la tienda, con apenas dos o tres personajes más,
mientras nos confiesa sus anhelos y sus sentimientos, con una delicadeza
extrema.
En mi congreso de Nueva York del
verano pasado hice amistad con una colega japonesa. Se llama Rumi Satoh y es
muy simpática. Aquí abajo les dejo la foto que nos hicieron, para que vean que no les
miento. La corbata que llevo es de la senyera, escolti nen, que me la regalaron en al Centre Ernst Lluch. Si he circulado quince años con un coche matrícula de Barcelona, no veo por qué no habría de ponerme esa corbata tan bonita. Como si me como una butifarra. En realidad, me encantan también los catalanes. A los que no soporto es a los nacionalistas, sean de donde sean, creo que ya lo he dejado claro muchas veces.
Mi querido Emilio ahí difiero con usted. No sé por que razón pero tengo especial animadversión a las razas orientales. Digamos que me producen electricidad, me repelen. Será seguramente algo freudiano...
ResponderEliminarEn cuanto a los naciolalistas estoy completamente de acuerdo con usted. Esa forma de catetismo es mala.
Un saludo.
Yo sí sé por qué le pasa eso: es por culpa de los chinos, que son gente que a mí me produce no ya repulsión eléctrica, sino una sensación inevitable de desconfianza, recelo, incluso casi miedo. Pero los japoneses son diferentes, créame amigo Groucho. Es una gente que transmite buen rollo, tranqulidad y formalidad. Los tipos se esfuerzan por hacer lo que hay que hacer, de verdad (no como Rajoy). Alemania presume de que en su país las normas se cumplen. Las malas lenguas dicen que es porque al que no las cumple lo crujen a multas y lo denuncian sus propios vecinos. En Japón las reglas y los programas se cumplen de manera natural, porque el hecho de cumplirlos les hace sentirse mejor. Es gente cariñosa y solidaria, de la que tenemos mucho que aprender los españolitos, que somos demasiado individualistas y así nos va. De todas formas respeto, como siempre sus opiniones.
ResponderEliminarTal vez tenga usted razón...
EliminarPues yo tengo idea de que los japoneses son espantosamente machistas y que hay mucho maltratador en el Imperio del Sol Naciente. No hay más que ver la carita de Masako. Supongo que no todos serán así, claro está. Pero los filipinos y los chinos tampoco quedaron muy satisfechos con el trato que les infligieron en la II Guerra Mundial... Todavía están pidiendo disculpas, así que hacen bien en practicar las reverencias urbi et orbi.
ResponderEliminarEso son clichés derivados del cine americano de postguerra. Por supuesto que hay impresentables como en todas partes, pero es una sociedad trabajadora y cívica, que ha generado una clase media culta, en la que las mujeres son igual de libres que en el mundo occidental. No se escribirían libros como los dos que he citado, si fuera de otra manera.
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