miércoles, 1 de mayo de 2013

121. Donde esté una buena corrida…

El título hace referencia a un chiste que circuló profusamente por los mentideros patrios hace unos años. Supongo que todos ustedes lo habrán oído pero, por si acaso hay algún despistado, lo reproduzco aquí. La escena tiene lugar en el bar de un club social de jubilados. Dos ancianos sentados a una mesa contemplan aburridos el televisor, en donde están dando un soporífero partido de futbol, digamos, un Levante-Getafe, por decir algo. En un momento dado, el mayor de los abuelos suspira hondo y dice: “¡¡Ay!! Donde esté una buena corrida, que se quite el fútbol”. Y su compañero más joven le responde con énfasis: “Y los toros”.

He aquí los dos entretenimientos con que, en los tiempos del franquismo, se distraía al honrado pueblo para que no pensara demasiado en asuntos políticos y culturales de más enjundia. Ambos han seguido después caminos varios. Los toros se han venido un poco abajo, asfixiados por una deriva empresarial endogámica y cicatera, el surgimiento de los movimientos contra el maltrato animal, la indiferencia desdeñosa de la población más joven, que ignora mayoritariamente esta fiesta en beneficio de entretenimientos más atractivos, y el propio devenir del festejo, que se ha convertido en algo rutinario y aburrido, con la excepción de contados momentos luminosos.

El futbol va por el mismo camino, desde que Madrí y Barça han cortocircuitado el mercado y establecido una distancia tan grande con los demás que lo único que tiene un mínimo de interés son los duelos entre ellos, salvo que suceda lo de este año: que uno de los dos tira la toalla antes de tiempo y ya ni los duelos directos se salvan del coñazo general. Los clubes de futbol están en manos de empresarios de la construcción y/o gangsters del estilo de Jesús Gil, que están matando la gallina de los huevos de oro.

Las entradas a los estadios son carísimas y la tele en abierto se ha quedado para los Levante-Getafe de turno. El resto son de pago. Resultados de audiencia: el Levante-Getafe de turno es cada semana el que presenta los números más altos. Una gran mayoría, entre la que me cuento, no está dispuesta a pagar un duro por ver futbol por la tele. Si hay algún partido de interés, se baja al bar de la esquina a verlo, o se sigue por Internet con una calidad más o menos aceptable. Así que está al caer que el negocio se les venga abajo, como ha sucedido con los toros. Y los primeros que lo notarán serán los periódicos deportivos, cuyas ventas bajarán antes o después.

Los partidos europeos de estas semanas han sido todo un síntoma de esta decadencia. El Madrí está eliminado y me imagino que el Barça no remontará esta noche, aunque esto es un deporte y cosas más raras se han visto. Si, como parece, lo eliminan también, será el segundo año consecutivo en que el mundillo futbolístico local da por hecho que las semifinales van a ser un simple trámite para llegar a la ansiada final española, y luego la realidad les propina una bofetada bien sonora. No puedo decir que me alegre (siempre que juega un equipo nacional con uno extranjero, yo voy con el de aquí), pero sí me parece que hay una especie de justicia poética en el hecho de que les vuelva a pasar lo mismo a los dos. Y si, de paso, la cosa sirve para que nos quitemos de en medio al señor Mourinho, pues miel sobre hojuelas.

Si el futbol me gusta, a pesar de que cada vez me aburre más, no puedo decir lo mismo de los toros, un espectáculo que hace años que me deja indiferente. Mi experiencia en esto se reduce a unas cuantas corridas que vi de niño con mi padre, en la plaza de toros de La Coruña posteriormente derribada para hacer apartamentos; un año en que fui a los Sanfermines, donde lo que sucede en el ruedo es lo de menos frente a la fiesta de verdad que transcurre en las gradas y, por último, un par de veces que acudí a Las Ventas, haciendo uso de invitaciones que me hicieron llegar mis jefes en los tiempos en que estaba más cerca del poder.

En estas últimas ocasiones me sorprendió el carácter casposo-folclórico del público, formado por gente mayor muy acicalada, con un cierto parentesco con la que se ve salir de las iglesias los domingos. Era como volver a los años cincuenta. Los tipos, con chaquetas entalladas, pañuelos saltones y gafas de sol, se fumaban sus puros endulzados por los whiskies que vendían los ambulantes, con hielo y vaso alto incluidos. Las mujeres, vestidas de fiesta, chillaban y se tapaban los ojos con falso pudor ante las suertes más sangrientas. Las cornetas punteaban el desarrollo del festejo con sus sonidos metálicos restallantes. Y los maestros arriesgaban lo justo para garantizarse el jornal, en una España anterior a la crisis, en la que cualquiera podía encontrar mejores modos de ganarse la vida. A mí me compensó asistir por observar ese ambiente pero, lo que era el propio espectáculo, me pareció algo muy aburrido. 
 
Tampoco soy un antitaurino cerril, creo que hay mucha hipocresía en ese sector. La conciencia por el maltrato animal es algo que va en aumento, pero no podemos negar que descendemos de una especie carnívora y depredadora, y que los vegetarianos siguen siendo minoría (mi amiga S. no es capaz ni de comerse una gamba, porque dice que siente cómo la mira el pobre bicho, aunque esté muerto y congelado). Y muchos de los que se proclaman antitaurinos son capaces de comerse un buen entrecot sin el menor empacho. Eso sí, admito que es un espectáculo bárbaro y arcaico, aunque se ha ido suavizando con el tiempo (lean mi post #73 “El Madrid de Larra”), hasta llegar, por ejemplo en Portugal, al extremo de la hipocresía: torturar al animal de mil modos y matarlo luego a escondidas del público.

Si la fiesta nunca me ha interesado, siempre he admirado el talante de los toreros, la gravedad, el empaque, el dramatismo de unos tipos que se juegan la vida a diario, las frases demoledoras que se les atribuyen (Lo que no pue’ ze’, no pue’ ze’. Y adema’ eh’ impozible, que decía Rafael el Guerra, de Córdoba). El mundo del toreo es un semillero de anécdotas sabrosas. Les cuento un par de ellas. Juan Belmonte, tipo culto y complejo donde los hubiera, fue unos años vecino de Valle Inclán en un piso de la calle General Oraa. Al día siguiente de una faena fastuosa del maestro, de la que hablaba todo Madrid, el escritor se lo encontró en un descansillo y, con su humor más corrosivo, le felicitó y le dijo: “Para la próxima vez, lo que tiene usted que hacer es quedarse quieto, para que el toro remate la suerte clavándole un pitón en el corazón. Así quedarán unidos para siempre toro y torero en la magia suprema de la fiesta”. Taciturno como era, Belmonte bajó los ojos y respondió: “Don Ramón, se hará lo que se pueda”.

Rafael el Gallo, otro personaje interesantísimo, sevillano famoso por las ocasiones en que se negaba a torear porque el toro lo había mirado mal, sin importarle pasar por ello la noche en la cárcel, estuvo algunos años haciendo “Las Américas”. En alguna ciudad de Ecuador o Perú, la plaza se vino abajo de aplausos ante una faena suya. Al terminar, un periodista se le acercó y le dijo extasiado: “Maestro, qué cosa más extraordinaria la que acabamos de presenciar, qué belleza, qué maravilla. Lástima que Sevilla esté tan lejos y no podamos disfrutar de su arte más a menudo”. El Gallo se cuadró y contestó: “¿Y de dónde han sacao ustedes que Sevilla está lejos’? Están muy equivocaos. Sevilla no está lejos. Sevilla está donde tiene que estar. Los que están lejos son ustedes”.

Que pasen un buen puente del 1 de mayo. 

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