jueves, 25 de octubre de 2012

22. Fai un sol de carallo en Bruselas

¿Será el calentamiento global? No se imaginan el calor que hace por estas tierras. Dicen António y Teresa que esto es excepcional, que enseguida caerá el frio y los paisajes adoptarán esa tonalidad gris, ese punto desapacible que hace a la gente caminar apresurada, forrada de ropa para contrarrestar los quince grados bajo cero que se llegan a alcanzar en los días más duros del invierno.

Pero el caso es que, paseando por esta ciudad, me ha empezado a sobrar la mayor parte de la ropa que traía, bufanda de arquitecto incluida. La gente camina perezosamente por las calles soleadas. Los jóvenes ejecutivos y los altos funcionarios europeos estiran sus rostros en una misma mueca crispada, porque se están cociendo dentro de sus trajes. Las mujeres musulmanas tampoco parecen demasiado cómodas, debajo de los diferentes tocados con que cubren sus cabezas: el hiyab, el niqab, el chador. Hasta algún burka he llegado a ver.

¿Y las cristianas? Pues lo de las cristianas es un verdadero festival de camisetas ceñidas, de colores vivos, de tirantitos mínimos, de brazos bien torneados, de axilas apenas entrevistas, de ombligos insinuantes. Discúlpenme, pero llevo muchos días bajo una lluvia insistente, viendo a la gente enfundada en sus abrigos, envuelta en bufandas y guarecida bajo los paraguas, y esta explosión de luz, de colores llamativos y melenas desatadas al tibio viento de Bruselas, es una maravilla para mis ojos habituados al gris. Mi paisano y colega Paco Méndez sintetizaba esta sensación con una frase demoledora: “Cuando llega el buen tiempo, las mujeres se quitan la ropa de abrigo y se ponen las tetas”. Con esta frase un poco agreste, expresaba lo que todos sentíamos y no conseguíamos formular en aquellos años de hormona desbocada.

Como les contaba ayer, el domingo, después de mi aventura con el doble billete, llegué a Bruselas con una hora de adelanto respecto a lo que le había avisado a António. Como les había dicho que llegaría comido y no quiero darles más murga que la imprescindible, entré en una pizzería de la Gare du Midi y me comí una porción generosa, con una cerveza Jupiler,  equivalente local de la Mahou, muy diferente de mis preferidas: Leffe, Grimberger, Affligen. Luego llamé a António para que me explicara cuál era el tranvía que debía tomar y cómo sacar el carnet de 10 viajes.

Tras descansar un poco, mi amigo me llevó a dar un paseo desde su casa hasta la zona de la Grand Place, el centro más conocido y turístico de Bruselas. Pero no fuimos por las vías principales, sino por un recorrido de traseras que él conoce, en donde vive la colonia de portugueses. Portugal es un país muy querido por António, que es oriundo de tierras fronterizas. Su mundo de la infancia y adolescencia aparece perfectamente reflejado en su novela Tierra Raya, editada en Paréntesis, y que les recomiendo encarecidamente. 

En la tarde de domingo, al conjuro del largo anochecer de estas tierras del norte, los portugueses se arraciman a las puertas de sus cafés, dejando correr el tiempo, desgranando la nostalgia de su país melancólico y adormecido frente al Atlántico, la saudade de su tierra, rememorada en el sabor recio de sus doubles bicas de café bien cargado, en cada sorbo de cerveza Sagres o Super Bock, al arrullo de los sonidos de fado que brotan de las rockolas de los bares y suben como volutas de humo sonoro hasta los balcones de las casas, donde les esperan sus mujeres haciendo la cena (¿tal vez un bacalao a bras?)

António y Teresa viven  con su hijo Tiaguito en un ático precioso de la Avenida Winston Churchil, en donde me han dejado una habitación. Ellos madrugan mucho y se marchan a sus ocupaciones respectivas. Yo me levanto algo después, desayuno, escribo la nueva entrada del Blog que colgaré por la noche y me voy a caminar por la ciudad. El lunes intenté una ruta alternativa para no repetirme, pero tuve la sensación de hacer un camino más largo y feo que el que me enseñó António, para llegar al mismo sitio.

Bruselas tiene muchas cuestas empinadas, por lo que no se ven muchas bicicletas. De las ciudades que he visitado en este viaje, la más adaptada a sistemas sostenibles de movilidad es Nantes. En mi última visita a París, me había quedado impresionado al ver cómo las bicicletas habían ganado terreno y, en auténticos enjambres, invadían las calzadas y los carriles bus, a gran velocidad y con una especie de descaro militante. Esta vez, he visto un París con los ciclistas un poco en retirada, relegados a los carriles bici y con un tipo de conducción menos invasiva, más cauta. Los automóviles parecen haber recuperado terreno.

La ciudad de Nantes está toda ella acondicionada para una circulación cómoda en bicicleta, aunque tampoco pude ver demasiadas a causa del diluvio continuo. Bruselas es, en cambio, una ciudad pensada y organizada para el predominio absoluto del automóvil, como Madrid. Y, sin embargo, fuera de las vías principales se encuentran numerosas calles recoletas, adoquinadas y silentes, que a menudo desembocan en pequeñas plazas, como la de Los Mártires, con una fuente en el centro, a cuyo alrededor se sitúan los grupos de adolescentes a comerse sus bocadillos y sus cucuruchos de patatas fritas, típicas de la ciudad.

El lunes por la noche António volvió tarde, pero aun tuvo ganas de salir a dar una vuelta después de cenar, para tomar una última cerveza conmigo, en una terraza. António es un escritor con una vena poética que admiro, capaz en dos pinceladas de expresar sentimientos complejos que a mí me cuestan páginas y páginas. Envidio su capacidad de síntesis y a su lado me siento un simple narrador de historietas más o menos divertidas, pero sin mayor recorrido. Si creen que exagero, les transcribo aquí una de las últimas entradas de su blog, del que por cierto ya les he dado la dirección, pero se la repito:  www.antrimu.blogspot.com. La entrada se llama “El gris de la vuelta” y dice:

“En Charleroi, efectivamente, afuera estaba gris. Ella, como los limpiaparabrisas, lo aclaraba todo un poco. Luego los tres paseando por Saint-Gilles, y hubo risas, y un corte de pelo, y cena libre”.

Entienden a qué me refiero. António y Teresa me han acogido en su hogar y me encuentro feliz aquí, compartiendo su mundo familiar y hospitalario en las horas finales de cada día, cuando ellos vuelven a casa, y yo regreso también, después de practicar largamente mi diversión favorita: recorrer sin apuros las calles de la ciudad. Callejear, lo llamamos los españoles. Flâner, los franceses. Hangin’round, los americanos. Pocas cosas me gustan tanto como vagar sin rumbo por una ciudad grande, dejando que mis pasos me lleven a donde cuadre, en una manifestación práctica del principio de incertidumbre, base de la física moderna.

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