sábado, 20 de octubre de 2012

17. En Nantes bajo el diluvio

El viaje París-Nantes en el TGV dura apenas dos horas. Nunca antes había estado en Nantes y tampoco me había informado demasiado sobre la ciudad, confiado en que mis amigos Tangi Saout y Michel Velly harían de cicerones para mí. Siempre me ha gustado visitar ciudades guiado por gentes que viven en el lugar. Es algo que te da una visión mucho más rica que la del simple turista. Mis amigos me habían mandado dos listas de hoteles diferentes. Entre ellos había elegido el Hotel de la Bourse, recomendado por Michel, y había hecho una reserva por teléfono desde Madrid.

Michel decía que era un hotel familiar, situado junto a la bodega de su hija que había sido su último proyecto como arquitecto. Se trataba de un pequeño hotel regentado por una pareja mayor, que pretendía mantener la tradición de los hoteles antiguos y con solera, y ni siquiera tenía página Web. Según Michel, era el ejemplo perfecto de hotel anti-bling-bling. No tenía ni idea de qué significa bling-bling, pero supuse que estaría bien.

En París, Philippe me aclaró que la expresión bling-bling designa al  pijerío tecnológico, esa gente que tiene siempre aparatitos de última generación y te van abrumando con la cantidad de prestaciones que ofrecen. Son tipos, por ejemplo, con los que estás cenando y se te ocurre hablar de un Picasso que viste en el Hermitage, y enseguida sacan su Iphone, consultan y te dicen: ese Picasso no está en el Hermitage. O que se empeñan en informarte de a qué distancia estás del restaurante X, cuánto tiempo vas a tardar en llegar y cosas por el estilo. En cuanto te descuidas te enseñan sus fotos o te graban un vídeo y, por supuesto, apenas se puede conversar con ellos porque están todo el rato mandando whatsapps y contestando mensajes. Digamos que los bling-bling son la variedad tecnológica de los bobos.

Cosas como estas ocupaban mi mente, mientras el tren atravesaba el infinito en dos dimensiones de la gran planicie francesa, bajo un verdadero diluvio. Enormes bosques de pinos y de chopos, zonas aclaradas para pastos con cuatro vacas empapadas, huertos de frutales alineados, cultivos anegados como arrozales, estanques artificiales para regular el riego, ríos caudalosos cada poco. El agua es riqueza para las regiones y el noroeste de Francia es un lugar en el que hay un exceso de agua desmedido. De vez en cuando un pequeño pueblo con la iglesia sobresaliendo, apenas entrevisto entre la manta de agua.

En la estación de Nantes, me orienté por los carteles hasta la parada de taxis. Protegido con el paraguas, le pregunté a mi antecesor en la cola si el 19 Quai de la Fosse estaba muy lejos. No fuera a estar allí mismo, en cuyo caso el taxista pensaría de mí que era un connard. El hombre me dijo que no estaba lejos, pero que podía justificar un trayecto de taxi. Eran casi las 8 de la tarde cuando el taxi me dejó ante el hotel, una casa sin ningún anuncio luminoso ni luz alguna. En la pared enfoscada había un viejo letrero recrecido que decía Hotel de la Bourse. Llamé a la puerta y me abrió una señora mayor que me dijo que me estaba esperando. Añadió que mi habitación estaba en el segundo piso y que no había ascensor. Me dio una llave como de cajón de mueble, con un llaverito de esos amarillos de plástico en los que se inserta una etiqueta para escribir un nombre. Había un seis en la etiqueta. La señora me dijo que por detrás del llaverito estaba el código, y salió pitando. Estaba esperando mi llegada para irse.

Bien, subí los dos pisos, abrí la puerta 6 y accedí a un cuarto de tamaño medio y techo alto, con una cama grande, un balcón al Quai de la Fosse, una silla y una mesa. A la derecha un armario empotrado. A la izquierda un lavabo y una ducha de esas que se montan enteras. Salí al pasillo en busca del wáter comunitario y lo encontré tras la puerta del fondo. Regresé al cuarto y llamé sucesivamente a los móviles de Michel y Tangi. Ninguno me contestó. Les dejé sendos mensajes avisándoles de que ya estaba en el hotel (los dos sabían que llegaba esa noche). Esperé un rato, pero nadie me llamó.

Tuve un momento de pánico. Mis dos amigos son hombres muy ocupados, y dan clase hasta muy tarde. Yo me había empeñado en caer por aquí el día que me había dado la gana, y encima había hecho la gracia de elegir un hotel desconocido, sólo porque era el perfecto anti-bling-bling. Y ahora me veía ante la perspectiva de pasar cuatro noches atrapado en una vieja fonda de antes de la guerra, con el wáter en el pasillo, sin Internet, con un televisor en el que apenas se veía un canal en francés, y sin conocer a nadie ni saber nada de una ciudad sobre la que estaba cayendo el diluvio universal.

Fueron apenas unos segundos. Enseguida pensé que había que ser positivo. Que el Kerouac del ferrocarril no se podía venir abajo ante inconvenientes tan nimios. Así que me cambié de calcetines porque los tenía empapados y decidí salir a conocer Nantes-la-nuit. Con dos cojones. Cerré el cuarto y bajé por la escalera. La entrada por la que había accedido, a través de un pequeño bar, estaba clausurada. A un lado había un portillo. Lo abrí y daba a un callejón lateral. En el quicio había un teclado, como el de Philippe cuyo código averiguan siempre las putas. Pensé que el código que tenía en una pegatina al dorso del llavero sería el de acceso por ese portillo. Sólo había una forma de comprobarlo: salir a la calle, cerrar la puerta y marcar el código. Pero si no era, podía quedarme en la puta calle toda la noche, bajo la lluvia. Me la jugué y gané. El código era efectivamente para abrir el portillo.

Me dirigí entonces a una cercana parada de tranvía. El Quai de la Fosse tenía pinta de paseo marítimo o de ribera. Delante del hotel había una explanada atravesada por una línea de tranvía moderno. En el mapa de la parada investigué dónde estaba el Centre Ville. Parecía quedar a la izquierda. Así que eché a andar en esa dirección, bajo una lluvia que arreciaba. No hacía frio, pero estaba desapacible. El Quai de la Fosse era en efecto un paseo de ribera del Loira y, al otro lado, se veían los edificios de la orilla opuesta. Alcancé el ángulo de un pequeño parque triangular adornado con dos filas de tilos podados de forma homogénea. Tras ellos, un edificio neoclásico, con un frente de columnas jónicas: el Palais de La Bourse.

Salí en diagonal por el lado interior del triángulo y me interné en el centro urbano, todo él peatonal. Empezaron a menudear bares y restaurantes, en los que la gente, sobre todo jóvenes, se refugiaba de la lluvia. Los restaurantes eran de dos tipos: asiáticos, turcos, etc. o, por el contrario, creperies. Alcancé la iglesia de la Santa Cruz, y frente a ella elegí una creperie que se llamaba La Cantina del Cura. Allí había ensaladas y crepes bretones. El restaurante estaba atendido por unos chavales muy jóvenes y tenía una música que supuse que sería house, aunque no estoy muy versado en estos nuevos estilos. Como no estaba seguro de conectar con mis amigos, pregunté a uno de los chicos por la oficina de turismo. Me dijo que a esa hora estaría cerrada. Ya lo sé, es para ir mañana. ¡Ah! No tiene pérdida, enfrente de la Catedral. Fastuoso, yo ni siquiera sabía que en Nantes hubiera una catedral.

Tenían cerveza Grimberger y ya quedó dicho en alguna parte que tengo debilidad por las cervezas belgas de presión. Pedí una ensalada, esta vez no des utopistes, aunque terminársela era una auténtica utopía. La música house o lo que fuera consistía en temas conocidos remasterizados sobre una base rítmica machacona y estirados hasta el infinito. En el rato que estuve, sólo sonaron dos canciones, una de ellas basada en la música de Richard Strauss utilizada en 2001, una odisea del espacio.

Andaba por la segunda Grimberger, cuando al fin sonó mi teléfono. Era Tangi y se le oía sofocado, como si acabara de correr o subir una escalera deprisa. Entre la cerveza, el house, el follón del bar y el francés torrencial de Tangi, apenas entendía nada, pero al final logré concretar su mensaje. Me recogería al día siguiente a las 12.30 a la puerta del hotel, y ya decidiríamos lo que haríamos.

Regresé por el paseo sintiéndome el hombre más feliz sobre la tierra. Estaba tan contento que pasé de largo por delante del hotel y, cuando me di cuenta, estaba casi saliendo de la ciudad, en el número ochenta y pico del Quai de la Fosse. El alcohol es lo que tiene. Retrocedí, abrí la puerta del callejón con el código y subí al cuarto, que ya no me pareció tan cutre. Estaba todo limpio, la cama era súper cómoda y la habitación estaba bien caldeada por un alto radiador de fundición de los de antes. Lo único que me faltaba era la conexión a Internet, pero al otro día buscaría un cibercafé. El mundo no es para miedosos. Con esos sentimientos positivos me metí en la cama y dormí como el cura de la cantina.  

  

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