sábado, 30 de junio de 2018

749. La Frontera

Me hace gracia la gente que se angustia porque Trump quiere poner un muro en su frontera sur. ¡Pero si el muro existe ya en un tercio de esa frontera! Y fue Bill Clinton el que ordenó su construcción. De los 3.000 kilómetros de frontera, algo más de 1.000 cuentan con su muro, una buena parte de ellos desde Tijuana hacia adentro, y el resto en los entornos de otras ciudades fronterizas. Ese muro no se completó porque se les acabó el dinero y por eso pretende Trump que los mexicanos paguen el resto. Por entre los huecos de esa muralla incompleta entran los emigrantes ilegales, la mayoría de los países de Centroamérica, semiengañados por los llamados coyotes, que a menudo los dejan abandonados en medio del desierto, donde normalmente los atrapa la migra, la temida patrulla fronteriza. Y a todos los que pillan en un buen tramo de frontera hacia dentro, los traen a San Diego, que es donde hay juzgados, para el típico juicio rápido que hemos visto en tantas películas yanquis: entra un juez malhumorado, da un martillazo y todo el mundo ha de pararse (ponerse de pié).

El destino del tipo se decide en unos segundos. Inmediatamente los policías lo trasladan al puesto fronterizo por el que yo crucé a México y lo avientan al otro lado de la línea (es decir, a Tijuana). La mayoría de estos guatemaltecos, salvadoreños y nicaragüenses, no tienen dinero para volver a sus tierras. Y se quedan por allí en shock. Hasta que encuentra algún apoyo, el aventado vaga como alma en pena por el centro de la ciudad. Mi anfitrión en Tijuana, Diego Moreno, me señaló algunos de ellos y me hizo ver la diferencia: –Amigo Emilio, acá no tenemos homeless como en las ciudades gringas. Acá lo que tenemos son recién aventados. No era difícil verles por las calles. Normalmente, al cabo de un tiempo encuentran la solidaridad de algún paisano o alguien caritativo. Poco después los contratan para un trabajo ocasional en condiciones míseras, pero que les permite construirse una chabola por los barrios infectos de la periferia de Tijuana. Cuando yo fui Gerente de Urbanismo de esta ciudad caótica –me dijo Diego–, el tejido urbano crecía a razón de cuatro hectáreas/día. ¿Cómo puedes pretender gobernar eso?

La dupla San Diego-Tijuana no es la única que existe engarzada en la raya de la frontera entre dos mundos. Hacia el interior, encontramos otras. Caléxico-Mexicali, un doble intento de mezclar los toponímicos de California y México. Y luego Nogales/Arizona-Nogales/Sonora. Y, aun más al este El Paso-Ciudad Juárez. En esta última, la separación no es una simple línea: aquí tenemos ya el Río Grande. Todas estas parejas de ciudades corresponden a viejos pasos fronterizos, por los que antiguamente se pasaba con cierta facilidad (no hace mucho, les puse un vídeo de Cantinflas cruzando con un burro).

Pero ahora es algo mucho más difícil, y los que lo intentan se juegan la vida o, en el mejor de los casos, que los devuelvan al otro lado por el procedimiento exprés del juicio rápido. Esta peripecia se ha plasmado en cientos de corridos y canciones populares. Aquí les traigo una bien emblemática: El bracero fracasado. Les pongo un mínimo glosario. Huarache: sandalia endeble de cuero crudo (especie de alpargata). Hilacho: hatillo o mochila que llevan los que cruzan. Algo muy gacho es algo feo, de muy mal rollo. Y ya saben que a los yanquis se les llama gringos, gabachos y güeros (de piel blanca). La versión que les traigo es la de la simpar Lila Downs. Disfrútenla antes de seguir.


San Diego y Tijuana son las dos caras de una misma moneda, el yin y el yang, la virtud y el vicio. San Diego es la ciudad perfecta, ordenada y construida a imagen de Nueva York, con sus calles impolutas, sus policías puntillosos, su tráfico bien regulado, su puerto deportivo lleno de veleros estabulados, su zona militar donde se estaciona la Sexta Flota. Pero uno cruza una simple línea en el territorio y se encuentra al otro lado el colorido, la mugre, los olores, la música, el cáos circulatorio, los grupos ruidosos, la juerga, el alcohol barato y la droga libre. La raya de San Diego-Tijuana es la frontera que registra más movimiento diario de todo el mundo. Porque estos dos universos antagónicos se necesitan entre sí y se complementan. Para salir de USA no hay grandes problemas. Los yanquis pasan a menudo a correrse juergas, a vivir un poco ese mundo más peligroso y excitante, a abastecerse de productos que no pueden conseguir en su tierra. Por ejemplo, hay cientos de farmacias que venden nuevos productos no autorizados por la National Health Association. En el pueblo de Los Algodones, cerca de Mexicali, todos viven del negocio de las farmacias para gringos.

Para pasar a Estados Unidos hay tres caminos en Tijuana. Uno es el paso peatonal. Por él cruzan miles de personas cada día: todos los fontaneros, albañiles, poceros o pintores que trabajan al otro lado. Así como las señoras de la limpieza, las kellys de los hoteles y las que cuidan a ancianos o pasean perros. Cruzan con facilidad mostrando unos permisos sencillos de conseguir, que les obligan a volver cada día. Si alguien se queda a dormir en USA, ya la ha cagado, porque el sistema lo detecta y le revocan el permiso. Los mexicanos llegan a la frontera temprano en sus coches viejos y destartalados, que dejan de cualquier manera en los descampados polvorientos de la zona. Entonces cruzan andando y toman el trolley al otro lado, ya integrados en el mundo inmaculado del norte. Y por la tarde hacen el camino inverso.

El segundo modo para entrar en USA es mediante una green card. Este es un pase que dan a la clase acomodada, que ha de entrar en el país con frecuencia para asuntos de negocios. Te cuesta un tiempo que te la den, te hacen una serie de encuestas y exámenes y averiguan todo sobre ti. Luego, el permiso incluye un distintivo que te pones en tu coche y te permite cruzar por un carril rápido. Tiene una validez de seis meses y es renovable. Diego tiene una de estas. Y queda todavía la tercera forma de cruzar, la de los que intentan entrar en USA como turistas, como falsos turistas o como semilegales. Estos han de hacer una cola monumental. La autovía que viene del sur se abre en un pincel de vías que afronta las 22 casetas fronterizas de la frontera, en donde cada coche es minuciosamente investigado y no pasa hasta que le llegue un conforme vía satélite. Hace diez años, Diego me trajo por esta entrada para que pulsara el ambiente.

Bajo un sol matador, cientos de coches se achicharran en esas 22 hileras durante horas. Y, por en medio de la caravana inmóvil, circula una población flotante variopinta, de peatones que ofrecen sus productos a los automovilistas atrapados. Un tipo se monta una parrilla desmontable con un camping gas y allí mismo te prepara unos tacos o unas quesadillas. Otro con una nevera portátil te ofrece bebidas frescas. Por supuesto hay toda clase de bebidas alcohólicas, como cubatas o whiskys en vaso alto y con hielo. También hay recién aventados que te piden una ayuda, madres mendigas con niños y vendedoras de ramitos de la suerte. Coyotes o ganchos de los coyotes ofrecen sus servicios jurídicos o de asesoría laboral para el otro lado. Médicos reales o falsos te curan toda clase de dolencias o te proponen masajes de hombros. Prostitución de todo tipo: chicas medio desnudas, putos y travestis se te ofrecen para un servicio rápido allí mismo en el coche y a la vista de todos. Predicadores diversos se suben a una caja de madera a proclamar el fin del mundo o decirte que Jesús te ama.

Es una especie de radiografía de nuestro querido y detestado mundo capitalista. Los poderosos y los pobres. El mundo ordenado y esterilizado del norte, frente al cáos del sur. Los mexicanos dicen en broma que los gringos, nada más cruzar al sur, se enferman de diarrea, sólo con respirar el aire polvoriento del otro mundo. Ese mal es conocido como la venganza de Moctezuma, el sarape azteca y otros nombres. Y a ese mundo regresé yo diez años después a ver a mi amigo fronterizo Diego. El viernes 15 de junio amanecí tarde en el cuarto de invitados de su casa. Era el día de la resaca después del sarao de presentación del libro y mi amigo pensaba que nos fuéramos los dos a Ensenada a descansar.

Ensenada, a 200 kms. al sur de Tijuana es la ciudad perfecta mexicana, con su puerto, su universidad y sus calles limpias y arboladas. Una de las ciudades más vibrantes y seguras de todo México, en donde está también la histórica cantina Hussong’s, el bar más antiguo de las dos californias. Ya la había visitado hace diez años, pero esta vez se nos frustró el plan. En primer lugar, estábamos invitados a un desayuno mexicano por algunos amigos de Diego que habían venido a la presentación del libro desde ciudades cercanas. El desayuno mexicano es una auténtica barbaridad dietética, puesto que consiste en huevos con bacon, frijol, tortillas de trigo, verduras diversas, fruta por un tubo y café con leche, todo ello en abundancia. La cita era en uno de los hoteles buenos de Tijuana y acá tienen una foto que nos hicieron los camareros. 


A continuación teníamos un segundo negocio. Yo debía acudir a un cajero del BBVA que ya habíamos localizado, para sacar dinero suelto, porque la página del Banco me avisaba de que prácticamente ya me había gastado todo el crédito mensual de la tarjeta. Nos acercamos y saqué algo de dinero que, por supuesto, me dieron en pesos mexicanos. Una parte del montón de billetes se la di a Diego, como pago por una de sus láminas que me llevaría a España. El resto lo cambiaría a dólares cuando regresara a USA. Entonces, a Diego le vino la idea de enseñarme un poco los barrios más deteriorados de Tijuana, en una visita rápida, mientras me iba comentando algunas de las cosas que he contado en este post. La visita fue interesante para un urbanista como yo, pero nos hizo sufrir unos atascos monumentales y nos llevó a las horas centrales del día con Diego muy cansado de conducir, al que de pronto se le vino encima toda la tensión de los días previos y sus 73 años.

Decidimos entonces no ir a Ensenada. A cambio, acudimos al centro a tomar una cerveza en otro lugar mítico: la cantina Dandy del Sur. Poco después de mi primer viaje a Tijuana, yo me presenté al Premio Encina de Plata de novela corta bajo el seudónimo El Dandy del Sur y me trajo buena suerte. Allí nos tomamos dos cervezas Modelo, viendo la repetición de la primera parte del partido del Mundial España-Portugal, que acababa de terminar. La camarera, que saludó a Diego muy cariñosa, nos sacó de tapa unos tamales caseros recién horneados, para chuparse los dedos. Le pedí a Diego que me hiciera una foto delante de este lugar mítico y acá la tienen.

Culminamos la comida con un ceviche en un chiringuito vecino y nos volvimos a descansar a la casa de Diego. Aquella tarde, tras la siesta, nos dedicamos a ordenar nuestras cosas. Yo elegí la lámina que me iba a llevar y la embalamos cuidadosamente con unos cartones. Diego ordenó sus libros y me hizo entrega de tres de ellos, dedicados con su firma grandilocuente a plumilla. Diego tenía muchas tareas que completar y yo tenía que hacerme las maletas en las que, a pesar de haberme librado de los dos libros enormes de Ramón López Lucio, no me cabían las cosas. Volvimos a cenar unas fresas con leche y nos acostamos. 

Y el sábado 16 me levanté sin prisas con una sensación difusa de irrealidad: ¿cómo era posible que me despertara en Tijuana, México, cuando al día siguiente estaba previsto que llegase a mi casa de Madrid? Ese día hicimos un desayuno madrileño: un café con un bollito. Me despedí de Pachilú y me monté en el coche con Diego. Hicimos una parada para cambiar mis pesos restantes en dólares y luego me acercó todo lo que pudo a la frontera. Nos dimos un abrazo apresurado y me incorporé a la masa de braceros no fracasados que se dirigía como cada día al puesto fronterizo. El tipo de la ventanilla yanqui me hizo unas mínimas preguntas y me franqueó el paso. Al otro lado, la masa se dividía: a unos los estaban esperando con coches, otro tomaban un autobús. Tuve que preguntar por la estación de tranvía San Ysidro Station, pero conseguí encontrarla. Pero tengo pendiente escribir un monográfico sobre los medios de transporte colectivo en esta región del planeta y ya se lo cuento en el siguiente post. Antes de cruzar me hice un selfie junto a la entrada en el paraiso yanqui. Se lo dejo de despedida. 


4 comentarios:

  1. Tu inmersion se nota en el acento, aca, pero el amor por Lila Down te llega de lejos, guey

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    1. A mí es que se me pegan los acentos y los giros locales. Lila Downs es muy buena, tú y yo lo hemos podido comprobar en directo alguna vez, creo.
      Un abrazo.

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  2. Una pregunta. ¿Los mexicanos ya no entran ilegalmente en Estados Unidos?

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    1. Sí, pero normalmente no se internan en el desierto como los pobres centroamericanos. Ellos casi siempre tienen un primo o paisano instalado en el norte. El proceso empieza con que le manifiestan su deseo de emigrar. El primo busca a alguien dispuesto a contratar a un ilegal (no es muy difícil, se les paga menos y sin ningún tipo de seguro). Cuando ya tiene esto asegurado, el tipo entra como turista. Y luego ya no se vuelve. Mi compadre del tren tal vez no pensaba regresar, aunque a mí me pareció que lo que me contaba era verdad. Después, vives medio acojonado de que te descubran y poco a poco vas encontrando apoyos para irte consolidando. Con permiso de Trump. Si eres guapo y consigues camelar a una güerita, se te facilitan mucho las cosas, pero no es la única vía.
      De todas formas, los rumanos entran en España de la misma forma. Yo tuve una chica rumana ilegal que cuidaba de mis hijos. En un momento dado le hice unos papeles reconociendo que ya llevaba x tiempo trabajando para mí. Con eso tuvo que volver a su tierra, que le pusieran un sello y volver a entrar ya como legal. Y en ese preciso instante, me dejó tirado para poner un bar con su marido. Es algo que no me pilló de sorpresa. Además me buscó una sustituta, una prima que iniciaba a su vez el ciclo. Pero a esta ya no la legalicé, porque mis hijos habían crecido y prescindimos de interna.

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