lunes, 2 de julio de 2018

750. Elogio del transporte público

Nos habíamos quedado en que, después de cruzar La Frontera a pié, tuve que preguntar dónde chingaos estaba el trolley para San Diego, porque no lo encontraba por mí mismo. Algunos currantes mexicanos que acababan de cruzar, me guiaron hasta el Centro de Tránsito San Ysidro, donde una señora de la compañía me ayudó con las máquinas expendedoras de tickets. Como mayor de 60 años, el boleto para San Diego me costaba exactamente 1,35$. Aquí tienen una imagen del tranvía de la Blue Line, que conecta la frontera con el centro de San Diego. Les recuerdo que esto sucedía el sábado 16 de junio, mi penúltimo día de viaje.



Me bajé del tranvía con mis maletas en la última parada de la Blue Line, que se llama América Plaza. Allí hube de caminar unos cincuenta metros hasta la Santa Fe Depot Station, la principal estación de ferrocarril de San Diego. Hice una pequeña cola en las taquillas y me saqué un billete para Los Ángeles. El tren salía en quince minutos (hay uno cada media hora). El billete me costó 30,31$. Era un tren de dos pisos y me subí al de arriba. Me acomodé en un compartimento de cuatro asientos, dos y dos enfrentados. Al poco subió un chaval de aire mexica, que se instaló en el compartimento del otro lado del pasillo. El tren arrancó y enseguida pasó un revisor. Miró mi billete, le hizo un agujerito minúsculo con un perforador y me advirtió de que, en caso de que subiera al tren una familia o grupo de cuatro viajeros, tendría que cederles mi lugar y buscarme otro. OK –le  contesté. Pasó a revisar el ticket del mexica y le dijo lo mismo, pero el chaval puso cara de angustia: no había entendido ni madre. Desde mi lugar le eché una mano como traductor y se quedó más tranquilo.

En la última estación antes de dejar San Diego subió una rubia de unos 35 que se sentó frente a mí, del lado del pasillo (yo iba junto a la ventanilla). Pero enseguida cambió de opinión y se acomodó a mi lado. Disculpe –me dijo, mirándome francamente–, es que no me gusta ir sentada contra el sentido de la marcha. No te preocupes –le contesté–, a mí tampoco. Pegamos la hebra. Ella no llegaba hasta Los Ángeles, sino que se quedaba en Ocean Beach, en donde trabajaba de camarera en un chiringuito de playa. Era de San Diego y venía de pasar unos días con su familia y sus amigos, pero ya le tocaba trabajar el domingo. Pasó el revisor y la chica le preguntó dónde estaba el bar del tren. Next wagon downstairs –le indicó el revisor. Me confesó que tenía mucha hambre, porque apenas había desayunado después de una noche de juerga. Le propuse acompañarla al bar, yo también tenía hambre.

Volvimos al ratito con sendos envoltorios de burritos recién calentados en microondas, una cerveza y un refresco. Al mexica se le fueron los ojos. ¿Pero dónde está el bar, amigo? –me preguntó. Pues aquí mero, bajando la escalera. El tren iba justo por el borde del océano, que se veía precioso. Nos comimos la comida sin dejar de cotorrear (el mexica había subido enseguida con otro burrito y una coca-cola). Y, justo antes de entrar en la gran conurbación de Los Ángeles, la chica se cogió sus cosas y se despidió de mí con un par de besos, de manera natural; éramos dos personas que habíamos compartido un par de horas de tren y nos habíamos comido un bocata juntos. En cuanto se fue la chica, el güey vino a sentarse a mi lado. Lo primero que me dijo es que tenía que aprender inglés como fuera, que así no iba a ninguna parte. Señor –continuó–, es que yo lo vi a usted acá platicando con la güerita y me sentí morir de envidia. También este chaval me contó su historia.

Se había conseguido una beca para estudiar en Guanajuato (le dije que conocía la ciudad). Estaba haciendo una ingeniería técnica en Electrónica y ya estaba de vacaciones. Así que había ido a León, la capital del estado, a tomar un avión a Tijuana, para después tomar el tren a Guadalupe, donde vivía su hermano. Su hermano era empresario agrícola y él venía a trabajar en su empresa durante los meses de verano recogiendo el brócoli, para sacarse algún dinero adicional para el año siguiente. Una tarea dura, que suponía andar todo el día agachado como pollo, porque el brócoli sale mero de la tierra y hay que cortarlo con cuidado, que si se desbarata no sirve. Acabas con la espalda hecha mole. Consultamos el plano que yo llevaba. La estación de Guadalupe estaba muy al norte de Los Ángeles. Mi compañero no llegaría a su destino hasta las 7 de la tarde, mientras que yo estaría en la Union Station a las 15.30. Mi trayecto no llegaba a las tres horas de tren. En un momento dado, la línea se separa del océano y se mete al interior. Ya está uno en Los Ángeles, pero apenas se nota, porque el caserío sigue siendo muy disperso.

Le deseé suerte con el brócoli a mi compañero de tren. Y me bajé. Enseguida encontré unas escaleras que bajaban al Metro y tomé la Red Line, un par de paradas hasta 7th Street/Metro Center. Allí hice transbordo a la Expo Line, 18 estaciones hasta Downtown Santa Mónica Station, al lado del hotel Hampton al que volvía. Para tomar el Metro hube de recargar la tarjeta que ya tenía, con un trayecto de 1,75$. Nada más llegar a Los Ángeles había tenido varias sensaciones instantáneas. La primera, la de llegar a un sitio ya conocido y dominado: la soltura con la que me moví para cambiarme al Metro y hacer luego el transbordo, traslucían una seguridad absoluta. La segunda, la de que ésta es una ciudad básicamente hortera, de nuevos ricos. Con el breve lapsus de mi estancia en San Diego/Tijuana, yo venía de pasar una semana en San Francisco y, en mi opinión, Los Ángeles es una ciudad con menos clase. Muy interesante, por supuesto, pero con menos solera.

Un indicativo de esto que les digo, son los sistemas de transporte público de ambos lugares. En Los Ángeles, o tienes un coche o no te comes una rosca. Para una aglomeración de 18 millones de habitantes, tienes sólo cuatro líneas de Metro, que transcurren en su mayor parte en superficie (algo que requiere mucha menos inversión). Y sólo hay una compañía de autobuses, el Big Blue Bus, con 18 líneas. San Francisco tiene una población que no llega al millón de habitantes en la ciudad y un área metropolitana de unos 5 millones, si incluimos en ella San José, Oakland, Sausalito y otras ciudades. Pues les voy a hacer una relación de los sistemas de transporte público de que disponen los sanfranciscanos. UNO: el Cable Car. Aquí una imagen con la isla de Alcatraz al fondo.


El Cable Car es el tranvía más famoso y emblemático de la ciudad, el que sale en todas las postales. Ya no es tanto un medio de transporte al servicio de los ciudadanos, como una atracción turística. Como tal, está fuera del billete único y te cuesta 7$. El tranvía se mueve sobre dos raíles, pero hay una tercera ranura en el centro por la que discurre el cable de acero que lo soporta, mueve y retiene. Es decir, que, técnicamente, no es un tranvía sino un funicular. Cuando uno va andando por la calle y pasa sobre los raíles, es frecuente escuchar los chasquidos que da el cable tal vez requerido por una unidad en la otra punta de la línea. Pero pasemos a otro sistema. DOS: el Street Car. Este es de verdad un tranvía y también bastante antiguo. Va por dos raíles y tiene una única pértiga que va en contacto con el tendido eléctrico aéreo. Este es un medio muy popular y utilizado por la población de la ciudad. Como ven en la imagen, tiene dos pértigas; la delantera la lleva tendida y la trasera es la que conecta. Cuando viene de regreso las intercambia.   


TRES: El trolebús. Es exactamente igual que los que había en La Coruña durante mi infancia. Es decir, sobre ruedas de caucho y con dos pértigas en lo alto. En La Coruña, de niños esperábamos en la esquina de los Cantones con Juana de Vega. Allí el popular trole debía girar 90 grados y era frecuente que las pértigas se salieran del cable guía. Como llevaban un potente sistema de muelles para pegarse mejor a las guías del tendido, cuando una se soltaba empezaba a dar literalmente palos de ciego hacia arriba, chocando con otros cables, con gran exhibición de chisporroteos y fuegos artificiales. El conductor debía bajarse a la carrera y encaramarse al cable de la pértiga para contrarrestar con todo su peso la querencia del palo por rebotar hacia arriba y luego soltarla poco a poco hasta atinar contra el cable correcto. Todo esto lo hacía en medio de juramentos y maldiciones del tipo cajo na cona cos botou y similares, dedicados a los mirones divertidos que no movían un músculo para ayudar, salvo algún arre carallo mascullado entre dientes. Los niños disfrutábamos de un espectáculo completo y gratuito. Abajo una imagen del trole de San Francisco.



De los restantes medios no les voy a poner fotos, para no eternizarnos. Pero les completo la relación. CUATRO: el BART, sistema de Metro gestionado por una empresa mixta estatal de California, que abarca también Oakland. CINCO: el Muni, Metro gestionado por el Ayuntamiento, de red menos extensa, pero también muy popular. SEIS: El autobús, con un sistema de líneas públicas y privadas muy completo. SIETE: el Suburbano a San José. No sigo. A esto habría que añadir los ferrys a Oakland y Sausalito, los trenes AMTRACK que llegan hasta la frontera de Tijuana por el sur y más allá de Guadalupe por el norte. Y, además, el Tren Bala que están preparando. Hay que decir que todos los transportes urbanos conviven en armonía, comparten estaciones e intercambiadores, y se accede a ellos mediante un billete único. Después de este despliegue de medios, no les extrañe que lo de Los Ángeles me parezca algo de mucho menos nivel. En Los Ángeles, los blancos van en coche. Vean si no la foto que tomé en mi vagón de la Expo Line.

Hoy es 2 de julio y hace exactamente un mes que me subí a un avión con destino a Los Ángeles. Mi aventura se terminó el día 17 de junio. Desde entonces les estoy contando mis impresiones sobre este viaje en el que me lo he pasado tan bien. Mi siguiente post cerrará esta serie. Porque hoy estamos hablando de transporte público y quiero dejarles una reflexión final. En Los Ángeles, en la estación Downtown Santa Mónica nos esperaba una brigada de cinco o seis vigilantes desplegados en la salida para comprobar que todos los viajeros llevaran billete. Exactamente como sucede en Madrid. En San Francisco, en cambio, da la impresión de que se la suda bastante que pagues o no. Los homeless se suben por el morro y mucha gente normal también. Ya les conté que a mí me tocó un trayecto gratis por avería del aparato de cobro y otro en el que, echándole cara, pagué sólo un dólar. 

Esto entronca con algo que me explicaron en Freiburg (Alemania), ciudad modélica por su política de movilidad (y que quedó consignado en el blog). Implantar un sistema de transporte público supone comprometer una inversión pública muy cuantiosa. Esta inversión no se recupera económicamente, sino socialmente. El precio por el uso de ese medio está fuertemente subvencionado, para que sea barato y la gente lo utilice mucho. Y lo que se recauda con el pago de los tickets es el chocolate del loro en comparación con la inversión constituida. Consecuentemente, un sistema de transporte público es un éxito si se usa, si va lleno y la gente lo utiliza a diario. Porque, encima, si va lleno, supone que se usa menos el coche privado, lo que comporta un ahorro energético global para la sociedad, además de ayudar a reducir la contaminación. En ese contexto, que los usuarios paguen o no la miseria que supone el coste del ticket, es irrelevante. No merece la pena emplear muchos vigilantes, cuyo sueldo sí supone un sobrecosto.

Hombre, obviamente, el sistema funciona si los que pagan son mayoría, más que nada para que no se convierta en un cachondeo. Por eso dedican de vez en cuando un grupo de sus propios cajeros para que actúen como revisores. Pero, mientras el porcentaje de gorrones se mantenga en unos límites discretos, la red puesta en marcha se considera un éxito y la inversión comprometida es justificable. Esto lo saben perfectamente en San Francisco, una ciudad con mucha clase, como les he venido contando. Me interesaba mucho precisarles este matiz antes de cerrar esta serie de posts. Sigan siendo felices.

2 comentarios:

  1. Interesante su disquisición final sobre que pagar o no en el Metro sea irrelevante. En los Grandes Almacenes, sin embargo, sí les compensa tener mucha vigilancia, para que no vengan muchas Cifuentes a llevarse cremas o ropa.
    Si es verdad lo que dice, casi mejor que no se sepa masivamente. Ya sin saberlo, vemos a muchos chavales que hacen saltos sobre los tornos con la técnica de los corredores de cien metros vallas.

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    1. Empiece usted por no tomárselo totalmente en serio, esto es literatura. Pero yo creo que, como siempre, el sistema tolera un porcentaje discreto de incumplidores. Como pasa con el dinero negro, la inmigración y otros mecanismos. Que lo ilegal se convierte en mayoritario es algo que deteriora mucho a cualquier sociedad.
      Los Grandes Almacenes son comercios privados. No les conviene que se les robe mucho y contratan a vigilantes, a los que pagan una miseria por hacer un trabajo bastante poco gratificante (excepto para alguien con alma de policía, que normalmente ya tiene un trabajo mejor en su sector)

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