sábado, 23 de junio de 2018

746. Último día en la ciudad soñada

Todo llega en esta vida y a mí me tocó afrontar el lunes 11 de junio mi última jornada completa en San Francisco. Subí una vez más a la novena planta del hotel en pijama, a desayunar mi habitual expreso con cantucci de los últimos días, con un pregunta en la cabeza. Puesto que ya había visto la mayor parte de las cosas que quería ver, ¿qué era lo que repetiría? Consultados los diferentes yos que componen mi personalidad, la respuesta fue unánime: ¡¡¡The Salooooooon!!! Dado que esa era una actividad básicamente nocturna, me dejaba todo el día para dedicarlo a completar mi panorámica sobre la ciudad. Por ejemplo, no me había subido en ningún Cable Car, los tranvías más antiguos y característicos de la ciudad (ya les haré un monográfico sobre los distintos sistemas de transporte público que conviven en SF). La línea más solicitada por los turistas es la que sube por toda la calle Powell hasta Fisherman’s Wharf, donde los leones marinos. Cada mañana, cientos de turistas hacen colas de horas en la esquina de Powell con Market para cumplir con esta rutina que imponen los tour-operators: paseo en tranvía; vista de los leones marinos, almuerzo en el muelle, ferry a Alcatraz.

Pero no es esta la única línea de Cable Car que existe. Por ejemplo, hay otra perpendicular, de dirección Este-Oeste que discurre por la California Avenue. Así que bajé y eché a andar por Powell hacia el Norte, hasta alcanzar la California Av. Allí me dirigí hacia el Oeste en busca de la cabecera de línea, que está junto al cruce con Van Ness Avenue. Es un recorrido largo, con continuas cuestas arriba y abajo y ahí descubrí que estaba ante mi primer día un poco cálido en San Francisco. La temperatura había subido y mi chamarra de North Face me sobraba un poco. Pasé por delante de la Catedral de San Francisco y entré un momento a verla. Es horrorosa. Destruida en el terremoto la original, se fue reconstruyendo en una obra eterna que no terminó hasta 1968. La verdad es que, si hay algo feo en San Francisco, son las iglesias, con la excepción de la pequeña maravilla de la construcción misional de Fray Junípero Serra que les mostré el otro día, y de la que he conseguido en Internet una imagen mejor que las mías, que les muestro.


La Misión de San Francisco de Asís, que dio nombre a la ciudad. Nada de esta magia tiene la Catedral, un armatoste de piedra arenisca oscura que pretende imitar a Nôtre Dame de Paris, y no va más allá del pastiche del Palacio de Bellas Artes. Llegado a la cabecera del Cable Car, me subí inmediatamente y me senté. El precio de este tranvía son 7$, se nota que es un artefacto puramente turístico que no se usa para los desplazamientos cotidianos de la población. El recorrido por California Av. es bonito sin exagerar y casi lo mejor es ver como el conductor maneja la gigantesca palanca del freno y los demás mandos. Lo había cogido en esa dirección precisamente para terminar el recorrido en la única zona de la ciudad que me quedaba por ver. Empezando por el Ferry Building, el edificio contra el que remata la Market Street, cerrando la perspectiva compositivamente. Del muelle contiguo salen los ferrys a Sausalito y Oakland, que compiten con las carreteras principales.

El Ferry Building tiene un amplio hall que está repleto de tiendas de alimentación con acento gourmet. Es realmente una delicia recorrer estas tiendas dedicadas a la gastronomía más refinada, donde es posible degustar unas ostras recién pescadas, tomarse unos tacos de pescado de la bahía, saborear el brunch de un conocido chef vietnamita o lo que yo hice: comprar unos chocolates para regalar, de la prestigiosa marca americana Askinosia. Después me acerqué a un lugar de hamburguesas con bastante buena pinta. Pero tenía una cola considerable. Entonces consideré varios factores: UNO, me estaba asando con mi cazadora de North Face, DOS, había comprado chocolate y no me interesaba que se derritiera o deformara y TRES, el hotel estaba a mano. Dicho y hecho. Salí por Market hasta Post y me acerque al hotel a dejar el chocolate y cambiarme a una chaquetilla más fina, la que traía de Madrid. Así transfigurado, regresé al Ferry Building y encontré que el lugar de las hamburguesas ya no tenía cola. Y me zampé una bastante buena. Aquí algunas fotos de esta mañana de lunes.


El tranvía de la California Avenue.

 El Ferry Building desde Market Street.

 Interior del Ferry Building. Abajo, la tienda de setas


Una vez resuelta la manduca, aligerado el atuendo y liberado de preocupaciones chocolateras o chocolatudas, empecé a recorrer el único sector de la ciudad que me quedaba por ver. Me refiero a lo que podemos llamar el Financial Center. Todo el barrio en torno al primer tramo de Market Street y la zona situada al sur de dicha vía y conocida por el SoMa (South of Market). Les añado algunas fotos más.






Callejeando al azar por esta especie de Wall Street, me encontré con un edificio magnífico, el 140 de la calle New Montgomery. Se trata de un rascacielos (26 plantas) de estilo art deco, construido en 1925 y dedicado íntegramente a oficinas de alquiler. En 2010 fue objeto de una obra de rehabilitación muy cuidadosa, que permitió subir el precio de los alquileres. Hoy está íntegramente ocupado por diversas compañías. De todo esto me enteré entrando en el hall y hablando con el portero, que me remitió a su vez a unos paneles que se podían consultar, en donde se contaba la historia del edificio. Traté de hacerle fotos, pero la calle es muy estrecha y mi cámara no da muchas más posibilidades. Así que me he bajado una imagen de la coronación, de la página Emporis. Esta página te permite descargarte las fotos en pdf, pagando, o hacerte una copia con los logos de la página sobrepuestos, de gratis. Hice lo segundo y les añado algunos detalles de este precioso edificio, que sí pude fotografiar yo.








Continuando con mi paseo, de pronto me di cuenta que muchas calles se interrumpían contra una obra enorme que cortaba completamente la trama del barrio financiero. Era una especie de estructura elevada con un parque encima. Una cosa inmensa. La rodeé intentando encontrar algún acceso, pero me encontraba con carteles como el que les pongo abajo. Por cierto, aquí averigüé que el casco de las obras no se llama helmet, como el de las motos, sino hard hat, o sea sombrero duro.


Tenía que enterarme de qué era esa auténtica obra gallardónica y me dirigí a un grupo de obreros inequívocamente mexicanos. Les abordé de la siguiente forma: –Óiganme, güeyes, pero qué madre es ésta que andan armando acá. Se miraron entre ellos y uno respondió con énfasis: –Pos nomás el Tren Bala, señor. Me contaron que se trataba de un proyecto que lleva ya mucho tiempo en obras y que permitirá unir Los Ángeles con San Francisco con un tren de alta velocidad sin paradas intermedias que hará el trayecto en apenas dos horas, con lo que competirá con el avión, porque tendrá ambas estaciones en el centro de sus respectivos centros financieros. Que la parte del edificio, con la zona verde encima estaba ya muy avanzada. No tanto el propio tendido de la línea, que se iba a llevar más tiempo. Aquí unas imágenes que tomé de las obras.  





Terminé mi recorrido en la plaza que alberga los llamados Yerbabuena Gardens. Alrededor de ella se agrupan diferentes edificios: la Iglesia de San Pedro y San Pablo (tan fea como la Catedral), el Museo Judío, el Museo de la Diáspora Africana y el MOMA (Museo de Arte Moderno). Los que siguen este blog ya saben que los museos no son algo que me enajene, pero, bueno, el MOMA sí se merece una visita. Entré y me dieron la siguiente información. Para ver las exposiciones temporales había que pagar una entrada, aspecto a considerar, dado que el museo estaba a una hora de cerrar. En cambio, la exposición permanente era gratis. En fin, que me decanté por la exposición permanente. Es muy interesante, ya que es una estupenda selección de los fondos del museo, es decir, que te enseñan un Picasso, un Dalí, un Jackson Pollock, un Hopper. De algunos artistas, vaya usted a saber por qué, hay no uno, sino cuatro o cinco cuadros, como en el caso de Matisse. La selección es muy amplia: un Mondrian, un Paul Klee, un Modigliani, un Kandinsky. Estuve por allí hasta que cerraron el museo. Y aquí les traigo unas fotos del exterior y de los cuadros que exhibe el museo de dos de mis artistas favoritos: Hopper y Rothko. Por cierto, el edificio que asoma por detrás es el 140 de New Montgomery.




Desde el Museo me volví caminando al hotel, con la intención de echarme una siestecilla, después de tantos días de caminatas. Pero allí me encontré a Súper Mario, a quien le dije que al otro día me marchaba del hotel. Entonces me completó la historia que les cuento a continuación. El hotel ocupa un edificio también art deco de los años 20, que se construyó como sede de un club privado. Algo parecido a la Gran Peña, en Madrid, pero a lo grande. El club se llama ELKS. Según Súper Mario es una simple agrupación de millonarios. En Internet aparece como asociación benéfica relacionada con la conservación del ciervo. El caso es que los socios del club disponían del edificio, vivían por temporadas en las habitaciones (tal vez con alguna amante) y tenían un restaurante y unos salones fastuosos. Yo por mi cuenta ya había observado que el ascensor sólo paraba a partir del cuarto piso y había bajado un día por la escalera y cotilleado varios lugares secretos de los tres primeros pisos.

El bueno de Mario, que me dijo que era costarricense, me contó que, en un momento dado, a la vista de que los socios utilizaban cada vez menos las habitaciones, se decidió convertir esa parte en hotel. Pero aún disponían de lo demás. Incluyendo una suite especial en la última planta y unas piscinas subterráneas gigantes que se extendían por debajo de la calle Post y que Mario no me podía enseñar, porque tenía su acceso prohibido. Me mostró el comedor privado del club (abajo tienen alguna foto) y luego me llevó a un mostrador como el de los desayunos, en donde había unas botellas de oporto con copas, también a disposición de los clientes del hotel. Me tomé una y me llevé una segunda a mi habitación, para conjurar una siesta cojonuda. Menos mal que Mario no me enseñó este segundo mostrador el primer día, si no, salgo de mi estancia completamente alcoholizado. 





En fin. Aquella noche volví a acercarme a The Saloon. Era consciente de que la noche del lunes no es lo mismo que la del viernes, pero en Internet había comprobado que había música en directo todos los días de la semana. Y, qué diablos, se trataba de hacerle un homenaje a un lugar en donde había pasado una noche extraordinaria. Como me temía, el bar estaba bastante vacío. El cancerbero me abrió paso sin pedirme sus five dollars. Rose me puso una Sierra Nevada y me acerqué al escenario. Estaba tocando un grupo de rockabilly que era bastante bueno, pero no conseguía levantar los ánimos del personal, la mayoría acodados en la barra tratando de terminar dignamente el puñetero lunes que sigue al plácido domingo. Era una banda clásica de rockabilly formada por un cantante y guitarra, un contrabajo y un batería.

Me tomé mi cerveza tranquilamente y, ante el panorama, pensé que no me merecía la pena tomarme otra. Y me volví al hotel. Como no había cenado, recordé que en la calle Powell había un supermercado Wallgreen, de esos en los que se pueden comprar recipientes de plástico con fruta cortada. Me acerqué. Estaba abierto. Me compré uno de sandía y otro de piña y me subí a comérmelos a la habitación del hotel. De esta forma, un poco melancólica, terminan estos textos que mi amiga África ha bautizado como Las Crónicas Franciscanas. Es una melancolía que anticipa la nostalgia que me asaltó nada más abandonar esta ciudad magnífica, y que todavía impregna mi alma. Pero ustedes tienen la suerte de que el relato de mi viaje aún no ha terminado, todavía queda la última parte, que gira en torno al planeta Diego e incluye algunas anécdotas muy divertidas. Para que no se queden con mal sabor de boca, les voy a dejar con una de las canciones más famosas de ese subgénero que es el rockabilly, la única con la que el grupo de aquella noche crepuscular consiguió que se animaran a bailar dos o tres parejas del Saloon. Hablo, por supuesto, del conocido Rockabilly Boogie. Ninguna versión iguala a la del autor, el espídico Johnny Burnette, con sus pantalones de dos tallas más y su impagable tupé partido bien fijado con brillantina, para que no se le descolocara con los movimientos espasmódicos que prodigaba. Este tema data nada menos que de 1961. Sean felices. 

     

2 comentarios:

  1. Estupenda serie. No me gustan las despedidas, pero en algún momento se tenía que terminar. A menos que se quedara usted en San Francisco. Tal vez de homeless, o de ayudante de Súper Mario. Por cierto, el comedor de los millonarios es impactante y hasta un poco siniestro.

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    1. Pues me hubiera encantado quedarme a vivir en Frisco. Ese es otro sueño imposible. Las imágenes del comedor de los millonarios muestran otro ángulo de la realidad de esta ciudad fantástica.

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