martes, 19 de junio de 2018

744. Papa was a rolling stone

El post anterior lo terminé de escribir literalmente a la carrera, en el aeropuerto de LA, mientras las azafatas me urgían a embarcar y el personal se desbordaba en un alarido colectivo frente a una pantalla de televisión en donde México acababa de meterle un gol a Alemania. Por eso me salió lleno de erratas, que mis lectores más madrugadores pudieron apreciar, porque no tuve margen para aplicar mi habitual control de calidad. Mis disculpas, ahora ya está niquelao. Y esto lo estoy escribiendo ya desde Madrid con un jet lag de puta madre, lo que anuncio para general tranquilidad de mis seguidores, un tanto inquietos por mi deriva por tierras lejanas y bárbaras, en donde era objeto de tocamientos de culo y otras inquietantes vivencias. Mis hijos también se han preocupado por mí y me mandaban cada poco inhabituales whatsapps del siguiente tenor: cómo estás Papi, ¿todo bien? Tal vez les daba impresión que me hubiera ido tan lejos, yo solo y con 67 años. Y eso que hace tiempo que asumieron que su padre era un bala perdida. O, dicho en inglés, Papa was a rolling stone. Esta canción es nada menos que de 1972. Recientemente ha sido objeto de una remasterización que ha dejado el sonido impecable, si bien las imágenes cantan un poco. Quiero decir que se nota mucho cuáles son de ahora y cuáles de los 70. Pero el tema es eterno y no lo digo por la larguísima introducción.


El sábado 9 de junio me desperté algo más tarde de lo habitual, después de haber trasnochado. Me puse un pijama y subí a la planta novena del hotel, a probar el desayuno de los clientes, por cambiar y para no reincidir en los almuerzos pantagruélicos del Sears. El café expreso con cantucci me asentó debidamente la resaca y me dejó como nuevo. Antes de salir a patear San Francisco, tenía dos negocios de los que ocuparme. Preparar la bolsa para la lavandería y tratar de imprimir mi billete del vuelo a San Diego, que tenía en pdf. Me vestí y bajé al lobby, para hacerle entrega a Súper Mario de la bolsa de la ropa sucia. El hotel no tiene lavandería propia, pero se encarga de llevar la ropa a una cercana. Lo de la impresión, no fuimos capaces de hacerlo con los ordenadores de la recepción. Los conocimientos informáticos de Súper Mario se limitan a buscar con el Google Maps. Así que me buscó varios sitios cercanos donde imprimían documentos.

Encontré rápido uno: el FedEx Office, en Market Street, un lugar enorme atendido en sábado por la mañana por una única china jovencita. Le di el pincho con el archivo, lo abrió en pantalla y preguntó: –¿Se lo imprimo en blanco y negro? –¿Por? –Hombre, es que en color le va a salir mucho más caro. Pregunté por ambos precios (era sólo una hoja). En blanco y negro costaba 17 centavos de dólar. En color 75 centavos de dólar. Cierto: era mucho más caro en color. Pero ya se imaginan cuál fue mi elección. Son un encanto las dependientas novatas, que piensan que para un tipo con mi edad y mi aspecto puede ser importante ahorrarse 50 centavos de dólar (unos 45 centavos de euro)… Me guardé el papel en la mochila y salí. Mi plan era acercarme a la zona de Castro, el barrio gay de San Francisco. Para ello, bajé a una estación del Muni, pero me encontré con que estaba cerrado hasta el lunes. No pude saber si esto es así todos los fines de semana (no creo) o es que estaban haciendo tareas de mantenimiento de la línea. Ante eso, opté por tomar el Street Car F.

El tranvía me dejó en la plaza de Harvey Milk, muy cerca ya de las colinas Twin Peaks. Si hubiera caminado hacia mi derecha, me habría encontrado el barrio de Sunset, cuyo borde de 4 kilómetros con el Golden Gate Park había recorrido el viernes, para llegar al océano. Pero yo iba esta vez hacia la izquierda, hacia el histórico Castro, centro de la revuelta que terminó con el reconocimiento de los derechos de la comunidad gay. Harvey Milk fue el primer estadounidense que consiguió ser elegido para un cargo público después de haberse declarado abiertamente homosexual. Sucedió eso a finales de 1977. En enero de 1978 se estrenó en el cargo. Y en noviembre del mismo año murió asesinado de varios balazos, junto con el alcalde de San Francisco. La carrera por la liberación del colectivo gay no fue en ningún caso un camino de rosas. Pueden encontrar mucha información sobre Milk en Internet, pero es mejor que vean la película Mi nombre es Harvey Milk (Gus Van Sant-2008), premiada con dos Oscars, uno al guión y otro a Sean Penn por la interpretación estelar. Es una película muy recomendable.  

Harvey Milk es hoy una referencia del movimiento, la plaza de entrada al barrio lleva su nombre y una pequeña placa junto a la salida del metro honra su memoria. Saliendo por la Castro Street, se encuentran varios hitos del colectivo LGTB, desde el Castro Theatre, un edificio art deco en el que se proyecta cine con actuaciones intercaladas, el GLTB History Museum, el primero de ese tipo en USA (y, por cierto, con las iniciales puestas en el orden que a mí me gusta) o el Human Rights Campaign Action Center & Store, situado en el edificio en el que Milk tenía su tienda de material fotográfico antes de meterse en política. No entré en ninguno de estos lugares; me limité a verlos desde la calle, por donde circulaba el personal que se pueden imaginar. Lo que sí hice fue tomarme un segundo café en la barra de la Twin Peaks Tavern, el primer bar gay que tuvo ventanas abiertas a la calle, hay que joderse. Les pongo algunas de las fotos que tomé.





Como pueden ver en la última, los pasos de cebra de Castro están también pintados con los colores del arco iris, un tanto desgastados por las pisadas de la gente. Además, en el suelo de ambas aceras de la calle hay unas placas doradas dedicadas a activistas y artistas gays y lesbianas, en donde podemos encontrar a Oscar Wilde, Virginia Wolf o García Lorca, junto con otros de los que no había oído hablar en mi vida, como un defensor de los derechos queer en Asia, cuyo nombre no anoté. Saliendo por la calle 18, me interné en el contiguo barrio de Mission. Como yo no lo he conocido antes, no puedo dar fe del proceso de gentrificación del que me alertó Eden Bruckman, a mí me pareció un barrio cojonudo, lo mismo que le parecería Lavapiés a cualquier extranjero que venga a visitarlo ahora. Lo primero que entré a visitar fue la Misión de San Francisco de Asís, que aquí llaman Mission Dolores. Esta vez empiezo por una foto.


Este es el aspecto actual del conjunto, pero el edificio de verdad interesante es el que se ve a la izquierda, puesto que se trata nada menos que de una de las 21 misiones que edificó Fray Junípero Serra a partir de 1776 y la tercera más al norte. La construyó a conciencia, con muros de adobe de 4 pies de espesor (1,20 metros) y pilares de troncos enteros de sequoia arriostrados entre ellos con tiras de cuero sin curtir. La obra se terminó en 1791 y es la más antigua de las 21 que se conserva intacta. En el XIX le construyeron una especie de catedral al lado. Y ¿qué pasó? Pues que el terremoto de 1906 la destruyó por completo sin hacerle ni cosquillas a la misión original, como pueden ver en esta foto que se exhibe en el museo.


La iglesia californiana tiene ahora en el edificio pequeño la entrada al conjunto y la tienda de regalos. Se puede visitar la iglesia grande reconstruida, que no tiene mayor interés, el museo que está entre ambas y el cementerio original que está detrás. Tras esta visita tan pía, continué mi camino por la calle 16, para doblar a la derecha por Otis y coger de vuelta el famoso callejón Clarion, el lugar de expresión libre de los grafiteros de la ciudad. Es un angosto pasaje peatonal en el que los artistas se rigen por estrictas normas. Se reúnen y deciden cuánto tiempo se debe quedar cada obra de arte (algunas, años). Cumplido el plazo, otro artista es libre de venir y pintar encima. Aquí saqué miles de fotos, de las que les voy a seleccionar algunas.





 



En el barrio había mucha gente paseando y muchas cosas que ver, desde huertos comunitarios montados por los vecinos en antiguos parkings, hasta lugares como el Woman’s Building, el centro histórico del movimiento feminista. Pero yo empezaba a tener hambre, después de mi magro desayuno y me salió al paso un lugar donde la cola llegaba a la calle y doblaba la esquina. Ni siquiera tenía nombre, solamente en el suelo de la puerta decía Carl, en letras pequeñas. Era una especie de autoservicio vegetariano y con un público muy joven. Decidí tomarme una quiche de acelgas y espárragos, con un zumo de naranja, para seguir limpiando. La camarera me dijo que el de naranja se acababa de terminar y tendría que esperar hasta que hicieran más, pero que, a cambio, podía ofrecerme uno de grapefruit. Le dije que sí sin saber lo que era, y luego resultó ser pomelo, o sea, mucha mayor limpieza. Como siempre, pagué y me dieron la bebida, los cubiertos y un numerito para la comida. Con todo ello me senté en una mesa llena de chavales.

Ya con el hambre engañada temporalmente, me acerqué a mi siguiente objetivo: el Parque Dolores, recomendación expresa de Flavio Coppola. Es el parque del barrio, tiene forma de anfiteatro y las praderas están llenas de vecinos, sentados haciendo picnic o conversando. Desde la parte más alta, la vista de la ciudad es fastuosa, como ven.




La foto en la que salgo yo me la hizo una japonesa muy mona a la que se lo pedí. Estuve por allí un rato, pero todavía me quedaba una última cosa que hacer en Mission: tomarme un helado de la famosa Bi-Rite Creamery, que está en la calle 18, casi esquina con el parque. Había una cola mediana y me pedí una tarrina pequeña de chocolate y lo que me recomendara el chaval que me atendió. Me recomendó lo que llamó vainilla salada y me dio a probar un poco. Sabía a lo que en la Ibense de La Coruña se conocía como crema tostada. Una exquisitez. El chico me dijo que de dónde venía. De Madrid. Hum, realmente una hermosa ciudad. ¿La conoce? Sí, estuve allí trabajando de camarero un verano.

En fin, con mi estupendo helado eché a andar de vuelta. Aquí podría haber tomado cualquier medio de transporte público, pero decidí regresar a pié, haciendo una escala en el Civic Center, donde están el Ayuntamiento, la Ópera, el Museo de Arte Asiático y la Biblioteca de San Francisco, todos ordenados alrededor de un parque. El Ayuntamiento, me había dicho Eden que era muy bonito, pero estaba cerrado. Donde sí anduve un rato enredando es en la biblioteca, que tiene una zona gratis y otra de pago por la que se accede a las estanterías. Un par de imágenes más: arriba el Ayuntamiento y abajo el interior de la Biblioteca. 




Volví a la calle Market de regreso y atravesé la zona de los homeless. En sábado por la tarde estaba muy concurrida. Diversos voluntarios de iglesias y ONGs estaban atendiendo a los vagabundos, repartiéndoles comida, examinándoles médicamente o simplemente sentados en el suelo para escucharles un rato. Vuelvo a insistir en que esto es una emergencia nacional, por mucho que trabajen las ONGs. El país más rico de la Tierra no puede tolerar algo así en su interior. Por cierto, los homeless son todos blancos, negros y latinos. Ni un asiático. Alguna razón habrá. Bien, llegué al hotel y descansé un rato. Me había pegado otra buena caminata. Pero me asaltó de nuevo el razonamiento de la noche anterior. Era mi único sábado en San Francisco, etc. Hasta pensé en volver al Saloon, pero tenía mucha hambre y la oferta en torno al Saloon era más de topless que de restaurantes.

Decidí entonces buscar un sitio de jazz o blues donde se pudiera cenar escuchando a un grupo, como el que visité en Seattle el año pasado. Busqué en Internet y resultó que había uno muy cerca, en Powell, a dos minutos a pié. Reservé por Internet (no había que pagar hasta llegar al sitio, así que no tuve problemas). Y allí que me bajé. El lugar se llamaba Biscuit and Blues. Pagué la entrada y me acomodaron en una mesa, el único comensal solitario. Me pedí la consabida IPA beer y, para comer, un peppered beef brisket, un trozo generoso de una especie de morcillo, desmigado y aliñado con una salsa muy picante. Ideal para ver al grupo Café R & B, del que el folleto decía que era como imaginar a Etta James y Tina Turner cantando juntas sobre un volcán en erupción.

Realmente era un grupo veterano y meritorio, de esos que no han triunfado por una cuestión de mala suerte. El líder es un guitarrista blanco muy bueno, que además es el marido de la volcánica negra con peluca rubia que vocifera con mucha energía canciones del rythm & blues más tradicional. Les acompaña un bajo negro que todo el rato hace muecas más esperables en un homeless, un teclista y un batería. La vocalista se llama Roach y llevan unos veinte años en la carretera, dedicados sobre todo a participar en festivales por el país; apenas han grabado tres discos. Les dejo abajo un vídeo de la actuación de este grupo en un reciente festival en Chicago. Verán que no es un mal grupo, no tan pintoresco como el de la noche anterior, pero que muestra la otra cara del éxito y con el que cubrí objetivos. Y esto fue lo que dio de sí el sábado 9 de junio. Sean buenos.


2 comentarios:

  1. Lo bueno de sus textos es que uno los lee y se hace una imagen: guitarrista bueno, vocalista negra con pelucón rubio, bajo negro haciendo muecas como un homeless... Y luego se ve el vídeo y es tal cual.
    Me estoy divirtiendo mucho con esta serie. Cada día me quedo con ganas de más. Enhorabuena.

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  2. Pues muchas gracias hombre; para eso hago este blog, para que se diviertan mis lectores.

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