domingo, 10 de junio de 2018

738. Con un frío de la hostia

Mark Twain dejó muchas frases para la posteridad. Entre ellas, la que les cito a continuación, del tipo de las que le encantan a mi amigo el Coronel Groucho. Dijo Twain literalmente: el invierno más frío que he pasado en mi vida fue un verano en San Francisco. Es creíble, como vamos a ver. San Francisco está unos 800 kilómetros al norte de Los Ángeles, y se nota. Además, corre un viento muy fuerte casi todo el rato, que hace que el frío se te meta en los huesos. Pero el martes 5 de junio, cuando me dispuse a dejar el Hampton Hotel de Los Ángeles, yo no tenía ni idea de esto. Desayuné, subí a por mi equipaje y me monté en un taxi que había reservado la noche anterior. Me tocó un taxista de pelo blanco, con impecable aire de gángster y nada hablador, si bien con una conducción precisa, imprescindible para progresar a través de la serie de atascos sucesivos que hay entre Santa Mónica y el aeropuerto, que en el mapa parece que están al lado.

Los de Alaska Airlines me solucionaron el problema en un minuto. Me cambiaban a un avión de United Airlines, un vuelo que salía media hora más tarde que el que yo tenía. Pregunté: –¿El vuelo cuesta lo mismo? Respuesta: –No, este es un vuelo más caro, pero no le vamos a hacer ningún cargo adicional. Usted ha pagado una reserva por un precio concreto y nosotros tenemos que respetarla, ese es un acuerdo entre todas las aerolíneas. Muy bien, pensé, bueno es saberlo. Pensé también que, dado que me encomendaban a United Airlines, esperaba que no me sacaran del vuelo a puñetazos, como a ese japonés al que partieron tres dientes.

El trayecto a San Francisco dura apenas una hora, que se me pasó volando (valga la gilipollez), porque fui todo el rato hablando con una chica muy joven que me tocó al lado. Yo creo que no tenía ni 20. Llevaba unos atuendos cuidadosamente informales, uñas pintadas de morado con la pintura medio descascarillada, muchas pulseras baratas coloridas, camiseta de chamarilero y vaqueros rotos por veinte sitios, como si les hubiera pasado una cosechadora por encima. Era muy simpática y me contó que vivía en San Diego y que viajaba por primera vez a SF para estudiar allí dos meses. Le pregunté qué estudiaba y me lo dije, pero lo entendí a medias, algo de un módulo. Quiso saber si en España la gente era igual que en USA y le dije que no, que somos más reservados, que no hablamos tanto con desconocidos. Pensó un segundo y luego dijo: –Bueno, aquí también hay tipos raros –con un guiño travieso dirigido al sujeto imperturbable que ocupaba el asiento del otro lado, ocurrencia que celebró a grandes carcajadas. Le pregunté si, para venir desde San Diego al aeropuerto de LA, era mejor el tren o el bus. Me contestó que no tenía ni puta idea, que a ella la habían llevado sus padres en el coche. Entre lo que me iba contando y lo que yo le contaba a ella, estábamos ya aterrizando.

El taxista que me tocó ahora era un negro bastante joven y también hablador. Me preguntó cuál era mi edad. Le dije que probase a ver si acertaba y dijo que 68. Falló por uno. Hasta hace unos años, la gente siempre me respondía a este juego con edades más bajas que la mía. He de ir asumiendo que ahora parece que tengo la edad que tengo. Mi problema es que no me miro mucho al espejo y, cuando lo hago, a mi mente acude una pregunta: –¿Quién es ese señor mayor que me mira? El taxista me dijo que tenía 36. También quiso saber si tenía hijos y se lo dije. A la pregunta recíproca, me contestó que él no tenía; que tenía amiga, pero que el taxi no era suyo y que con dos sueldos de mierda era muy difícil formar una familia, algo que desde luego le gustaría. Imaginé que estaba preocupado, que el tiempo pasaba y no le veía una salida clara a su situación. Y que por eso me hacía tantas preguntas. 
 
Me dejó frente al Kensington Park Hotel, en la calle Post, muy cerca de Union Square. Allí me tocó esperar, porque la habitación no estaría lista hasta las 3pm. Me instalé en un butacón y aproveché el lapsus para ir escribiendo en el blog. Cuando me avisaron, subí a la planta octava, dejé el equipaje en mi cuarto y bajé otra vez, porque tenía mucha hambre. Pregunté a la china de la recepción por restaurantes cercanos e inmediatamente me habló del Sears, que estaba a la vuelta (around the corner). ¿No conoce usted el Sears? ¡Famoso en el mundo entero! El World Famous Sears Fine Food es, efectivamente, un sitio muy bonito, un restaurante con muchos años de historia. Me acomodaron en la barra y me comí unos penne rigate con tomate y carne picada, bastante aceptables. Con la sensación de haberme llenado demasiado, vencí la tentación de subir a echarme una siesta y me puse a caminar por la calle Post adelante, en dirección Este. Según mi sentido de la orientación, por allí tendría que llegar al famoso Muelle de la Bahía, y nada mejor para ver en tus primeras horas en SF. Pero, sólo entonces, fui consciente de que hacía un frío espantoso, tremebundo, sobrecogedor. Y de que yo no estaba preparado para tal circunstancia.

En la calle Post, se concentra la mayor parte de las marcas caras del mercado: Cartier, Dior, Hermès, Tiffany’s. Y por supuesto Zara, aunque sólo de ropa femenina. Me vino a la memoria la anécdota increíble, pero rigurosamente cierta, de cuando, muchos años atrás, llegué yo un día a Lugo en coche, en compañía de un amigo muy pailán (a saber qué ha sido de él), quien, al ver el letrero que decía Zara Home, comentó alborozado: –Mira, ya lo ponen en gallego. Bien, pues, entre ese despliegue de marcas, me saltó a la vista una que me venía al pelo: North Face. Por si ustedes lo desconocen, North Face es la marca de los montañistas pijos de la clase dominante. Para que lo entiendan: si Albert Rivera hace senderismo, circunstancia que ignoro, seguro que se compra ropa de North Face. La ropa de esta marca es más cara que la de cualquier otra marca de montaña, aunque de calidad también muy alta (yo tengo alguna prenda de North Face, de acuerdo con mi acreditada vena pija, que nunca he escondido en el blog).

Por resumir: que salí de la tienda con un zamarrón negro de puta madre en una bolsa de papel de estraza. Y ¿saben qué les digo? Pues que inmediatamente dejé de tener frío. Sólo por llevar en una bolsa una zamarra calentita y saber que me la podía poner en cualquier momento, me relajé y se me pasó el frío. Es una característica mía. Por ejemplo: si llevo una temporada durmiendo mal, me compro un somnífero y, sólo teniendo la caja en la mesita de noche, ya duermo fenomenal. No sé si a ustedes les pasan estas cosas. A mí sí. Total, que crucé la Market Street, verdadera arteria diagonal de San Francisco y me interné en la zona conocida como SoMa (South of Market). Pasé bajo el tablero de una autopista y continué adelante, por la calle Tercera, siempre hacia el Este. 



Atravesaba una zona industrial bastante poco concurrida, cuando me fijé en la placa cuya foto tienen arriba. Allí había nacido Jack London, el hombre que, tras una juventud dedicada a todo tipo de actividades semidelictivas, escribió algunos de los mejores relatos de aventuras de todos los tiempos, como Colmillo Blanco, que es extraordinaria. Como ven, la casa natal de Jack London fue destruida por el fuego en 1906. Lo que no dice la placa es que ese fuego fue consecuencia del devastador terremoto que ese año destruyó completamente la ciudad. Otra obra bastante conocida de Jack London es el relato John Barleycorn, donde narra sus actividades como pirata de los bancos de cultivo de ostras, relato que inspiró al grupo de rock Traffic para componer una de sus canciones más celebradas. Escúchenla mientras siguen leyendo.


Llegué por fin a la orilla de la Bahía de San Francisco. Y aquí tienen algunas de las fotos que tomé. Las dos primeras, del estadio de beisbol de los Giants, que está allí mismo. La tercera, la deseada imagen de la bahía, la que inspiró a Otis Redding su canción más conocida. Y la última, una vista del Financial District de SF a través del bosque de mástiles del puerto deportivo.





Subí un rato hacia el norte bordeando el muelle, pero enseguida tome la calle Segunda de vuelta. Estaba relativamente lejos del hotel y hacía bastante frío, aunque ya me iba aclimatando. Poco queda de contar de ese día. Subí a mi cuarto de la octava planta del Kensington Park Hotel y dediqué unas horas a colocar mis cosas y a ocuparme de mis negocios: mirar el correo, contestar algunos mensajes. Contacté con Diego y a partir de lo hablado ya pude completar mis planes de viaje y reservar un vuelo a San Diego para el día 12 y una noche en un hotel barato que me recomendó mi amigo. Seguía sintiéndome lleno, así que decidí no bajar a cenar y me fui quedando dormido, mientras veía anochecer sobre la ciudad desde mi ventana del octavo piso.

6 comentarios:

  1. Tío, sólo decirte que estaba yo aquí tirado, con esa especie de sensación o presagio semidepresivo que me cae encima todas las tardes de domingo, cuando veo que el fin de semana se marcha inexorable y mañana volverá a ser lunes. Y entonces me ha llegado el aviso de tu nuevo texto. Y me has alegrado la tarde. De cualquier minucia que te sucede sacas algo que contar, anécdotas antiguas hilarantes (lo de Zara Home es de lo mejor que he escuchado en años), música de mucha calidad.
    Nada. Que muchas gracias, que espero que sigas teniendo un buen viaje y que estoy deseando escuchar tus nuevas aventuras.

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    1. Gracias a tí por leerme. Tus elogios me abruman. Como le dijo Juan Belmonte a Valle Inclán, se hace lo que se puede.

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  2. Pues aquí también hace un frío que pela, 41 de mayo y 13 grados. Hace justo un año tuvimos 43 grados en Sevilla. Hasta la peineta estoy de otoño coruñés en junio en Madrid. Sigue pasándolo en grande. Un beso, África

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    1. Querida, no te quejes que pronto vendrá el calorazo. Ya pronto de vuelta. Besos.

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  3. Haight-Ashbury amigo, no le se olvide...

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    1. Anotado está. Y cumplido por partida doble, como se verá. Tiempo al tiempo.

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