viernes, 3 de julio de 2015

399. TR#6. Días fecundos en Sajonia

El domingo 28 de junio no vi a mis hijos. Kike se iba por la mañana en un bus a Berlín, y Lucas estaba ocupado en unos trabajos que debía tener listos para el lunes y no había podido hacer antes para atendernos. Así que por la mañana decidí acudir al Museo Grassi. Tras este nombre se esconde uno de los museos etnográficos mejores que he visto en mi vida. Me pasé allí toda la mañana viendo joyas bereberes, instrumentos fulanis, esculturas yorubas, collares de las amazonas del reino de Dahomey, máscaras polinesias, arte primitivo chino y japonés, tallas indias y atuendos de plumas de los indios americanos, entre otros objetos prodigiosos. Abajo algunas imágenes, incluyendo el auténtico “trabajo de chinos” en un colmillo de elefante.






Tras ver el museo, me comí un curry en una terraza y subí a descansar un rato al hotel, momento que aproveché para escribir mi post sobre Erfurt. A continuación salí a ver el monumento más importante de Leipzig, que está en un parque de las afueras. Se trata del Völkerschlachtdenkmal (Monumento a la Batalla de las Naciones). Es un mamotreto de dimensiones increíbles, erigido en memoria de la batalla de Leipzig, en la que la coalición ruso-prusiana infringió a las tropas de Napoleón su derrota más decisiva. La batalla tuvo lugar a mediados de octubre de 1813, y se dice que causó cerca de 100.000 muertos. El monumento tiene 90 metros de alto, está coronado por las esculturas de los guerreros de la muerte y se inauguró en 1913, con motivo del centenario. Los soviéticos se plantearon demolerlo, pero lo indultaron porque también homenajeaba a los caídos rusos. Aquí una imagen de Internet, en donde no sé si aciertan a distinguir las cabecitas de los visitantes en algunos niveles.


El monumento está muy lejos y opté por regresar en un tranvía de la línea 15. Me tomé una cerveza rápida y me acosté pronto, que el lunes tenía que madrugar para el plan que les cuento. Aunque estaba en vísperas de dos conferencias comprometidas, no quería dejar pasar la ocasión de visitar Weimar. El viaje en tren era caro y al fin preferí probar el autobús de la compañía Meinferbus que salía a las 8.15 de la mañana. Salí, pues, de la Goethestrasse de Leipzig y, una hora más tarde, el bus me dejó en la Shopenhauerstrasse de Weimar, lo que no deja de tener una cierta lógica. Weimar es una pequeña joya aun hoy, dos siglos después de que el duque Carlos Alberto de Sajonia, que tenía su residencia allí, decidiera rodearse de intelectuales y artistas con libertad para desarrollar su trabajo sin límites. Allí se establecieron, Goethe y Shiller, a los que ven en la estatua de abajo, además de otros menos conocidos en España. Años más tarde, vivieron aquí Franz Listz, Richard Wagner y otros.


La ciudad es pequeña (60.000 habitantes), pero conserva un aire aristocrático y cultural que le da un punto especial. La historia y la cultura se perciben en cada esquina. Paseando por allí, uno siente algo parecido a lo que se respira en El Escorial, por ejemplo. Para colmo, al acabar la Primera Guerra Mundial, se firmó aquí la nueva Constitución alemana, por la que se rigió el país hasta que Hitler gano unas elecciones y la derogó. El régimen de entreguerras se suele conocer por eso como la República de Weimar. Pero además, ese mismo año de 1919, el arquitecto Walter Gropius fundó con otros compañeros la Bauhaus, la escuela que revolucionaría la enseñanza de la arquitectura en todo el mundo. Weimar es ahora un importante centro universitario, cuya escuela de arquitectura se sigue llamando la Bauhaus, aunque la original sólo estuvo allí hasta 1925 en que, presionados por un recién elegido Consejo de la Ciudad que les retiró la subvención, optaron por trasladarse a la cercana ciudad de Dessau.

Visité algunos de los monumentos más representativos, incluido el pequeño pero muy interesante Museo de la Bauhaus (abajo una de las maquetas que pueden verse allí), me di una vuelta por la Escuela, me comí una crèpe en una terraza y volví a la Shopenhauerstrasse para coger el bus de vuelta, que salía a las 3 de la tarde. Ya en mi hotel, dediqué la tarde a preparar mis discursos de los dos días siguientes, que tenía cada uno su especificidad, como les contaré, aunque las imágenes de mi presentación serían idénticas, excepto la primera de todas, que siempre adapto a la ocasión. Por la noche quedé con Lucas y nos cenamos unos Snitzel-salad cojonudos. Por si no lo saben, el Snitzel es un filete de cerdo de buen tamaño, empanado con mucho arte.


El martes tuve que madrugar de nuevo. Mi plan era coger pronto el tren a Dresde, para visitar la ciudad sin prisas antes de mi conferencia, igual que hice en Erfurt. Tenía especial interés en visitar esta ciudad que, a comienzos de 1945, fue objeto de uno de los bombardeos, más sangrientos, salvajes, sistemáticos y alevosos de la historia, encima innecesario, porque la derrota alemana era ya clara e inevitable. El ataque empezó el 13 de febrero y se prolongó de forma intermitente durante tres días. Justo el 11 de febrero había finalizado la conferencia de Yalta, en la que Churchill, Roosevelt y Stalin acordaron intensificar los bombardeos. Si hubieran perdido la guerra, podrían haber sido acusados formalmente de crímenes de guerra. Pero ya se sabe que los ganadores se hacen con la prebenda de escribir la historia a su conveniencia.

En ese momento, Dresde era la única ciudad grande de Alemania que no había sido bombardeada. Era conocida como la Florencia del norte. Su impresionante colección de monumentos a orillas del Elba, parecía garantizarle una cierta inmunidad. Pues nada, en tres días los aviones aliados descargaron 4.000 toneladas de bombas incendiarias sobre el centro histórico de la ciudad, dejándolo literalmente machacado. Se mire como se mire, el bombardeo de Dresde fue una canallada. Los defensores de esta tropelía decían que los nazis se estaban reagrupando y reorganizando en la parte monumental de la ciudad, confiados en que allí no les atacarían. Pero lo cierto es que Alemania capitulo tres meses después. Las investigaciones serias sobre el número de víctimas lo cifran en 35.000. Y, poco a poco, la ciudad ha ido reconstruyendo sus principales monumentos, primero en la época soviética y luego en la Alemania reunificada.

Me llegué a plantear dedicar más de un día a la visita de Dresde, pero Michael me enfrió el entusiasmo. Los de Leipzig y los de Dresde están enfrentados. Son las ciudades mayores del land de Sajonia (en torno a medio millón de habitantes cada una) y sus gentes no se llevan muy bien. Lo que me dijo Michael es que la parte monumental de Dresde ha sido reconstruida fielmente a los edificios originales y es un pastelito, lleno de hordas de turistas. Al final, esa apreciación era cierta y me sobró tiempo para ver la ciudad. Saliendo de la Hauptbahnhof hay una larga calle peatonal, la Praguestrasse, flanqueada por edificios comerciales, similar a las que existen en Rotterdam, que da noticia de la potencia financiera de la ciudad. Ya entrando en el centro reconstruido hay una serie de edificios interesantes, que dan idea del esplendor pasado del lugar.




Michael tenía razón. El rollo de Dresde no es comparable al de Leipzig. La ciudad vive del turismo masivo y su centro está literalmente atestado de grupos que siguen a alguien que enarbola un paraguas. Es como el personal que viaja en cruceros. La calles están llenas de hoteles de lujo, joyerías, tiendas de moda supercaras y todo lo que arrastra el turismo de masas. El martes, además, empezaba a apretar el calor en serio y yo iba con mi traje de conferenciante. Así que me salí de la zona turística y volví en dirección a la Hauptbahnhof, en donde tenía mi cita a las 5. De camino me paré en una pizzería discreta y me comí unos gigli con salmón. Los gigli son una pasta con forma como de faralaes, que se hacen a mano, yo no recuerdo haberlos visto a la venta secos. Luego, encontré un parque, me tumbé en un banco y me eché una siestecita.
   
Mi cita era con la señora Irene Lohaus, profesora de Landschaftsarchitekture, es decir, arquitectura del paisaje. Estuvimos juntos hora y media antes de la conferencia, tiempo que aprovechó para conversar conmigo de temas profesionales, enseñarme la escuela en la que da clases, presentarme a algunos de sus colegas y ocuparse de pagarme. Yo traía mi papelito con el IBAN y toda la gaita, pero esta señora había decidido pagarme en cash, y sólo tuve que firmar el recibí. Irene es una mujer de mediana edad, recatada, discreta, de ojos inteligentes, gafas de montura fina, unos diez centímetros más alta que yo. Juntos fuimos al centro de conferencias donde tendría lugar la charla, atravesando las instalaciones provisionales que estaban montando los alumnos para el summer party del día siguiente.

La conferencia me salió muy bien, como la de Erfurt, me sentí a gusto y puse el acento sobre todo en los aspectos paisajísticos de Madrid Río, destacando la intervención del grupo West-8 de Holanda. Irene me contó que había trabajado al menos quince años en arquitectura del paisaje antes de dedicarse a la enseñanza y que los de West-8 no son tan valorados como yo creía. Al final, aplausos, muchas preguntas y largo coloquio. Irene y yo nos quedamos a recoger los bártulos y luego ella insistió en invitarme a cenar. El problema es que eran ya las 8 y yo tenía mi tren de vuelta a las 9.06. Fuimos en su coche a un restaurante cercano a la estación, con la idea de poder estirar la velada lo más posible. Me llevó a un libanés, donde la conocían los camareros. La comida estaba buenísima, toda vegetariana, y nos enrollamos a hablar y hablar de arquitectura, de paisaje y de reconstrucción de ciudades.

En un momento dado pregunté: Irene, ¿tú estás controlando el tiempo? No. No lo estaba controlando, ni yo tampoco, enfrascados en tan interesante conversación. Eran las 8.58. Irene tomó el mando de la situación. Le dijo al dueño que salíamos pitando sin pagar, que luego ella volvería a terminar de cenar. Tenía que llevarme con el coche, pero estábamos al lado. Al final, hizo una maniobra ilegal para cruzarse al otro lado de una calle y quedarse en diagonal ante la puerta de la Hauptbahnhof. Entonces me dijo: ¡Corre!, no llegas. Pero tenía que darle un beso. ¿Cómo no despedirme de una persona que me había tratado tan bien? Bajé del coche y miré el reloj. Las 9.05. Mi andén estaba en el otro extremo. Corrí a todo lo que daban mis pulmones, hasta la escalera que daba acceso a la vía 17. Subí la escalera a toda leche y emergí al andén. El tren estaba a unos 100 metros y no había nadie en el andén, más que el proverbial tipo del gorro rojo, mirando en mi dirección. Esprinté como pude y el hombre tuvo la atención de esperarme. En cuanto subí al primer vagón, tocó el pito y el tren cerró puertas.

Echando el bofe, me desparramé en un asiento súper cómodo del que luego me echaría un revisor, por ser un vagón de segunda pero exclusivo para viajeros con asiento reservado. Ya saben que yo soy fondista, no velocista. No soy muy bueno para ejercicios de tipo explosivo. Pero al final, logré mi objetivo. Por segundos, pero lo logré. Si llego a demorarme un poco más hubiera perdido el tren. Hubiera buscado el restaurante libanés para terminar yo también de cenar. Lo demás se lo tendrán ustedes que imaginar. Como dice mi amigo Diego, de Tijuana: el hubiera no existe. 

2 comentarios:

  1. Frenética actividad la suya en estos días, pardiez. Me pregunto cómo es posible que el Consejo de la Ciudad de Weimar decidiera suprimir la subvención a la Bauhaus. Qué poca visión histórica.

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    1. Parece que el anterior Consejo era de izquierdas, y el nuevo fuertemente reaccionario y arcaico. A lo mejor, profesaban el liberal-esperancismo de la época. Y seguramente pensaban que los de la Bauhaus estaban todo el día de juerga, lo cual era en cierta forma cierto, aunque también trabajaban como mulas. La creatividad libre es algo alegre y divertido y, a la vez, agotador.

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