jueves, 2 de julio de 2015

398. TR#5. El lector manda

Se queja una amiga de que tengo el blog un poco abandonado en este viaje. Tiene razón, pero es que hasta hoy no he dispuesto de tiempo para escribir textos. Ayer di mi última conferencia, todo ha ido razonablemente bien, como les contaré, y ahora tengo un par de días de asueto hasta el sábado en que vuelo desde Berlín. Por cierto, el hecho de que junio se haya cerrado finalmente con 12 posts como todos los meses de este año, es casual; les juro que esta vez no ha sido adrede. Mis lectores buscan distintos tipos de información. Algunos quieren encontrar aquí reflexiones profundas o, al menos, divertidas sobre temas de actualidad. Otros usan mi blog de guía turística, centrados en los datos e informaciones geográficas, por si un día se aventuran a venir por estas tierras. Y luego están los que disfrutan con los detalles del tipo: “me picaba un pie, me puse crema y mejoró”, o bien: “me comí un curry buenísimo”. Bien, hoy intentaré contentar a todos. Ya saben: los artistas, como Pantoja y yo, nos debemos a nuestro público, arsa.

Vamos al revés. Primero las minucias. El miércoles 24 me había acostado sin cenar, salvo el referido bretzel relleno, con ein kleines Biere (espero haberlo escrito bien esta vez). Michael me dejó al lado de mi hotel cerca de las 12 y ya no encontré nada abierto. Así que el jueves 25 me levanté con un hambre canina, me duché y bajé corriendo a una panadería artesanal en la que los días anteriores había visto algo similar a lo que los asturianos llaman bollus preñaus. Me zampé uno de esos con un café y terminé inflado y agotado: era una barbaridad dietética, con un pan de centeno integral súper espeso, relleno de jamón empastado generosamente con queso fundido y coronado con un pegotón de nata fresca espolvoreada con ciboulette cortadito. Que sí, que ya sé que en castellano hay una palabra equivalente (cebollino); no lo pongo en francés por presumir de snob o diletante políglota, es que para mí un cebollino es un tío muy tonto.

Bueno, pues tras ese desayuno desmesurado, intenté caminar un rato pero estaba cansado y todavía un poco flojo con mi catarro. Así que me subí al hotel a escribir un texto que di en llamar “Houston, tenemos un problema”. Tras terminarlo, bajé otra vez a callejear por ahí. Todavía tenía el bollu preñau casi en la garganta, así que opté por acercarme a un puesto de curry wurst que hay en el arranque de la Peterstrasse. Me comí tan magro almuerzo en un banco del parquecito vecino y luego me obsequié con una cerveza en una terraza junto a la iglesia de Santo Tomás. Aquí dicen Saint-Thomaskirche, pero eso de kirche se pronuncia algo así como kirgiaa. Por cierto, aquí para saludar has de decir halloo. Si la cosa es más protocolaria, puedes usar el guten morgen (guten abend, en la tarde-noche, y guten nacht para irse a dormir, con la ch pronunciada como jota). En un nivel intermedio, puedes decir solamente moogen, por la mañana, y shoen-abend (bonita noche) por la tarde. Y para despedirse, se dice algo así como shiuus. Todo el mundo utiliza esta especie de estornudo, versión teutona del chao, que se escribe, como siempre, con sobredosis de consonantes: tschüss.

Esa tarde la pasé callejeando por la ciudad, aprovechando que la temperatura había subido un poco y haciendo tiempo hasta que Lucas saliera de la Uni. A última hora, quedamos para ir a un H&M a comprar ambos algo de ropa, en mi caso calcetines más gordos para no agravar el catarro. A las 11, nos acercamos a la Goethestrasse, donde está la parada de los autobuses interurbanos Meinferbus. Mi hijo menor Kike llegaba de Berlín a esa hora y aún tuvimos tiempo de tomar juntos una cerveza. A partir de aquí vinieron una serie de días empleados en diversas actividades con mis hijos, que pueden resumirse rápido. El viernes, Kike se despertó tarde en medio del caos (su hermano se había ido a la Uni) y me llamó para comer juntos. Nos tomamos unas ensaladas en la Barfussgässchenstrasse, una calleja que sale de la Marktplatz, tan llena de terrazas de restaurantes, que apenas queda espacio libre en el centro para que se crucen dos peatones. Por la tarde, acudimos los tres a merendar-cenar a casa de Michael, en la zona de la Karl-Liebnknechtstrasse. Ya les cuento del festejo en otro lugar. Era bien entrada la noche cuando terminamos: yo me fui al hotel y mis hijos se fueron de parranda con la peña de nepalíes y andaluces hasta la madrugada, como habría hecho yo también si tuviera su edad.

El sábado, esperé a que mis hijos amanecieran y luego comimos en el Ramen, un restaurante japonés-coreano que nos había recomendado Michael, en donde nos tomamos cada uno un onigiri y un plato de ramen, exquisitos fideos orientales. Tras echarnos una siesta en el meadow de un parque cercano (la mejora del tiempo era ya imparable), nos fuimos a casa de Lucas para unos asuntos. Michael me había dado un formulario a rellenar, que le había enviado Doris Gstach por mail desde Erfurt, para que me puedan pagar la clase dada. El problema es que estaba íntegramente en alemán, por lo que necesitábamos ayuda de alguno de los compañeros alemanes del piso de Lucas. Hube de buscar en Internet el IBAN y el SWITCH de mi cuenta y aprovechamos para comprar el billete de bus de Kike a Berlín para el día siguiente. Luego, yo me acerqué a casa de Michael a llevarle los papeles rellenos y firmados y estuve con él un buen rato. Por la noche, me reuní con mis hijos y fuimos a comernos unas hamburguesas al lugar adonde me habían llevado en mi primera noche en Leipzig, ese donde pasé un frío terrible. Esta vez se estaba muy a gusto.

Dejaré el domingo para el post siguiente, porque ya va siendo hora de hablar de Leipzig y subir algunas fotos. Leipzig tiene algo más de medio millón de habitantes y es una ciudad acogedora, culta, con una potente universidad que abarca todas las ramas, una nutrida actividad cultural y de ocio, y una continua movida festiva por la calle, en donde menudean las performances y los músicos callejeros. La gente es tranquila, alegre, callejera y amable. Están muy orgullosos de ser el lugar en donde se inició la revolución que acabó con la caída del muro de Berlín. No hay muchos turistas, porque es un destino fuera de los circuitos de los tour-operators, pero es un lugar muy agradable para vivir, tal vez no tanto en el más crudo invierno, aunque Michael dice que no es para tanto. Lucas está plenamente integrado y feliz aquí; es increíble lo bien que se maneja en alemán, después de apenas tres meses en Leipzig.





Mis días en Leipzig comenzaban invariablemente con un desayuno en el café Riquet, cuyas fotos ven arriba. Allí dan un buen milchkaffee (pronúnciese tal como se escribe) y unos croissants extraordinarios, de elaboración propia. Es un lugar, más que parisino, vienés, algo que subraya una música de fondo que combina las alegres melodías del charlestón de los años 20 con los brillantes valses de Srauss. La vida de la ciudad gira en torno a la Marktplatz, la plaza del mercado, situada frente al Altes Rathaus o viejo Ayuntamiento. Allí, al menos tres veces por semana, se organizan mercadillos y saraos con orquestillas. El edificio del Ayuntamiento, que ven abajo, tiene su torre no centrada, sino situada de acuerdo con la proporción áurea. De allí salen la Peterstrasse, donde están la mayoría de los grandes centros comerciales, y la Grimmaischestrasse, que termina en la Augustusplatz, principal centro de reunión ciudadana en la periferia del centro histórico.


En la Augustusplatz están los modernos edificios centrales de la nueva Universidad, construida después de la reunificación alemana. Es la nueva cara de esta prestigiosa institución en la que estudiaron, entre otros, Goethe, Nietzsche, Leibnitz y hasta Marx y Engels. Casi nada. La fachada principal, rinde homenaje a la antigua iglesia de St Pauluskirche, donde solía Bach tocar el órgano. Esta iglesia fue dinamitada por los soviéticos, con gran disgusto de la población local (la verdad: qué ganas de tocarle los órganos al personal). Al menos dejaron que se salvara el órgano de Bach, que fue trasladado a la St-Thomaskirche, donde puede visitarse. Vean abajo lo que les digo. Aunque lo parezca no es una iglesia; es la Universidad.



Por el contrario, siguiendo la Peterstrasse, se llega a la Wilhelm-Leuschnerplatz. Desde allí, arranca hacia el exterior la Karl-Liebknechtstrasse de la que les he hablado en posts anteriores, en donde se concentran los bares y restaurantes. No he tenido tiempo de ver el barrio alternativo de Südvorstadt situado mucho más lejos. Dice Lucas que es un lugar lleno de okupas, antisistemas, puestos callejeros de comida, artesanos que venden sus productos en los mercadillos, gente alternativa llena de piercings y tatuajes. Michael me ha contado que antes de la guerra vivían en Leipzig 800.000 personas y que ahora acaban de alcanzar las 500.000. Eso explica que haya todavía muchos solares, lo que ayuda a que la vivienda sea barata. Lucas paga unos 170 euros por su habitación. Le paga directamente al dueño, que ha establecido los alquileres en función del tamaño de cada cuarto. Aquí un par de edificios decorados por un artista local reconocido.



Alemania es un lugar donde la gente cumple las normas de manera natural. Lo hacen porque les tranquiliza. Nadie cruza los semáforos en rojo, aunque no venga ningún coche: esperan a que se ponga verde. Bien es cierto que, cuando una norma o ley resulta absurda, excesiva o injusta, trabajan para cambiarla. Y hay cosas sorprendentes. Por ejemplo, se fuma libremente en todas partes. Los fumadores no necesitan salir a la calle como apestados para echarse un cigarrito. Hay una ley parecida a la española, impuesta por las paranoias yanquis, pero en la práctica no se aplica. Otra: la velocidad en las autopistas no está limitada. Suelen tener tres carriles. Yo he ido en autobús por el carril del centro, porque a la derecha iba un lento, y he notado como nos adelantaban coches a 200 por hora. Es como si pasaran cohetes.

Muy bien: una vez contadas las minucias de mi viaje y algunas consideraciones sobre Alemania y sus ciudades, me queda margen para una pequeña reflexión. La situación griega está a punto de estallar. Y digo yo: ¿por qué se han puesto como se han puesto los negociadores europeos? ¿Tiene algo de “intrínsecamente malo” la idea de preguntar al pueblo si seguimos por la senda que nos están marcando o nos salimos a un lado? ¿No era eso lo que todos achacaban no haber hecho al señor Zapatero? En mayo de 2010, Europa le puso a este denostado señor una pistola en la cabeza: o aprobaba una serie de medidas antisociales y contrarias al programa con el que había llegado a presidente o nos íbamos a la mierda. Zapatero tragó y todo el mundo dijo entonces: se ha suicidado políticamente; tenía que haberse negado o, al menos, consultar al pueblo si adoptaba esas medidas o no. Cierto que tampoco le dieron mucho tiempo para pensar qué hacer. Era esa noche o nunca.

Pues eso es lo que ha planteado el señor Tsipras, don Alexis. Preguntemos al pueblo. Que tragan con el sí, pues entonces yo me hago a un lado. Que gana el no, pues entonces Europa será consciente de que su problema no es con un político izquierdista radical, sino con todo el pueblo de un país integrado en su unión monetaria. La reacción europea, cabreada, destemplada, inflexible, próxima a la pataleta, es (además de poco elegante o estética) reveladora de su poca capacidad negociadora, de su talante y de su sumisión a los grandes poderes económicos. Así que, por mi parte: tres hurras por los griegos. Lo que decidan, bien estará. Como suele decirse: aguante Alexis. En apoyo a este pueblo milenario y sabio, les dejo un vídeo homenaje que revela la capacidad de la gente de ocupar pacíficamente el espacio público. La cinta está rodada en 2012, en el barrio griego de Toronto, pero podría valer para cualquier calle de la Grecia actual. Póngansela en pantalla grande. Y no se pierdan la actuación final del SELUR canadiense, para que nadie tenga que pagar los platos rotos. Sean buenos que ya vuelvo. Tschüss.



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