jueves, 21 de noviembre de 2013

204. De vuelta en París

Amanezco el 17 en Ámsterdam y, como el día anterior, desayuno abundantemente en el buffet. Luego hago las maletas y las dejo en el almacén del hotel. A continuación atravieso de nuevo la ciudad dormida, para llegar a primera hora al Museo Van Gogh. Estoy prácticamente solo, en el silencio de las salas. He visto este museo varias veces pero me gusta repetirlo. Van Gogh es uno de mis pintores favoritos, junto con Modigliani y Hopper. Su trabajo incansable se concentró en sólo diez años, los transcurridos desde que decidió ser pintor, hasta su muerte, completamente loco. La exposición que muestra hoy el museo es diferente a la que ya he visto otras veces, se centra en su aprendizaje y va mostrando sus progresos, de forma muy didáctica. A cambio, no incluye algunas de las obras maestras que atesora este museo.

Salgo a las 11.30, después de haber comprado los últimos regalos para la gente a la que quiero llevar un detalle. El museo está ahora lleno, con importante presencia de japoneses, seducidos por la conexión de Van Gogh con el arte de su tierra. En la puerta hay colas como para esperar más de una hora, y sucede lo mismo en el Rijks. Decido regresar por una ruta alternativa, para echarle un ojo a la Westerkerk y a la casa de Anna Frank. La primera está cerrada y la segunda tiene una cola doble que las de los museos. Ante ello entro en un café al lado, que ofrece the best croissants in A’dam. Aquí también gustan de las abreviaturas. El croissant no tiene nada que ver con los de París, así que les he pedido que me lo pongan a la plancha. Total ya no voy a comer nada hasta la cena. El café tiene WiFi libre. Pido la clave (customer) y me entero de que el Deportivo va ganando 2-0 al Mallorca.

Regreso hacia la zona del Dam y me encuentro una animación inusitada. Hoy es la cabalgata que cada año celebra la llegada de San Nicolás, repartiendo juguetes y regalos a todos los niños. Aquí se celebra el 17 de noviembre, son previsores. Luego he leído en algún periódico que hubo incidentes por la protesta de los que consideran racista que los pajes de San Nicolás sean negros. Pero yo no vi nada. Sólo vi una cabalgata larga, un poco pueblerina, con tractores apenas disimulados bajo cuatro guirnaldas, con cientos de pajes con la cara pintada de negro lanzando caramelos a puñados, y una masa nutrida de niños y padres alrededor, pasándolo pipa. Mi problema era que ambos lados de la caravana estaban protegidos con vallas de la policía, y yo no podía cruzar el Dam para llegar al hotel y recoger mis maletas.

Seguí el desfile por fuera y llegué al puerto. Ahora tenía la estación de tren a mis espaldas, y el Koopermoolen Hotel al otro lado de la procesión. Esperé un poco más, conseguí un lugar de primera fila en medio de la masa y vi pasar la carroza del propio San Nicolás, un tipo con barba blanca postiza, muerto de risa sobre una montaña de purpurina. Aquello era interminable y el tiempo se me echaba encima. En un momento dado, lo vi claro: o actuaba o perdía el tren. Llamé a uno de los encargados del orden que pululaban entre las carrozas arriba y abajo, y le pregunté cómo podía pasar al otro lado. Me dijo que debía esperar a que terminara el desfile, unos 15 minutos. Cuando se alejó, intenté destrabar dos vallas entre sí, para abrir un paso, pero no podía. Le expliqué a un chaval que seguía la procesión a mi lado lo que me pasaba y mi imperiosa necesidad de cruzar al otro lado ya. Lo entendió y me ayudó. Entre los dos hicimos fuerza y levantamos una valla. Pasé al centro, la colocamos otra vez y le di las gracias.

Crucé por un hueco entre dos carrozas. Los de la organización pasaban de mí. El problema estaba al otro lado. Llegué frente a una abuela que miraba la procesión y que, al verme llegar, lo que hizo fue subir a su nieto a la valla, para que viera mejor. Le expliqué mi problema y le pedí que bajara al niño para que yo pudiera destrabar la valla. En actitud borde me dijo que lo que yo le contaba no era su asunto y que hiciera el favor de quitarme de en medio, que ella llevaba toda la mañana guardando aquel buen sitio para que su nieto viera la cabalgata, y no a un pasmarote vestido de negro y plantado en medio. Era una matrona de brazos potentes, gesto inquebrantable, pelo rizado y bigote amenazador. No me quedaba otra que marcharme. Seguí hacia la cola del desfile, hasta que vi un hueco entre los  espectadores. Allí lo que hice fue subirme al travesaño inferior de la valla y pasar una pierna y luego la otra por encima. Llegué al hotel, reorganicé mis maletas, consulté un instante Internet (el Depor había ganado 3-1) y salí ya con el equipaje.

El desfile terminaba y venía un coche escoba recogiendo todas las vallas. Llegué a la estación sin novedad y me subí a un tren Thalis con destino París, mucho menos lleno que los anteriores que había cogido. Aproximadamente a las 6 de la tarde me bajé en la Gare du Nord y busqué el Metro para llegar a casa de Phiippe. Cuando me hube instalado y saludado a la familia de mi anfitrión, bajamos él y yo a tomar un café con su hijo Fabrice que se volvía al destino que tiene en su nuevo trabajo, junto a la frontera belga. Hacía unos diez años que no veía a Fabrice, desde que entregamos el proyecto LASDO en Colombo, Sri Lanka. Ahora ya no es un joven delgado y tímido, sino un hombre maduro y seguro de sí mismo. Inevitablemente acabamos hablando de los belgas y lo bolos que son. Se sorprendió de saber que los holandeses también hacen chistes de belgas, y me dio algunos datos al respecto, que ya les contaré otro día.

Cuando se fue, Philippe me llevó a un restaurante indio de la rue du Faubourg de Saint Denis, ese territorio en disputa entre los indios, marroquíes y africanos que pululan en torno al antiguo mercado, y la nueva clase social de los bobos (bourgueois bohèmes) de la que les hablé el año pasado. Esta especie de pijos gauchistes han decidido que es muy cool venir a vivir a esta zona marginal y van ganando terreno en el barrio. Entre ellos hay una versión aun más sofisticada: los bling-bling, los bobos informatizados, provistos de los últimos modelos de smartphones y tablets y todo el rato dándote la paliza con sus prestaciones. En la calle se intercalan ya los comercios y bares de ambas clases en lucha por el espacio urbano

El lunes 18, me levanté tarde y bajé a tomar un café-crème con un croissant de los de verdad al café de la esquina Reaumur-St. Denis. El periódico hablaba de lo difícil que lo tenía la selección francesa para pasar la repesca, la visita de Hollande a Palestina y otras naderías. Di un breve paseo y encontré el barrio tapizado de carteles que anunciaban el concierto de Noa, esa misma noche, en el Teatre St. Martin, allí al lado. Noa es una cantante israelita que me gustaba mucho antes, pero hacía tiempo que no sabía de ella. Pensé en acercarme a la taquilla por la tarde. Subí a mi cuarto y rematé un post que tenía empezado. A la una salimos Philippe y yo a nuestra cita con el resto del equipo del proyecto LASDO. Decidimos ir caminando, en dirección a la Bastilla, porque la cita era en un restaurante de la rue Henry IV, al lado de donde ellos trabajan, y donde Philippe tuvo su oficina durante años.

Como les dije, le había escrito a Chantal, para ver si podíamos vernos. Desde que acabamos nuestra colaboración sólo he seguido en contacto con Philippe. Diez años más tarde Chantal está muy guapa y desprende serenidad. Antes no tenía pareja y ahora sí la tiene. Todos han avanzado en este sentido. Bárbara tiene una preciosa hija de dos años y medio. Y por cierto que había leído mi novela La Human Race y estaba encantada. Se la había pasado Philippe. Yo desconocía que leía en español con soltura y por eso no se la había mandado. En cuanto a Alain el quebecois, sus hijas tienen ahora 19 y 15 años. Dedicamos parte de la comida a enseñarnos fotos de los hijos, y ellos informaron a Philippe de novedades en el trabajo y pequeñas noticias de compañeros que no conozco.

Por lo demás, las risas de siempre. Nos ofrecieron el menú del día y, entre los segundos, había tête de veau. Yo dije que no sabía si tomar tête de veau y Bárbara puso una cara de asco tremenda. Entonces dije que no, pero Chantal protestó: por qué no; ella iba a tomar tête de veau que estaba buenísima. Bárbara parecía a punto de vomitar. Entonces terció Philippe con su humor normando: “no te preocupes, Emilio, los sesos no te los tienes que comer, y los cuernos son sólo de adorno”. Alain se sumó a la coña: “también te ponen el ojo, pero puedes hacer como que no te mira”. Finalmente decidí que, si Chantal pedía tête de veau, yo también. Estupenda decisión: la tête de veau no era otra cosa que carrillada, y estaba exquisita.

Después convencieron a Philippe de que les acompañara a la oficina y pasamos media tarde saludando a los compañeros, algunos de los cuales me recordaban. Durante tres años vine muchas veces a estas oficinas. Después, Philippe y yo volvimos a caminar al relente del atardecer parisiense. El día había sido soleado, pero la temperatura era baja. Nos acercamos a la taquilla del Teatre Saint Martin y preguntamos el precio de las entradas del concierto de Noa. Había de 30, 35 y 40 euros. Philippe me animó: era un buen concierto y el precio no era excesivo. Le conté a la taquillera que no veo bien de lejos y que pagaría los 40 euros de la butaca de patio si me daba una buena localidad. Había una en el centro de la fila 4.

Ya saben que soy de la teoría de que las ocasiones que te salen al paso hay que aprovecharlas porque, si no, se pierden para siempre. Compré mi entrada. Philippe tenía esa noche obligaciones familiares y no me acompañaba. Mañana les cuento el concierto de Noa y el final del viaje. Les dejo con una foto del Sri Lanka Team. Como Philippe no sale muy bien, medio escondido en el lado derecho, les pongo debajo la foto que le tomé al día siguiente. Que duerman bien.



2 comentarios:

  1. Si es la misma Noa a la que yo sigo y admiro, sepa que se escribe sin hache final. Un saludo.

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