miércoles, 20 de noviembre de 2013

203. Ámsterdam II. Performances

Nos quedamos ayer a las puertas del teatro Stadsschouwburg. Tengo que completar mis informaciones previas sobre la obra de la señora Liddell. Según los papeles que me dieron al entrar, Angélica Liddell descubrió en Sanghai un fenómeno que le fascinó, cuando estaba escribiendo esta obra. En las esquinas de la nueva metrópoli china, hay parejas de bailarines de vals y danza clásica, perfectamente vestidos de etiqueta, que danzan en la acera al son de una música enlatada, a cambio de las monedas que les echen en la gorra. Igual que aquí tocan el saxo o el acordeón, allí interpretan los valses de Strauss. Me callaré mis reflexiones sobre lo que esto nos muestra de la nueva realidad china, donde gente culta como ésta ha de sobrevivir de tal manera. El caso es que Liddell organizó un casting en Shanghai, seleccionó a los dos mejores y los incorporó a su compañía, para que se sumaran a la obra en preparación, en donde podrían bailar al son de una pequeña orquesta de cámara.

¿Qué decir de Todo el cielo sobre la Tierra? Bueno, ya saben que yo aquí digo lo que me da la gana y me la suda que me consideren un antiguo, demodé, carca y casposo. Les juro que abordé el espectáculo con la mejor de mis predisposiciones, que me senté dispuesto a disfrutar de una maravilla única. Pero mi sensación global fue de decepción. Angélica Liddell es una monologuista excepcional, capaz de gritar, aullar, llorar, vomitar, arrancarse la ropa a estirones y otros excesos en escena, que dejan helado al respetable. Tiene un registro de voces que le hubiera permitido doblar a la niña de El exorcista sin apuros. Y justo es eso lo que vende. El público va a presenciar cómo esta mujer menuda se vacía en escena hasta quedar exhausta, en lo que ella misma llama pornografía del alma. Pero un cosa es ella y otra el espectáculo, que tiene una duración de dos horas y media.

La obra tiene tres partes muy diferenciadas, pegadas entre sí con Kolinón del más barato. La primera dura unos quince minutos y nos muestra a Liddell sola, vagando por un paisaje desolado. En ese rato repite innumerables veces una sola frase: ¿Dónde está Wendy? La susurra, la grita, la aúlla y la vocifera de muchas formas (lleva un micrófono adosado a la boca, que amplifica los mínimos suspiros). En el centro hay un montón de tierra que representa, suponemos, la isla de Utoya. Liddell se lanza sobre ella y simula masturbarse contra el suelo, logrando un orgasmo que duele sólo de oírlo. Uno se queda agotado después de estos quince minutos, que responden a las expectativas y, a la vez, parecen ser el preludio de algo grande.

La segunda parte, sin transición, presenta a todos los demás actores, mientras Liddell permanece en escena en un discreto segundo plano. Aquí aparecen noruegos, algunos chinos y otros sudamericanos. Son todos bastante malos. Entre los hispanohablantes hay por lo menos un mexicano que no muestra una gran convicción en lo que hace, y menos cuando le dan la réplica en noruego. Una china bastante hierática y vestida con un traje tradicional (Liddell confecciona personalmente todo el vestuario) se larga un recitado interminable sin mover un solo músculo facial. Se pueden imaginar lo que pillé de un monólogo en mandarín con subtítulos en holandés. Todo se pretende tremendo, pero resulta un poco patético.

A continuación, y dentro de esta segunda parte, una voz en off explica en inglés lo que yo he contado en el primer párrafo de este post sobre los bailarines callejeros de Shanghai. Salen a escena los ocho músicos de la orquesta de cámara, vestidos de etiqueta, se sientan y afinan sus instrumentos. Luego sale la pareja de bailarines. Y empiezan sus danzas, anunciadas por la misma voz en off: “y ahora, el vals del amor y la tristeza”. “A continuación, el vals de la desesperación y la muerte”. No hace falta que diga que músicos y bailarines son estupendos. Pero al tercer vals, uno está hasta la gorra. Todos los actores de la función permanecen en escena, miran cómo baila la pareja y, a veces, también bailan un poco en su esquina. Es una parte larguísima, sin ninguna relación con lo demás. Uno no puede menos de pensar que, ya que han contratado a ocho músicos de clásica, y dos bailarines de Shanghai, pues hay que darles mucha cancha para justificar su inclusión. Los chinos están, por supuesto, felices, mucho mejor que en la calle. Y los músicos hacen correctamente el trabajo por el que les pagan.

Entonces, todo el mundo menos Liddell, abandona el escenario y da comienzo la tercera parte, un monólogo de la propia artista de una hora y cuarto. Es tremendo. Liddell desarrolla un texto terrorífico en el que se burla del buenismo, el optimismo y cualquier otro pensamiento positivo. Todos los humanos somos una panda de cabrones, todos llevamos en nuestro interior la maldad y la vileza y sólo aguardamos el momento oportuno para sacarla al exterior. Se mete especialmente con las mujeres a las que tacha de hipócritas, sobre todo las que alcanzan la maternidad, el horror supremo de traer al mundo más seres humanos a que sufran y se conviertan en nuevos cabrones. La sociedad les premia el esfuerzo otorgándolas lo que ella llama el “suplemento de dignidad”. Una mujer puede ser una hija de puta pero, una vez que se convierte en madre, adquiere ese suplemento de dignidad.

Los hombres, por supuesto, no salimos mejor parados. Liddell vocifera estas reflexiones, entre alaridos desgarradores, llora a gritos, se sorbe los mocos que le caen de la nariz, lanza hipos y eructos, se tira al suelo y vomita literalmente, se arranca pelos, tiene un par de supuestos ataques epilépticos, y sólo le falta tirarse pedos, lo que traspasaría el límite de lo trágico para caer en lo bufo, algo que esta señora para nada pretende. Al final, la señora acaba agotada en el suelo y el público, en vez de tirarle tomates y huevos en respuesta a sus insultos, le aplaude embelesada. ¡Qué buena es! –piensan–, nos ha puesto verdes, se ha ciscado en todos los valores que sustentan nuestro mundo y en los que creemos firmemente, pero qué bien que lo ha hecho. Este es el absurdo del teatro actual. Liddell saluda sudorosa, sonriendo por primera vez, arropada por sus compañeros los actores malísimos, los chinos exultantes de felicidad y los músicos circunspectos y serios. 

Me encaminé a mi hotel, otra vez atravesando las hordas de juerguistas de todas las edades y condiciones, feliz de regresar a la vida real y con la sensación de que me habían estafado con la parte central de la obra que había visto. Por 13 euros no me puedo quejar. Creo que Liddell es una monologuista muy buena, que podría limitar su teatro a eso y que lo demás le sobra. Esta es mi opinión y ténganla en cuenta porque la compañía viene ya a París, donde repetirá su éxito arrollador y seguramente pasará en algún momento por Madrid, precedida de una campaña tendente a convencerles que nos serán ustedes lo suficientemente modernos si se pierden esta maravilla.

La noche antes de salir de viaje asistí en Madrid a la función Los hijos de Kennedy. No he hablado de ella, porque mi sensación fue parecida. En este caso, cinco actores excelentes (soberbia Maribel Verdú) permanecen todo el tiempo en escena, pero no hablan entre ellos. Sólo con el público. Una luz cenital ilumina al que habla, los otros se mantienen estáticos en la penumbra. Es una sucesión de monólogos alternados. Los textos son muy buenos, pero resulta cansado y nada divertido. Supongo que esta es una línea del teatro actual, que subraya la incomunicación entre los mundos y las personas. Pero para mí es algo un poco coñazo. Debo de ser un antiguo.

Dormí bien, sin embargo, después de mi jornada en Ámsterdam. Al otro día debía madrugar para estar a las 9 a la puerta del Museo Van Gogh y aprovechar la última mañana en la ciudad de mis sueños. A mediodía tomaría el tren a París desde donde estoy escribiendo. El Internet de casa de Philippe no va muy bien con mi ordenador y por eso me he vuelto a retrasar en el recuento de mis aventuras. Espero que no les importe demasiado. 
   

3 comentarios:

  1. Angélica Liddell inauguró el Festival de Teatro de Madrid (temporada 2013-2014) con la obra de la que Vd. habla. Eso creo que fue en octubre en los Teatros del Canal.

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  2. Y los críticos no escatimaron elogios, pero ya lo dijo Marcial: "El crítico es un cojo que enseña a correr"...

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    1. Desconocía el dato. No sigo mucho las novedades del teatro de vanguardia, pero no pienses que soy un lego del tema. Recuerdo pocas sensaciones tan intensas como las vividas en representaciones de la compañía de Lindsay Kemp en los ochenta. Uno salía alucinado. Pero la señorita Liddell me parece, como digo una excelente monologuista, que no es poco. Lo que ha decidido intercalar entre sus dos monólogos, es un pegote, que fastidia el clima de la obra y no viene especialmente a cuento. Es mi valoración.

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