miércoles, 28 de agosto de 2013

168. La revuelta árabe I. La chispa que prendió el polvorín

De regreso a la realidad, me encuentro que la situación de los países árabes al otro lado del Mediterráneo es todavía más explosiva que antes del verano, con Siria y Egipto como puntos candentes de un problema del que no se ve solución a corto plazo. Esto no ha hecho más que empezar y tiene pinta de ir dramáticamente a peor. Se ha hablado muy poco en este Blog de este tremendo asunto que tenemos aquí al lado. ¿Recuerdan cómo empezó todo? Se lo voy a contar, a mi manera, como de costumbre.

En las Navidades de 2010, mi hermano mayor y su mujer sorprendieron al resto de la familia largándose a pasar la Nochevieja fuera de España en un viaje organizado, algo que desde hace años sueño con hacer, para evitarme el coñazo navideño del que ya despotriqué a conciencia en diversos posts a lo largo del pasado mes de diciembre. ¿Quieren saber a dónde se fueron? Se lo digo: a Túnez. Hace dos años y medio, viajar a Túnez era algo tan inocuo como ir a Escocia, circunstancia que quizá ya no se vuelva a dar nunca. En aquel tiempo, Túnez estaba en la oferta de las principales agencias de viajes, que incluían una visita al desierto, unos días en la turística isla de Yerba, y el correspondiente cotillón de fin de año. Mis hermanos regresaron en un vuelo directo Túnez-Madrid el 3 de enero de 2011, sin imaginar la que estaba a punto de liarse en el precioso país que acababan de visitar. 

Un día después, el 4 de enero, moría en el hospital de la ciudad costera de Sfax el joven Mohamed Bouazizi, de 26 años, hecho que desencadenaba la llamada “Revolución de los Jazmines” que empezó ese mismo día y se extendió a diversos países vecinos con tintes mucho más violentos (Egipto, Libia, Argelia, Siria, Bahrein, Yemen y otros lugares). Mohamed era un pacífico vendedor de fruta que tenía un puesto callejero en Sidi Bouzid, olvidada ciudad del interior tunecino. Cada noche compraba la fruta en el mercado, para instalar su tenderete por la mañana y sacar algún dinero con que dar de comer a su madre y seis hermanos. La corrupta policía local, lo tenía entre ceja y ceja porque se negaba a pagar la mordida correspondiente. Algunos días venían y le confiscaban la fruta o se la tiraban por el suelo.

El 17 de diciembre anterior, la policía había dado un paso más en su acoso, al presentarse con una funcionaria municipal, de nombre Feida, con intención de cerrarle el chiringuito, que tampoco tenía licencia de actividad. Una vez más le tiraron la fruta al suelo, pero en esta ocasión sucedió algo mucho más humillante para un varón musulmán. En los tiras y aflojas, Mohamed se encaró con la funcionaria, que respondió dándole una bofetada en la cara, delante de la gente. Mohamed, que en ocasiones anteriores se había limitado a recoger la fruta del suelo y seguir su venta, esta vez se fue indignado al Ayuntamiento y montó un escándalo. Los compañeros de Feida lo echaron a la calle, en donde estuvo gritando en vano durante mucho rato. Entonces se acercó a una gasolinera próxima, compró un bidón de gasolina, regresó a la puerta del Ayuntamiento, se lo echó por la cabeza y encendió una cerilla.

La gente consiguió salvarle la vida echándole mantas y agua, pero estaba tan abrasado que en el hospital local decidieron su traslado al mejor equipado de Sfax, más de 100 kilómetros al Este. La noticia se supo en todo el país por el boca a boca y, durante las Navidades, en todas las ciudades grandes hubo protestas incipientes, rápidamente reprimidas, que el régimen del vetusto dictador Ben Alí consideró como algaradas de cuatro desarrapados. El propio presidente acudió al hospital a visitar al desgraciado joven, cuya figura tenía el apoyo y simpatía de todos los tunecinos. 

Cuando se conoció la muerte de Bouazizi, el país entero se lanzó a la calle y se armó la revolución que todos conocimos. El presidente Ben Alí duró en su puesto exactamente diez días: el 14 de enero salió por piernas, en un vuelo con destino a Arabia Saudí. Pero la llama había prendido ya en otros países. En Egipto, los disturbios empezaron el 25 de enero. Y Mubarack dimitió el 11 de febrero, aunque no quiso irse del país. En Argelia, Bahrein y otros lugares, la revuelta fue reprimida y controlada. En Marruecos, Jordania y las monarquías del Golfo Pérsico, apenas llegó a brotar. Pero, tanto en Libia como en Siria la situación degeneró en sendas y cruentas guerras civiles, la segunda de ellas aun sin cerrar y de triste actualidad, más de dos años después.

Para que un suceso como este, un hecho aislado en suma, genere tan formidable movimiento geopolítico, tiene que haber otras causas. Tiene que haber un vaso lleno hasta los bordes, para que una sola gota lo haga desbordarse. Un vaso de humillación, malestar, abusos continuados, corrupción, satrapía, polarización social y descontento vital insoportable. Los países árabes llevan mucho tiempo incubando esa desazón. Hace poco ha circulado por Internet un correo con fotos comparativas de las Universidades árabes, en los años cincuenta y ahora. En las primeras, los estudiantes, de ambos sexos, no son muy diferentes de los de cualquier centro universitario occidental de la época. En las actuales, la diferencia es evidente: por todas partes hay mujeres con la cabeza cubierta con pañuelos. Un detalle, pero significativo.

El universo musulmán perdió el tren del progreso en esos años. No hablo de progreso económico, sino social. Mientras occidente dejaba atrás la religión y se volvía laico, en el mundo musulmán, los oulemas acrecentaban su influencia sobre el pueblo. Su mensaje llegaba a la gente sencilla, especialmente en el medio rural. Tenían que estar contentos, les decían, porque ellos eran los que estaban en lo cierto, y su Dios era el verdadero y no el de ese occidente corrupto y malvado, que no tardaría en caer. El ciudadano de occidente no es feliz, les decían, porque se pasa la vida corriendo para ganar más y más dinero. Nosotros vivimos mejor, de forma sencilla, de acuerdo con nuestras tradiciones.

Entre el pueblo llano de estos países, la religión es algo que se lleva con naturalidad. La gente cumple de buen gusto los mandatos que les imponen, el ayuno del Ramadán, la peregrinación a La Meca una vez en la vida, la oración varias veces al día poniendo la frente en el suelo. Para ellos es algo tan cotidiano como tomarse un té. Y esa es su tradición secular que nadie tiene por qué forzarles a abandonar. La influencia de personajes como el Sha de Persia, con su vida de lujo, escandalizan a las buenas gentes y preparan el terreno al fundamentalismo.

Y, mientras tanto, las élites políticas se asientan en el poder, se apoderan de los recursos económicos y no reparten las ganancias que obtienen, por ejemplo, del petróleo. En lugares como Arabia Saudí, los Emiratos o Kuwait, esos beneficios son tan grandes que todo el mundo vive bien, e incluso los trabajos más duros se dejan para los emigrantes asiáticos. Pero en el norte de África y Oriente Medio hay mucha gente que no saldrá nunca de la pobreza. Y ahora tienen Internet y parabólicas con las que devoran la información de los canales occidentales y ven sus películas. Y comprueban que en el otro lado del mundo se vive mejor. Que los occidentales no tienen cuernos y rabo. Que en el mundo desarrollado se abren paso ideales de integración social, de cuidado del medio ambiente, de cultura y mejora de la calidad de vida. Que les han estafado, en suma.

También observan que en esos países hay una clase media culta, que vive aceptablemente. Mientras que, en su tierra, la gente que podría desempeñar papeles similares, emigra porque ya no aguanta más. Y, en vacaciones, vuelven con sus coches cargados con regalos para toda la familia. Y les cuentan la verdad. Que en sus países de acogida hay racismo, hay intolerancia, pero con eso y todo, se puede vivir mejor que en el depauperado desierto, las condiciones laborales son mejores y nadie les obliga a abjurar de su fe religiosa.

Y las buenas gentes de estos lugares, que no son extremistas, ni son de Al Qaeda, sino que su único anhelo es vivir mejor y poder dar a sus hijos una educación adecuada y dejarles un mundo más amable, ven que su situación no mejora, que no se libran de sus tiranos domésticos que, encima, les mandan a la policía a que les machaquen impunemente, porque tampoco hay tribunales justos en los que se puedan denunciar esos abusos. Y eso, un día y otro y otro más, durante años, solivianta al más prudente. De pronto aparece un chaval que no aguanta más, que toma la tremenda decisión de Bouazizi, y la gente se identifica con él. Porque saben que ese chico es uno de ellos y se reconocen en su rabia, en su desesperación. Y entonces identifican al enemigo real y van a por él con la determinación del que está seguro de tener razón.

Dos años y medio después, Túnez está fatal, Libia arrasada, y lo peor está sucediendo en Siria y Egipto. Ya hablé de Siria en el post #71. Me queda Egipto. La cuna de Nagib Mahfuz, uno de mis escritores preferidos. El país más importante de la zona. Por extensión, por población, por PIB, por historia y cultura, por valor estratégico, por la importancia que su ejemplo puede tener en todo el entorno. La situación egipcia es compleja. No se pierdan la siguiente entrada.

2 comentarios:

  1. Lo peor de todo esto es que el fundamentalismo islámico está esperando agazapado detrás de todas estas revueltas. ¿Que pasó en Egipto? pues que los hermanos musulmanes (votados democraticamente como Hitler en su dia) ya estaban comiendo paso a paso el coco de la gente y sus libertades en favor del islam. Si te digo la verdad querido amigo, yo no encuentro la solución para estos paises. No sé que será peor, si las dictaduras militares o el fundamentalismo islámico que, desgraciadamente, suele entrar por las urnas.
    Un abrazo.

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    1. Estoy de acuerdo con todo lo que dices. Yo tampoco veo solución. Quiero creer que la mayor parte de la gente pasa de los Hermanos Musulmanes y también de los militares. Lo único que quieren es que los dejen en paz. Mi siguiente entrada será sobre Egipto. Me alegro de que vuelvas por aquí. Espero que hayas tenido un buen verano. Un abrazo.

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