Buenas noches, queridos, aquí me
tienen de nuevo al pie del cañón. En primer lugar he de disculparme con los que
encontraron que mi último post era un tostón, si bien, por los comentarios que
me entraron, parece que hubo más de uno que se lo pasó bien leyéndolo, aunque
no fueran del mundo del urbanismo. Y queda un tema sobre el que profundizar, el
de la burocracia, la personalidad de los burócratas y las viejas tradiciones
como el balduque, que ya vamos a dejar para una entrada posterior, porque ya
saben que uno de mis terrores acerca de este foro es que se convierta en
monográfico (de urbanismo, de los catalanes o de lo que sea). El valor de este
blog es la variedad y el que los lectores no saben a ciencia cierta con qué se
van a encontrar cada vez. En la variedad está el gusto, dice el clásico refrán.
Así que, para seguir en esa
línea, hoy vamos a dedicar el post al gran Thelonious Monk, uno de los pianistas
más grandes de la historia, el gran heterodoxo, con una técnica peculiar que
nadie ha sabido imitar, aunque al mismo tiempo su música influyó decisivamente
en todo el jazz posterior. Se decía que manejaba los dedos sobre el teclado
como si fueran las baquetas de un batería. Era también el gran oso ensimismado
e impenetrable, más hermético que huraño, de quien nadie sabía qué estaba
pensando, porque hablaba poco. Su actitud preludiaba la enfermedad mental que
le hizo dejar de tocar y recluirse en la mansión que su protectora la baronesa
Pannonica de Koenigswarter tenía en New Jersey, en donde, se cuenta, Monk se
vestía impecablemente cada día para simplemente dejar pasar el tiempo sin hacer
nada ni hablar con nadie.
Nadie ha valorado la importancia
de Monk en la historia de la música como Julio Cortázar y, si ya este otro
genio ha dejado escrito el mejor retrato de Monk, después de verlo en un concierto
en Ginebra, no veo motivo para intentar emularlo. Ese retrato se incluyó en el
inclasificable libro La Vuelta al Día en 80 mundos (1967), con el título La vuelta al piano de Thelonious Monk y me
van a permitir que lo transcriba íntegro (es muy cortito, como todos los textos
de ese libro). No es difícil establecer un paralelismo entre la heterodoxia y
el carácter innovador del libro de Cortázar y la forma de tocar de Monk. En
aquellos años, yo me compraba los libros de Cortázar que iban saliendo, el
primer día en que se podían adquirir en una librería, y me los leía ese mismo
día, aunque acabara agotado de madrugada. Creo que pocos autores han influido
tanto en mi vida y en mi manera de pensar y de ver el mundo. Disfruten del
relato. Cortázar describe como nadie el asombro de escuchar a Monk en directo.
La vuelta al piano de Thelonious Monk
En Ginebra de
día está la oficina de las Naciones Unidas pero de noche hay que vivir y entonces de golpe un afiche en todas partes
con noticias de Thelonious Monk y Charles Rouse, es fácil comprender la carrera
al Victoria May para fila cinco al centro, los tragos propiciatorios en el bar
de la esquina, las hormigas de la alegría, las veintiuna que son interminablemente
las diecinueve y treinta, las veinte, las veinte y cuarto, el tercer whisky,
Claude Tarnaud que propone una fondue,
su mujer y la mía que se miran consternadas pero después se comen la mayor
parte, especialmente el final que siempre es lo mejor de la fondue, el vino
blanco que agita sus patitas en las copas, el mundo a la espalda y Thelonious
semejante al cometa que exactamente dentro de cinco minutos se llevará un
pedazo de la tierra como en Hector Servadac, en todo caso un pedazo de Ginebra
con la estatua de Calvino y los cronómetros de Vacheron & Constantin.
Ahora se apagan las luces, nos miramos todavía con ese ligero temblor de despedida que nos gana siempre al empezar un concierto (cruzaremos un río, habrá otro tiempo, el óbolo está listo) y ya el contrabajo levanta su instrumento y lo sondea, brevemente la escobilla recorre el aire del timbal como un escalofrío y, desde el fondo, un oso con un birrete entre turco y solideo se encamina hacia el piano poniendo un pie delante de otro con un cuidado que hace pensar en minas abandonadas o en esos cultivos de flores de los déspotas sasánidas en que cada flor hollada era una lenta muerte del jardinero. Cuando Thelonious se sienta al piano toda la sala se sienta con él y produce un murmullo colectivo del tamaño exacto del alivio, porque el recorrido tangencial de Thelonious por el escenario tiene algo de riesgoso cabotaje fenicio con probables varamientos en las sirtes y, cuando la nave de oscura miel y barbado capitán llega a puerto, la recibe el muelle masónico del Victoria May con un suspiro como de alas apaciguadas, de tajamares cumplidos. Entonces es Pannonica, o Blue Monk, las tres sombras como espigas rodean al oso investigando las colmenas del teclado, las burdas zarpas bondadosas yendo y viniendo entre abejas desconcertadas y hexágonos de sonido, ha pasado apenas un minuto y ya estamos en la noche fuera del tiempo, la noche primitiva y delicada de Thelonious Monk.
P ero eso no se explica: A rose is a rose is a rose. Se está en
una tregua, hay intercesor, quizá en alguna esfera nos redimen. Y luego, cuando
Charles Rouse da un paso hacia el micrófono y su saxo dibuja imperiosamente las
razones por las que está ahí, Thelonious deja caer las manos, escucha un
instante, posa todavía un leve acorde con la izquierda, y el oso se levanta
hamacándose, harto de miel o buscando musgo propicio a la modorra, saliéndose
del taburete se apoya en el borde del piano marcando el ritmo con un zapato y
el birrete, los dedos van resbalando por el piano, primero al borde mismo del
teclado donde podría haber un cenicero y una cerveza pero no hay más que
Steinway & Sons, y luego inician imperceptiblemente un safari de dedos por
el borde de la caja del piano mientras el oso se hamaca cadencioso porque Rouse
y el contrabajo y el percusionista están enredados en el misterio mismo de su
trinidad y Thelonious viaja vertiginosamente sin moverse, pasando de centímetro
en centímetro rumbo a la cola del piano, a la que no se llegará, se sabe que no
llegará porque para llegar le llevaría más tiempo que a Phileas Fogg, más
trineos de vela, rápidos de miel de abeto, elefantes y trenes endurecidos por
la velocidad para salvar el abismo de un puente roto, de manera que Thelonious
viaja a su manera, apoyándose en un pie y luego en otro sin salirse del lugar,
cabeceando en el puente de su Pequod
varado en un teatro, y cada tanto moviendo los dedos para ganar un centímetro o
mil millas, quedándose otra vez quieto y como precavido, tomando la altura con
un sextante de humo y renunciando a seguir adelante y llegar al extremo de la
caja del piano, hasta que la mano abandona el borde, el oso gira paulatino y
todo podría ocurrir en ese instante en que le falta el apoyo, en que flota como
un alción sobre el ritmo donde Charles Rouse está echando las últimas
vehementes largas pinceladas de violeta y de rojo, el oso se balancea
amablemente y regresa nube a nube hacia su teclado, lo mira como por primera
vez, pasea por el aire los dedos indecisos, los deja caer y estamos salvados,
hay Thelonious capitán, hay rumbo por un rato, y el gesto de Rouse al
retroceder mientras desprende el saxo del soporte tiene algo de entrega de poderes,
de legado que devuelve al Dogo las llaves de la serenísima.
Ahora se apagan las luces, nos miramos todavía con ese ligero temblor de despedida que nos gana siempre al empezar un concierto (cruzaremos un río, habrá otro tiempo, el óbolo está listo) y ya el contrabajo levanta su instrumento y lo sondea, brevemente la escobilla recorre el aire del timbal como un escalofrío y, desde el fondo, un oso con un birrete entre turco y solideo se encamina hacia el piano poniendo un pie delante de otro con un cuidado que hace pensar en minas abandonadas o en esos cultivos de flores de los déspotas sasánidas en que cada flor hollada era una lenta muerte del jardinero. Cuando Thelonious se sienta al piano toda la sala se sienta con él y produce un murmullo colectivo del tamaño exacto del alivio, porque el recorrido tangencial de Thelonious por el escenario tiene algo de riesgoso cabotaje fenicio con probables varamientos en las sirtes y, cuando la nave de oscura miel y barbado capitán llega a puerto, la recibe el muelle masónico del Victoria May con un suspiro como de alas apaciguadas, de tajamares cumplidos. Entonces es Pannonica, o Blue Monk, las tres sombras como espigas rodean al oso investigando las colmenas del teclado, las burdas zarpas bondadosas yendo y viniendo entre abejas desconcertadas y hexágonos de sonido, ha pasado apenas un minuto y ya estamos en la noche fuera del tiempo, la noche primitiva y delicada de Thelonious Monk.
Tras leer este brillante
fragmento, no queda más remedio que escuchar una grabación del cuarteto de Monk en
esos años, para que lo vean con sus propios ojos. He encontrado esta, de la que
sólo sé que corresponde a 1965, pero desconozco dónde está grabada. Lo que sí
les puedo decir es que el saxo es ese Charles Rouse del que habla Cortázar y de
quien se dijo que fue el saxofonosta que mejor se entendió con el genio, por
delante de Coltrane y de Johnny Griffin. Larry Gales al bajo y Ben Riley a la
batería tienen también ocasión de lucirse, porque aquí se daba cancha a todos.
Véanlo y que duerman ustedes bien.
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