martes, 22 de agosto de 2017

664. Otro día muy largo

Les juro que cada vez que empiezo a escribir un nuevo post sobre mi viaje a USA, lo hago con la firme intención de contar dos días, para ir abreviando. Pero, cuando termino el relato del primero, ya me he pasado de tamaño y tengo que cortar. Ha sido este un viaje mágico para mí, en el que todo el rato pasaban cosas de interés o con un punto literario. Mi intención es reseñarlas, para que queden escritas y no caigan en el olvido. Soy consciente de que, como advirtió Voltaire, el secreto para ser un coñazo es contarlo todo, pero tengo al menos algunos lectores que me dicen que cada día se parten el culo de risa con mis andanzas, y los demás se tendrán que aguantar. Las cifras de lectores que me da la página blogger, superan ampliamente los resultados de otros meses de agosto, en los que solían desplomarse por la incidencia de las vacaciones. A lo mejor alguno le ha encontrado utilidad a mis textos para la siesta después de la paella, o para el rato bajo la sombrilla tras el chapuzón en el mar.

Así que hemos llegado al 31 de julio, lunes. Ese día me levanté pronto, hice mis maletas y bajé a desayunar donde los chinos. Les dije que ya me iba y el patriarca de la familia salió limpiándose las manos con un trapo y se sentó en una mesa al lado de la mía para acompañarme. Me contó que había venido de Hong Kong hacía una eternidad y que sus hijos, que me habían atendido todos los días, habían nacido en Canadá. Qué diferencia con los chinos que traté en Pekín, que eran unos bordes. Alguien me ha comentado estos días que los chinos de Hong Kong son diferentes, que tienen una exquisita educación británica y son muy amables. Y que pasa algo parecido con los de Taiwan. Tal vez influya también el hecho de ni unos ni otros tuvieron que sufrir la Revolución Cultural. También he sabido que la primera oleada de chinos vino a estas tierras para la construcción del ferrocarril. Y la segunda cuando China absorbió Hong Kong: algunos no se fiaban de los comunistas y decidieron probar suerte donde sus primos canadienses.

Pagué el hotel y eché a andar con mi maleta de cuatro ruedas. No me salió al paso ningún salvatrucho, alcancé sin problemas el Pacific Bulevar y caminé durante una hora por el borde de la English Bay, al fresco de la brisa matutina que subía del mar, entre corredores, ciclistas, patinadores y paseantes madrugadores. Llegué a la Pacific Station y me sumé a la cola de gente con grandes maletas, que siguió incrementándose hasta poco antes de las 9.30, hora de salida del bus. Cinco minutos antes de la hora fijada, llegó el vehículo y de él se bajó un conductor de mediana edad, optimista, sonriente y con aires de crooner. Un tipo feliz con su trabajo. Nos miró con ojos traviesos y dijo Helloooou, qué alegría, cuánta gente dispuesta a viajar. Vamos a tener un viaje excelente, el tiempo es perfecto, el vehículo está recién revisado y me tienen a su disposición para cualquier problema que les surja. Ahora vamos a guardar las maletas en el depósito inferior, para lo que les ruego que las dejen por aquí, para que mi ayudante y yo nos encarguemos de guardarlas.

El ayudante iba pasando nuestros billetes por un lector de códigos y nos franqueaba la entrada. Era un autobús muy cómodo, con mucho espacio y buenos asientos. Luego he sabido que la compañía de ferrocarriles Amtrak ofrece estos modernos autobuses como complemento de sus trenes. En paralelo, existe la clásica compañía Greyhound, toda una leyenda americana, que ofrece viajes por todo el país a precios más baratos, pero en unos autobuses mucho más cutres, sin aire acondicionado y con asientos malos. Como los antiguos de La Sepulvedana (en Galicia, Cal Pita). Ya todos montados, el conductor completó su speech dándonos datos de las paradas que íbamos a hacer, hora de llegada, temperatura en origen y destino, etc. Finalizó diciendo que el autobús lamentablemente no tenía WiFi, por lo que no nos iba a quedar más remedio que hablar con nuestro compañero de asiento y socializar un poquito.

Un placer, en mi caso, porque mi compañera era una mexicana muy joven y bastante mona. Se llamaba Carla y me contó que era de Puebla, pero vivía en Guadalajara, donde había estudiado Químicas. Era la primera vez que salía de México, había ido a visitar a un amigo de la facultad que estaba en Vancouver y ahora iba a atravesar USA de regreso, haciendo diversas paradas, hasta San Diego, donde tomaría el avión de vuelta. A su familia le preocupaba que viajara sola, pero ella les mandaba whatsapps todo el rato y, además, se sentía más segura en USA que en su tierra. Tenía el plan de viajar a Europa para hacer un doctorado y ya había mandado varias cartas. Le conté que mi hijo Lucas andaba en esas y le recomendé las universidades de Madrid, Leipzig y Lille. A todo esto, el camino era bonito, hicimos una parada en un hotel de carretera, donde se subieron algunos pasajeros más, y continuamos.

El conductor anunció que estábamos llegando a la frontera. Allí detendría el bus para que cada uno se hiciera cargo de sus maletas para pasar con ellas la aduana. Un rato después estábamos todos en cola. Me tocó un funcionario también feliz con su trabajo. ¿Qué va a hacer usted en USA, señor? Nada, es que yo ya estaba en USA y he salido tres días para conocer Vancouver. ¿Y que vino a hacer a USA? Vine a un congreso (dije a congress y el tipo empezó a reírse a carcajadas) ¿A congress? Entendí que lo había dicho mal y rectifiqué: well, a convention, a workshop. In Portland. Muy bien señor, así que ha salido usted unos días porque tiene una novia en Canadá. No, no, tengo novia, pero en Madrid. Volvió a reírse a carcajadas, me puso el sello y me devolvió el pasaporte, deseándome buen viaje.

Hubimos de esperar un buen rato, porque uno de los viajeros tenía problemas con su visado. Al fin subió al bus disculpándose y seguimos. Otra parada intermedia y luego el típico atasco en la entrada de Seattle. Era la tercera de las ciudades de mi viaje y he de decirles que las tres fueron fundadas hace unos 150 años. Es decir, que tienen poca historia. Seattle es una ciudad portuaria que marca el camino para Alaska, fundada en los tiempos de la fiebre del oro. Esto se puede apreciar en los edificios más antiguos, como la propia King Street Station a la que llegamos. Aquí la foto que le tomé. 


Tenía otra hora de caminar con mi maleta hasta el barrio de Bellmont, donde estaba mi hotel, según lo había medido en el Google Maps. Pero este trayecto fue algo más incómodo, en primer lugar porque eran las dos de la tarde y hacía bastante calor. Y luego por las cuestas. En el mapa parecía sencillo: la estación estaba en la Primera Avenida y había que corregir hasta llegar a la Tercera y seguir todo hasta el fondo. Lo que no se aprecia en el mapa son las cuestas que hay entre las avenidas. Es que yo no he visto cuestas como esas en mi vida. Es que en Madrid, un proyecto de urbanización que planteara semejantes rasantes no se autorizaría. La cosa ya es dura con las manos libres pero, con un maletón para quince días, es un verdadero crimen. Les pongo algunas imágenes de cuestas de Seattle, para que vean que no exagero.




Bellmont es un barrio con un punto suburbial. Aquí no hay homeless: aquí hay obreros en paro, grupos en las esquinas fumando, discutiendo, jugando al ajedrez o a los dados. Y sobre todo: hay negros por un tubo. Hasta que llegué a Seattle no me di cuenta de que en Portland y en Vancouver apenas hay negros. Los escenarios que atravesé en Seattle con mi maleta recordaban a los de cualquier ciudad americana, los que salen en la serie The Wire. Cada esquina tenía su grupo de ociosos y daba un cierto respeto atravesarlos. Me inscribí en el Bellmont Inn, dos estrellas, un lugar atendido por latinos, que estaba a la altura de su categoría, pero no salía mucho más barato que el de Vancouver. Mi cuarto daba a la Tercera Avenida y estaba en la primera planta. En la mesita de noche encontré unos tapones para los oídos, que utilicé las tres noches en que estuve allí hospedado. Si me los dejaban, por algo sería. 

Pregunté dónde podía comer algo. Había un restaurante barato al lado. Pero me acerqué y ya tenía la cocina cerrada. No eran horas. Miré por allí alrededor y no parecía haber nada. Entonces, mi instinto me impulsó a dirigirme hacia el puerto. En esa zona no había tanta cuesta entre las tres avenidas, pero con el Google Maps yo no había tenido forma de saberlo. Más allá de la Primera Avenida, encontré una pizzería abierta. Se llamaba Romio’s Pizza and Pasta. La pizzería de Romeo. Estaba completamente vacía. Por el fondo andaba una Julieta pasando la fregona. Le pregunté si me hacía una pizza y dijo que claro. Las tenía precocinadas y sólo tenía que ponerla un poquito al horno. Era una chica con la imagen asimétrica típica: pelo rapado por un lado, muchos piercings en esa oreja y camiseta inclinada enseñando el hombro contrario lleno de tatuajes. Era un poco mayor, tenía ojeras pronunciadas y, como todas las mujeres que se castigan la imagen de esa forma, el paso de los años la había dotado de un aire de persona un poco baqueteada por la vida, no exenta de atractivo.

En el lugar sonaba una emisora local de radio con una música muy buena y a un volumen exacto. Como no había nadie más, la chica se sentó por allí y hablamos un rato. Su jefe era un poco roña, me dijo, se empeñaba en mantener el restaurante abierto todo el día, y ella no lo entendía, porque entre horas entraba un cliente como yo una vez al mes. Tras ver cómo tarareaba algunas de las melodías de la radio, le pregunté dónde se podía en la ciudad escuchar buena música en directo. Me dijo que me subiera a Freemont, que era un lugar lleno de baretos con gente tocando. Es el barrio del que me había hablado mi sobrina Eva, que vivió por aquí un año, en dos temporadas. Después de comerme una pizza pequeña, con una pinta de IPA beer, me volví al hotel a echar la siesta y estrenar los tapones para los oídos, que estaba yo también un poco baqueteado después de acarrear la maleta en dos trayectos de una hora y subir unas cuestas indecentes. 

Otra vez en marcha pregunté en recepción dónde podía coger un autobús para Freemont, que estaba bastante lejos. Me indicaron uno en la acera de enfrente. Subí y pagué 2,50$. Le dije al conductor, negro, que si me podía avisar cuando estuviéramos en Freemont y me contestó que nada más cruzar el puente ya era Freemont y que yo lo sabría cuando lo viera. No era un tipo muy amistoso. Seattle es un lugar más duro que Portland, una ciudad portuaria, de currantes, donde la gente no tiene tiempo que perder. El bus tomó la Aurora Avenue, una vía que empezaba a ganar altura, hasta enfilar un viaducto altísimo, por el que se cruzaba el ancho canal que separa Freemont de los barrios más céntricos. Me bajé en la primera parada que pude y me encontré en medio de la nada. Por instinto empecé a bajar, en busca de la orilla del canal, y la cosa se fue animando. La marcha estaba en las calles 35 y 36.

Entré en una vieja cervecería artesanal llamada Outlander Brewerie and Pub. Me tomé una cerveza negra muy buena y vi que estaban preparando un pequeño escenario para una actuación musical. Había la posibilidad de cenar allí y ver el concierto. Pero entonces me asaltó una pequeña inquietud. No tenía hambre todavía. Si me quedaba, terminaría muy tarde y saldría a la calle en un lugar muy alejado de mi hotel y sin controlar los autobuses ni los taxis. Me pareció más prudente no quedarme, dar una vuelta por la zona y regresar a entornos próximos a mi barrio a una hora razonable. Pregunté qué autobús era bueno para volver al centro y me recomendaron el 40. Tenía que ir a la Freemont Avenue, donde estaba la parada más próxima. Y de camino, con gran sorpresa, me encontré nada menos que con una estatua de Lenin. Está en una esquina anónima, delante de una heladería italiana. Debe de ser la única de todo Estados Unidos. El gran líder ruso está representado con su típica gorra, avanzando decidido en su camino a la revolución, en una figura de unos seis metros de alta. Un brochazo de realismo soviético en plena cuna del capitalismo. Era ya de noche y no le pude hacer fotos, pero he rescatado una de Internet.  


En fin, encontré la parada del 40 que no tardó mucho en llegar. Conductor también seco, esta vez blanco, ticket de 2,50$ y noche cerrada. No se veía ni hostia. Cruzamos el canal por un puente bajo, al pie del otro, y empezamos a circular por calles que no me sonaban de nada. En un momento dado, el escenario me resultó vagamente familiar y me bajé, otra vez en mitad de la nada. Me había descargado el plano de Seattle en Google Maps tal como me había enseñado mi hijo Kike a hacerlo. Encontré el letrero de una calle y la busqué en el móvil. No estaba lejos del hotel. Eché a andar y, una vez más en este viaje, me salió al paso otro lugar mítico. Ya sé que resulta increíble y reiterativo, pero delante de mí estaba la sala Crocodile, de la que me había hablado mi sobrina. Por cierto, supongo que saben que, tanto en inglés como en francés, se dice crocodile, lógico si tenemos en cuenta que la palabra deriva del latín crocodilum. En español se decía también crocodilo, pero lo gente empezó a decir cocodrilo, por la misma razón que dicen cocretas, y la RAE acabó por bajarse los pantalones como tiene por costumbre.

El Crocodile es ciertamente el lugar mítico de Seattle. Allí iba cada noche a tocar Kurt Cobain, cuando era casi un adolescente, cuando no había ni pensado en formar Nirvana. O sea, que allí nació el grunge. No tuve más remedio que entrar a tomarme la última cerveza del día. Es un local pequeño y estaba bastante vacío. Pregunté si tenían algo de comer y me dijeron que no. Pregunté si había actuación y me dijeron que los lunes no había música en directo. Luego supe que el bar había estado cerrado años y no hacía mucho que lo habían reabierto. El lugar es bonito, con muchas fotos de tiempos mejores en las paredes. Una foto gigante de Cobain en blanco y negro preside el local desde el fondo. Al entrar me pusieron el sello de la vaquita en la muñeca, por si quería salir y volver a entrar. Esta imagen da fe de ello.


Seguí camino del hotel y encontré un Deli de esos que no cierran en toda la noche, regentado por unos indios. Había mucha concurrencia en la puerta: negros, parados y colgados varios, dejaban discurrir el tiempo en el calor de la noche. Entré y me pillé un par de recipientes de plástico con fruta cortada, para no acostarme sin cenar: piña, melón, kiwi, manzana y arándanos. Me dieron un tenedor de plástico y unas servilletas y me lo subí todo al cuarto. Y todavía me dio tiempo a sentarme al ordenador a escribir la historia del doctor Cózor y otras digresiones, mientras picoteaba mis frutas con un vaso de agua del grifo. A duras penas lo pude subir al blog, porque la WiFi del hotel era bastante deficiente. No sé si fue por el cansancio o por los tapones para los oídos, pero dormí como un bendito.

2 comentarios:

  1. Me he quedado patidifusa con la estatua de Lenin. Es lo último que podía esperar encontrarme en una ciudad americana. He leído además que se instaló hace unos veinte años, por el empeño de una sola persona que dedicó su vida a ello. Realmente sorprendente.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. La historia es muy curiosa. La estatua la financiaron los gobiernos ruso y checoslovaco, para ser colocada en la ciudad eslovaca de Poprad. Se la encargaron a un artista local, que hizo una maravilla, pero se retrasó bastante. Se colocó en la plaza de Lenin en 1988 y sólo duró un año, lo que tardó en caer el mundo soviético.
      Un norteamericano que se llamaba Lewis Carpenter, que llevaba un tiempo en la ciudad como profesor de inglés, la encontró arrumbada en un garaje. Se le ocurrió llevársela a su tierra y le ayudaron varios amigos locales. Les costó conseguir el permiso pero, al fin y al cabo, las nuevas autoridades ya no la querían y acabaron por ceder.
      Contactaron con el autor, que se encargó de despiezarla en varios trozos para el traslado, de forma que luego se pudiera montar. Y hubo que financiar el traslado, para lo que Carpenter hipotecó todos sus bienes, incluida su propia casa. Y, cuando estaban viendo a ver dónde se instalaba, se mató en un accidente de coche. Su familia prosiguió con su empeño y logró instalar la estatua en un lugar impersonal, de donde pronto se trasladó a la esquina Freemont donde está ahora. Un guión perfecto para una película americana.

      Eliminar