jueves, 25 de junio de 2015

396. TR#3. Houston, tenemos un problema

Bueno, ahí nos quedamos el otro día. El problema era gordo, estaba en la parte más oriental de Alemania para dar tres conferencias, basadas en una presentación de power point, y no tenía presentación. Había volado. Llegué a plantearme dar las conferencias sin imágenes; habría sido lo que los calorros llaman una ful, pero en casos así me he visto (casi siempre en Madrid) en mi larga carrera de conferenciante. En más de un lugar, llegué con mi pen-drive y me encontré con que el sistema que tenían era incompatible y no pude poner imagen alguna. Una vez, en la Junta de Usera, en plena explicación del Plan General, me quedé sin voz. Intentaba hablar, pero no me salía más que un ruido ridículo. Pedí un vaso de agua, pero la cosa no mejoraba. Pedí un papel y escribí que me dejaran cinco minutos en silencio porque, si intentaba hablar antes, la volveríamos a joder. Pasado ese tiempo pude continuar y, al final, el concejal me felicitó por mi aplomo en semejante contingencia.

En Nueva York eran tan modernos que habían superado el uso del ratón. No había un solo ratón en el edificio: para señalar estaban los punteros laser. El problema es que me dieron uno que estaba averiado y no daba luz. Mientras iban a buscar otro (que nunca llegó), tuve que hablar señalando con el dedo en una imagen gigante que ocupaba toda la pared. Para mostrar el lugar por donde el río entra en el término municipal de Madrid, al norte del Monte del Pardo, tuve que dar saltos de baloncestista para indicarlo con el dedo allí, casi en el techo. En fin, que ya me ha pasado de todo, incluyendo algún apagón de luz. Pero en estos tiempos, las cosas tienen soluciones, digamos, tecnológicas. A pesar de los cenizos y protestones, este mundo en el que vivimos está interconectado y eso da posibilidades. Como la de que ustedes puedan decir Jesús a un tipo que acaba de estornudar en Australia.

Era sábado por la tarde y no había mucho más que hacer ese día. Tenía copias de mis presentaciones anteriores archivadas informáticamente en mi oficina. Mi querida África tendría trabajo extra el lunes. La llamé por teléfono y le dije: Houston tenemos un problema. Luego, salí a dar un paseo. Repetí la ruta del día anterior, pero esta vez llegué a la Oranienburgerstrasse. La última vez que estuve en Berlín, allá por el año 2007, esta calle era el centro del bullicio nocturno de Berlín. Y lo más impresionante eran las putas que ofrecían sus servicios en las esquinas, en medio de turistas, hordas de adolescentes de ambos sexos haciendo botellón itinerante, parejas, familias, grupos de niñas disfrazadas celebrando cumpleaños o graduaciones. Nunca he sido muy asiduo de los lugares de prostitución callejera, pero es que aquellas mujeres eran un auténtico espectáculo. Eran hembras de 1,80, que alcanzaban los dos metros con los tacones, supermaquilladas, sonrientes, triunfantes. Ellas eran el centro de la movida, las auténticas reinas de la noche (alguien me dijo luego que la mayoría eran travestis). Mis hijos, adolescentes entonces, estaban tan fascinados como yo.

Siento decir que las cosas han cambiado. La Oranienburgerstrasse sigue siendo un lugar animado, pero no tanto. La marcha debe de haberse desplazado a otros lugares. Quizá contribuye el hecho de que ya no existe el gran centro okupa situado en un edificio enorme al comienzo de la calle, donde había toda clase de exposiciones y venta de productos artesanales y alternativos. Hace un par de años leí que había sido desalojado. Ahora se ve tapiado, con un aire triste, como un vestigio de los tiempos anteriores a la crisis. En cuanto a las putas, conté tres (recorrí la calle dos veces) y eran las tres de mi estatura, tacones incluidos. Y no se veían sonrientes ni triunfantes. Un grupo de chavales le dijo algo a una de ellas en alemán y la chica respondió con una peineta de libro. Lo único que sobrevive en el mismo grado de animación es el restaurante indio Amrit, todo él bajo un tenderete de uralitas seguramente ilegal, lleno de fuentes muy horteras, estatuas de budas sonrientes, potentes estufas de calle, flores de plástico a cientos, música ad hoc y un ejército de camareros al cargo del tema. Una decoración recargada para un lugar donde la comida es excelente. Me comí un curry Madrás para chuparse los dedos.

El domingo recogí mis cosas, desayuné by the face y caminé hasta la Hauptbahnhof. La puntualidad proverbial de los trenes alemanes se basa en unos relojes en los andenes que son cojonudos. El minutero siempre marca una de sus muescas, nunca está en medio de dos. Hay un segundero que gira a velocidad continua pero que, al llegar al doce, parece hacer un esfuerzo suplementario, como para salvar un obstáculo: entonces, el minutero salta a la marca siguiente de golpe. Cuando falta un minuto para la hora, el tipo de la gorra roja toca el pito. Las puertas se cierran exactamente a la hora que dicen los billetes. Y, enseguida, el tren arranca con suavidad. Dos horas y pico más tarde, llegaba a la Leipzig Hauptbahnhof, donde me esperaba mi hijo Lucas, con pantalones cortos y una sudadera fina. Hacía aparentemente más calor que en Berlín, pero era sólo porque había unos minutos de sol.

Caminamos hasta mi hotel, en donde no había (literalmente) nadie. Hay que tener en cuenta que era domingo. Hube de teclear el número de mi reserva para que me franquearan una primera puerta. En la segunda, otro teclado me exigió además el pago de la habitación por adelantado. Sólo entonces me indicó el número de habitación, y un nuevo código de seis cifras que me permitiría abrir todas las puertas del hotel. Funcionó todo como un reloj, aunque con la sensación continua de ser el único huésped. El hotel es nuevecito, es más, está todavía en obras de acondicionamiento de la fachada. La habitación está bien, es muy funcional, en pleno centro histórico y en la sexta planta. En cuanto dejamos mis cosas, salimos a caminar un rato, para que Lucas me enseñara un poco la ciudad.

El centro es bastante pequeño, todo peatonal; hasta los ciclistas han de bajarse de la bici para cruzarlo, excepto por la noche. Leipzig es una ciudad muy extensa, llena de parques y pequeños lagos, conseguidos a base de rellenar los agujeros de antiguas minas. El ambiente es tranquilo y con bastante vida callejera. Comimos algo en un kiosco de un parque, en donde tocaban músicos improvisados que se iban rotando. Luego pasé a ver dónde vive Lucas y creo que en mi vida había visto un caos igual. Mi hijo me dijo que es que él y otro estaban de mudanzas, intercambiando sus habitaciones. Pero las de los que no estaban de mudanzas, no se diferenciaban de las demás. En medio del caos había un chaval alemán enganchado a algún juego on-line, que ni se levantó para saludarme. Me fui a descansar al hotel y quedamos después. En ese rato le escribí a África Houston una guía paso a paso para que localizase mi archivo de presentaciones, eligiera una de ellas y me la enviara por un Wetransfer, porque mis power points están llenos de fotos, pesan muchas megas y no se pueden mandar por mail.

Por la noche, otra vez hacía un frío que pelaba. Mi hijo se iba encontrando diferentes amigos de los de su panda: un par de nepalíes, una pareja de malagueños, una chica de Madrid que es hija de un amigo mío. A esas edades, la gente se busca e intercala sus planes para verse por la noche. Yo lo hacía también a sus años. Al final terminamos todos en un tenderete callejero con mesas al aire libre, en el que daban unas hamburguesas estupendas. El problema es que hacía mucho frío, que llovía a ratos y que, finalmente yo no he venido preparado para estas temperaturas que no me esperaba. El Accu Weather hablaba de calor hace unos días. Además, ya vengo bastante acatarrado de Madrid, problema que había pasado a un segundo plano con mis historias cardíacas, y se me había agravado tras pasear a los dos yanquis por el río bajo un sol implacable. El sobrecalentamiento del cartón es algo muy malo para un acatarrado. Por abreviar: pasé un frío horrible. Los colegas de Lucas me arroparon con mantas del bar y la chica malagueña se quitó su chal y me lo puso por la cabeza. De esa guisa me hicieron una foto, que concentra la esencia de mi ancianidad y desvalimiento. No me la han dado aún, pero no sé si la colgaré en el blog. Tal vez ninguno de ustedes volvería a leerme. Doy bastante pena.

El lunes diluviaba y seguía el frío. Bajé a desayunar a una panadería artesanal, cerca del hotel, y subí a esperar el envío de mi nueva presentación. África Houston, con la ayuda de otra compañera (Mónica) lo hicieron a la perfección y hago constar aquí mi agradecimiento a las dos. Evalué el trabajo que me quedaba y vi que no era mucho. Bajé a dar un paseo, con mi paraguas, a pesar de que estaba muy desapacible. A la hora de comer, entré en una pizzería y me obsequié con una sopa de tomate ardiendo, riquísima, y unos espaguetis aglio, ollio, peperoncino, súper picantes. Buena dieta para el caminante constipado y aterido. A mí el picante me hace sudar de manera masiva, lo que es bueno para descongestionar los pulmones. Además, por donde más sudo es por el cuero cabelludo, como los bebés, lo que también ayuda a lubrificar el cartón achicharrado en Madrid Río.

Por la tarde, me fui a la habitación a escribir mi post sobre Spandau. Ya tenía una presentación sobre la que trabajar y no quería pensar más en el tema. Por la noche, volví a quedar con Lucas, que había trabajado todo el día. Compartimos un snitzel gigante y una ensalada y nos fuimos a dormir.

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