miércoles, 4 de marzo de 2015

351. A pelo y a pluma

Mi hijo Kike ha empezado a trabajar esta mañana, con un contrato de prácticas de 9 meses, en los que habrá de acudir a su empresa de lunes a viernes, de 9 a 2, lo que le permitirá hacer por las tardes el TFC (trabajo de fin de carrera) y más adelante optar a contratos mejor retribuidos. Esta mañana he compartido con él la ilusión, la expectativa, las dudas de afeitado, atuendo y complementos, y no he podido evitar acordarme de mis inicios en la Gerencia Municipal de Urbanismo, allá por los albores de la década prodigiosa de los 80, en la que España dio el salto definitivo a la modernidad. Por entonces, esa unidad administrativa municipal era un reducto de la vieja burocracia franquista (hasta pocos años antes, los gerentes eran generales del ejército), entreverada con los nuevos elementos aportados por los partidos de la izquierda local que acababan de acceder al poder y conformaban una especie de staff de confianza de los nuevos gobernantes.

Estos funcionarios izquierdosos, formaban un núcleo duro que se llevaba mal con los viejos burócratas de manguitos. Ambos colectivos se observaban con desconfianza, se hacían luz de gas, no colaboraban en nada y reproducían en pequeñito la vieja leyenda negra de las dos Españas. El día de mi primera jornada de trabajo, uno de los peajes iniciáticos que tuve que pagar fue ir al despacho del Jefe del Departamento de Planeamiento, a presentarme y ponerme a sus órdenes. Como decía, había dos bloques irreconciliables de trabajadores en mi nuevo universo laboral, y ambos iban vestidos en consonancia con sus ideologías respectivas. Los franquistas, con sus chaquetas azules de codos brillantes por el desgaste, corbatas clásicas, pantalón gris con raya, zapatos bien lustrados y pelo teñido, planchado con brillantina. Las féminas con faldas plisadas, blusas recatadas, maquillaje discreto y aire general monjil. Por la parte de los nuevos, abundaban los pantalones de pana, las trencas, las barbas y los jerseys gruesos, atuendos que compartían las damas, por supuesto alérgicas a todo maquillaje.

Al Jefe del Departamento de Planeamiento, que se ajustaba fielmente al segundo de estos estereotipos, sin duda le despistó mi atuendo rockero, mi chamarra de cuero, mis pantalones estrechos y mi aire general levemente insolente. Así que, tras las preguntas protocolarias de rigor, quiso saber de qué lado estaba yo. No sabía que se enfrentaba a un gallego proverbial, experto en echar balones fuera. Cierto que podría haberme definido por mi costado izquierdo para hacerle la pelota, pero no me dio la gana: no era esa una buena forma de iniciar mi andadura municipal. De modo que le dije la verdad: que no tenía prejuicios, que tenía buenos amigos entre los votantes de todos los signos y que yo venía a trabajar para la ciudad de Madrid, que era quien me iba a pagar el sueldo, y estaba dispuesto a colaborar con cualquiera que tuviera ese mismo objetivo, fuera de la tendencia política que fuera.

Tal vez fui el primero que se presentó de esta forma, aunque en los meses siguientes llegaron nuevos fichajes del mismo perfil, síntoma de los nuevos tiempos de concordia y modernidad, y yo pude sentirme un poco más apoyado. Pero aquel Jefe de Departamento quería una respuesta clara, acorde con su visión binaria y simple de la vida. Y yo seguía dándole respuestas evanescentes, sin definirme en uno u otro sentido. Hasta que el tipo pareció encontrar una solución y, como un eureka alborozado, exclamó: –¡Ah!, entonces tú eres de esos que se lo hacen a pelo y a pluma. –Exactamente –fue mi respuesta inmediata. Acababa de llegar y ya me habían calado.

Pero tengo otra anécdota más sabrosa de aquellos primeros días. Ha transcurrido ya tanto tiempo, que no creo que pase nada por contar estas viejas y polvorientas historietas; que ya ha llegado la hora de revelarlas sin que esto pueda molestar a nadie. Tras el trámite obligado de saludar al jefe, éste me indicó que me pusiera a las órdenes del Jefe de Negociado; que él me diría lo que tenía que hacer. Este segundo elemento, al que llamaremos Paco, edad mediana, gafas de John Lennon y aire general despistado y afable, me acogió enseguida con cariño, me prohijó como meritorio y se propuso instruirme en todas las complejidades de la burocracia funcionarial. Me dijo que iba a disponer de un buen despacho, nada menos que el que acababa de dejar libre Oliveira, un histórico de la casa al que habían enviado al otro extremo del edificio. 

Estábamos en su despacho y se ofreció a acompañarme al mío, pero me instó a cargar con una serie de expedientes voluminosos que tenía en la mesa y que en ese instante pasaban a mi custodia. Con gesto levemente travieso, me dijo que eran los mismos que le habían pasado a él un año antes, en su primer día de trabajo. (Un inciso. Unos días después, lo busqué para decirle que ya tenía la solución para el más antiguo de esos expedientes. Se la expliqué. Me escuchó. Cabeceó reflexivamente y me dijo que no me apresurase, que no había ninguna prisa en mover aquel asunto, que el tema tenía otras complejidades que yo, en mi bisoñez, no podía captar, y que no me preocupara de tener aquellos mamotretos en la mesa. Que, cuando llegara el siguiente novato, se los podría pasar. Que, mientras tanto, a lo mejor el tema se resolvía solo, algo que sucedía a veces).

Ya en mi despacho, dejamos los viejos expedientes en la mesa y entonces me hizo entrega de su propio ejemplar de las Ordenanzas Municipales, que eran la normativa que debía aplicar en mi trabajo y que yo, como es natural, no tenía. Era un viejo y voluminoso ejemplar fotocopiado y cosido con gusanillo, que Paco me prestaba para que, a mi vez, me hiciera una copia para mí. Cuando terminamos de hablar, le dije que salía con él al pasillo, porque iba a llevar a fotocopiar el tocho que me había prestado. Con gesto de horror, me paró en seco y procedió a instruirme. Yo debía interiorizar que acababa de integrarme en una estructura jerárquica en la que cada uno tenía su cometido específico. En el pasillo había un par de ordenanzas con sus uniformes azul marino y ellos eran los encargados de llevar y traer documentos. –Sí, pero es que a mí no me importa llevarlos, esperar a que me hagan la copia y traérmelos de vuelta; es lo más rápido –insistí. –Vamos a ver –continuó con paciencia–, este es un edificio enorme, con un pasillo de 200 metros. Tú has entrado aquí como arquitecto. La ciudad te paga horas de arquitecto. No te paga para que pierdas el tiempo yendo de acá para allá o esperando en el mostrador de Copias. Para eso está el ordenanza, al que se le paga un sueldo de ordenanza.

Lo había entendido. Me dirigí a la esquina de los ordenanzas, busqué a uno, le entregué el volumen y le dije que necesitaba una copia para mí. Que, por favor, original y copia me los trajera al despacho de Oliveira, que yo ocupaba ahora. El tipo le puso una pegatina en la que anotó algo y se quedó con el tocho. Varios días después, yo seguía sin normativa, pero Paco me dijo que no me preocupase, que en Copias había una cola importante, que no fuera tan ansioso, que allí las cosas llevaban su ritmo. Pasada una semana, no pude más y fui a ver al ordenanza. Le pregunté por mi encargo y mostró su sorpresa: no creía tener nada pendiente de fotocopias. Espabilé su memoria, le hablé del voluminoso tomo de gusanillo que le había confiado. Entonces recordó: –¡Ah! Aquel tan gordo. Ahora me acuerdo. Como usted me dijo, lo llevé al despacho del señor Oliveira. Original y copia.

Horror. A mí no me pagaban por caminar por el pasillo, pero esta vez recorrí a buen paso los 200 metros hasta el despacho de Oliveira, al lado de la fotocopiadora, en cuya puerta toqué esperanzado con los nudillos. Oliveira (que ya se ha muerto y, por supuesto, no se llamaba así, aunque he decidido darle este nombre de reminiscencias cortazarianas), era un modelo del otro estereotipo: el del funcionario de manguito, de edad madura y pelo engominado. Por entonces ya me habían contado que el tipo llegaba cada mañana provisto de un ejemplar de TODOS los periódicos del día, a cuya lectura dedicaba la primera mitad de la jornada. Entré y efectivamente estaba leyendo el Marca. Inicialmente no supo de qué le hablaba, hasta que también se acordó: –¡Ah! Un par de mamotretos monstruosos. Me los trajeron hace una semana por error. Los tuve aquí unos días pero, como nadie los reclamaba, los tiré a la basura. Al principio pensé que me estaba gastando una broma, pero era verdad. Ante mi desolación, se sintió obligado a instruirme, él también: –Una de las máximas por las que se rige mi trabajo es: no acumules papeles inútiles en el despacho. Pueden acabar comiéndote.

En fin, el incidente no tuvo mayores consecuencias. Mi flamante copia de la normativa había ido a parar a la basura y, con ella, el ejemplar de mi jefe inmediato. Pero Paco no se enfadó mucho y hasta trató de consolarme. Su normativa estaba llena de sus propias anotaciones, pero tenía una copia de seguridad, como buen funcionario. Y, además, el Plan General estaba en revisión y muy pronto todo el mundo tendría que tirar su normativa a la basura y empezar a estudiarse la nueva. Apenas llevaba yo una semana en el trabajo, y ya había hecho un cursillo acelerado en el que había aprendido infinidad de cosas esenciales. Entre ellas, que había que tener dos copias de cada documento, que no podía fiarme de nadie, que el planeamiento general estaba casi siempre en revisión, que nada era para toda la vida, que nuestras vidas eran los ríos que iban a dar a la mar y que, un día, yo sería tan viejo y casposo como Oliveira y me irían dejando de lado. Lo que no sospechaba entonces es que, en vez de leer el Marca, cultivaría un blog, un concepto que, por esas fechas, ni se imaginaba ni probablemente hubiera entendido nadie.

4 comentarios:

  1. La vieja y querida burocracia, compañero, el balduque, las diligencias, el visto bueno, los sellos de lacre, las rúbricas con secante, la llegada del Habilitado con la paga mensual. Me has recordado los viejos tiempos en los que maldita la falta que nos hacía el ordenador.

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    1. Amigo, no sé si eres un Matusalén de la Administración, o es que has leído los textos de Galdós. Yo llevo más de 30 años en el Ayuntamiento y ya no pillé lo del Habilitado, a mí me pagaron por Banco, desde la primera nómina, en octubre de 1982. Lo demás sí lo he conocido, además del lenguaje pomposo y repolludo, que trataban de emular los administrados con cosas como aquella de "Es gracia que espera obtener de V.I., cuya vida guarde Dios muchos años por el bien del país".
      Una de las cosas que más me maravillaron en los inicios, fue "la cuerda floja". Normalmente, los expedientes se cosían con el balduque, la cinta roja y plana de la que todas las secretarias tenían un carrete grande. Pero cuando se llegaba a la conclusión de que dos expedientes trataban de asuntos relacionados, se podía proponer su unión. Para ello, yo debía de redactar un pequeño informe justificando la unión de los expedientes, que firmaba al pie, como "El Técnico" y luego pasaba a Visto Bueno del Jefe de Negociado. A continuación, el Jefe de Sección hacía una diligencia que rezaba: "A la vista del informe precedente, procédase a unir por cuerda floja los expedientes que se citan". Entonces venía el ordenanza, provisto de una lezna de zapatero y una bobina de hilo de bramante, y procedía a perforar la esquina superior izquierda de los dos expedientes, que unía con la cuerda, dejando la "flojera" reglamentaria que permitiera seguirlos manejando con comodidad uno a uno, pero ya unidos para siempre.

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    2. Cojonudo lo de la cuerda floja, no he parado de reírme desde que lo he leído.

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    3. Tú rite, rite, pero la cosa tenía un fundamento. Era más sencillo eso que desarmar los dos expedientes para luego graparlos juntos o coserlos con balduque. Y había ordenanzas muy habilidosos: recuerdo uno que era un antiguo guarnicionero y se daba mucha maña.

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