martes, 17 de septiembre de 2013

175. El abuelo del Planetario

Acabo de llegar de dar una vuelta al Retiro a trotecito suave. Si han ido siguiendo este blog, sabrán que es algo que conviene hacer al día siguiente de cualquier carrera, sea maratón, media o de diez kilómetros. De esta forma se destensan los músculos después del esfuerzo de la prueba, se eliminan molestias, se combaten las agujetas y, para el miércoles, uno está listo para continuar el entrenamiento normal. Esto del trote se hace los lunes al atardecer, porque la mayoría de las carreras son en domingo por la mañana temprano, para aprovechar la fresca.

No es el caso de La Melonera, que se corre el sábado a las 18.30, vaya usted a saber por qué, pero para el caso es lo mismo. Tengo ya que decirles que cubrí objetivos. Después de tanto tiempo sin participar en una prueba popular, mis objetivos eran dos: 1, llegar a la meta sin daños en las rodillas y 2, llegar a tiempo de comerme un par de rajas de melón. La última vez que había corrido esta carrera, llegué cuando los melones ya se habían acabado, y les juro que da mucha rabia. La marca que hice no es muy vistosa (1 hora y 2 minutos), pero hay que decir que, según mi smart phone, la temperatura al momento de la salida era de 30 grados a la sombra y que la mayor parte del trayecto transcurría bajo un sol poniente todavía veraniego.

Hoy he consultado la página de clasificaciones y he comprobado que llegué en el puesto 1665, de un total de 2000 inscritos. No está ni bien ni mal: es lo que hay, estoy cerca de cumplir 63, es la primera carrera de la temporada y confío en mejorar mis registros en las siguientes, con más fresquito y por la mañana. Tengo que añadir que el recorrido ha mejorado. Han suprimido unas cuestas criminales que te amargaban la segunda parte del trayecto, sustituidas por un cómodo recorrido de ida y vuelta por el parque Madrid Río. Así que no puedo escudarme en que la prueba es dura, etcétera. Se corre a 30 grados, pero no es tan dura como antes.

No es eso lo único que ha cambiado. Como les conté, la carrera sale de la Avenida del Planetario, frente al Museo de Ángel Nieto y termina en la Junta de Arganzuela, donde está la meta y se distribuyen las rajas de melón de Villaconejos. Esta mañana en el curre, cuando he comentado con los compañeros la historia que estoy a punto de contarles, he descubierto con sorpresa que muchos no sabían que existía un Museo de Ángel Nieto. Eso me ha llevado a dudar de mi estabilidad mental, a concebir la sospecha de que mis recuerdos eran falsos, como los implantes de memoria que les grababan a los replicantes de Blade Runner.

El domingo vi en la tele la película Una mente maravillosa, que supongo conocen. El personaje que interpreta Russel Crowe (y, con él, los espectadores) descubre que algunos personajes que le han estado acompañando hasta entonces no existen, que son inventos de su mente porque padece esquizofrenia. Así que he pensado: ¿me habré inventado yo el Museo de Ángel Nieto? Al instante, he abierto la wikipedia y he encontrado las imágenes de la vieja Derbi de Nieto, que volaba sobre la acera en la puerta del museo. Aquí tienen la imagen (ya ven que no les engañaba con lo de la triscaidecafobia). Qué alivio.


Porque lo cierto es que cuando llegué al lugar, más o menos media hora antes de la hora de la carrera, allí no había museo, ni moto ni ningún corredor listo para salir. Recapitulemos. Como saben vivo en Atocha. Mi forma de participar en la Melonera  tiene una vieja rutina. Salgo de mi casa vestido de corredor, cruzo la glorieta de Atocha y enfilo hacia el sur por Méndez Álvaro, primero caminando y luego trotando despacio. Llego al punto de salida con la musculatura caliente, allí hago unos 15 minutos de estiramientos y estoy listo para la prueba. Después de la carrera, subo andando hasta mi casa por Santa María de la Cabeza. También imaginarán cómo es un lugar donde se aprietan 2000 personas impacientes por echar a correr. Aglomeraciones, murmullo de voces, altavoces con música, pestazo a réflex y a sobacos agrestes de gama amplia.

Pues nada de eso había en aquel paraje desolado. El edificio del museo tenía pinta de estar abandonado, la pared de ladrillo desconchada, dos muñones metálicos parecían atestiguar la huella de los soportes que sostenían la vieja Derbi. Y ni un alma. Por no haber, no había ni siquiera automóviles, los semáforos cambiaban de tono para nadie, volaban hojas de periódico y una urraca solitaria picoteaba entre las piedras. Pensé con angustia que tal vez me había equivocado de fecha, que la carrera sería otro día. O que me había transportado en el tiempo a una época postnuclear, donde el hombre se había extinguido del todo.

Entonces miré adelante, hacia la entrada del parque Tierno Galván, y divisé al fondo, al cobijo de unos ailantos, una sombrilla extendida, bajo la que se resguardaba del sol un anciano sentado en una silla de tijera, leyendo tranquilamente un libro con una pierna cruzada sobre la otra. Un superviviente de la debacle atómica. –Disculpe –le dije, acercándome– ¿no había hoy una carrera por aquí?  –La Melonera –respondió enseguida. Sus ojos me miraban por encima de las gafas caídas a la punta de la nariz. –¿Y dónde está la gente? Me miró de nuevo, mesándose la blanca barba y preguntó a su vez:  –¿Cuánto hace que no la corre usted?

Por resumir. Hacía cuatro años que la Melonera ya no salía de allí, sino de la puerta del Hipercor de Méndez Álvaro, a unos cinco minutos a buen paso. El abuelo tenía una memoria prodigiosa y era un amante de la precisión: el cambio había sido cuatro años antes, ni tres ni cinco. Le pregunté si le molestaba que hiciera a su lado mi tanda de estiramientos y dijo que en absoluto, que le encantaba tener alguien con quién hablar. Y, desde luego, no paró de rajar en todo el rato. Con la misma precisión me informó de algunas cosas más. El Museo nunca había sido un éxito de público, y había empezado a languidecer cuando Gallardón, que era un cabrón, le había quitado la subvención. Había empezado a cerrar por temporadas y se había clausurado definitivamente en el mes de junio, no de este año, sino del pasado. Hacía unos meses habían venido unos obreros a bajar la Derbi del frontal, porque amenazaba caerse sobre los peatones de puro oxidada. Habían cortado los listones del soporte con una radial.

Me dijo también que se pasaba allí muchas tardes porque estaba más a gusto que en su casa. Que había trabajado en los laboratorios del viejo edificio de Campsa, demolido para construir la nueva sede de Repsol. Que los pequeños edificios de ladrillo, que albergaban el museo cerrado y un par de dependencias municipales, eran los únicos vestigios del barrio que él había conocido. Que vivía en un edificio a expropiar, en la otra acera de Méndez Álvaro, del que se negaba a irse, porque la indemnización que le ofrecía la EMV era una miseria. Sus hijos estaban enfadados con él, porque querían aceptar el dinero y mandarlo a una residencia, pero él había pedido en su día una tasación independiente y le habían dicho que la casa valía 30 millones de pesetas. Y mientras no le dieran eso, no se iba. El único que estaba de su lado era un nieto que se ocupaba de acompañarlo hasta allí después de comer y por la noche de vuelta. 

Antes de irme me enseñó el libro que estaba leyendo. Trataba de la caída de Lehman Brothers. Con una sonrisa de complicidad me confió: –Nos están engañando. Dicen que estamos en crisis porque el Estado tiene un déficit inasumible, que como país estábamos viviendo por encima de nuestras posibilidades y que por eso hay que reducir gastos (casualmente en pensiones, sanidad y educación). Pero es mentira. El déficit no es la causa, sino la consecuencia. La causa está aquí (levantó el libro en alto). –Piénselo –me gritó, mientras me alejaba–, no lo eche en saco roto. El déficit es la consecuencia.

Crucé Méndez Álvaro y, tras doblar la esquina de un rascacielos, me incorporé al bullicioso grupo de corredores. Eché a correr con todos, pasé por el túnel bajo el Parque Tierno Galván sumando mi grito al alarido colectivo y seguí como pude en busca de los melones de la meta. Me encontré a cuatro conocidos a lo largo de la carrera. En realidad me encontraron ellos a mí (cuatro veces escuché: “¡Hombre, Emilio, qué alegría verte de nuevo!”), porque yo iba todo el rato mirando hacia adentro, pensando en Lehman Brothers y en aquel anciano estrambótico del que tampoco estaba seguro al cien por cien de que fuera real. Ayer consulté mis fuentes wikipédicas. Justo ayer se cumplían cinco años de la quiebra de Lehman Brothers. ¿Sería cierto lo que decía el abuelo de la Avenida del Planetario? ¿Es posible que vivamos sumidos en una niebla mediática adormecedora, mientras algunos se siguen forrando? Les dejo con la viñeta de hoy de El Roto. Duerman bien.


2 comentarios:

  1. ¿Un anciano barbudo, y con el culturón de J.L. Sampedro, a la sombra de los ailantos? ¿No será un trasunto del difunto Arcadio Buendía de Cien años de soledad, con el que charlaba Úrsula, su viuda, a la sombra del árbol? O has leído mucho a García Márquez o el calor te hizo delirar...

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    1. O, tal vez, se trataba del arriero que conduce al hijo de Pedro Páramo hasta el pueblo de Comala en busca de la memoria de su padre, ese que al final, ya a la vista del pueblo y antes de despedirse, le confiesa: "yo también soy hijo de Pedro Páramo".
      De todas formas, no tenía ese culturón que dices. No leía nada de literatura, sólo libros de los llamados"de divulgación", pero me dijo que era suficiente para entender lo que está pasando. Tendré que ir otra vez a visitarlo, a la entrada del parque Tierno, para ver si ilumina mis tinieblas mentales con su visión precisa y certera.

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