sábado, 26 de noviembre de 2022

1.188. Sobre lo urbano y lo rural

Una breve reseña de mi sinvivir, que continúa a buena velocidad de crucero. Tras mi post anterior, el miércoles pasado me tocaba correr, pero el día era de temporal, con frío, lluvia que ya duraba varios días y rachas de viento fuerte. Ante la perspectiva de salir a un Retiro encharcado, ventoso y con grandes masas de hojas caídas en el piso, me decidí por fin a franquear una barrera mental; la que me impedía correr por dentro de casa, desde que acuchillé y barnicé el suelo. Me daba como cargo de conciencia, con lo bonita que ha quedado la tarima, pero pensé que finalmente el suelo está para pisarlo, moví los muebles como solía hacer durante los encierros pandémicos y corrí los 50 minutos que acostumbraba, sin que el suelo parezca haberse inmutado mucho.

Por la tarde fui a mi clase de guitarra y el jueves cumplí con mi programa: inglés, yoga y comida en el Ricla, en donde me avisaron de que al día siguiente a mediodía, Ana, la madre de mis amigos Emilio y José Antonio iba a cocinar un arroz caldoso con bacalao y gambas para el que ya tenía todos los ingredientes. Quedé en que les avisaría por WhatsApp en caso de que me animara a acudir al olor del arrocete y directamente me fui a la estación de Atocha a coger el AVE a Ciudad Real. Cenamos en un bar de la ciudad donde nos acabamos reuniendo 16 comensales, más de los que estamos involucrados en el grupo viajero, porque ellos tienen una peña más amplia involucrada en una ONG de ayuda a África, y aprovecharon para vendernos lotería, regalarnos calendarios de pared del año que viene y publicitarnos sus demás actividades.

Fue una cena estupenda, pero no era el lugar más apropiado para hablar del viaje a Uganda. Sin embargo, sí que logramos un primer acercamiento. Alguien había estudiado cómo son las estaciones y las lluvias en el país y parece que la temporada de lluvias transcurre entre primeros de marzo y finales de junio. La idea de viajar allí en mayo, no parecía por tanto la más adecuada. Yo apunté que los gorilas resfriados no son muy agradables de visitar y finalmente el viaje, caso de que salga, queda aplazado a septiembre octubre. Para antes del verano existe la posibilidad de que algunos de nosotros hagamos un viaje en petit comité, pero de esto ya les hablaré si la cosa se confirma, que es mal asunto anunciar los temas antes de tiempo y ya han visto que yo no aprendo: quién me mandaba a mí hablar de Uganda, cuando ni siquiera sabíamos el pronóstico meteorológico.

El viernes, mis anfitriones me llevaron a la estación a coger el AVE de vuelta y llegué con tiempo de mandar el WhatsApp a mis colegas del Ricla para que contaran conmigo para el arroz. Tras descansar un poco en casa, eché a andar hacia el centro. Esto del arroz es un asunto que se cocina en función del número de comensales que confirmen que acudirán, porque ha de comerse recién sacado del cazuelo y no se puede dejar nada para mañana. Mi tocayo del bar me había reservado una mesa en la entrada, señalada con el cartelito que les muestro en la imagen de abajo. También le hice una foto a mi ración de arroz, que creo que es una de las cosas más ricas que he comido en este año ya a punto de terminar. Vean, vean.


Ese soy yo, el viejo bluesman tocayo. Pero ya ha salido el tema de que está el año a punto de terminar. Joder, qué año más lleno de historias he tenido; ya haré un inventario en los últimos posts del año, pero es increíble que estemos ya a las puertas de la Navidad. Como dice mi amiga Tantri, desde el brote de la pandemia, el tiempo pasa deprisa y despacio a la vez. Por cierto, tal como se veía en la foto con esta chica que publiqué en el blog, en Ámsterdam ya estaban instaladas las luces navideñas en las calles del centro. Se habían adelantado incluso al inefable alcalde de Vigo. En fin, que todavía queda un mes para las consabidas celebraciones, que siempre me resultan un coñazo, salvo por el hecho de que vienen mis hijos a casa, aunque incluso eso, como los acabo de ver, tiene este año menos trascendencia.

Bien, tras la deliciosa ingesta del arroz extraordinario de Ana, caminé a casa para una breve siesta y me fui luego al teatro, a ver Lectura fácil, una obra realmente singular, porque trata de cuatro chicas discapacitadas mentales o físicas en diferentes grados, que conviven en un piso tutelado de la Comunidad de Madrid y tienen un montón de problemas, entre ellas, con el vecindario y con las administraciones que las controlan. La obra está basada en la novela del mismo nombre de Cristina Morales, que fue premio nacional de literatura, si bien la novela transcurría en Barcelona. Y la adaptación al teatro la ha hecho Alberto Sanjuán, con la idea genial de que los intérpretes sean en su mayoría discapacitados reales. El resultado, que se desarrolla a lo largo de dos horas, es devastador. Es lo que puedo decirles. Si optan por ir a verla, asegúrense de estar bien anímicamente, en caso contrario pueden salir hechos polvo.

Hoy sábado, me tocaba correr de nuevo y, qué pronto se acostumbra uno a lo fácil, les confieso que he vuelto a correr dentro de casa. Hacía mucho frío fuera, pero esto no es excusa para no salir. Sí les digo que, desde mi última caída, me he vuelto un poquito más miedoso y el suelo del Retiro no está ahora mismo para muchas carreras. En este momento, un resbalón me podría resultar fatal. Como ya les anuncié, hoy a última hora tengo mi cita para el Christmas Drink y voy a ver si me da tiempo a concluir un texto presentable. Mañana tendré el domingo libre para descansar un poquito, si no me llama nadie con alguna tentación de última hora. Y hoy quiero dedicar el resto del post a lo urbano y lo rural, tal como reza el título.

Lo he dicho por activa y por pasiva: yo soy un hombre de ciudad, un tipo de asfalto, de respirar el aire de los tubos de escape, de usar el transporte público, de caminar por las aceras viendo escaparates y cruzándome con gente anónima como yo. Nunca me ha gustado el campo. Cuando, antes de tener a mis hijos, la panda en la que yo me desenvolvía se mostraba eufórica porque íbamos a salir de fin de semana, yo debía disimular mi fastidio. Recuerdo una chica que proclamaba alborozada: ꟷ¡¡Que nos vamos al campirri!! Y a mí ya me habían jodido. Eran años en que se estilaba ser muy hippy y medio místico, se consideraba que el ambiente urbano era una mistificación y que el campo era lo auténtico, el contacto con la madre Tierra. Para mí, el campo es un lugar donde me puedo perder con facilidad, donde paso frío o calor alternativamente, donde me atacan mosquitos y avispones de todas clases y donde me puedo torcer un tobillo por pisar el suelo irregular.

Entiéndanme. Yo disfruto de los paisajes bellos, de los lugares idílicos, del mar y la montaña. Pero lo que me gusta es ir a ver lo que tenga que ver y luego volverme a la ciudad a dormir. Para mí, el campo no es lo auténtico, sino el origen de todos nosotros, mientras que la ciudad es el gran logro de la Humanidad, el lugar en donde el ser humano desarrolla más sus capacidades y es finalmente más libre. Hombre, irse con una tienda de campaña aislada del mundo de vez en cuando es algo maravilloso, apasionante. Pero de forma esporádica. Y lo que más me irrita del medio rural son los pequeños núcleos, las aldeas o pueblos pequeños, precisamente por el control social que se ejerce sobre el individuo. Es que tú haces una cosa fuera de lo común una noche (no sé, emborracharte, esparramar de alguna manera, pelearte con alguien o simplemente gritar más fuerte) y nada más levantarte ya todos se han enterado y te dan con el codo: ꟷasí que anoche ¿eh? que ya nos hemos enterado de que te quedaste a gusto (o que tocaste pelo, o que le diste su merecido a nosequién). Este control es especialmente castrante para las mujeres.

Por eso el personal se va a la ciudad. Es que en el pueblo no hay nada que hacer. Reconozco una cosa. Vivir en el campo es cojonudo y muy formativo cuando eres niño. Hasta los 12 o 13 años. Después te tienes que largar, o acabarás alcoholizado y embrutecido. Y eso que ahora con el Internet las cosas han cambiado un poco, pero lo que yo digo del control social sigue más o menos igual. Joder, es que yo salgo de mi casa, empiezo a andar y puedo hacer kilómetros sin encontrarme a ningún conocido y sin que nadie me venga a tocar los cojones con lo que hice o dejé de hacer anoche. Ese es el anonimato que te hace libre. Y en esa libertad se desarrolla la cultura, la educación, el deporte y las relaciones cruzadas más allá de tu pequeño círculo de vecinos y amigos.

Esta es mi posición y, por supuesto yo respeto absolutamente las opiniones contrarias, tengo grandes amigos que viven en el campo, hay seguidores fieles de este blog que me siguen desde pequeños pueblos y para nada quiero insultarles o menospreciarles. Pero es que estos días he tenido un par de contactos con el tema que les quiero contar y que me han reafirmado en mi postura. Para empezar, el libro Tierras Muertas, escrito por Nuria Bendicho y publicado en el verano pasado. Fue el libro sobre el que versó la última sesión de Billar de Letras. El libro retrata con mucha precisión el ambiente asfixiante de una masía bastante aislada, se supone que a finales del siglo XIX, en el que ese control social llega a resultar terrible, al sumarse a la incultura, la falta de unos mínimos parámetros morales, la guarrería y el comportamiento casi puramente animal de una familia del medio rural en la que literalmente se terminan matando entre ellos.

La cosa es muy tremenda y yo me conecté a la sesión de Billar de Letras pensando en dar una opinión positiva sobre lo bien reflejado que estaba ese ambiente endogámico en el que se siguen casando entre primos, con lo cual los descendientes son todavía más brutos y tienen hasta discapacidades físicas y el alcohol tiene un papel central, en concreto, la ratafía, el aguardiente de las zonas rurales de Cataluña, que se tiene allí como una seña más de identidad. No suelo buscar datos sobre los escritores de los libros que nos propone Ronaldo para estas sesiones, pero en este caso, resulta que la escritora se conectó en directo. Y la tal Nuria me cayó gordísima desde el primer momento. Ronaldo estaba haciendo una introducción protocolaria diciendo que el formato on line nos había permitido tener determinadas sesiones con escritores latinoamericanos que nos escuchaban desde Buenos Aires o Ciudad de México. Pero en esta ocasión la cosa era más próxima al tratarse de una escritora que se conectaba desde España.

Inmediatamente, la chica interrumpió para precisar que ella no estaba en España, sino en Cataluña. Empezamos bien. Rápidamente consulté en Internet a ver quién era esta chica y constaté que tiene 27 años. Es acojonante la mierda que han sembrado los independentistas en la juventud de su tierra, y desde luego, hay que ser muy tarugo para creerse eso hasta semejantes niveles. Yo procuré estar callado, porque me conozco, pero alguien del club (ya saben que soy el único varón, aparte de Ronaldo) le dijo algo similar a lo que yo tenía pensado decir, que qué bien reflejado estaba ese ambiente rural tan mísero y agobiante. La chica dijo que ella no quería hacer una crítica de lo rural, sino sólo reflejar la realidad de una tierra en la que la miseria viene inducida por la ocupación por un estado extranjero, que impone una lengua y una cultura que no es la autóctona. Ella habla en catalán y no quiere hablar en castellano. Sin embargo, hablando con nosotros se vio que lo manejaba con normalidad.

Ronaldo le preguntó qué le parecía la traducción y dijo que no la había leído, que ella no lee nada en castellano. A las preguntas siguientes, contestó diciendo que ella había consentido que la obra se tradujera al español porque le garantizaron que se publicaría en una colección en la que todo son traducciones de otras lenguas y que se pusiera que era una traducción en la portada, en lugar bien visible. No dijo nada del hecho evidente de que su éxito editorial se ha ampliado a partir de esa traducción. Con mucha delicadeza, Ronaldo le preguntó qué iba a hacer en caso de que le propusieran traducirla al francés o al inglés. Respuesta: ꟷ¡Ah! ningún problema, yo no tengo problemas con otros idiomas, sólo con el español porque me obligaron a aprenderlo en la escuela sin yo querer.

En fin, no hace falta que les cuente mucho más. La chica vive en un lugar rural, a donde se ha trasladado desde Barcelona donde vivió hasta ahora. Y en una de esas nos dijo que ella creía firmemente en Dios. Es una creencia a la que ha llegado sin poner en cuestión el dogma que le han metido desde pequeñita. Se lo ha tragado con la misma fruición que los dogmas del separatismo. Ella cree en Dios y en Puigdemont, hay que joderse. Ronaldo me insistió para que interviniera, yo no quería, pero finalmente dije solamente que me reafirmaba como urbano, después de leer este libro y que no tenía mucho más que decir. Después, por mail le dije (a Ronaldo) que yo soy ateo, pero respeto profundamente a la gente religiosa, que soy urbano, pero respeto absolutamente a la gente de campo, pero que mi tolerancia no se extiende a los fanatismos y que creo que el independentismo catalán ha prendido en las zonas rurales no por casualidad; en Barcelona la cosa está más mezclada.

Pero vamos con el segundo contacto con el tema. La película As Bestas, que ya les he recomendado. La cinta narra una historia en un medio rural igualmente muy mísero, en el que se ha instalado una pareja francesa proveniente de un cierto hipismo, dispuestos a cultivar la tierra por medios ecológicos y vivir de vender sus productos en el mercado local. Y la mala acogida que les hacen los lugareños, auténticos pailanes de la Galicia profunda, no más cultos o más limpios que la familia protagonista de Tierras Muertas. La cosa se encabrona definitivamente cuando los franceses se niegan a firmar el permiso para que una empresa noruega de aerogeneradores instale en la zona una serie de molinos de energía eólica por lo que habrían pagado una pasta a cada pailán.



Lo terrible es que la historia está basada en un suceso real, ocurrido en la zona de La Rúa Petín, en el Orense profundo, sólo que la pareja no era francesa sino holandesa. Al marido se lo cargaron y lo desaparecieron. Y la esposa no paró hasta reunir pruebas contra los asesinos. Y eso no sucedió en el siglo XIX, sino hace unos diez o doce años. La película se estrenó en Cannes, se ha exhibido en toda Francia desde el verano con mucho éxito de público y se acaba de estrenar entre nosotros. Y, desde la parte independendista galega se ha recibido con críticas. Dicen estos señores que es una película anti gallega. Y uno de los datos en que se basan para decirlo es que los pailanes hablan en gallego, mientras que el único personaje local que se entiende con los franchutes, un tal Pepiño, habla todo el rato en castellano.

Es un dato manipulado. Pepiño habla en castellano con los franceses como una deferencia hacia ellos y los demás (as bestas) también usan el castellano cuando quieren hacerse entender por ellos. Yo lo que creo es que la realidad que se retrata en la película no es exclusivamente gallega, sino universal. Podría suceder en Arkansas, en el Ampurdán, en la campiña inglesa, o en Villarejo de Salvanés (lugares que siempre uso como ejemplo, para irritación de mi amiga África). En suma, es el retrato del medio rural, con toda su ignorancia, con todo su primitivismo y con todo su rechazo a quien no entra por su aro. Por eso cierta gente, en cuanto puede, se va a la ciudad, y de ahí viene el enorme problema de la España vacía, que está sucediendo también en muchos otros países. Es que no hay alternativas para la gente de campo que se sienta atrapada.

Y lo de decir que esta es una película anti gallega es un clásico. La actuación de los jueces que investigaban los trapicheos de los Pujol era anti catalana. Y películas como La isla mínima podrían ser tachadas de anti andaluzas. Después de leer Tierras Muertas y ver As Bestas, yo me reafirmo en mi carácter urbano. Las ciudades componen un medio en el que yo me muevo como pez en el agua. Ya lo han visto cada vez que he viajado a una ciudad que no conocía previamente. A los cinco minutos ya me he hecho una idea del plano, ya sé por dónde va el transporte público y por qué zonas me puedo o no mover. Es así y no tiene vuelta de hoja. Y el fanatismo localista es lo peor que le puede pasar a un pueblo. Dejémoslo por hoy, que me tengo que vestir para acudir al Christmas Drink. Sean buenos.  

2 comentarios:

  1. Cómo no iba a salir Villarejo de Salvanés? Deja tranquilos a los pobres alcoranos y métete con Carranque, el crisol de Paletolandia, no les falta más que rebuznar. A mí tampoco me gustan las aldeas, me atengo al famoso "pueblo pequeño, infierno grande". Y en cuanto al campo, ya lo definió Oscar Wilde, ese horrible lugar donde los pollos se pasean crudos. Lamentablemente, también Madrid se está volviendo una capital de palurdos, a imagen y semejanza de doña Abuso.

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    1. Vale, querida, a partir de ahora, sustituiré Villarejo de Salvanés por Carranque como ejemplo de paletismo cercano. Gracias porel apunte y abrazos a puñaos.

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