viernes, 18 de noviembre de 2022

1.186. Sin solución de continuidad

Siempre me ha llamado la atención esta expresión porque, en mi opinión, parece expresar exactamente lo contrario de lo que expresa. Imaginemos, por ejemplo, el suelo de una vivienda que estamos reformando, a partir de unir dos más pequeñas, cada una con su diferente piso de origen. Si la diferencia de cota entre los dos suelos es importante, hay que ver la forma de unirlos, mediante un escalón, una rampa o algo similar, o bien igualando ambas superficies con cemento para convertirlas en una sola, sobre la que instalar el parqué, la moqueta o el revestimiento que hayamos elegido. Así de primeras, y desde el punto de vista de un arquitecto sin conocimientos lingüísticos, uno pensaría que la segunda solución (igualar ambos suelos) sería una solución de continuidad, mientras que la primera (escalón o rampa) sería en cambio una solución de discontinuidad. Pues es justo al revés.

Me gustaría que África, el Ateo Piadoso o algún otro de mis seguidores más duchos en cuestiones gramaticales aportasen aquí su opinión. Porque lo cierto es que, de acuerdo con el Diccionario de la RAE, resulta que se considera solución de continuidad precisamente al escalón. La cosa es tan confusa, que la expresión no se usa nunca en positivo, sino en negativo: sin solución de continuidad, como he titulado yo este texto. Es una locución adverbial cuyo objetivo es enfatizar el significado, como otras de ese tipo: con pelos y señales, bajo ningún concepto, hacer caso omiso y muchas otras que la gente joven ha desterrado de su vocabulario hablado, en donde sólo sobreviven las antiguamente malsonantes: de puta madre, a toda hostia, ni puta idea, hasta los cojones. Si yo de pequeño hubiera dicho alguna de estas cosas delante de mi padre, me habría ganado sin duda una colleja y ahora las dicen hasta las niñas.

Sentado su correcto significado, me parece que esa expresión describe perfectamente mi sinvivir cotidiano, en el que no hay solución de continuidad aunque me vaya de viaje a Bruselas, Ámsterdam y otros lugares, ni tampoco a mi regreso. Quise subrayarlo cuando publiqué en el blog mi primer diario del viaje, que arrancó unos días antes con una visita a Madrid Río, una sesión de teatro y, así de seguido, el despegue de mi avión de Iberia desde la T4. Como les dije, para despejar esas dos semanas en mi agenda, hube de concentrar mis citas en las semanas anteriores y posteriores al viaje. Así que a la vuelta, la cosa ha seguido igual. Tiene esto la ventaja de que no te queda tiempo libre para que te dé el bajón post viaje: simplemente no tienes tiempo de lamentarte porque la vorágine te arrastra. Me quedan por narrar los tres días últimos de mi periplo y los voy a empalmar en este post con mis actividades de aterrizaje en mi rutina cotidiana madrileña.

El día 10 de noviembre, jueves, decimotercer día de mis aventuras europeas, amanecí en el sofá cama del cuarto de estar de la casa de mi hijo Kike en París, después de haber dormido bien, gracias al antifaz de avión que me prestó mi anfitrión, porque el salón carece todavía de persianas, estores o similares y entra una luz de la hostia (otra locución adverbial de frecuente uso actual). Desayunamos juntos y luego él se fue a su trabajo, donde tenía jornada presencial. Yo empecé por conectarme a mi clase de inglés on line con el bueno de Ed. Y luego tenía una cita a la una para comer con mi amigo Alain Sinou, el hombre que me invita a veces a dar clase en su máster de la Paris-Huit. El problema es que había huelga total de los transportes públicos, así que quedamos en un punto intermedio entre mi casa de acogida y la suya, cercana a la zona de Bercy. Alain había escogido un restaurante equidistante, al que ambos llegaríamos caminando.

Eché un vistazo al mapa para ver por dónde debía ir y me propuse el reto de llegar a la cita sin ayuda del Google Maps, como ejercicio para la memoria y demostración de mi conocimiento de París. Estaba en la rue du Fauburg de Saint Denis y tenía que llegar al bulevar Magenta para seguir en diagonal hasta République y continuar luego hacia Bastilla, que es por donde habíamos quedado. El problema es que el día anterior había llegado de noche y guiado por el Maps, es decir, como un auténtico cretino digital. Así que me desorienté y salí del portal todo decidido hacia la izquierda. A los cinco minutos divisé una línea de Metro elevada sobre la calle, que no constaba en mis recuerdos. Paré un instante en medio de todos los indios y pakis y me dije: calma, Emilio; ¿no eres arquitecto? ¿No estudiaste la astronomía de Ptolomeo con don Gumersindo en la Academia Galicia de La Coruña, que te fue tan útil luego para buscar la mejor orientación de los edificios? Entonces, fíjate: ¿dónde tienes el sol? Respuesta: en el culo. Si tienes el sol en el culo, quiere decir que vas hacia el norte. Y tú quieres ir hacia el sur a encontrarte con Alain. Así que media vuelta.

Perdí en esa historia unos diez minutos y luego algo más para cruzar la plaza République donde, en jornadas como esta, se citan los antidisturbios con los piquetes más agresivos banderas en alto. Pero encontré sin ayudas digitales el Café de l’Industrie, por la zona de Bastilla, donde mi amigo me esperaba ya sentado a una mesa de mármol. Alain se pidió un steak tartar y yo una bavette-frites, que es una carne de ternera guisada con patatas fritas. Acompañamos con una frasca de tinto de la casa e hicimos luego una larga sobremesa en torno a cafés, postres y chupitos, porque este es un lugar donde nadie te presiona para irte y dejar sitio, y pronto empezaron a llegar chavales con sus ordenadores, dispuestos a pasar allí la tarde entera. Hablamos, entre otras muchas cosas, de las dificultades que está teniendo mi amiga Sonia para que los burócratas de la Politecnica le autoricen a hacer un acuerdo de colaboración entre la ETSAM y la Paris-Huit. Una imagen para la posteridad.

También me dijo Alain que seguramente me invitará a dar una charla en su máster que empieza en enero, tal vez ya en febrero o marzo. Y, tras la sobremesa, iniciamos una visita guiada por el París que yo conozco menos y del que mi amigo se sabe anécdotas sabrosas de todos los edificios y todas las operaciones urbanas. Alain es incansable y le gusta casi más que a mí eso de hacer largas caminatas por las ciudades que conocemos. Empezó por mostrarme varios pasajes comerciales y patios interiores del barrio, en donde tradicionalmente había talleres y tiendas de muebles artesanales, ahora reconvertidos en comercios más chic, oficinas, bares y co-working. Vean unas imágenes que tomé con el móvil, incluida una vieja panadería que me gustó mucho, porque me recordaba a la portada de La Gran Antilla de La Coruña.



A continuación nos acercamos a la Promenade Plantée, ese pasillo verde conseguido a partir de la naturalización de una antigua vía del tren en desuso. Yo conocía el primer tramo, cerca de La Bastilla, que va elevado y tiene muchas tiendas bajo los arcos que lo sustentan, concepto que fue luego copiado en el High Line de Nueva York, que lo vende como si fuera original. Pero resulta que en estos años lo han ampliado hacia el Este y ahora se junta al final con la llamada Ceinture Interieur, otra vía en desuso naturalizada que discurre en paralelo al Peripherique, el equivalente a la M-30 en París, que define el límite del término municipal. Y ese tramo nuevo tiene partes elevadas, partes en superficie y partes en túnel. Un par de fotos de esta actuación.



No pude tampoco dejar de fotografiar un edificio moderno que me pareció muy friki, puesto que incluye en sus plantas más altas un montón de reproducciones idénticas del Esclavo Muriendo de Miguel Ángel, que se conserva en el Louvre. Dice Alain que es de un arquitecto español, pero no me supo decir el nombre, ni yo lo he averiguado luego. Véanlo. Creo que no me importaría vivir en uno de esos duplex con el esclavo vigilando mis andanzas caseras.



Llegamos a las mismas puertas del Bois de Vincennes y empezamos a caminar en paralelo al Peripherique, ya bien entrada la noche. Cruzamos el Sena y llegamos a la operación Rive Gauche, el nuevo barrio construido sobre las vías del tren que llegaban a la estación de Austerlitz y que lleva como cuarenta años construyéndose. Por cierto, el concepto es el mismo de la Operación Chamartín, que nosotros también vendemos como original. En todas partes cuecen habas y en Francia también aunque las llamen cassoulet, de modo que la SNFC tiene unos agujeros contables tan desmesurados como los de RENFE y ha de solucionarlos con operaciones especulativas sobre los enormes suelos que aun conserva en propiedad. En nuestro horizonte aparecieron dos edificios sobre los que inmediatamente le pregunté a Alain si eran de Jean Nouvel. Me contestó que por supuesto. Es la pareja de edificios que remata la operación Rive Gauche, frente al Peripherique. Véanlos. 



Yo estaba reventado de tanto andar, pero Alain parecía fresco como una lechuga y me trataba de convencer con mucho énfasis de que París es en realidad una ciudad pequeña. En fin, para poner un colofón adecuado a nuestro encuentro, entramos en un bar pop, lleno de hipsters jugando al billar y a los dardos bajo una luz excesiva y con una música hip-hop bastante machacona. Allí nos calzamos sendos gin-tonics de Bombay Sapphire que nos entraron fenomenal. Hablamos incluso de hacer algún día un viaje en coche desde París a Le Havre, ciudad que al parecer conoce muy bien y que yo no he visitado nunca. Para volver a nuestras casas, Alain me llevó a la línea 14 del Metro que es automática, sin conductor, por lo que no estaba afectada por la huelga. Nos subimos y él se bajó enseguida en la estación Cours de Saint Emilion. Yo continué hasta Châtelet, conexión con la línea 4.

Pensaba volver caminando desde allí, pero, siguiendo el consejo de Alain, miré a ver si había algún tren de próxima llegada de la línea 4, por los servicios mínimos impuestos a los huelguistas. Lo había, a tres minutos de espera, confirmando que mi racha de buena suerte seguía en vigor. Agradecí el detalle, porque realmente estaba reventado. Cuando llegué ante la casa de Kike, mi contador de pasos había superado los 23.000. Había quedado con mi hijo en avisarle cuando estuviera llegando para que él volviera entonces del trabajo. Le tuve que esperar un poco en la puerta, en medio de todos los indios, hasta que lo vi aparecer con su bicicleta pedaleando tranquilamente en medio del tráfico de París. No pude menos que sentir una mezcla de ternura y orgullo viendo cómo se desempeña en esta metrópolis tan compleja. Nos quedaba subir los seis pisos. Luego, Kike me cocinó un plato típico de la Puglia, una exquisitez: pasta e lenticchie, pasta con lentejas. Y traía un par de birras que había comprado de camino y que pusimos a enfriar mientras cocinaba: es consciente de que tiene un padre birrero.

El viernes 11, decimocuarto día de mi viaje, era festivo en toda Francia, por la conmemoración del armisticio de la Primera Guerra Mundial. Kike se levantó tarde, yo le esperaba con el ordenador encendido viendo las noticias, el correo, etc. En todo este viaje, mis anfitriones sucesivos me han tratado a cuerpo de rey. Pero es que Kike bajó ese día a por un par de croissants a la panadería y se subió con ellos los seis pisos. Después de desayunar, salimos sin prisas. Nuestra primera parada fue en las taquillas de la Gare du Nord, en donde yo debía hacer el mismo tramite de anteriores estaciones: reservar plaza y pagar el suplemento de 10€ para el tren del día siguiente. Tuvimos que hacer una cola mediana, porque los días festivos la gente aprovecha para hacer todas las gestiones que no puede resolver en los laborables.

Echamos luego a andar hacia el sur, por la rue Saint Denis, hasta la zona de Les Halles y luego hacia Nôtre Dame, la isla Saint Louis y algunas de las zonas que más me gustan de París, pasión que Kike comparte. Regresamos luego hacia el Marais, en busca del barrio judío, en cuya rue des Rosiers se vende el falafel más auténtico. En esta calle está el famoso As del Falafel, que siempre tiene cola. Justo enfrente hay una tienda de comida judía para llevar, en donde te hacen unos sándwiches de pastrami extraordinarios. Kike había quedado allí con una pareja de amigos franceses, Charles y Leila, con los que nos agenciamos unos sándwiches de esos y unas latas de cerveza para irlos a tomar a un parque cercano. Pero resultó que el parque estaba cerrado por reforma, así que decidimos acercarnos a la orilla del Sena, un lugar lleno de gente desde que suprimieron la circulación de coches. Allí hicimos el botellón, y Kike sacó algunas fotos.


Hablé bastante con estos dos chavales, que manejaban un francés muy ortodoxo y accesible para mí. Kike presumió con ellos de padre enrollado, les contó que corro, que hago yoga y toco blues a la guitarra. Y encima escribe un blog desde hace diez años ꟷconcluyó. Los chicos quisieron saber de qué iba el blog y yo tiré balones fuera: de esto y lo otro, es una especie de diario, hablo de rock y de blues, también de urbanismo y de la actualidad política. Y Kike concluyó: ꟷY, sobre todo, de cómo huelen sus pedos. Es una expresión francesa de uso bastante corriente, que venía al pelo e hizo que se troncharan de la risa. Desde allí caminamos hacia la zona del Louvre, ya han visto que hacía un día de sol delicioso. Entramos en el vecino Musée des Arts Decoratifs, en donde había una exposición del arte y la estética de los años 80 muy interesante, un poco demasiado concurrida. Estuvimos casi una hora viendo muebles, vestidos, acrílicos y fotos de esos años de explosión creativa.

Después nos despedimos. Kike y yo cogimos un Metro de vuelta, subimos los seis pisos y yo me eché a descansar un poco mientras Kike apenas hizo un pequeño receso y enseguida se puso a estudiar algo que debía repasar. Por la noche teníamos cena de despedida. Tomamos el Metro para subir a la zona de Belleville, que está en alto, por lo que la escalera de salida del Metro es casi tan larga como las de San Petersburgo. Callejeando por este agradable barrio parisino a salvo de turistas, llegamos al restaurante chino de diseño Le Cheval d’Or. Kike había reservado allí y, de verdad, la cocina asiática de este lugar es una pasada. El concepto del restaurante es idéntico al de La Llorería de mi amigo José Certucha: pocas mesas, una barra larga de madera y platos más bien pequeños, ideales para compartir. Le pedimos a la camarera china que nos hiciera unas fotillos y nos hizo una a lo alto y otra al bies.


Bajamos la colina de Belleville y cogimos una línea de Metro diferente para volver a casa. Kike, que al fin y al cabo tiene 30 años, salió de nuevo porque había quedado con unos amigos y yo me acosté, no sin antes sacarme la tarjeta de embarque de mi vuelo de vuelta del día siguiente. Y eso nos lleva al sábado 12 de noviembre, decimoquinto y último día de mi viaje fastuoso. Es un día que no tiene mucha historia. Desayunamos en casa, me despedí de Kike, recogí mis maletas y caminé hasta la cercana Gare du Nord. Allí accedí al TGV a Lille sin incidencias resaltables. Empecé a escribir mi post Territorio Tangi I, pero hube de cortar porque llegamos enseguida a Lille, donde tenía el tiempo justo para hacer el transfer al tren de Kortrijk. Este sitio de Kortrijk debe de ser un pueblo que vive exclusivamente de los trenes, como en su día sucedía en Venta de Baños, donde yo cambiaba el tren de carbón por el de diesel a Madrid y por fin podía dormir un poco en la litera porque el diesel no hace ruido.

En Kortrijk averigüé que el tren que yo iba a coger a Bruselas, continuaba directamente hasta el aeropuerto de Zaventem. Yo pensaba haber parado un rato en la Centraal Station de Bruselas e incluso haberme dado una vuelta por allí, pero el tren directo era ciertamente más cómodo, encima cargando con las maletas. Así que en la misma estación cambié mi viaje en la app y seguí hasta el aeropuerto. Y me planté allí como a las tres de la tarde, cuando mi vuelo era a las 19.50. No pasaba nada, a mí me gustan los aeropuertos, lo mismo que los hoteles. Tenía un montón de horas, pero no había comido, así que lo primero era buscar un restaurante. Me salió al paso una brasserie atendida por negras muy jovencitas, en donde me pedí un steak au poivre que me sentó estupendamente. Por supuesto, acompañado por una Leffe Blonde 50. Vean el selfie que me hice. 

Un brindis por el final del viaje. Pero faltaba la traca final. Pasé la seguridad y accedí a la terminal A. Era muy pronto y en el tablero no indicaba cuál era exactamente la puerta de embarque, así que me senté en unas butacas que tenían enchufe y WiFi y me puse con el post sobre Tangi. Mi plan inicial era rematarlo durante el vuelo a Madrid, pero en un momento dado me pareció que me daba tiempo a terminarlo allí. Me puse a ello, lo terminé, le añadí las etiquetas, le di a publicar. Me quedaba entonces la tarea de enviarlo al mailing de los seguidores. Y copiar el mensaje a los dos seguidores que reciben ese aviso por Facebook. Aún me faltaba apagar el ordenador, desenchufarlo y guardarlo cuando, de pronto, los altavoces del aeropuerto dijeron en inglés y en español que este era el último aviso para los pasajeros del vuelo de Iberia a Madrid de las 19.50, a los que se rogaba que se dirigieran inmediatamente a la puerta A53, porque el embarque se estaba ya cerrando.

Apagué a toda prisa, guardé el ordenador y eché a andar. La puerta A53 estaba a tomar por culo (otra locución adverbial, etc.). Había una sucesión de los llamados tapis roulants, pero no era bastante, así que eché a correr por esas alfombras móviles a todo lo que podía, tirando de las maletas. Cuando vislumbré a lo lejos la puerta 53, empecé a hacer señas desesperadas a las chicas del embarque desde el propio tapis roulant: esperadme que ya llego. Alcancé el mostrador razonablemente sofocado, saqué el móvil y busqué el código QR de la tarjeta de embarque que había obtenido la noche antes. Y entré finalmente en el finger. Creo que no hay mejor final para este viaje que esta llegada por los pelos por tercera vez en mi periplo (recuerden que tuve que correr en Niew Vennep, donde me salvó la ayuda decisiva de Holger, y también cogí el transfer a Tours por los pelos en la Gare de Montparnasse, después de tener que embestir como en una melée de rugby para no perder el Metro en la Gare du Nord).

Al entrar en el finger comprobé que había un pequeño atasco en el acceso al propio avión. Había llegado a tiempo. Pero llegué el último. Nadie subió detrás de mí. Al entrar al avión el último, ya no había sitio para mi maleta en la zona que me tocaba, ante lo cual, la azafata optó por llevarme a una zona delantera que iba más vacía. El vuelo fue rápido y sin incidencias y me lo pasé sobre todo leyendo la novela Tierras Muertas, que debía acabarme para el Billar de Letras del martes. En la T4, a pesar de que eran más de las diez de la noche y yo venía con mis maletas, me dirigí al Metro. No puedo explicarles esto, simplemente les diré que, igual que otros tienen intolerancia a la lactosa, yo sufro de intolerancia a los taxistas. Además, en el fondo me seguía sintiendo de viaje y el trayecto es cómodo: Metro a Nuevos Ministerios, tren a Atocha y otro Metro a la ahora llamada Estación del Arte. Conozco la rutina de los cambios, es el trayecto que hacía cada día para volver del trabajo.

Subí a casa, dejé las cosas, miré la nevera y no tenía nada para cenar. Así que bajé al restaurante asiático Jinode, en la calle Atocha, donde ya me conocen de otras emergencias y me senté a comerme un primero de edamame y un surtido variado de sushi y sashimi, del que di cuenta con los palillos reglamentarios y, por supuesto, con la correspondiente cerveza. Pensaba descansar el domingo, pero entre medias me entró un whatsapp de una amiga que me proponía acompañarla a la manifestación del día siguiente en defensa de la sanidad pública. Le dije que sí, siempre que comiéramos juntos luego. Ya saben que yo entro a todos los trapos que me proponen las mujeres que me gustan. Al día siguiente me levanté tarde y apenas tuve el tiempo de desayunar, afeitarme y ducharme antes de bajar a la mani. Estos selfies dan cuenta de mi presencia en Cibeles.


También me hice selfies con la chica, pero ella pertenece a la zona de sombra de mi vida, la que no se cuenta en el blog o, si lo prefieren, se sitúa en el ángulo muerto del retrovisor. En un momento dado, la chica propuso que nos fuéramos. Le dije que qué prisa había. Su respuesta: el compromiso era llegar hasta Cibeles; hemos llegado ¿no? Pues vámonos. Así que tuvimos margen de tomarnos un vermú, para hacer tiempo hasta el restaurante donde habíamos reservado. Vino luego una larga sobremesa que ya queda fuera del foco del blog. El lunes me pasé toda la mañana resolviendo asuntos pendientes de quince días, contestando correos y haciendo cosas diversas hasta las 13.30 en que bajé a la calle y cogí el camino de mi academia de yoga.

Hice la rutina completa y me encontré bien. Elena, mi profesora, se quedó un rato al final mientras me calzaba y me comentó que me había visto muy bien, a pesar de estar quince días sin practicar. De allí seguí al Ricla, en donde me esperaban con unos callos con judiones que estaban como se imaginan. Volví a casa, pero apenas pude descansar, porque a las siete debía estar en el COAM para la presentación del último libro de mi antiguo jefe Luis Rodríguez Avial, que le edita el propio COAM. Allí saludé a un montón de gente y asistí al acto en compañía de mi última jefa del curre y mi amiga Cr. con la que luego me quedé a tomar una última cerveza en el propio bar del COAM. Y regresé a casa a pie, igual que había venido.

El martes tuve mi clase de inglés on line, y enseguida salí pitando a través del Retiro para acudir a mi cita con el dentista para una limpieza. La chica tardó más de una hora en hacerme la limpieza, porque dice que el sarro es como el gotelé de las paredes, comparación que me encantó. Atravesé de nuevo el Retiro de vuelta, pasé por La Pelu para que Jurgen me cortara de una vez las greñas, subí a casa a hacerme una comida rápida, descansé un poco, terminé y publiqué mi post anterior escrito a matacaballo en medio de ese programa tan nutrido y a las 19.30 me conecté para mi sesión mensual de Billar de Letras. Tenía agujetas del yoga, pero no estaba especialmente cansado, ya estoy hecho a este sinvivir continuo, que no cesa porque me vaya a Ámsterdam o París, ni tampoco cuando vuelvo. El miércoles amanecí bien y salí a correr por el Retiro, donde me hice mis 6,5 kms habituales. Era mi primera carrera después de tres semanas de lapsus y, ahora sí, me cansé bastante.

Hice una siesta del carnero porque no podía más. Comí los restos de mi guiso del día anterior y a las siete cogí el Metro para Palomeras, en donde caminé hasta la escuela de música en la que mi amigo Henry Guitar da sus clases de guitarra encima de los locales de la Asociación de Vecinos Nuevas Palomeras. Por último, ayer jueves tuve otra vez clase de inglés on line, yoga y piscolabis en el Ricla. Ya ven que esto continúa, esté o no de viaje: esto es un sinvivir sin solución de continuidad. Y que dure. Como conclusión de mi periplo, puedo decir que todo salió según lo planeado, lo que es como completar una especie de juego del Tetris. Que en todas partes me he sentido querido y me lo he pasado en grande. Que por fin he roto esa tendencia a acomodarme en la que estaba sumido tras haber descubierto las delicias de las rutinas caseras durante los confinamientos. Que esto es sólo el principio de una fase que espero más viajera. Y que la suerte hay que currársela. Y luego tenerla, por supuesto. Pero si no te la curras, es muy difícil que te llegue. Sean buenos como de costumbre.

10 comentarios:

  1. Qué magnífico viaje, Emilio! Sin solución de continuidad quiere decir que la cosa sigue, es decir que no se disuelve. Recuerda las lecciones de Física de tu bachillerato, no se hablaba disolución, sino "solución". Explicado. Desde Santiago de Chile, muchos besos.

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    1. Gracias, querida, para viaje fantástico el tuyo por las americas del sur. Tu explicación es una de tantas, ya ves que he recibido cuatro interpretaciones diferentes, entre ellas, la tuya. A mí me resulta claro que, de forma intuitiva, parecería que el significado pudiera ser el contrario y de hecho creo que la gente que usa esta expresión correctamente es porque alguien le ha explicado cómo aplicarla. Un fuerte abrazo,amiga.

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  2. POR ALUSIONES:

    Como enamorado de nuestro baqueteado y sufrido idioma, también veo en él algunas paradojas sorprendentes que desconciertan, igual que suele suceder con la mujer amada (aunque, en eso, el hombre, como el congrio, no es tampoco mala ave).

    Eso de la solución de continuidad no llegué a asimilarlo (y aun no del todo) hasta que empecé a estudiar, más o menos en serio, las Matemáticas y aquello de las asíntotas, que tanto nos hacía sufrir en el dibujo de ciertas curvas de raro comportamiento (también aquí estoy tentado de citar a algunas mujeres, pero me contengo porque el varón tampoco está exento de culpa).

    La solución de continuidad es, en realidad, la solución con la cual se dota de continuidad a algo que no la tiene, como sucede en el suelo de algunas plantas de edificios (¡esos arquitectos...!), o como también ocurre en la clave (punto más alto de un arco, para los legos) de algunos puentes y en la conexión de algunos túneles (¡esos ingenieros...!).

    Se trata de algo parecido al uso del posesivo "mío" en el sentido contrario al de "pertenencia", como parece que debería ser lo correcto. Cuando cito a "mi familia", a "mi patria", "mi país", "mis amigos", resulta que son míos porque yo les pertenezco. ¿No te parece algo insólito?

    Por último, como muy bien dices, también se produce ese tipo de paradoja idiomática en la expresión "de puta madre" que, más que una alabanza, debiera ser una expresión peyorativa, puesto que no es, ni más ni menos que equivalente a "hijo de puta".

    ¿o no?

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    1. Sabias y doctas palabras las tuyas, como siempre, querido Ateo. Es curioso este acercamiento desde la ingeniería, así como la digresión sobre cosas que decimos de forma habitual sin ser conscientes de que son impropias. Un amigo extranjero que vive hace años en España, me dice que él siempre se dirigía a un extraño con alguna forma de cortesía: por favor, permiso, me permite, cuando por ejemplo se trataba de pedirle a alguien en el Metro que se apartara para dejarle salir. Por eso le sorprendía mucho cuando otro le preguntaba: ¿va a salir? Su primera reacción era contestarle ¿y a usted qué le importa? hasta que descubrió que en España esa era la forma más habitual de pedirle a otro que se aprte.

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  3. Creo que "solución de continudad" en su acepción de la RAE puede tener su lógica.
    Me explico:
    Pienso que hace referencia a un apaño, arreglo, remiendo, chapuza, SOLUCIÓN, para dar continuidad a cosas que son discontinuas.
    Lo que ya es continuo no tiene problema de continuidad al que haya que dar solución.

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    1. Querido Paco, tu explicación del tema me parece fantástica. Precisa y sintética. Es con la que más me identifico. A lo mejor es porque ni tú ni yo somos licenciados en Filosofía y Letras, ni ingenieros, ni médicos, sino arquitectos, para bien y para mal.
      Un abrazo.

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  4. Mi pequeña colaboración al tema gramatical. Es un término muy utilizado en medicina cuando nos referimos a una herida o cicatriz en la piel o cualqiuer otro órgano. Es verdad que es muy confuso y contradictorio, yo nunca lo he entendido bien y he llegado a aceptarlo por cansancio o aburrimiento, pues si una herida es una solución de continuidad, porqué decimos o nos hemos acostumbrado a decir sin solución de continuidad al referirnos a ella. Consultemos el María Moliner que no tengo a mano.

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    1. Querido Alfred, desconocía que la expresión fuera de uso habitual en el ámbito de la Medicina. Si a una herida o a una cicatriz se la considera una solución de continuidad, es una acepción coherente con el significado que le da la RAE, no con el erréneo que yo le adjudicaba intuitivamente hasta que alguien me explicó que era justo al revés.

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  5. Ah!, olvidaba felicitarte por el viaje y agradecer la muy interesante crónica, además de admirar tu admirable resistencia de traslados entre estaciones de tren, metro y aeropuertos que encima te gustan. Un fuerte abrazo.

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    1. Mil gracias y un abrazo fuerte, amigo, ya sé que disfrutas con el relato de mis peripecias viajeras.

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