miércoles, 9 de noviembre de 2022

1.183. Barbarian rapsody

Mi interludio de calma en Lille terminó finalmente. El viernes 4 de noviembre, séptimo día de mi aventura europea, mi hijo Lucas me despertó a las 8 de la mañana como los días anteriores, desayunamos someramente y salimos a la calle, él con su bicicleta, yo con mis maletas recogidas la noche anterior. Nos despedimos con un abrazo cariñoso y él salió zumbando con la bici en dirección a su trabajo. Yo eché a andar con mi troley rebotando por el incómodo adoquinado de Lille. Contorneé el magnífico edificio de la Bolsa y me dirigí a la Estación Lille-Flandres. Allí hube de usar el billete de papel que me habían vendido unos días antes, para acceder al TGV. De camino a París, me pidieron el billete, en el que constaba que había pagado por él 10€. Y, lógicamente, me pidieron que mostrara el QR del viaje en el pase Interrail.

En París contaba con una hora escasa para hacer el cambio de tren desde la Gare du Nord hasta la Gare Montparnasse, de donde salen los trenes a Tours. El transfer se hace en el Metro, línea 4, que conozco bien. Pero debía recargar la tarjeta del Metro que tengo desde el año pasado, para luego sacarme el billete. El trayecto desde el andén del tren hasta el del Metro es larguísimo en ambas estaciones. Consultando el tema con Lucas el día anterior, me dijo que no me daba tiempo ni de coña, además con el equipaje no se puede correr más. Ante eso, me dio un billete individual de los que él tenía. Llegados a la Gare du Nord, bajé del tren y eché a andar. Con el billete individual, abrevié bastante el tema. Entré en el Metro, que no está preparado para minusválidos ni gente con maletas o carritos de niño, y llegué a un andén abarrotado, con alta proporción de negros enormes. Ya les he contado que en París, eso de entrar al vagón no se hace ordenadamente como en Madrid, donde la gente se aparta a los lados para cumplir el precepto antes de entrar dejen salir. O como en Tokio, donde están pintadas en el suelo las líneas en que se ha de situar la gente que espera y que todo el mundo obedece.

En Paris, ciertamente, es la guerra. La gente del andén se pone enfrente de la puerta y, en cuanto se abre, embisten. Es un deporte de contacto, como el fútbol; unos y otros entran al choque y eso se consideran cargas legales. Como se te ocurra dudar frente a una puerta o dejar un margen para que salgan los primeros, entonces el de tu derecha y el de tu izquierda te adelantan en diagonal a chocarse con los que salen. Al final, yo creo que se tarda más en el trámite y con más riesgos (por no hablar de los muchos carteristas que hay al acecho). Como yo me lo sabía, me situé centrado, con mis maletas una en cada mano. Pero resulta que el vagón iba abarrotado y no se bajó nadie. Así que yo agaché la cabeza y embestí con todo, hombros, rodillas, maletas, etc. Varios a mi lado en el andén optaron por esperar al tren siguiente. Para ambientarles la escena, les voy a poner una música que creo que ilustra perfectamente esta práctica bárbara. Es el grupo de folk-hardcore de Boston Dropkick Murphys.  

Tal cual. Igual que estos energúmenos se orientan hacia Boston, así entré yo en el vagón de la línea 4 del Metro de París, estación Gare du Nord. Les diré que llegué a la Gare Montparnasse con margen, pero allí hay que andar más de un kilómetro hasta llegar a los tornos de acceso al andén del TGV. Una chica negra de la SNFC se había apiadado del personal y había abierto un portillo al lado de los tornos para que pasara por allí la gente mayor o muy cargada. Accedí por esa gatera y resultó que mi vagón estaba muy al final del larguísimo tren. Caminé hasta el vagón 15, que era el mío, subí y en mi asiento estaba sentada una señora mayor con el atuendo que distingue a las musulmanas, aunque con la cara descubierta. Le dije que se había sentado en mi sitio y contestó que ya lo sabía, pero que el revisor le había dicho que ocupara ese lugar, al lado de la puerta de salida. Vuelta a bajar con todas las maletas para buscar al jefe del tren por el andén en medio de la gente que llegaba, aunque lo localicé rápido.

Era un hombre educado, con su uniforme impecable, gafas de montura fina y aire reflexivo. Me confirmó lo que decía la señora. Era un caso de deferencia con una persona con problemas de movilidad que debía bajarse en una estación intermedia. Si yo insistía en que quería mi plaza, él le diría que se moviera a otra pero, respetuosamente, me pedía que comprendiera la situación. Muy bien, lo entiendo, pero dígame entonces dónde me siento. Me dio las gracias, cogió su bolígrafo y, a mano, tachó el número de vagón de mi billete y también el número de asiento. Mi nueva plaza era en el vagón 20, el último del convoy. Caminé deprisa hasta la cola del tren, por un andén en el que ya casi no quedaba nadie. Subí a mi nuevo asiento asignado, coloqué mis cosas por allí y me senté. Y, en ese preciso instante, el tren arrancó. Si Lucas no me hubiera dado uno de sus billetes, o si en la Gare du Nord en vez de embestir como un carnero merino hubiera esperado al siguiente Metro, seguramente habría perdido el tren. Una muestra más de que la buena racha aun no se había terminado.

Llegué puntualmente a la estación de Tours, donde me bajé del tren, que seguía hasta Nantes. Eran las dos de la tarde y mi amiga Barbara me había dicho que no podía venir a recogerme hasta las tres, pero que había una buena cafetería en la estación. La localicé rápido, tenía amplios ventanales con cristales serigrafiados con el escudo de la cerveza belga Leffe Blonde que tanto me gusta y, nada más entrar, me saltó a los ojos un cartel escrito a mano que decía Plat du Jour, con un precio asequible. Me senté en una cómoda butaca y me atendió enseguida una señora mayor, de aire maternal, gafas de pasta y un uniforme sobrio con un mandilón a rayas. Me pedí el plato del día sin saber lo que era y una bière pression 50. El plato resultó ser un salmón a la plancha con una serie de guarniciones excelentes y de la Leffe Blonde de medio litro, qué quieren que les diga. A las dos y media, Barbara me avisó que salía a recogerme. Eso quería decir que vive a media hora de la estación.

Se produjo entonces una escena típicamente bloguera, de esas que algunos se creen que me las invento. Barbará es una rubia de mi estatura, con un tipazo envidiable. Cuando yo la conocí en el año 2000, tenía 28 añitos. Ahora, tiene 50, las matemáticas no engañan. Pero se mantiene fenomenal. Yo estaba sentado al fondo de la cafetería de la estación, un local de planta elíptica, con grandes ventanales transparentes y sin cortinas por los cuatro costados. Y me acababa de calzar una cerveza de medio litro, acompañada por una comida muy buena, lo que quizá explique un poco las sensaciones que viví y que les voy a contar. Vi a Barbara en la calle, mientras caminaba hacia la cafetería, la reconocí enseguida, con su planta de modelo, sus gafas de sol caladas y su media melena al viento. Abrió la puerta, se quitó las gafas y miró en todas direcciones.

Desde el fondo le hice señas con ambos brazos. Me reconoció y su cara se abrió en una sonrisa absoluta antes de empezar a andar hacia mí. Y entonces, la escena comenzó a transcurrir a cámara lenta, como en las mejores películas románticas. Barbara caminaba en mi dirección con amplias zancadas, pero parecía no avanzar. Su melena se balanceaba arriba y abajo en un movimiento armonioso. Y, con la misma cámara lenta, las miradas de todos los clientes y camareros de la cafetería parecieron polarizarse hacia la belleza entrante. ¿Quién era esa mujer tan despampanante? Pero inmediatamente esas miradas viraron con la misma lentitud hacia el lugar contrario: ¿Quién es el afortunado al que van dirigidas sus sonrisas? Al descubrirme a mí al fondo de la cafetería, no pudieron evitar un cierto aire de decepción, pero para entonces Barbará llegaba hasta mí, que ya me había puesto de pie, y nos dimos un largo abrazo. Sólo entonces, la escena recuperó la velocidad normal.

Le dije que ya había comido y pagado y nos fuimos a buscar su coche. Barbara vive con su marido Stephan y su hija Victoire en una casa preciosa del pueblo de Fondettes, a media hora del centro de Tours. Quizá sea el momento de contar por qué nos tenemos tanto aprecio. Barbará es licenciada en Políticas, rama de Desarrollo Urbano, por la prestigiosa facultad parisina conocida por todo el mundo por Sciences Po, de la que sale una élite que suele encontrar trabajo rápido. Ella lo encontró en el Ayuntamiento de París, concretamente en el Departamento de Relaciones Internacionales. Corría el año 2000 cuando el Departamento la mandó a integrarse en el equipo que, desde un año antes, desarrollaba un programa europeo Asia Urbs, con participación de París y Madrid, consistente en la instalación en Colombo (Sri Lanka) de un sistema de información georreferenciada (GIS) como los que ya teníamos en nuestras ciudades respectivas. El equipo lo dirigía mi también amigo Philippe Billot, un viejo zorro con una gran experiencia en proyectos de cooperación similares.

Desconozco cómo fue la conexión con nuestro proyecto, si a Barbara la forzaron a sumarse para que controlara de alguna forma el trabajo de Philippe, o si fue ella la que lo pidió. Lo que sí puedo decir es que con Philippe saltaron chispas desde el principio, lo que derivó en que le hiciera una especie de bullying muy cruel, al que se sumaban de forma seguidista la mayor parte de los informáticos que dirigía Philippe y a la que yo no me sumé en absoluto, porque desde el primer momento viví su presencia como un soplo de aire fresco. Me solían gustar sus propuestas de darle un mayor encanto y glamour a nuestro proyecto, que Philippe, que era un estoico, desechaba casi sin mirarlas. En mi equipo de Madrid estaban un par de chicas que hicieron amistad con Barbara y terminaron por cerrar el círculo. Mis chicas, salvo alguna ocasión excepcional, no querían viajar a Colombo, de modo que Barbara y yo compartimos varios de estos viajes en los que nos apoyamos frente al acoso del resto de la parte francesa.

Tengo el recuerdo preciso de una escena mágica en nuestra penúltima misión a Colombo. Philippe había propuesto tomar un apartamento en el centro de la ciudad para los quince días previstos para ello, de forma que tuviéramos una cocina y pudiéramos desayunar juntos y hasta cenar allí. Esto es una buena idea si vas a un país occidental, pero no tanto en un lugar como Sri Lanka, donde te puedes encontrar desde problemas con el agua y la luz, dificultad de encontrar material para las comidas, hasta cucarachas y otras incomodidades. Pero a Philippe le gustaba esa especie de autenticidad cutre, que el presupuesto del proyecto no exigía. Barbara pidió ir a un buen hotel y yo la apoyé. Ella y yo nos inscribimos en el Galadari, un hotel de lujo a todo trapo, con una piscina magnífica y acabamos viajando en un vuelo diferente del de los demás, no recuerdo a cuenta de qué. Barbara fue llorando la mayor parte del interminable trayecto, no le apetecía nada estar quince días en el ambiente casi irrespirable que Philippe imponía para ella, en el que yo era su único apoyo anímico.

En un momento dado, empezamos a sobrevolar los atolones de Maldivas, donde íbamos a hacer una escala para cambiar de avión. Barbara, que iba junto a la ventanilla, vio desde arriba aquella especie de paraíso, apoyó la cabeza en mi hombro y dijo: Emilio, esto es una maravilla, por qué no nos quedamos aquí tú y yo y mandamos a la mierda al resto del mundo. No hablaba en serio, por supuesto, ni yo lo entendí en ningún momento como algo más que un simple desahogo. Pero estas cosas se le quedan a uno grabadas y yo escribía por entonces unos diarios sobre mis aventuras en Sri Lanka, que en cierta forma anunciaban lo que vendría después: fue durante esos viajes cuando mi vida empezó a ser un blog. Después de terminado el proyecto, nos perdimos un poco de vista. Yo iba a París de vez en cuando, pero mi contacto y mi principal amigo era Philippe, que pronto se jubiló. Barbara volvió a Relaciones Internacionales y a mí me sorprendía cuando yo le anunciaba a Philippe que iba a pasar por la ciudad y le decía que por qué no reuníamos al viejo equipo para comer juntos. Su respuesta era: qué bien, porque yo no los veo nunca, nada más que cuando vienes tú.

Por mi parte seguía teniendo algún contacto con Barbara. Cuando gané el premio de novela corta Encina de Plata, le mandé un ejemplar del libro, que se leyó entero para practicar su español y que todavía recuerda con admiración. Supe luego que tenía pareja, que estaba embarazada y que finalmente había dejado el Ayuntamiento para seguir a su pareja a Tours, donde él tenía una oferta de trabajo muy buena, y criar juntos a su hija. En las navidades de 2019, vinieron los tres a Madrid y les acompañé a visitar Madrid Río y al Museo del Prado, como quedó reseñado en el blog. No sospechábamos entonces que estaba a punto de llegar una pandemia que cambiaría nuestras vidas para siempre. Cuando le hablé de la posibilidad de venir a visitarla a Tours, se puso muy contenta. Barbara se dedica ahora a la decoración, algo que siempre le gustó. Pero no es un hobby; ha hecho una serie de cursos para tener la cualificación necesaria y ha registrado una empresa a su nombre, que poco a poco va arrancando y cuya información recibo por Facebook con regularidad.

Llegamos a la casa que es magnífica, Barbara la ha diseñado hasta el último detalle. Stephan estaba trabajando y volvió justo para la hora de la cena, a pesar de ser viernes, lo que da idea de su régimen laboral. Por allí andaba Victoire, a la que vi bastante cambiada. En 2019 tenía 8 años, era una niña feliz que iba sobrada en el cole y hacía toda clase de actividades extraescolares, que me explicó en detalle: los lunes hip-hop, los martes zumba, los miércoles teatro y así toda la semana. En Madrid Río probó uno a uno todos los toboganes y tirolinas que nos encontramos. Y se reía a carcajadas todo el tiempo. Ahora, con 11 años, ha empezado a intuir lo que se le viene encima por ser mujer, porque es muy lista. En esta época preadolescente se la ve más reflexiva, más observadora, empieza a ir peor en el cole y a competir con su madre en todo, mientras su padre es su ídolo, el cuadro típico. Y para completar la familia está el gato. Se llama Rakan y es un gato noruego, de siete kilos. Vean una foto. 

Rakan y yo hicimos buenas migas desde el primer día. Parece que el mayor inconveniente de los gatos noruegos es su tendencia a escaparse y perderse. A la vez necesitan pasar tiempo al aire libre. Rakan tiene un arnés con el que lo atan en el jardín con una cuerda muy larga. Y ese primer día lo sacamos y nos metimos para adentro. Barbara me enseñó la casa y el magnífico dormitorio de invitados donde me sentí como un rey. Estaba colocando mis cosas cuando ví a Rakan por la ventana. Se había librado del arnés (algo dificilísimo) y andaba por allí libre, intentando cazar un pájaro. Avisé inmediatamente a Barbara y salimos a cogerlo. Pero el animal se puso a jugar al pilla-pilla con ambos. Hasta que salió Victoire e impuso su autoridad. Le dijo a voces que se quedara quieto, el gato obedeció y enseguida lo atrapó. Esa noche le dejé la puerta abierta de mi cuarto y durmió parte de la noche en mi cama a los pies. La segunda noche ya durmió toda la noche conmigo, haciendo una especie de cucharitas. Vean que no les engaño.

Bien, cenamos juntos los cuatro y me fui a dormir a mi habitación de lujo, al fondo de la planta baja, donde están el cuarto de estar y la cocina; los dormitorios de la familia están en la planta de arriba. El sábado 5, cada uno hacía su programa. Barbara se levanta pronto y se va a la piscina pública a hacer largos como una loca. Me contó que sale dos veces por semana a correr y otras dos a nadar, estas en el fin de semana. Me ofreció acompañarla, pero nadar no estaba entre mis prioridades en estos días. Desayuné con ella y me quedé por allí con el gato, puliendo mi post anterior, hasta que se levantaron los demás. Había quedado con Stephan en acompañarlo a pescar a la orilla del Loira. Estuvimos por allí un par de horas, pero no pescamos nada, aunque sí hablamos mucho y nos conocimos un poco más. Después cogimos los cuatro el coche para ir al cercano pueblo de Azay le Rideau, donde hay un castillo interesante.

Llegamos y fuimos directamente a comer a un lugar de cocina regional. Allí, Stephan me hizo un regate preciso para pagar la comida de todos y no lo pude evitar. A continuación fuimos a ver el castillo. Yo conozco varios de los castillos más famosos del Loira, especialmente el de Chenonceau que es el más bonito en mi opinión y Chambord que es el más grande. El castillo de Azay le Rideau es pequeño y coqueto y tuvimos la suerte de meternos en una visita guiada, con un guía de edad intermedia que era buenísimo y hablaba un francés de telediario que entendí perfectamente. El castillo está en medio de un jardín precioso con lagos y paseos muy agradables. Allí me hice unas fotos con Barbara y su hija, que pueden ver abajo. Cuando ya se fue haciendo de noche, se empezó a pedir a la gente que se fuera del jardín y nosotros cogimos el coche de vuelta a casa. Volvimos a cenar algo de la nevera de Barbara y me fui a la cama para dormir otra vez fenomenal con mi amigo Rakan.


El domingo 6 el día comenzó como el anterior. Barbara madrugó para ir a la piscina, yo desayuné con ella, publiqué mi post y me fui con Stephan a pescar, esta vez al Erdre, que es un afluente del Loira, pero con el mismo resultado: cero pesca. Aunque sí avistamos muchos pájaros: gaviotas, cormoranes, herons (garzas), aiglettes (garcetas). Con Barbara nos entendemos mitad en francés, mitad en español, pero Stephan no habla una palabra de español y eso me sirvió para mejorar mi vocabulario ornitológico. Me contó también que los cormoranes son un problema ahora mismo, porque están protegidos por la Comunidad Europea y no tienen ningún depredador que los controle. Y, al parecer, atacan en escuadrillas los estanques de las ciudades con peces de colores y sobre todo las piscifactorías, en las que hacen unas averías importantes. Y, si los espantas a tiros, lo mismo te ponen una multa por incívico.

Luego nos fuimos con el coche a Tours, donde yo tenía el tren a Nantes a las 19.00. El plan era igualmente comer al llegar y luego ver un poco los monumentos más destacados de la ciudad, hasta que me dejaran en la estación. Me llevaron a la Brasserie L’Univers, un viejo restaurante art deco donde comimos fenomenal y donde impuse como condición que pagaba yo. Me puse muy serio, les dije que si no era así no comíamos y tuvieron que aceptar. Luego estuvimos paseando por la rue Colbert, eje del centro histórico, visitamos la catedral y el Musée des Beaux Arts. Y finalmente me llevaron a la estación donde les dije que no hacía falta que se quedaran conmigo, Victoire estaba deseando irse y no era cuestión de alargarle el coñazo. Abajo, algunas fotos más de esa tarde.

Aquí un edificio tradicional de la zona, en la rue Colbert.

Fachada de la catedral gótica de Tours.

Foto que nos hizo Barbara a los demás.

Una tumba de estilo italianizante, que recuerda a algunas de Nápoles.


Un par de detalles más de la catedral.

Y finalmente, un busto del Musée de Beaux Arts que me impresionó por su realismo. Parece de verdad.

Bien, llegué a Nantes en hora y media y allí me esperaba el gran Tangi Saout, pero eso ya se queda para el post siguiente. Algunas cosas más sobre esta etapa de mi viaje. Tours es una ciudad de provincias, bonita y tranquila, cabeza de una comarca agrícola muy rica, por lo que allí se respira el dinero. No se ven vagabundos, no hay mucha inmigración y no es difícil imaginar este lugar como un caladero de votos de la señora Le Pene, porque es normal que en estas zonas la gente sea conservadora, ya que tiene mucho que conservar. En cuanto a Stephan, es economista y tuvo varios empleos en París con buenos puestos en empresas potentes. Hasta que le llegó su gran oportunidad. Le ofrecieron dirigir la parte financiera de una empresa radicada en la comarca, que se dedica a la fabricación de sillas de ruedas manuales y es la mayor de Europa. Me contó que fabrican 120.000 sillas de ruedas anuales, la mitad para Francia y el resto para los demás países de la Unión Europea.

La demanda de sillas de ruedas es alta en todas partes (población cada vez más envejecida, hospitales, aeropuertos) y, al parecer, el mercado de las sillas electrificadas, que se mueven con un botón, está más copado por la industria alemana. Stephan gana dinero y es un buen tipo, de gustos sencillos, totalmente de fiar, que quiere mucho a su familia. Barbara tiene una casa preciosa, en una zona segura y tranquila y es feliz aquí. Se llevó una alegría grande cuando le anuncié que venía y me ha tratado con enorme cariño. En una conversación en que le mostré mi agradecimiento, ella dijo que para eso tenían la habitación de invitados y que el hecho de que viniera una persona a pasar unos días con ellos introducía un factor diferente en una vida un poco rutinaria; por ejemplo, ellos no van al centro de Tours salvo cuando viene alguien a quien enseñárselo.

Empecé a escribir este texto en casa de Tangí en Nantes y lo estoy rematando en el TGV que me lleva a París. Para ello he utilizado la posibilidad que me da el móvil de operar como antena WiFi y permitirme abrir Internet. Son los pequeños trucos que te dan los nuevos aparatos que todo el mundo tiene. Pendiente de ver qué pasa en las elecciones yanquis mid-term, yo sigo desarrollando mi viaje, de momento felizmente; todo va encajando como un mecanismo delicado en el que nada ha fallado hasta ahora. Me resta únicamente mi fase parisina con mi hijo Kike, que me espera en su nueva casa dispuesto a pasar tres días conmigo.

Para la comida de hoy me ha preparado una pasta caccio e peppe, que sabe que me encanta y cuya receta les traje al blog y la pueden encontrar en la etiqueta cocina. Mañana tengo una cita con Alain Sinou para comer y tendremos que encontrarnos caminando en un punto intermedio entre su casa y la de Kike, porque parece que hay una huelga general de todos los transportes, estos franceses siempre están igual. Me dice Barbara que el gato Rakan estuvo un día entero buscándome por todas las esquinas y emitiendo unos marramiaus inequívocos de que me echaba de menos y no entendía por qué ya no estaba más con él. Me lo creo completamente, hicimos muy buena amistad en esos días. Les mantendré informados. Sean buenos.

2 comentarios:

  1. Está usted disfrutando una barbaridad. Disculpe el chiste: me lo ha puesto a huevo.

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    1. Nada que disculpar. Lo único que siento es que no se me haya ocurrido a mí, hubiera sido un título mucho mejor del post: disfrutando una barbaridad.

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