miércoles, 6 de marzo de 2019

815. Adagio lillois

Han de pronunciar liluaaas, poniendo boquita de piñón como la de las francesas, que siempre han fundamentado en su boca el indudable sex-appeal que atesoran, y dejando que la ese final se deslice suave, casi silente. La parte de mi viaje en Lille fue más corta y como menos estresada. Los parisienses llevan una velocidad de crucero alta y se nota en todo lo que hacen. Por ejemplo, en el Metro no se deja salir, antes de entrar. Cuando se abren las puertas, la gente que entra y sale se abalanzan al unísono unos contra otros y es una guerra para ver quien empuja más fuerte. Y si se te ocurre, en plan español educado, quedarte un poco retirado en el andén para dejar que salgan los de dentro, entonces se te cuelan dos tipos acelerados por ambos lados y te rebasan en diagonal para aprestarse a la batalla. No he visto eso en ninguna otra ciudad del llamado primer mundo. Tal vez fuera ésta la lucha por el espacio urbano de la que hablaba Henry Lefebvre. No es de extrañar que mi amigo Philippe opinara, en una de sus frases magistrales, que Francia es un país en vías de subdesarrollo. 

París vive a ritmo de allegro vivace, en términos de música clásica. En Lille, en cambio, la vida es más tranquila y podríamos asimilarla a un adagio maestoso. Otro cambio decisivo fue el del clima. En París durante toda la semana lució un sol primaveral. Y, cuando eso sucede, todo el mundo se vuelve loco, sale a la calle y llena los parques y las terrazas de los bares. Sólo el último día se nubló y hasta cayeron unas gotillas cuando me encaminaba al Metro para llegar a la Gare du Nord a tomar el TGV. Durante los días que estuve en Lille no vi el sol ni cinco minutos. Ya llovía cuando caminé desde la estación de ferrocarril hasta el Hotel de la Treille, donde me había alojado hace cuatro años, en un viaje que fue contado en el blog. Pregunté a la señora del hotel dónde comer y, sin dudarlo, me indicó el restaurante La Connivence. Pero llegué y me dijeron que acababan de cerrar la cocina (algo que tampoco te suele pasar en París). Por allí, sin salir del Vieux Lille, encontré una cervecería llamada The Black House, en donde ofrecían un menú del día: plato de cordero y pinta de Leffe Blonde por un precio asequible. Regresé al hotel y me tumbé a esperar la llamada de mi hijo Lucas, que tenía ese día su examen de mitad del doctorado.

Es hora ya de decir que Lille es una ciudad que perteneció a Flandes y que conserva mucha de su tradición flamenca, marcada por los años de dominio español. Por ejemplo, como me hizo ver mi amigo Alain, en Francia es casi imposible encontrar croquetas. Sí las hay, en cambio, en España y también en Bélgica, donde las más típicas son las de camarones. Dicen que a Puigdemont le encantan. Que en Waterloo, a falta de mungetas amb butifarra, se pone ciego de croquettes de crevettes. Como buenos flamencos, los lillois disponen de un surtido de cervezas artesanales buenísimas, además de las clásicas Leffe, Grimbergen y Hoegaarden. Es un lugar siempre encapotado y con chirimiri frecuente, lo que no impide que las calles del Vieux Lille estén abarrotadas de gente a todas horas. Lille es la cuarta metrópolis francesa por población, sólo por detrás de París, Lyon y Marsella. El Área Metropolitana abarca 85 ciudades, las mayores: Lille, Roubaix y Tourcoing. Y aquí están radicadas las sedes de algunas de las multinacionales francesas más extendidas, que nacieron precisamente en Lille, como Decathlon o Leroy Merlin, por no hablar del famoso Paul, cuyas cafeterías inundan toda Francia (en el aeropuerto de Barajas ya hay una).

Lucas llegó a media tarde y nos fuimos a dar una vuelta. Lo que había tenido era la evaluación intermedia de su doctorado basada en una presentación oral de su trabajo de año y medio, ante unos profesores que habían venido de Inglaterra y Bélgica. Habían empezado a las nueve de la mañana, a la una habían parado para comer y luego habían seguido una hora y pico más. Le había salido muy bien, pero estaba tan cansado que se había dejado la bicicleta en la Uni y había venido al centro en Metro. Estuvimos un rato callejeando por el Vieux Lille, vimos los edificios de la Ópera, el Ayuntamiento, la Vieja Bolsa, la Grand Place. Acabamos cenando en un lugar típico: Au Vieux de la Vieille, en la pequeña Place aux Oignons, la plaza de las cebollas. Y nos fuimos a dormir.

El viernes 1 de marzo me levanté tarde, bajé a tomarme un café crème con un croissant y volví a la habitación, en donde esperé leyendo a que llegara mi hijo que, lógicamente, se levantó tarde. Dimos un paseo corto bajo la lluvia y nos zampamos unas hamburguesas de pato en un sitio de comida rápida. A las 2 nos separamos; él se fue a la Uni a recuperar la bici y poner orden de nuevo en el laboratorio y yo caminé hasta la Universidad Católica de Lille, en donde tenía mi segundo bolo del viaje. Había quedado a las 14.30 con Ana Ruiz-Bowen, directora del máster de Smart Cities, para una repetición de mi encuentro-taller de París. A punto de empezar, me enteré de que, además de los estudiantes del máster, se habían sumado a la charla dos o tres erasmus, que no entendían ni papa de francés. Por lo que me dijeron que si por favor podía darla en inglés. Así lo hicimos durante hora y media, lo que me resultó muy cansado; es agotador contar en ingles una presentación con las imágenes en francés.

Después hubo media hora más de preguntas y debate, que les pedí que hiciéramos en francés. En cualquier caso, los alumnos (y la profesora) no sabían demasiado de urbanismo, por lo que la actividad tuvo mucho menos nivel académico que la de París, que había resultado fantástica. En general, yo creo que las universidades privadas tienen bastante menos nivel que las públicas, si bien en este caso tienen edificios antiguos de prestigio, como verán en las fotos y parecen disponer de recursos económicos a cascoporro. Al acabar, Ana me invitó a una cerveza en un pub cercano y luego me enseñó uno a uno los principales edificios de la Uni, donde tenían cosas como impresoras 3-D, cortadoras láser y similares. A pesar de ser viernes por la tarde, había bastantes alumnos y profesores en los diferentes talleres colaborativos. Aquí unas cuantas imágenes de los edificios universitarios y de mi charla.









Esa noche, Lucas salió a celebrarlo con sus colegas del laboratorio, la mayor parte italianos. Yo les acompañé en la primera parte de la celebración con un par de cervezas en el bar La Capsule. Mi hijo se vino conmigo a cenar a La Connivence y más tarde me dejó en el hotel para seguir la farra con sus amigos. Un par de cosas sobre la cocina de Lille. No es demasiado variada. Lo más destacado es la carbonade flamande, un especie de ragú cocinado a fuego lento con cerveza, que está muy bueno, y la potjevleesch, que es una especie de paté hecho a base de diferentes carnes: de conejo, pollo, ternera, apretadas en un cilindro de gelatina. Podría recordar algo al morteruelo. Por último, el welsh, el plato pobre emblemático que adoran todos los lillois. Es lo que se acostumbra a hacer con el pan duro: una especie de pequeñas tostadas con queso cheddar fundido, que se pueden tomar con diversos acompañamientos, como huevos fritos o embutidos. También son muy partidarios de los pequeños mejillones cocinados con diferentes salsas, típicos de toda la costa francesa.

El sábado, amanecimos tarde, especialmente Lucas. Vino a recogerme y me tomé con él un segundo café con unos dulces, bueno para la resaca. Nuestro plan era ir a Roubaix a ver un museo que se llama La Piscine, pero, de camino a la estación, nos tropezamos con la marea de los gilets jaunes de cada sábado. Los antidisturbios se prepararon y, a visera bajada, se desplegaron para evitar que la revuelta llegara a los puntos neurálgicos de la ciudad. Desde detrás de la barrera policial hice algunas fotos que pueden ver abajo. Los manifestantes torcieron el rumbo y giraron a su izquierda, en dirección a la Grand Place. Ni unos ni otros querían más bronca de la necesaria. Tan sólo exhibir músculo, antes de retirarse a tomar el vermú. Desde mi parapeto, pensé que, si esta gente jugara al victimismo como otros que yo me sé, sería muy fácil provocar un poquito a la policía, lo justo para recibir unos cuantos porrazos y estar atentos a filmar las cabezas ensangrentadas para colgarlas enseguida en Twitter y difundirlas all over the world. Ya puestos, no hace falta ni recibir el porrazo, basta un poco de salsa de tomate. Vale, no sigo por esta senda, vean las fotos de la marcha, que se repite todos los sábados desde hace meses y sigue siendo muy numerosa. 





Ahora mismo, los gilets jaunes tiene el apoyo de los dos extremos del arco ideológico francés: el hirsuto Melenchón (amigo de Pablo Iglesias) y la señora Le Pene. Por algo será. Diré que viajamos a Roubaix, en donde visitamos el museo de La Piscine, un lugar ciertamente bonito, en el que han adaptado una vieja piscina pública a museo, con un resultado espectacular. Vean algunas imágenes.





Regresamos después a Lille, en donde nos quedamos un rato en el hotel, descansando y charlando. Luego salimos a cenar a una pizzería, que yo ya estaba harto de tanto guisote de carnaza local. Un último paseo bajo la lluvia y nos despedimos. Lucas se volvió a su casa en bicicleta, y yo me subí a mi cuarto. El domingo hice la maleta y caminé hasta la estación de ferrocarril. A las 9.03 tomé un tren directo al aeropuerto Charles De Gaulle, de París. Y allí me subí al vuelo de las 12.30 a Madrid, a donde llegué con tiempo de tomar el vermú. Y, enseguida, la inmersión en la actualidad española. El Metro del aeropuerto iba abarrotado, porque ya saben que el gobierno de la Comunidad de Madrid está súper endeudado y hace economías reduciendo el número de trenes. Circulé hasta Nuevos Ministerios atufado en medio de un grupo de catalanas viejas, desabridas y quejosas, que hablaban todo el rato en su idioma. M’estic marejant decía una doña de aire hipotenso y cara de asco.

Y me vino a la mente un pensamiento que les voy a contar. No pretendo decir que esté bien pensar semejante cosa. Pero es rigurosamente cierto que pensé lo que les voy a contar más abajo. Ya saben que esta es una tribuna en la que se consignan sentimientos y luego se tratan de explicar, aunque no sean muy defendibles. Esto es lo que pensé. Después de pasar una semana y pico entendiéndome con mis hijos y sus amigos respectivos en una mezcla de francés, español e italiano, venía con la sensación siguiente: joder, qué tres idiomas más hermosos, ricos, sonoros e inspiradores. Qué delicia y qué privilegio poder expresarse en una cualquiera de estas tres bellas lenguas derivadas del latín. Y, en el medio de esa triple deriva lingüística, ¿cómo es posible que haya existido un pueblo tan cutre como para pervertir el precioso latín original generando un idioma tan feo, malsonante, basto y depresivo como el catalán? ¿Tal vez esté aquí el origen de ese extraño fenómeno por el que ese mismo pueblo ha dejado crecer en su seno el huevo de la serpiente del independentismo identitario, racista y sectario? En fin, ya les digo que no es un pensamiento muy presentable. Pero les juro que eso fue lo que me vino a la cabeza mientras escuchaba a aquellas cuatro marujas provincianas proclamando que en Barseloneee el Metro no va tan abarrotat, escolti tú.

Para acabar de joderla, en el tren Nuevos Ministerios-Atocha, se subieron un par de tipos recios, de aire ordinario inequívocamente rural, que volvían de una manifestación a favor de la caza y la pesca, con sus pancartas plegadas y la pechera llena de pegatinas y pines alusivos. Empezaron desgranando sus últimas aventuras con el guarro y el venao y enseguida pasaron a hablar maravillas de Vox, partido al que pronosticaron una subida espectacular en las próximas citas electorales, porque (sic) la gente está hasta la polla. Como ven una doble inmersión sucesiva en la triste realidad patria. Quedan un par de flecos del viaje, sobre los culos de las francesas y otros interesantes temas, que ya desarrollaré en el post siguiente. Que sigan ustedes disfrutando de esta semana primaveral adelantada.

2 comentarios:

  1. ¡Qué preciosidad el Museo de La Piscine! Y, respecto a la popa de las francesas, te diré que un amigo inglés decía que le chiflaban y que no soportaba los traseros de las damas británicas, inmensos y "desparramados", según él.

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