domingo, 17 de diciembre de 2017

692. Los animales también conceptualizan

Creo que podría retornar y vivir con los animales, ellos son tan plácidos y autónomos
Me detengo y los observo largo rato.
Ellos no se impacientan, ni se lamentan de su situación.
No lloran sus pecados en la oscuridad de un cuarto.
No me fastidian con sus discusiones sobre sus deberes hacia Dios.
Ninguno está descontento. Ninguno padece la manía de poseer objetos.
Ninguno se arrodilla ante otro ni ante los antepasados que vivieron hace milenios.
Ninguno es respetable o desdichado en toda la faz de la tierra.
Así me muestran su relación conmigo y yo así lo acepto

Walt Withman (Hojas de hierba)

En estos momentos de descanso del coñazo catalán (a partir del jueves se constatará que los resultados electorales son exactamente los mismos que antes del prusés y la situación entrará en bucle, ojalá me equivocara) el PP ha decidido presentar en Las Cortes una Propuesta de Ley que modifica nada menos que el Código Civil, la Ley Hipotecaria y la Ley de Enjuiciamiento Civil, para variar la forma en que dichas leyes contemplan a los animales en general. Así me he enterado yo de algo que no sabía: que en las leyes citadas, los perros y gatos domésticos aparecen catalogados como bienes muebles, incluso se les degrada con el infamante epíteto de semovientes.

Eso autoriza a comprarlos, venderlos, enajenarlos, empeñarlos, pignorarlos, embargarlos, requisarlos, hipotecarlos, cederlos, traspasarlos, repartirlos salomónicamente en rupturas matrimoniales y otra serie de sevicias legales. ¡Qué barbaridad! ¿Se imaginan hipotecar a su perro? La Propuesta de Ley ha iniciado ya su tramitación, que se presume corta, por cuanto tiene el apoyo de todos los grupos con representación parlamentaria, incluso el del últimamente algo desnortado Pablo Iglesias, que duda de las cosas más elementales (se rumorea que está barajando la posibilidad de cesar como portavoz y sustituirse a sí mismo por Irene Montero, mientras se va unos meses al Monte Athos, a meditar sobre lo correcto y lo incorrecto, desde un punto de vista ontológico y no coyuntural).

Esto de considerar a los animales como seres irracionales, frente al animal racional que es el hombre (¡por Dios, qué presunción!), viene de largo. Concretamente desde que los romanos heredaron la supremacía cultural de la humanidad y absorbieron de aquella manera los principios de la civilización griega. Y, como siempre, el lenguaje está detrás de todo. La palabra logos (λóγος) tenía en griego una significación muy amplia. Era, por supuesto, la razón, el conocimiento, pero también el habla, el discurso, la capacidad de conceptualizar y de expresar lo conceptualizado mediante la palabra (de ahí el origen etimológico de logopeda, el que te enseña a hablar). Está claro que los animales no disponen de la facultad de hablar y por eso se determinó que carecían del logos. Al transponerse al romano, la palabra perdió el segundo de sus significados y se quedó reducida al razonamiento. Por eso los animales fueron categorizados como seres irracionales.

Luego estaba el que podía hablar pero no lo entendía nadie. Entonces se le consideraba loco. Es el caso del gran Heráclito de Éfeso, a quien sus contemporáneos llamaron El Oscuro. Mucha gente lo tomaba por loco, porque no entendían lo que decía y, encima, gustaba de enterrarse de vez en cuando en estiércol de vaca, supuestamente para curarse de la hidropesía (Julio Cortázar sostiene que el objetivo de tan bárbara técnica terapéutica era sobre todo psicosomático). En todo caso, creo que lo mejor que se ha dicho de Heráclito es lo que proclamó Sócrates. Traduciéndolo al lenguaje actual de la calle, más o menos lo siguiente: Del discurso de Heráclito no entiendo casi nada, pero lo poquito que entiendo me gusta tanto que me malicio que el resto debe de ser cojonudo.

Volviendo a los animales, el que le dio la puntilla a su prestigio fue Descartes, que sentenció que se trataba de seres indiscutiblemente irracionales. Que tenían una mente primitiva, regida por instintos, como el miedo, el hambre o la compulsión sexual, pero eran incapaces de albergar otros sentimientos más elaborados y complejos. Quien haya tenido perros o gatos, sabe que esto es una memez, que los animales domésticos están dotados de una mente, ciertamente no tan compleja como la del ser humano (esa suerte que tienen), pero capaz de generar actitudes bastante sofisticadas. Los perros y gatos, obviamente tienen memoria, reconocen a alguien después de mucho tiempo de no verlo, y lo manifiestan con mucha expresividad. Pero también son capaces de interiorizar rutinas, encariñarse con alguien y, también, cogerles manía a determinadas personas, deprimirse, disimular, expresar diferentes emociones, como la ansiedad, la alegría o el aburrimiento, y hasta hacer el payaso, sólo para ver cuál es tu reacción ante ello.

Ya he contado en alguna ocasión lo que hacía mi perro Rufo. Él sabía que no debía subirse al sofá; estaba prohibido por la autoridad, que era yo. Así que aguantaba toda la velada subido en su mantita en el suelo. Pero, cuando nos íbamos a dormir y apagábamos la luz del salón, no perdía tiempo para subirse en el hueco del sofá en el que yo había estado sentado. Si, por ejemplo, yo me había olvidado las gafas y volvía a por ellas, al dar la luz veía una escena nítida: Rufo se sobresaltaba visiblemente, corría de vuelta a su manta y disimulaba de forma ostensible. Sólo le faltaba ponerse a silbar, si hubiera sabido. Esa actitud revela muchas cosas. Hay unas normas que debemos cumplir pero, como son una gilipollez, cuando no nos ven, hacemos lo que queramos. Y hay una diferenciación de conductas, según esté o no el amo delante, similar a la de los niños que aprenden que pueden decir ciertos tacos o expresiones delante de sus padres, pero no delante de la abuela. Creo que este es un ejemplo claro de que perros y gatos conceptualizan, aunque luego no expresen lo conceptualizado en una lengua inteligible para los humanos, si bien utilizan un lenguaje corporal muy explícito. Abajo, por ejemplo, tienen un amplio catálogo de actitudes de nuestros gatos domésticos. Está en inglés, pero ¿qué problema es ese para unos lectores políglotas como ustedes?


La literatura ha hecho oídos sordos a desviaciones jurídicas como la que estamos comentando, y ha dado voz a los animales desde siempre; recuerden algunas de las fábulas de Esopo o La Fontaine narradas por animales, o la novela El Coloquio de los Perros, de Cervantes, presentada como diálogo entre dos canes, llamados Cipión y Berganza. En tiempos más modernos, yo destacaría unos cuantos libros. En primer lugar, Tombuctú (Paul Auster, 1999). Auster utiliza un narrador omnisciente en tercera persona que traduce los pensamientos y las reflexiones de Mr. Bones, un chucho sin raza definida, propiedad de un vagabundo de Brooklin que se llama nada menos que William G. Christmas. Este pobre hombre, consciente de que su muerte se acerca porque tiene una bronquitis crónica de caballo, decide emprender un inefable viaje a Baltimore, para hacer entrega del perro a una antigua profesora de literatura que tuvo en su infancia, que siempre le hablaba de Tombuctú y de la que ni siquiera tiene constancia de que continúe con vida. Si quieren saber lo que pasa luego, cómprense el libro. Es un excelente regalo de Navidad.

En segundo lugar, Yo, el Gato (Natsume Sōseki, 1906). El gran maestro de Tokyo se transmuta en gato y traduce la despreocupación, la curiosidad y la elegante distancia típica de estos animales, para dibujar en primera persona un fresco espléndido sobre la vida de la familia de humanos que lo alberga. Este gato sin nombre se infiltra por todos los rincones de la casa, lo que le permite escuchar conversaciones, contemplar conductas privadas más o menos secretas, escudriñar a diestro y siniestro y sacar conclusiones divertidísimas sobre la condición humana, que expone con una cierta petulancia, como buen gato. 
                 
Tiempo de perro del camerunés Patrice Nganang (2010), cuenta la vida cotidiana del barrio de Madagascar, una de las barriadas más populosas, míseras y peligrosas de Yaundé, la capital del Camerún. El narrador en primera persona es aquí Mbudjak, el perro del dueño del bar El Cliente es Rey, un ex funcionario estatal que se las sabe todas. Según se describe en la contraportada, Mbudjak es un perro humanista, que basa su observación del mundo en una curiosidad universal que le lleva a olisquear a todos los viandantes. Del resultado de esos olisqueos deduce una serie de reflexiones que nos permiten conocer la vida callejera de ese rincón perdido del mundo, en el que se habla una lengua mestiza que entremezcla el francés, el inglés y el alemán con los idiomas locales.

Finalmente, en El suicidio de Saul (Carlos Eugenio López, 2017), de la que se ha hablado bastante en este blog, el narrador es un perro al que su extraño y misántropo amo recoge de la perrera, donde le dicen que se llama Bobby, nombre que le parece estúpido y que inmediatamente cambia por el de Arthur Schopenhauer. Es este un perro reflexivo que durante toda la narración nos plantea dudas existenciales y filosóficas profundas, haciendo de altavoz del autor de la novela. Un autor que sostiene que es imposible dialogar con nadie, porque, mientras uno habla, el otro no le escucha, sino que está concentrado pensando en lo que va a decir a continuación y viceversa, resultando así una sucesión de monólogos alternos. Así que esto no pasa sólo en Cataluña, sino que es universal, según  mi admirado Carlos Eugenio López. En cuanto a la extravagancia a la hora de bautizar a un perro, he de decirles que, cuando adquirimos a nuestro perro Rufo, antes de ponerle nombre hicimos una votación entre los miembros de la familia, en la que mi hijo Lucas, que tendría unos seis años, propuso que le llamáramos José María Arcochea.

Vienen tiempos duros. Las Navidades y el coñazo catalán. Que la fuerza les acompañe.

2 comentarios:

  1. Emilio, se te olvida la conmovedora "Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar", de Luis Sepúlveda. Cuenta la peripecia del gato Zorbas, cuyo alto sentido del honor le obliga un día a asumir, ante una gaviota moribunda, un compromiso que parece imposible de cumplir: no comerse el huevo, criar al polluelo y enseñarle a volar. En esa historia conocerás el secreto más extraordinario de los gatos y lo bien que saben elegir a sus amigos.

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    1. De Luis Sepúlveda nunca olvidaré su novela Un viejo que leía novelas de amor, en donde narra detalladamente cómo se organiza una pequeña comunidad rural para acabar con un tigre que los trae por la calle de la amargura. He de leer la que me dices, que seguro que es estupenda.
      Gracias, amiga, por el consejo.

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