jueves, 29 de octubre de 2015

441. La mente en modo ONU

Ya les he contado que últimamente estoy en contacto con la red internacional ONU-Hábitat, y hasta me han nombrado miembro de la Comisión española de dicho organismo en representación del Ayuntamiento de Madrid. Sustituyendo a nadie: no había representación en los tenebrosos tiempos del Trienio Negro felizmente superado, ni creo que la haya habido antes. Obviamente no voy a contar aquí los pormenores de mi trabajo y mi participación en dicho organismo. Pero ya he asistido a varias mesas, actos y debates, en los que tomo notas como un loco procurando enterarme de temas que son nuevos para mí, e imbuirme del espíritu, la perspectiva y el argumentario de este tipo de organizaciones, digamos transversales, de ámbito mundial. La mente en modo ONU. Así voy captando algunos términos, lenguajes y problemáticas que me resultan sorprendentes.

Por ejemplo, ¿saben ustedes cuáles van a ser las principales enfermedades infantiles a nivel mundial en las próximas décadas? Pues, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), se prevé que sean cuatro, que les detallo a continuación. UNO: la obesidad. DOS: los trastornos respiratorios. TRES: el llamado TDA (Trastorno por Déficit de Atención). CUATRO: la hipovitaminosis B. Una primera reflexión sobre esto. Parece que vamos a un mundo eminentemente urbano, en donde por ahora se tira la toalla en temas como la limpieza del aire o la vuelta a la naturaleza. Los trastornos respiratorios son propios de lugares contaminados, la hipovitaminosis B está motivada por la falta de sol. Y los niños serán gordos por hacer una vida pasiva, metidos en sus casas y jugando todo el día a las maquinitas y al ordenador (de ahí el TDA, los niños hiperactivos y dispersos).

Menudo panorama. Y encima, ahora nos salen con eso de que la carne es cancerígena. En fin, uno ya es veterano y ha visto muchas cosas. Por ejemplo, cuando se criminalizaron el aceite de oliva y el pescado azul, en mi juventud, y nos obligaban a tomar pescado blanco hervido y aliñado con un chorrito de aceite de girasol o soja (éste último, malísimo). Algo parecido sucedió años después con el pan. Había que comer sin pan. Y tomar la fruta primero y no de postre. Polladas en vinagre. Una compañera de trabajo me confió hace meses que su salud había mejorado desde que eliminó de su dieta los cuatro asesinos blancos: sal, azúcar, harina de trigo y arroz. Y digo yo: qué tristeza de dieta la de esta señora. Respecto a lo de la carne, yo estoy totalmente seguro de que el jamón de Jabugo no es cancerígeno y no voy a cambiar de creencia, aunque me diga lo contrario el mismísimo Papa de Roma (el emérito o el otro, lo mismo me da).

Lo que sí parece claro es que la población mundial tiende a irse a las ciudades. En este momento el porcentaje de población que vive en las ciudades de todo el mundo es del 53%. Hace 20 años, en 1995, era del 41%. En 2008 el número de gentes que viven en ciudades superó por primera vez a la población rural. Y la ONU estima que en 2050 el porcentaje de urbanitas habrá subido hasta cerca del 70%. Ese es el mundo que estamos generando. El medio rural está cada vez más abandonado y los jóvenes huyen de él como de la peste. Prefieren hacinarse en barrios de chabolas o favelas, antes que quedarse en el campo. Yo les comprendo, ya saben que soy un tipo irreductiblemente urbano, que necesita del asfalto para poder estar a gusto. Pero el abandono del campo y el medio rural me parece algo muy dañino y muy peligroso para la Humanidad.

Esto me lleva a mi viaje senderista del fin de semana pasado. Como les conté, salí del trabajo el viernes, más o menos a las 4 de la tarde, por la M-40 hasta tomar la carretera de Valencia A-3. Había una densidad de tráfico considerable, con continuas retenciones y atascos. A pesar de ello no utilicé la R-3 (ese engendro de determinados jerarcas del PP), por una cuestión de principios: por lo mismo que no tengo antivirus, ni pago un solo euro por ver partidos en TV. Si no se creen lo de la cuestión de principios, llámenle cabezonería. A lo que íbamos. El tráfico continuó espeso hasta Tarancón. Allí me salí de la carretera y tomé la autovía A-40 en dirección a Cuenca. Y la situación cambió radicalmente: por esa carretera circulaba prácticamente yo solo. El grueso de la operación salida de fin de semana se dirigía hacia las playas de levante. A Cuenca no iba nadie.

La sensación era desoladora, a pesar de la belleza creciente del paisaje, cada vez más salpicado de pinos verdes y chopos amarilleando en sus diversas tonalidades del dorado. Los pueblos a los lados ostentaban nombres castellanos muy sugerentes: Valparaíso de Arriba y Valparaíso de Abajo, Torrejoncillo del Rey, Villar del Horno, Abia de la Obispalía. Rodeé Cuenca y tomé la carretera a Teruel. Antes de entrar en Cañete, encontré el cartel de la Hostería, me desvié y paré. Me inscribí, subí mi maleta a la habitación y pregunté en recepción si había llegado alguien del grupo. Había varios, que estaban dando un paseo hasta la hora de cenar. Así que salí caminando por la carretera hacia el centro de Cañete. Era viernes por la tarde/noche y pensé en buscar las zonas concurridas para sumarme a la marcha del pueblo (Cañete la nuit). No se imaginan qué ambientazo. No sólo no encontré a ningún colega del grupo, sino prácticamente a nadie por la calle. La plaza mayor era indescriptible, decadente, mortecina, con unos soportales bajo los que había unas sillas de terraza de plástico rojo, apiladas como si ya no se fueran a usar hasta el verano.

Salí a buscar las murallas y tampoco había ni Dios. Ya saben que no veo muy bien de noche, así que creí estar alucinando cuando me topé en un descampado con la figura inconfundible y fantasmal de dos dromedarios. Eran reales y pastaban unas hierbas ralas que brotaban aquí y allá. Acaricié a unos ponys un poco más allá, antes de ver el letrero de Cirque Prin en un carromato cercano. Tras este interludio surrealista, decidí volver al hotel, porque hacía un frío de bigote y se me estaban empezando a congelar los torrejoncillos. En las excursiones de los dos días siguientes, atravesamos una serie de antiguos huertos abandonados, con nogales y manzanos alineados, además de membrillos, todos ellos cuajados de frutos sin recoger. La sensación era igualmente desoladora. Un miembro del grupo senderista, a quien ya tenemos catalogado de recojón, se llevó varios kilos de nueces, manzanas para compota y membrillos para elaborar el dulce tradicional.

El recorrido del domingo por la mañana terminaba en el pueblo de Tejadillos, donde debían recogernos los coches que habíamos dejado en Boniches y que fueron a buscar algunos compañeros, de acuerdo con la logística organizativa del grupo. Los esperamos en el bar del pueblo. Allí, mi acreditada capacidad para empatizar con los lugareños, especialmente con los frikis, me llevó a entablar una larga conversación con un elemento barbado y melenudo, vestido con un uniforme de camuflaje y una chamarra de cabo primero, a quien convidé a una cerveza. Me contó que la gente del pueblo había emigrado en los sesenta, todos a Barcelona. Que los pueblos de la comarca estaban medio abandonados. Que, aparte de Cañete, el único que sobrevivía era Tejadillos, porque mantenía una escuela, a la que acudían los escasos niños del entorno. Que, en cuanto se jubilara la maestra, no sabían lo que iba a pasar. Que el pueblo sólo revivía quince días en agosto con  motivo de las fiestas patronales. Ese es el mundo que estamos construyendo. Dentro de poco, España será un sistema de ciudades grandes y medianas, unidas por autopistas y líneas de tren de alta velocidad, más la urbanización continua del arco mediterráneo, de Gerona a Cádiz. El resto, un vacío desolado.

La red Hábitat  se ocupa precisamente de los asentamientos de población, en un mundo en el que viven 7.500 millones de habitantes, 2.000 de ellos sin alojamiento estable, concepto que ya he explicado alguna vez y que no incluye a los chabolistas que se hacen ellos mismos viviendas ilegales de autoconstrucción, pero más o menos bien acondicionadas. Estamos hablando pues de 2.000 millones de personas viviendo al raso, en cuevas, selvas, campamentos nómadas, campos de refugiados y chabolas del tipo shanty (suelo de tierra, paredes de chapas o tetrabricks y techos de hojalata). La red Hábitat organiza cada veinte años una conferencia de jefes de Estado (la ONU sólo trata con Estados, no con autonomías, nacionalidades y otras mariconadas). La primera fue en Vancouver en 1976 y no tuvo demasiada repercusión. La segunda, en Estambul 1996, alumbró el concepto de Desarrollo Sostenible, que todos ustedes habrán oído.

La tercera será el año que viene en Quito y ya está en preparación. De ella van a salir las directrices de la ciudad que queremos. Una ciudad del futuro ya no debe ser sólo sostenible. Ahora queremos que tenga algunas características más. Tomen nota, porque de estos términos se va a hablar pronto hasta la saciedad. La ciudad del futuro ha de ser cuatro cosas: inclusiva, segura, resiliente y sostenible. Así que ya lo saben. Apréndanselo, que les tomaré la lección en posts sucesivos. Repitan otra vez: inclusiva, segura, resiliente y sostenible. ¿Qué coño es eso de resiliente? Pues mírenlo en el diccionario, joder, que no se lo voy a dar todo mascado. Vale, sean felices. Y dense una vuelta por el campo de vez en cuando. La Serranía de Cuenca en otoño es una preciosidad. Aunque esta comarca se está convirtiendo en lo que JJ Cale cantaba de su Oklahoma natal (JJ era un okie genuino): si alguna vez van a Oklahoma, mejor muévanse por la noche, porque no les gustan los viajeros y les ponen muchas multas… Bueno, mejor la escuchan.



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