viernes, 16 de octubre de 2015

437. Hamburgo II. El tigre bueno

Bueno, ya saben a qué iba a Hamburgo. El día antes del vuelo de ida, me dispuse a hacer el checking on line, pero antes llamé a Werner para saber si él ya lo había hecho. Así era y le habían dado el asiento 11-A. Entré en la página de Iberia, compañía a la que los ingleses, con su pronunciación desastrosa, llaman Hay-birria, sin darse cuenta de que describen exactamente el estado actual de la compañía. Fui siguiendo los pasos, como cuando uno compra unas entradas para el cine. Hasta una pantalla que decía: ¿Quiere usted elegir ahora su asiento? Sólo me daba dos opciones: sí o no. Si hubiera habido una tercera que dijese: por supuesto, o incluso: claro que sí, hombre, ¿cómo no?, pues la hubiera clickeado sin dudarlo. Como no había semejante gilipollez, pinché en el sí.

Me salió un plano del interior del avión, casi todo ocupado. El asiento más cercano era el 14-A. Lo seleccioné y continué. Entonces me salió una pantalla en la que me pedían los datos de mi tarjeta VISA. Me extrañó, pero rellené todo. Le di a continuar y por fin supe lo que pasaba: los genios de Hay-birria pretendían cobrarme trece (13) euros por la elección de asiento. Otra vez dos opciones: aceptar el pago y continuar, o bien: deshacer la compra. Por supuesto, pinché en la segunda. Me devolvió a la página anterior en la que esta vez pinché en el no. Inmediatamente me asignaron el asiento 17-A y me salió el pdf de la tarjeta de embarque, listo para imprimirlo. Les cuento esta historia insignificante para que estén prevenidos. Como decía el de la grúa que me socorrió el día en que los hados decidieron joderme la tarde, estos de Hay-birria son unos liebres.
   
Eran las 9 de la mañana del día 12 de octubre, cuando salí del portal de mi casa en dirección al Metro de Atocha, para ir a Atocha-Renfe y tomar allí el tren directo a la T-4. A esa hora temprana todo el espacio público estaba ya invadido por los preparativos del Desfile de la Patria, antes llamado de la Victoria. Legionarios patilludos se venían arriba dando vítores destemplados a coro, mientras hacían cola ante un grupo de meaderos provisionales. Cadetes vestidos de gala fumaban a la puerta de los bares donde acababan seguramente de desayunar. Oficiales de punta en blanco esperaban con su sable brillando al sol de la mañana. Por entre el público, bastante numeroso, circulaban con premura tipos armados con pistolones y subfusiles ametralladores, llevados descuidadamente en la mano (espero que con el seguro puesto, pero no estoy seguro, y les aseguro que yo no me sentía seguro a su vera). Ese público era lo peor de todo. Señoras de buena familia emperifolladas como si fueran a una boda, acompañadas de caballeros de aire belicoso, con sus pecheras abarrotadas de insignias y banderitas. Madrugadores con pintas de ser del Opus, o guerrilleros de Cristo Rey, caminando presurosos, para conseguir un buen lugar en las tribunas y no perderse un solo detalle de las fanfarrias y chundaratas previstas. Me costó entrar en el Metro, cuya boca vomitaba una abigarrada masa de patriotas esperanzados.

Los que no entienden nada, piensan que soy enemigo acérrimo del independentismo catalán porque soy pro-español. Desde luego que soy pro-español, pero la gente que el otro día se preparaba para el aquelarre patriótico del Día de la Hispanidad, me produce el mismo asco que los que portaron el puntero secesionista en la última Diada. Estoy completamente de acuerdo con el escritor Julio Llamazares, que dijo en su columna que no ve diferencia entre este tipo de circos y el desfile que acaba de organizar Kim Jong Un en Corea del Norte. La España que yo quiero no tiene nada que ver con estos borborigmos de ardor guerrero. Es una España trabajadora, preparada, tranquila, civilizada e integradora, que espero que eche muy pronto al señor Rajoy, indigno de la sociedad que preside. Estoy convencido de que, si lográramos construir entre todos esa España, los catalanes no querrían largarse. Ahora mismo es un sueño. Pero ya saben que les estoy contando una historia de tres soñadores.

En el avión se sentó a mi lado un tipo mayor, con garrota para apoyarse y un cierto aire de patriarca gitano, aunque era payo. Pegamos la hebra y me contó que llevaba en Hamburgo desde 1965. Un superviviente de la generación del Vente a Alemania, Pepe. Me dijo que regentaba un bar-restaurante en el puerto, que se llama Casa Ricardo. Que en el puerto sólo hay dos bares españoles: el del gallego Antonio y el suyo, que ahora lleva su hija. Él vino a Alemania a trabajar en la Lufthansa, pero luego le vio posibilidades a la cosa de la restauración y se lanzó. No viaja mucho a España pero ahora regresaba tras intentar infructuosamente arreglar sus papeles de la Seguridad Social, por la cosa de la jubilación. Dice que en Alemania se tendría que haber dado de alta como autónomo y eso no le conviene.

Me contó que en Alemania no se vive mal, aunque, proclamó con énfasis, los alemanes son unos cabezas cuadradas. Yo argumenté que, con esto de la Volkswagen había quedado claro que no lo eran tanto, y el tipo se sintió en la obligación de precisar: –Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Sinvergüenzas lo son tanto como cualquier otro pueblo. Pero eso no quita que sean unos cabezas cuadradas. Le pedí que me lo aclarara con algún ejemplo y continuó: –Fíjese usted, por ejemplo, en mi restaurante. La hora de cenar es a las 6. Bueno, pues no viene ninguno a y cinco, ni a menos cinco. Todos a las 6 en punto. Y, claro, la cocina se colapsa. Pero no importa, yo les pongo patatas fritas a montones. Y se las comen. Se van tan contentos. ¡Y alioli! Lo cierto es que en esto han cambiado bastante. Ahora son más abiertos. Cuando yo llegué aquí hace cincuenta años, ponías un poco de alioli en un plato y se iban todos. ¡Qué asco! –decían– qué mal huele. Ahora se lo comen con cuchara. En fin, queridos lectores, que, si un día van al puerto de Hamburgo, ya saben dónde comer.

Werner y yo salimos juntos del aeropuerto y allí fuera nos esperaba Joachim, con un Mercedes de puta madre. Joachim es un tipo muy alto (debe sobrepasar el 1,95), enjuto, recio, de manos grandes y suaves. Tiene, yo creo, más de 70 años, lleva traje gris y corbata, es animoso y desprende autoridad y determinación. Camina con pasos felinos a buena velocidad, muy tieso y con el torso un poco envarado, lo que le da un aire entre la Pantera Rosa y un Frankenstein amable y fraternal. 

A mí me recuerda a Sherekan, el entrañable tigre de El Libro de la Selva. Cuando mis hijos eran muy pequeños, los llevamos a ver la película de Disney. El bueno de Kike, cada vez que salía en pantalla Sherekan, le gritaba: –¡Tigre, malo! Luego, aun repetía su grito por la calle, recordando la película. Tiempo después, alguien le regaló un peluche de un tigre, vestido con una especie de mono de jardinero a rayas rojas y negras. Le cogió mucho cariño, hasta el punto de que no podía dormir sin tenerlo a su lado. Y lo bautizó como El Tigre Bueno. Cuando se le preguntaba cómo sabía él que era bueno, encogía los hombros, abría las manos y, cargado de razón, precisaba: –Tiene pantalón. Un argumento irrebatible: un tigre con peto de jardinero no puede ser mala gente.

Joachim es el tigre bueno de esta historia. Con su aire felino, nos preguntó si queríamos ir al hotel a inscribirnos, dejar las maletas y descansar un poco o, por el contrario, poníamos manos a la obra. Ya imaginan la respuesta. Metimos las maletas detrás y nos dirigimos a la primera cita. Joachim es un gran conductor, pero se perdió y estimó oportuno disculparse con nosotros: lleva conduciendo por la ciudad sólo desde julio, tras 26 años desplazándose en coche oficial. Todo un personaje. La primera visita era precisamente al Consejero de Urbanismo y Vivienda, Mathias Kock, una especie de ministro local del ramo. Joachim estaba preocupado y un poco nervioso. No tenía mucho trato con Kock y tampoco me conocía a mí. De camino nos confesó su inquietud. Dijo que aquel encuentro era decisivo, que tanto Werner como él tenían que hacerse a un lado, que yo era el que representaba a la ciudad de Madrid y era muy importante que estableciera una buena conexión con el ministro. Le dije que no se preocupara, que todo saldría bien.

El señor Kock resultó ser un joven político, preparado, directo, cordial y muy claro. Y, encima, había vivido en Sao Paulo y hablaba portugués, por lo que nos entendimos fácilmente. Me contó cómo era el tema de la vivienda en Hamburgo. Hay cerca de un 80% de viviendas en alquiler. Sólo un 20% en propiedad. Al revés que en España. Pidió una copia en papel de una presentación en power point con la que había estado dando conferencias por toda Latinoamérica antes de acceder a su cargo. Sobre ella nos dio toda clase de explicaciones, antes de regalármela. El sistema se basa en la consideración de la vivienda como un derecho del ciudadano, algo por cuya consecución, usted, querido lector, no tiene por qué andar peleando contra especuladores y prestamistas, sino algo que la administración pública debe ocuparse de darle. Lo establece con claridad una ley federal.

Consecuentemente con este principio, el inquilino de una vivienda social en alquiler que se queda en paro, una vez conseguido el documento del despido sellado por su empresa, se dirige con él a la ciudad-estado de Hamburgo, e inmediatamente la Administración se hace cargo del pago de su alquiler. Indefinidamente; no por un año ni dos: hasta que encuentre trabajo. Y si no lo encuentra nunca, pues hasta que se muera. Entonces pasa a sus hijos. Hay inquilinos de tercera generación viviendo a costa de alquileres pagados por el estado. Eso da una garantía de pago al casero, que favorece la promoción de vivienda en alquiler. Y al promotor, a su vez, esa seguridad le permite obtener créditos a bajo interés. Una máquina perfecta. La ciudad de Hamburgo paga en estos momentos 700 millones de euros anuales por este concepto.

La caraba en bicicleta. Este es el famoso estado del bienestar, y no el nuestro. ¿Y cómo se consigue? Pues está muy claro: con unos impuestos fuertes. Unos impuestos que se quedan en la ciudad. Sólo un 15% va al Estado Federal. El 85% restante se queda en Hamburgo y se emplea de forma eficiente y transparente. También hace falta un marco legal adecuado, estatal y local. Y una buena gestión, imaginativa, ágil y limpia. Pero lo fundamental es una alta recaudación de impuestos. Viendo esto, resulta aún más supina la imbecilidad de la afirmación del señor Zapatero que, supongo, recuerdan: bajar los impuestos es de izquierdas. Hay que joderse. Y también se explica que el bueno de Ricardo, propietario de uno de los dos bares españoles del puerto de Hamburgo, se tenga que ir a España a pelear con los burócratas de la Seguridad Social para arreglar sus papeles. Si tributa en Alemania, le crujen.

La entrevista ha sido un éxito y Joachim está eufórico. Camino de nuestra siguiente cita, me ha dicho que, por cierto, Vidal es nombre de futbolista. Me ha costado caer, pero por fin me he acordado: el gran fichaje mediático del Bayern de Munich fue este verano el chileno Arturo Vidal, un tipo malencarado, rapado, de aire amenazante, lleno de arriba a abajo de tatuajes, al que el Ser Superior no quiso para su equipo, porque su vida privada no es muy edificante. Cuando le he dicho a Joachim que ese impresentable no es pariente mío, ha sacado su media sonrisa maquiavélica de tigre bueno para apostillar: –Afortunadamente. Como ven, otra vez se cruzan todos los temas entre sí. Vamos moviéndonos en círculos, turn around, turn around, turn around. Les dejo con una canción al respecto. El grupo es actual, se llama Incubus, son de California y son muy buenos. Que pasen ustedes un buen fin de semana.



           

4 comentarios:

  1. El grupo Incubus suena muy bien y no lo conocía. Como siempre nos sorprendes con la música, aunque proclames que no sabes nada de lo que se ha hecho en los últimos 30 años, y que no te interesa porque no es tan bueno como lo de antes. En todo caso, gracias.

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    1. Gracias, amigo. Sin ánimo de ser pijotero, después de "Como siempre" te falta una coma. El sentido de la frase cambia y te lleva a un sinsentido. En cuanto al fondo, no te olvides de que tengo dos hijos de 25 y 23, los dos muy rockeros. Ellos me mantienen al día.

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  2. Pues a mí lo que más me gusta no es la música, sino las palabrejas que siempre intercalas: chundaratas y fanfarrias, la caraba en bicicleta o la gilipollez aun más supina de Zapatitos. Por no hablar de Hay-birria. Mira que lo he escuchado veces y nunca se me habría ocurrido escribirlo así.

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    1. Gracias a ti también. Lo de la chundarata viene en algunos diccionarios y es muy onomatopéyico. Yo creo que viene de los ritmos habituales de las marchas militares: CHUN darata CHUN darata chunda chunda CHUN. Hay-birria está realmente hecha una ruina.

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