miércoles, 19 de agosto de 2015

414. Auschwitz y el horror

Por si no quedó claro mi mensaje final del post anterior, lo completo. El racismo, la intolerancia y la violencia de cualquier signo son detestables. Además, las cosas que se solucionan de forma violenta se quedan mal resueltas y rebrotan al cabo del tiempo, generando nueva violencia. No me parece descabellado relacionar la creación del Estado de Israel y su praxis agresiva con la agresión a que se sometió al pueblo judío entre 1930 y 1945. Dicho esto, yo siempre seré partidario de tender puentes entre culturas y por eso me molestan los nacionalismos. Llamo nacionalismos a los movimientos que crean politiquillos de tercera, instrumentalizando los sentimientos legítimos de pertenencia y amor a sus pueblos de la gente de a pie. Todas las guerras han surgido de conflictos de poder entre políticos que, buscando únicamente crearse su propio nicho de poder, han destapado la caja de Pandora de los agravios identitarios, las diferencias raciales o religiosas, las ofensas históricas.

De todo esto se ha hablado largo y tendido en este blog, no tienen más que consultar la etiqueta correspondiente, aquí a la derecha. Creo haber dejado claro que, para mí, el nacionalismo es SIEMPRE una tendencia retrógrada, que va contra el sentido de la historia, que es la mezcla de razas y culturas, el mestizaje. A veces estas cosas desembocan en guerras más o menos largas (se ha hablado aquí de Yugoslavia y Sri Lanka). A veces los conflictos se desactivan poco a poco, aunque quedan los rencores (Irlanda, País Vasco). Creo que ningún sentimiento nacionalista merece una sola muerte. En Cataluña presumen de que su procés es pacífico. Por ahora. Eso mismo decían los intelectuales serbios que suscribieron el comunicado que prendió la llama del incendio yugoslavo. Es un riesgo a tener en cuenta. Cierto que también hay historias pacíficas al 100%, como la separación de Eslovaquia y la República Checa. Veremos.

No es este, empero, el tema del que quiero hablar hoy, sino de la violencia extrema que se desata en determinados momentos históricos. Cuando las víctimas se producen a millares en un solo día. Hablo, por ejemplo, de la matanza de tutsis en Ruanda. El 6 de abril de 1994 se dio la salida a las milicias hutus Interahamwes para que iniciaran la cacería de tutsis. En apenas tres meses fueron asesinadas a machetazos familias enteras, en una barra libre de atrocidades difícil de imaginar. Sobre las causas que generaron la barbarie, les recomiendo leer la conferencia que pronunció al respecto el maestro polaco de periodistas Ryszard Kapuscinski, recogida como un capítulo en su libro Ébano. Las cifras de muertos nunca se han precisado. Se estiman entre el medio millón y el millón entero. Más o menos el 80% de la población tutsi. Además de otros dos millones de desplazados que aun hoy malviven fuera de Ruanda. Este es un primer nivel en el baremo de la maldad. Alguien prende la mecha y se desencadena la orgía. Detrás hubo financiación, instrucción militar, intoxicación informativa y lo que se quieran imaginar. Pero no deja de ser algo que brota como un pequeño incendio y luego se sale de madre.

Siempre en mi opinión, hay un paso adelante en esta escala de la maldad: la matanza planificada y en frío. Me refiero a las ejecuciones masivas, al tiro en la nuca uno por uno sobre colectivos a los que se decide eliminar. Aquí habría que incluir por supuesto los paseos en uno y otro bando de nuestra guerra civil, Paracuellos y similares, perseguidos y castigados por el Gobierno en el lado republicano, y tolerados y hasta fomentados por el propio mando en el llamado bando nacional, según lo que me contó mi padre. Pero yo quiero hablar hoy aquí de otros dos casos. El primero, Katyn. El otro día hablé de 8.000 oficiales polacos ejecutados por orden de Stalin. Era cierto, pero no toda la verdad. En otros lugares de Rusia ejecutaron también a 6.000 policías polacos y 8.000 civiles, prisioneros políticos y personajes relevantes. Total: 22.000. La élite del país. Esos 22.000 eran los que se homenajeaban el día en que el presidente polaco se estrelló con su avión. Obviamente, no se alcanzan en estos casos las cifras de Ruanda, pero para mí casi es peor. Ruanda es un medio salvaje e inculto. Lo otro sucedió en mi Europa.
   
Y lo malo es que la cosa se volvió a repetir hace sólo 20 años en Srebrenica (Bosnia). Las milicias serbias al mando del siniestro general Mladic llegaron a la aldea, separaron a las mujeres, los niños y los ancianos y se llevaron a los hombres adultos. En diez días los mataron uno a uno. Más de 8.000. En un reportaje de televisión escuché la voz de uno de los verdugos, ahora arrepentido, al que no se le veía la cara. Decía que aquello había sido agotador, que tenían que hacer turnos y sentarse para seguir dando tiros en la nuca, que se cansaban de hacerlo de pie. Que se cambiaban la pistola de mano, porque se les dormía el dedo de tanto disparar. Ese problema ya lo habían solucionado mucho antes los nazis de Auschwitz, en el siguiente escalón de la iniquidad: la sofisticación de la planificación perfecta. Además, como buenos alemanes, lo anotaban y clasificaban todo. Por eso yo creo que hay que visitar este campo de exterminio, en donde se muestran los detalles de esta salvajada, única en la historia.

No es una visita agradable, pero es algo que trasciende del debate semitismo-antisemitismo, para mostrar los abismos en los que puede caer el ser humano, la manifestación del mal absoluto, EL HORROR ese que invocaba el coronel Kurtz, asombrosamente interpretado por Marlon Brando en las escenas finales de Apocalypse Now. Película, por cierto, basada en El corazón de las tinieblas, el libro clave de Joseph Conrad, que también era polaco y se llamaba realmente Józef Teodor Konrad Korzeniowski. En una calle de Varsovia, una placa recuerda la casa donde vivió. El horror se desliza en nuestros corazones mientras visitamos el museo instalado por los soviéticos en el campo Auschwitz 1. Ahora se ha convertido en una visita turística; a la gente le gusta mucho el morbo. No es mi caso y debo decir que salí horripilado del lugar. Las cifras no dejan lugar a dudas. Número de internados en el campo: 1.300.000. Número de muertos: 1.100.000. Entre 1940 y 1945. El 90% (en torno a un millón), judíos.

No es fácil matar a multitudes de ese calibre, como comprobaron años después los matones de Srebrenica. El procedimiento ideado por los nazis, cómodo y aséptico, evitaba las situaciones de tensión más difíciles de controlar. Los judíos, ya confinados en guetos, eran sacados de su confinamiento engañados, diciéndoles que iban a un campo de trabajo (El trabajo os hará libres, reza el famoso lema a la entrada de Auschwitz). Así que se llevaban en maletas todas sus pertenencias, comida, vajillas y cubiertos, instrumentos para su trabajo, etc. Se les trasladaba por tren, en vagones de carga sin aseos y sin darles de comer, y llegaban así hasta el mismo campo. Allí les conminaban a dejar sus cosas en el mismo andén, cuidando de decirles que pusieran letreros identificatorios, para recuperarlas después. Separaban a hombres y mujeres y les hacían pasar ante un SS que decidía su destino. Un 20% eran enviados a talleres y campos de trabajo. El resto (niños, mayores, débiles, la mayoría de las mujeres) iban a la cámara de gas y seis horas después estaban muertos.

Allí sufrían un segundo engaño. Se les decía que eran unas duchas desinfectantes colectivas, por lo que se les conminaba a desnudarse y dejar todas sus cosas separadas y bien dobladas, para recuperarlas después. Y en vez de agua les regaban con el gas Ziclón-B. Tanto las pertenencias de los andenes como las de las cámaras de gas eran minuciosamente escrutadas y clasificadas, para su posible uso o reventa. Unas horas después del asesinato era el turno de los sonderkommando, presos a los que se había perdonado la vida a cambio de estas tareas inhumanas. Los sonder procedían primero a cortar el pelo a los cadáveres. Este pelo se usaba luego para hacer colchones y cojines. También se buscaban dientes de oro y joyas ocultas en los orificios de los cuerpos. Luego se procedía a la cremación. En toda cadena industrial se producen cuellos de botella. En Srebrenica era el momento del tiro en la nuca por el cansancio de los verdugos. En Auschwitz eran los hornos crematorios. No daban abasto.

En el Museo, pueden verse las toneladas de pelo que almacenaban los nazis y que no tuvieron tiempo de destruir. En otra nave, las joyas robadas a los reos. En otra millares de zapatos, de hombre, de mujer y de niño. En otra las maletas con los nombres escritos con tiza (de Hungría, de Holanda, de Polonia, de la propia Alemania). Y los cubiertos y platos. Y las piernas y brazos ortopédicos. Hice muchas fotos, pero no voy a tener el mal gusto de ponerles alguna. Allí te muestran el lugar en donde fusilaban a los que se rebelaban. La nave de los condenados a muerte con ventanas a ese lugar. El otro lado tapiado, para que los internos no supieran de tales fusilamientos. Todo calculado, todo clasificado. Y las celdas de castigo a las que eran obligados a entrar reptando por una trampilla. Allí pasaban la noche de cuatro en cuatro, en un espacio en donde sólo se podía estar de pie. Y, por la mañana, a trabajar en medio de la nieve. Auschwitz es el testimonio del mal absoluto. Por eso conviene verlo, aunque para ello hay que estar en buen estado de ánimo y tener estómago.

Hay una película del mejor director de cine polaco de todos los tiempos, Andrzej Wajda, que cuenta el final de este campo. Se llama Paisaje después de la Batalla (1970). La película sigue a varios presos tras su liberación, mostrando diferentes grados de inadaptación al mundo de la libertad. El film es espeso, prolijo, agobiante, como muchos de la Europa del Este. Pero su secuencia inicial es extraordinaria. Vi esta película a poco de su estreno, en la Filmoteca del viejo cine California, en Argüelles. El resto del film me resultó (entonces) un poco coñazo, no sé si ahora mantendría esa opinión. Pero la secuencia inicial es una de las escenas que más me han impactado en un cine. Iba a describírsela, pero he descubierto alborozado que ¡está en Youtube! La calidad de la imagen no es de primera, pero aquí la tienen. Nadie ha expresado mejor el gozo casi eucarístico de la libertad recobrada. Y nada mejor para subrayar esa catarsis que la música de Vivaldi.


El Museo está en Auschwitz 1, el primer campo, construido aprovechando unos viejos cuarteles. Los presos de Auschwitz-Birkenau, el más grande, que también se visita aunque está medio derruido, se referían al campo 1 como el Hilton. Así que imaginen cómo sería el otro. La visita ha de hacerse en grupos máximos de 30 personas y con un guía del Museo. A nosotros nos tocó una señora mayor, de gesto grave subrayado por unas ojeras dignas de John Huston, que hablaba en polaco. Dorota nos traducía. Fuimos temprano, para evitar aglomeraciones. Y allí sucedió la anécdota que quiero contarles para terminar. En un lugar en el que se sube y baja por unas escaleras muy estrechas en que apenas se pueden cruzar dos personas, donde todo el mundo circula sobrecogido en silencio, irrumpió de pronto un grupo diferente, ruidoso y molesto. Eran militares de uniforme azul claro, con su gorro en la mano. La molestia que producían a los demás visitantes se derivaba en primer lugar de su tamaño. Todos eran gigantes, auténticos cabos de gastadores que cabían con dificultad por los estrechos pasos del Museo. Además, hablaban alto, se removían con sus correajes, daban codazos sin disculparse, eran faltones y maleducados.

Hasta el punto que nuestra guía puso su gesto más severo y les soltó: ¡SEÑORES, POR FAVOR! Luego nos explicó quiénes eran: soldados del ejército de Israel haciendo el curso de oficial. La visita al campo de Auschwitz es una actividad lectiva obligatoria de su aprendizaje. No me cabe duda de que su mala educación se debía en buena parte a la irritación derivada del coñazo de tener que venir desde Israel para estar allí media hora (abreviaron y se fueron enseguida). Pero sus mandos entienden que este es un paso ineludible en el aprendizaje del odio. En mi Post #71, donde contaba mi visita a Siria, relaté una anécdota simétrica a esta. En los Altos del Golán, los sirios mantenían un pueblo destruido, tal como lo habían dejado los judíos al retirarse tras la Guerra de los Seis Días, cuarenta años antes. Y mientras lo visitábamos llegaron por allí dos autobuses de escolares, que eran paseados por aquel horror como parte de su formación. Otro semillero de odio.

Les pido disculpas. No es este el tono habitual de este foro, en el que predominan el humor y los sentimientos positivos. Pero he estado en Auschwitz y tenía que consignar aquí mis sentimientos. Porque el mundo está en estos momentos muy convulso y conviene poner las ideas en claro. No se dejen engañar: cualquier forma de violencia sobre el ser humano es deleznable y las ideas que la provocan son tan tóxicas como el gas Ziclón-B. Sus consecuencias se prolongan en el tiempo, permanecen latentes y brotan después. No hay diferencias entre Gaza, el Este de Ucrania, Libia o Siria. Tal vez la única diferencia (de grado) sea entre éstas y Auschwitz. Intenten dormir. Su casa, como la mía no está bajo la amenaza de la violencia. No sabemos cómo será mañana. Los sexagenarios, como yo, tenemos una probabilidad más alta de que no nos alcance nunca. 

2 comentarios:

  1. Wajda el mejor director de cine polaco de todos los tiempos... con permiso del señor Polansky.

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    1. Totalmente de acuerdo. Mi lapsus tal vez se basa en que Roman Polansky es una figura que trasciende del universo polaco. Películas como Chinatown, La semilla del diablo, El escritor o El Pianista, nos lo sitúan entre los mejores directores de todos los tiempos, pero no polacos, sino del mundo. Wajda es la figura local venerable y respetada por todos, sobre todo por su talante y postura personal, aunque su cine sea tan insufrible a veces como el de Manoel de Oliveira.

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