miércoles, 8 de enero de 2014

219. El otro día

Hace bastante tiempo que no traigo a este blog textos de otros y voy a recuperar hoy esta sana costumbre. Mi compadre Diego Moreno, mexicano norteño residente en Tijuana, arquitecto, inventor, promotor de modelos energéticos alternativos, periodista y escritor fabuloso, a quien tengo como a mi maestro en cuestiones literarias, acostumbra a mandarme algunos de sus trabajos, incluyendo artículos, ensayos políticos, reflexiones e historietas varias. Hace unos días me envió el texto que les trascribo más abajo. Desde la primera lectura, entendí que no era un escrito susceptible de ser publicado en los medios corrientes, sino una especie de desahogo, tras sufrir los excesos de la burocracia transnacional.

Es decir, que era un texto perfecto para un blog que se llama Reflexiones a la Carrera. De hecho, la historia mínima que se narra es pariente directa de algunas mías similares, publicadas no hace mucho en este blog. Los que hayan disfrutado con las anécdotas minimalistas del discípulo, sabrán apreciar la calidad del maestro. Algunas diferencias. Obviamente el lenguaje. La prosa norteña de mi amigo es inigualable. Esa forma de ritmar la narración con frases de una sola palabra, separadas por puntos y seguido, es algo que pocas veces me he atrevido a hacer. En segundo lugar, el vocabulario. En México es correcto decir calientito y decibeles, las aceras se llaman banquetas y hay otros localismos que no tendrán problema en comprender.

La historia es nimia sólo en apariencia. Como algunas de las mías, simboliza el conflicto entre nosotros, viejos supervivientes de mundos recientes, que algunos se apresuran en dar por obsoletos, y el mar de obstáculos que una nueva burocracia, resucitada al servicio de los grandes poderes económicos, se empeña en poner en nuestro azaroso camino en pos de demandas justas, que hasta hace poco se solucionaban con una llamada de teléfono, unos gramos de sentido común y un trato personal cariñoso y próximo. Frente al frío muro de la burocracia, apenas nos queda el recurso de contarlo por escrito. Poco más que un pataleo. No les canso más con minucias. Aquí tienen la trascripción. Para este foro es un honor albergar un texto original de mi colega y amigo. Disfruten de él.

EL OTRO DÍA. Por Diego Moreno

Hace unos meses me cortaron mi teléfono celular. Telcel. Según yo, no tenía adeudo pendiente. Cuando me presenté para saber la causa, me informaron que el recibo de uno de los otros dos números registrados a mi nombre no había sido pagado.

Sentí como cuando de chamaco hacíamos la broma pesada de sorprender a algún amigo agarrándolo de las bolas mientras le decíamos ¡chifla! una forma bárbara de dominarlo. Una gruesa forma de sometimiento. Éramos chamacos y éramos norteños.

−No me llegan los recibos −dije al joven que me atendió− y, como sus vencimientos son de fechas diferentes, tengo que andar adivinando ya que uno de ellos lo usa mi mujer, el otro mi hijo. Si los recibos tuvieran la misma fecha de vencimiento no tendría ese problema. Es la tercera vez que lo solicito personalmente.

Me pidió mi correo electrónico para enviármelos, dijo que tomaba nota, que lo estaba asentando en un reporte, que no volvería a suceder, que me llegaría de las dos formas, que ya estaba hecha la reconexión, que patatín que patatán.

Yo estaba calientito, pero calientito frío, manejando mis palabras con bajos decibeles y sin que me temblara la voz. Templadito. Sobrio. Comedido. Terso. Correcto. Usted me entiende: bonito.

−Es un cohecho −le dije, igual de bonito−, omitir el pago de una línea nos pasa a todos por razones diversas, como puede pasar con una de dos tarjetas de crédito que se tienen con la misma compañía, que bloquea la no pagada y sigue funcionando la otra.

Lo decía como quien comenta el clima. Urbano. Educado.

−Ha de ser harto satisfactorio tener secuestrados a millones −seguí−. Antes de haber sido engrillados por el monopolio de su jefe, podíamos tener un teléfono de oficina y otro de casa. Si no pagábamos uno, seguíamos teniendo el otro, que nos ayudaba a completar para pagar el faltante. 

−Don Carlos crea fuentes de trabajo −repuso el chico, estratégicamente amaestrado para situaciones similares.
 
A través del ventanal se podía ver a los lejos La Rumorosa, una sierra conformada de enormes bolas de granito y viento susurrante. Paisaje dramático, como de Cumbres Borrascosas. Atravesarla en carretera es un espectáculo, con aire acondicionado y calefacción, claro. A pie es echarse un tirito con la huesuda.

−Igual que El Chapo Guzmán −le comenté, todavía con tono bonito y terso−. Don Chapo emplea a más de 50 mil y, también como su jefe, invierte en otros países. Es una transnacional mexicana que crea empleos en todas direcciones. Un orgullo. La pequeña diferencia es que Don Chapo se juega el pellejo, un poco diferente a Don Carlos quien tiene la protección del sistema.

Silencio. Salí. La Rumorosa seguía ahí, con sus enormes bolas haciéndome guiños. Juro que además las vi balancear, las vi moverse como yoyo dentro de una talega. Usted me entiende.

Una brisa arrastrando por sus cañones comenzó a soplar, ese viento rojo llamado Santana, que pone los pelos de punta, hace que los hombres riñan, que los niños lloren y que las esposas lo esperen a uno con un puñal bajo la almohada. Me marché feliz de haber sido parido.

El otro día me volvieron a cortar el teléfono. Por lo mismo. También en temporada de vientos Santana. Me presenté. Pagué en silencio, un silencio estilo Marlon Brando, “de énfasis retenido”. Salí. Desde la banqueta intenté hacer una llamada. Seguía suspendido. Entré, pregunté. Me dijeron que para activarla había que tomar un numerito y hacer fila donde con mucho gusto me atendería un ejecutivo, que desde las cajas donde pagué no se podía arreglar el asunto, que patatín que patatán.

Me puse tantito calientito, pero como siempre, con decibeles a ras de suelo, como las ranas. En la cara se me notaba que quería hacerles una oferta que no pudieran rehusar. Se me estaba borrando lo bonito. Me sentí en un laboratorio recibiendo un frasquito donde me indicaban que metiera mis muestras.

−No entiendo −le susurré con las letras saliendo de mi boca como cenizas de una chimenea ardiendo−. El sistema de Carlos Slim corta automáticamente la línea, pero tiene uno que meterse a esa fila de presuntos culpables para gestionar ante un tribunal que nos liberen en forma manual.

La chica siguió con su sonrisa de pasta dental.

Me puse en la línea en la que había 873 antes que yo. Los conté. Todos traíamos papelitos en la mano, una suerte de frasquito para la muestra. Ahí me alcanzó otra señorita con sonrisa de pasta dental.

−¿Qué va a hacer, señor?

Pasamos a su escritorio. Le conté la historia de mi vida. Que era la cuarta vez, que su jefe Carlitos mentía cuando me llamaba para avisarme que mi factura ya estaba en mi buzón y todos los demás etcéteras, añadiendo que a mi edad se tenía menos tiempo para hacer fila con muestras de laboratorio, y por ende, menos paciencia, todo manifestado tersamente –con un ligero temblor en mi voz, debo admitirlo.

Me narró que esto que lo otro que la madre del muerto que aquí estaba pero no lo encuentro que a chuchita la bolsearon que a pancha le dan calambres que colorín colorado. Que la Ley de Herodes.
 
Mientras me narraba la fatalidad de mi destino marcado por la imposibilidad de homologar fechas de facturación de mis números por razones que no entendí, los vientos Santana aparecieron azotando el ventanal. La Rumorosa temblaba, reverberaba como de niño vi muchas veces el desierto de Altar, Sonora, México, en agosto a mediodía. Luego miré un cartel publicitario de Telcel: la foto de un magnífico tiburón con la leyenda al calce Cuidamos el Mar de Cortés.

Imaginé sustituir las palabras Mar y Cortés. Cuidamos el México de Carlos.

Cuando salí me sentí inspirado, poderoso, libre. Traía el papelito en la mano. Para la siguiente lo traeré en un frasquito dentro de una bolsita de papel reciclable.

4 comentarios:

  1. Soy algo, un poco, más joven que tú y no recuerdo esos tiempos en que estas cosas "se solucionaban con una llamada de teléfono, unos gramos de sentido común y un trato personal cariñoso y próximo". Ocurre, quizá, que la sordidez del presente nos hace deformar el pasado. No lo sé. Para mí que el patrón, Carlitos, siempre ha sido el mismo e inalterable. Como La Rumorosa.
    Gran texto, anyway.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Tal vez tengas razón. Antes solía decirse que siempre te faltaba una póliza. Quizá mi visión está deformada por mi condición de funcionario, es decir, alguien que está al otro lado de la ventanilla. Toda mi vida laboral de 31 años he tratado a la gente con amabilidad extrema, y he solucionado muchos asuntos con llamadas de teléfono, sentido común y trato próximo. Conozco a algunos que también actúan así. Pero, quizá somos la excepción.
      Gracias por aportar tu opinión.

      Eliminar
  2. Yo también creo que pintas un panorama idílico. Repasa "Vuelva usted mañana", donde Fígaro se despacha a gusto contra la burocracia... ¡en 1830 y pico!. Y si los cortes de teléfono te parecen un drama, prueba con uno de gas. Estas compañías prepotentes, insaciables y abusonas son absolutamente odiosas.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¿Panorama? Es un simple comentario de dos renglones. Ciertamente yo he conocido un tiempo en que las cosas se podían resolver de forma manual y casera. Uno llegaba a una ventanilla y podía encontrar a un funcionario de los de manguito, que pasaba de ayudarte, pero también a veces encontrabas a gente que te echaba una mano, porque creía que ese, y no otro, era su cometido.
      Ahora se ha perdido ese contacto. Si has de reclamar algo, en primer lugar te atiende un ventrílocuo mecánico que te pide que "pulses almohadilla" y se corta todo el rato. En segundo lugar, te atiende un sudamericano o marroquí, probablemente desde su tierra, sin cualificación ni mucha intención de hacer un servicio público. Y si logras llegar a hablar con alguien que sepa y quiera ayudarte, normalmente la cosa acaba con la frase mágica: "el sistema no me deja hacerlo". De esta situación es de la que hablo yo y también Diego Moreno.
      Hace veinte o treinta años, las cosas no eran así. La Administración era una cosa más pequeñita, casera y entrañable. Bien es cierto que, en aquel contexto, eran más fáciles las corruptelas, el que le pasaras un billetito por debajo de la mesa al funcionario, para que su actitud se volviera más amable (de eso saben mucho en México). Pero lo de ahora es una nueva modalidad de tortura, específica de estos tiempos. Eso es lo que yo intento explicar.

      Eliminar