domingo, 16 de abril de 2023

1.219. Autobiografía en una hora

Vaya, este es otro de esos temas que se han quedado a un lado, sin llegar a aparecer en el blog. Como saben, el día 11 de febrero volé a París, en donde planeaba pasar una semana culminada el 17 con una clase en el máster de 4º curso que dirige mi amigo Alain Sinou en la Paris Huit Université, seguido de una reunión con mis hijos para visitar el Louvre de Lens y celebrar con ellos mi cumple en Lille. A media semana tenía una cita con Alain para comer, dar una vuelta por París y concretar los detalles de mi clase. Esa cita tuvo lugar el martes 14 y en ella me enteré que Alain contaba conmigo para dar otra clase más, en este caso al grupo de 5º curso. Más que una clase sería una conversación en la que yo les contaría mi historia profesional, empezando por cómo elegí ser arquitecto, cómo se desarrolló mi carrera, qué hice al terminar, cómo fue que entré en el Ayuntamiento y qué responsabilidades fui teniendo a lo largo de mis casi 40 años de carrera funcionarial en el municipio.

Apenas tenía tiempo de preparar una charla como esa, encima en francés, pero no me puse nervioso, ya saben que tengo muchas tablas y me ha tocado lidiar toros peores. En realidad, no pude dedicar mucho tiempo al tema, con la agenda parisina que llevaba, pero sí fui pensando algo al respecto y el jueves por la tarde elaboré unas notas manuscritas que me sirvieran de estructura para esta clase, que finalmente tuvo lugar a las 9.00 del citado viernes. Después de numerosas preguntas, respuestas e intercambios de información, dimos por terminada la sesión a las 11.30 y, tras media hora de descanso con bocata y botellita de agua, cambiamos de aula y pude dar la conferencia que traía preparada para los de 4º, con imágenes de power-point y la parafernalia acostumbrada. ¿Y qué fue lo que les conté a los de 5º en la primera charla de la mañana? Pues una parte de eso es lo que me dispongo a contar en este post, porque desde la misma elaboración de las notas manuscritas fui consciente del potencial bloguero de la primera parte de mi relato. Hasta que entré en el Ayuntamiento. La segunda parte tal vez me anime algún día a contarla, aunque es menos interesante.

Puedo jurarles que esto que voy a contar fue exactamente lo que compartí durante la primera hora de mi charla a los alumnos del máster (recuerden que apenas dos o tres eran arquitectos, los demás venían de otras carreras). Ahora bien, ¿es esto verdad? Bueno, a este respecto les volveré a recordar la respuesta de Truman Capote cuando le preguntaron algo parecido. Exactamente después de su exitazo A sangre fría, escrito después de seis meses de convivir con dos asesinos convictos y condenados a muerte. Todo el mundo le preguntaba lo mismo: ¿pero todo lo que usted cuenta es verdad? Hasta que se hartó y dijo la frase memorable: ya va siendo hora de que empecemos a diferenciar la verdad del estricto relato de los hechos. Eso mismo les digo yo. Lo que viene no es el estricto relato de unos hechos que marcaron mi vida (porque no soy periodista, ni historiador, ni esto son unas memorias), pero, para mí, esto es la verdad, o al menos mi verdad (ya saben que este blog tiene pretensiones literarias, como el libro de Capote, salvando las lógicas distancias).

Vamos allá. Yo no he sido nunca un arquitecto vocacional. Ni siquiera me reconozco como arquitecto. Sí me siento urbanista, pero el urbanismo apareció en mi vida mucho más tarde del comienzo de mi carrera. La realidad es que yo he sido siempre un hombre más de letras que de ciencias. En el bachillerato me encantaban la lengua española, la historia. Y sobre todo la geografía, que me permitía soñar con viajes por todo el mundo. Y, cada vez que el profe de literatura ponía como ejercicio una redacción, yo sacaba la nota más alta. Pero en mi familia, yo tenía una presión intensa y continua para que me decantara por una carrera de ciencias, una ingeniería, concepto casi mágico para mi padre, que insistía todo el rato en que esas eran carreras con salidas. ¿Y las carreras de Letras? Por Dios, esas eran carreras sin salidas, salvo la de abogado que a mí no me entusiasmaba especialmente.

Lo cierto es que uno se ve obligado a elegir su carrera profesional con 17 años, cuando no sabe nada del mundo ni de la vida. Yo elegí Arquitectura como una especie de pacto entre lo que yo quería y lo que mi padre prefería, la arquitectura era para mí una ingeniería ma non troppo, con componentes artísticos y humanistas, más acordes con mi personalidad. Por cierto, en el test de orientación profesional que me hicieron antes del Preu, mis respuestas condujeron a recomendarme en primer lugar Música, en segundo Medicina y en tercero Arquitectura. Lo de la Música me hubiera supuesto unas cuantas bofetadas y la Medicina no me gustaba porque el tema de la sangre no lo llevo demasiado bien. Además de estos motivos, he de reconocer que había otros adicionales. En primer lugar, tenía un hermano que estaba estudiando Arquitectura y parecía que eso me podría ayudar a abrirme camino.

Además, en La Coruña no había por entonces Escuela de Arquitectura, ni tampoco en Santiago. Elegir esa carrera, me llevaba directamente a Madrid, adonde yo soñaba con llegar, porque mi ciudad natal se me empezaba a quedar muy pequeña. Yo ansiaba el anonimato de una ciudad grande en la que pudiera conocer gente nueva y ampliar horizontes. Incluso valoré el hecho de que en Arquitectura no se estudiaba Química, materia que yo odiaba, después de haber tenido un profesor malísimo al que llamábamos Faballón. Un inconveniente era que se pedía un nivel alto de dibujo y yo no sabía dibujar, pero el último verano me apunté a un curso de Dibujo Artístico en el que aprendí los primeros rudimentos. Corría el año 1968 y, mientras yo me debatía en estas aguas agitadas, en París la situación saltaba por los aires.

Instalado ya en Madrid en un Colegio Mayor, me sumergí en la Escuela, si bien el primer año lo perdí prácticamente entero, por causa de una hepatitis que me hizo volver a casa de mis padres durante tres meses para recuperarme. Pero la carrera me gustaba. En Dibujo era un poco manta, pero me propuse aprender a hacerlo bien mientras iba aprobando las demás asignaturas. Con todo esto tardé tres años en aprobar el primer curso, que era selectivo, es decir, que uno no se podía matricular en segundo mientras le quedase una sola asignatura pendiente. El Dibujo fue la última materia que aprobé, en mi tercer septiembre, momento en que pude pasar a segundo. Este 2º curso fue maravilloso para mí. La Universidad ardía de actividad política y yo compaginaba mis estudios con la asistencia a todos los conciertos de rock que podía, la lectura, el cine y la participación en manifestaciones, en las que me cayó algún que otro porrazo de los grises.

Además de las asignaturas teóricas, había una práctica que se llamaba Elementos de Composición. En ella tuve la oportunidad de conocer determinados textos que el profesor nos recomendaba y que me abrieron la puerta del llamado materialismo dialéctico, base del marxismo, que daba una cobertura teórica a mis actividades callejeras. Estaba feliz y pensaba que había acertado con la carrera. Hacíamos ejercicios teóricos en los que deconstruíamos determinados conceptos, desde la familia o el Estado, hasta la propia práctica de la arquitectura. Yo me sentía como pez en el agua. Hasta el punto de que, un grupo amplio de alumnos, le propusimos al profesor que nos suspendiera, para poder seguir un año más bebiendo de sus enseñanzas.

El segundo curso era también selectivo, de modo que la historia me llevó a completar cinco años de estudios para los dos primeros cursos. Era algo relativamente frecuente en aquellos tiempos. Mi padre estaba preocupado por mí, pero a la vez me veía feliz y confiaba en que, aunque fuera a trancas y barrancas, conseguiría acabar la carrera algún día. Y así entré en mi sexto año, el año de 3º curso, el año de la debacle. Aquí, los Elementos de Composición ya se sustituían por Proyectos 1. Una asignatura totalmente práctica a la que se dedicaba la mitad del horario lectivo, en un desempeño en el que se perdía bastante tiempo, pero había que pasar por ello. Elegí un grupo a ciegas y el profesor, un tipo de traje gris y corbata neutra, nos puso un ejercicio, consistente en diseñar un chalé. El día de la entrega, yo aparecí con un papel DIN A0, cubierto de gráficos con muchas flechas, en el que deconstruía el concepto de chalé, a la manera de lo que hacíamos en segundo.

El profesor se quedó blanco. Inmediatamente me dijo que eso era una milonga que no servía para nada. Que yo estaba estudiando una carrera al final de la cual debía ser capaz de construir edificios para clientes privados, como el que él nos había pedido, y no teníamos que atender a otra cosa que a los gustos del cliente, para darles una forma construible. Y, con un guiño de colega machote, añadió: y, sobre todo, ojo con los gustos de la mujer del cliente. En fin, ya sé que esto es increíble, pero así fue. No volví a aparecer por la clase de este señor, lo que era muy poco recomendable. Porque, llegado junio, si habías estado todo el año brujuleando por allí haciéndole la pelota a tu profe diariamente, te aprobaban por curso. Los demás, iban a examen, donde normalmente te suspendían, como me sucedió a mí.

Ese fue el año de la crisis. Mi cabeza hizo ¡BUM! Creo que aprobé apenas una asignatura. En paralelo, había empezado a escribir relatos, como hago siempre que entro en crisis. Y gané un concurso literario de los colegios mayores, por el que me pagaron 2.000 pesetas. Con ese bagaje, llegué a casa en verano y le dije a mi padre que quería dejar la carrera. Que quería dedicarme a escribir y, si acaso, al periodismo o similar. Enorme disgusto. Y mi padre optó por una solución que, ahora con la perspectiva del tiempo, me parece obvia y puede que fuera la que yo adoptara si uno de mis hijos me hubiera propuesto algo semejante. Mi padre me dijo que acabara la carrera. Y que luego, con el título en la mano, me dedicara a lo que quisiera. Y, por supuesto, si no seguía con la carrera, me suspendía inmediatamente la paga de la que yo vivía. Para la otra línea alternativa, me tendría que buscar la vida por mí mismo.

Mi reacción fue también la típica. Tengan ustedes en cuenta que estábamos en tiempos de Franco, que yo era un rocker, con ínfulas de escritor y ciertas veleidades de activista político, muy influido por la cultura hippy y bastante poco integrado en la sociedad más tradicional; que además tenía una relación muy lejana con mi padre al que veía como una figura autoritaria y bastante hermética (mi padre no empezó a hablar de su pasado de antes de la Guerra hasta que se murió Franco, un par de años después, momento en que yo descubrí que tenía un padre al que no conocía). Así que yo me tomé el tema como una especie de Golpe de Estado, un tancazo, como los que por entonces se daban en Argentina y Chile. Mi reflexión fue que todo esto me pasaba por no ser autónomo económicamente. Así que tenía que ponerme a trabajar enseguida.

Por medio de unos amigos, me conseguí un trabajo de delineante en un estudio de arquitectura y empecé a ganar dinerito. El siguiente verano, cuando mi padre se disponía a tenerme como de costumbre estudiando en casa encerrado tres meses, le comuniqué que me iba a Francia con un par de amigos en un seiscientos. Me preguntó que con qué dinero y le dije que yo ya no tenía problemas económicos. Fue un punto de ruptura: obviamente, trabajando mañana y tarde en un estudio como delineante, no podía atender adecuadamente los requerimientos de una carrera que encima no me gustaba. Mi padre me suspendió la paga en medio de una bronca y un disgusto familiar considerables.

Al año siguiente yo era feliz. Vivía en un piso con unos colegas, trabajaba mañana y tarde, escribía, iba a conciertos de rock y vivía la noche madrileña hasta los últimos sorbos. Pero entonces se produjo un hecho también relevante. El arquitecto para el que trabajaba, me llamó a capítulo. Me dijo que estaba haciendo el idiota. Que tenía la carrera tan adelantada que, con un pequeño esfuerzo, podía sacarme el título, lo que a él le permitiría pagarme un mejor sueldo que el que me pagaba entonces, como delineante proyectista. Tenía razón. Así que se impuso el sentido común. Volví al redil paterno con el rabo entre las piernas, le juré a mi padre que mi primer objetivo era terminar y conseguí que me volviera a dar un dinero mensual. En el estudio pasé a ser una pieza de apoyo a la que llamaban cuando tenían un apuro por alguna entrega de proyecto y con eso me sacaba de vez en cuando un dinerillo adicional.

Retomé la carrera y fue en esa segunda etapa cuando descubrí el urbanismo. En aquellos años, en la Escuela de Madrid, el urbanismo era una materia secundaria. Sólo había dos ramas: Construcción y Urbanismo. Y el 80% elegía Construcción, que es donde uno se podía luego forrar. El urbanismo sólo lo elegían algunos tipos raros y marginales. Pero en esos años, la cosa estaba empezando a cambiar y yo encontré que esta materia se ajustaba más a mi personalidad de Letras y me conectaba con mi pasión por la geografía. Con tantos dimes y diretes, idas y venidas, el resultado fue que acabé la carrera en 1978, tras diez accidentados cursos. Ahí ya sabía que el urbanismo era una línea que me interesaba mucho más que aquello de hacer chalés adaptados al gusto del cliente y al de la mujer del cliente.

Pero no entré en el Ayuntamiento hasta 1982. ¿Y qué hice en ese intervalo de cuatro años? Pues unas cuantas cosas, ya saben que soy un culo inquieto. Para empezar, tuve que hacer la mili, año y medio en Infantería de Marina, parte en Cartagena y parte en Madrid, adonde conseguí que me trasladaran apuntándome a la banda de música (esto podría dar para otro post bien divertido). Además, hice un par de proyectos: una casa rural y un chalé, que me resolvieron económicamente la vida. Pero sobre todo, me apunté a todos los cursillos de urbanismo que encontré. Hasta que conseguí que me admitieran en el Máster de Técnico Urbanista del IEAL, más tarde llamado INAP. Este máster duraba dos años, era caro, pero mi padre me lo pagó con gusto. Y realmente, allí fue donde aprendí más cosas y donde me enamoré del urbanismo.

Terminado el máster en junio de 1982, en octubre entré en el Ayuntamiento. Me había enterado por mi hermano, de que el Ayuntamiento de Madrid (en manos de Tierno Galván) había decidido crear dos plazas de arquitecto interino y otras dos de aparejador, para apoyar una nueva línea de ayudas sociales a la vivienda. Yo acudí a entrevistarme con el Gerente de Urbanismo, Enrique Bardají, y le llevé un currículum escueto, apenas podía acreditar poco más que el título de Técnico Urbanista, pero vi que ese título le impresionaba. Como buen comunicador que soy, le dije que las ciudades eran lo que más me gustaba en el mundo, que aún no me había recuperado de la impresión que me había causado llegar a Madrid catorce años antes y que me ilusionaba trabajar para esa gran ciudad que me había acogido. Mi entusiasmo ayudó también, supongo. Le entregué el currículum, metido en una subcarpeta amarilla, que puso en un montón en el que había más de 40 para las cuatro plazas, y esperé.

Empecé el 1 de octubre de 1982 y mi vida cambió para siempre con este trabajo fijo en el que enseguida me integré. He de decir que, en aquellos años, la única forma de trabajar en urbanismo era entrar en la Administración; de privado no te comías una rosca, salvo que lo simultanearas con una actividad de construcción, algo que yo no quería hacer. Y muy pronto entendí que, a pesar de tantos estudios y cursos, no tenía ni idea de cómo se organiza y se gobierna el planeamiento y la gestión de una ciudad del tamaño de Madrid. Tuve que aprender sobre la marcha, pero esto es la segunda parte de mi autobiografía profesional, que ya vamos a dejar para algún futuro post. A los franceses les conté todo esto en líneas generales, sin tantos detalles privados y personales, pero a ustedes se lo tenía que adornar un poquito más.

Y les diré que esta primera parte de mi charla les encantó, me interrumpían todo el rato con preguntas y se reían las tripas con los detalles más hilarantes. Ellos están a punto de ingresar en el mundo profesional, en una época en la que las cosas han cambiado mucho. Para empezar, el urbanismo ya no está exclusivamente en manos de los arquitectos, ahora es un mundo transversal. En general, creo que esta historia que les he contado, refleja bastante bien una época muy concreta, la de la eclosión de la generación de los boomers, unos tipos que no conocimos las guerras anteriores y que nos dedicamos a vivir la vida en una sociedad en paz, a caballo del rock’n roll, el sueño de un país democrático y una alegría que lo impregnaba todo. Estaba por entonces a punto de brotar la llamada Movida Madrileña, que yo disfrutaría en primera fila.

Cuarenta años después, el mundo ha cambiado muchísimo. Y, como hemos llegado a este punto del relato sin ninguna foto ni vídeo, se me ocurre una idea para terminarlo en condiciones. En aquellos tiempos, todos estábamos más o menos enamorados de Carolina de Mónaco, algo así como nuestro ideal de mujer. Estos días se han publicado unas fotos que muestran el aspecto actual de esta señora, que tiene un montón de nietos. Los comentaristas valoran especialmente que no se haya hecho ningún retoque de cirugía estética y que siga teniendo un encanto especial a sus sesenta y tantos, con las arrugas bien colocadas en su sitio. Vean una de estas fotos. 

Pues, como les he dicho, en los primeros 80, estaba a punto de florecer la Movida y yo salía cada noche a lugares como el Rockola, la Sala MM, La Vía Láctea, La Sastrería o el Pentagrama. Y empezaban a surgir algunos elementos que podemos considerar precursores de esa Movida. Uno de los más peculiares era Moncho Alpuente, poseedor de un ingenio inigualable, maestro de Wyoming y compositor de algunas de las letras más hilarantes de la música local, desde su grupo Las Madres del Cordero. En ese punto de la pre-movida, este señor formó un nuevo grupo, llamado Alpuente y los del Río Kwai. Y una de sus canciones más celebradas fue la que dedicaron precisamente a Carolina de Mónaco. Se la dejo de propina. Pórtense bien. 

2 comentarios:

  1. Otro día, cuando tenga usted tiempo y le venga bien, podría narrar las aventuras de aquel viaje a La France que menta en su post. Me temo que es casi imposible recordar muchos detalles como, por ejemplo, el tormentazo de Narbona o la "vuelta al ruedo" al Casino de Montecarlo en el 600 con la baca llena y tapada con un plástico.
    Tiempos...
    Un abrazo brother, siga usted bien y cuídeseme.

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    1. Pues la verdad es que mi memoria flaquea bastante, es una memoria a grumos y no me acuerdo demasiado de lo vivido en aquel viaje inolvidable salvo para mentes endebles como la mía.
      Me alegro de que siga usted entreteniéndose con algunas de mis paridas, cuídese usted también mucho, que vienen tiempos duros. Abrazo enorme.

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