lunes, 31 de octubre de 2022

1.180. El sinvivir se vuelve internacional

Escribo desde el Hotel Avenue, a cinco minutos de la Centraal Station de Ámsterdam, en donde acabo de pasar la segunda noche de mi viaje por Francia y tierras aledañas. El fin de fiesta del sinvivir cotidiano en que se ha convertido mi vida en los últimos tiempos, fue digno de las mejores etapas de este blog. El miércoles, después de publicar mi post anterior, caminé hasta la Plaza de España donde había quedado con el grupo de investigadores urbanísticos que comandaba mi amiga Alexandra Delgado. Habíamos quedado allí a las 10.00 para ver la remodelación de la plaza y bajar a recorrer Madrid Río. Y acabamos en el Matadero a las 15.00. Cinco horas seguidas de caminar y hablar en inglés, con una pequeña parada intermedia para un café. Estaba tan cansado que ni me quedé con ellos a tomar una caña, porque necesitaba descansar un rato antes de irme a Palomeras para mi clase de guitarra. Les pongo algunas fotos del sarao para que puedan verme en acción.



En la primera parece que estuviera tocando una guitarra y en la última soy como Moisés con las Tablas. Al final del día, mi contador de pasos marcaba más de 20.000. El jueves apenas tuve tiempo de hacer las últimas gestiones previas del viaje (tarjeta de embarque, reserva de hotel en Ámsterdam, imprimir la entrada del concierto de Samantha Fish), entre mi clase de inglés y el momento en que me fui al yoga. En el Ricla me habían hecho un cocido y me despidieron como a un héroe que se fuera a la guerra. Pero apenas pude descansar un poco porque me había llamado Werner, que andaba por Madrid con uno de los grupos profesionales que pasea por la ciudad y quería quedar conmigo. No tenía otra fecha libre, así que quedamos en las Bodegas Rosell a las 20.00, porque más tarde está petao y ya no es fácil encontrar sitio. Allí nos obsequiamos con unas croquetas y un bacalao al horno, regados con verdejo bien frío.

El viernes por fin tuve la mañana libre y me organicé por fases. Primero, acabar las gestiones pendientes. Segundo, empezar a pensar y a hacer el equipaje. Tercero, podar las plantas de la terraza, que es el momento para hacerlo (llené dos cubos de basura enteros). Cuarto, terminar el equipaje. A la hora de comer, ya había terminado, así que me enhebré una comida de restos y me eché una merecida siesta. Pero a última hora tenía entradas de teatro para ver Tea Rooms, una obra de la temporada anterior que tuvo tanto éxito que la han repetido en esta. La acción transcurre en la trastienda de una cafetería en la que cuatro chicas trabajan como negras para atender los pedidos de la elegante clientela, a las órdenes de una encargada implacable. Como dice una de ellas, existe un muro entre clases y ellas están al otro lado. Por eso han de subir siempre por las escaleras de servicio y estar todo el tiempo en una posición servil, sin posibilidades de escalar hacia posiciones sociales más cómodas y menos esclavas.

Salimos encantados, con mi amigo X y otros, y nos tomamos las raciones y las cervezas de rigor. Yo tenía ya hecha la maleta, pero hube de madrugar para ducharme, desayunar y bajar a coger un taxi para el aeropuerto. Aunque no soy muy amigo del taxi, llevaba mucho peso con mis libros de regalo y decidí darme un pequeño lujo. En el mostrador de Iberia, la chica del otro lado del muro social me dijo que mi tarjeta de embarque estaba en regla, que estaba todo bien y que podía usar la fast track para acceder al avión. Ante mi cara de extrañeza, añadió: Como viaja usted en business… Primera noticia para mí. Hice memoria: yo había pagado por un billete de clase turista. Estaba seguro. Pasé la seguridad, llegué a la puerta de embarque y me puse el primero en la fast track, observado con cierta aversión por los pasajeros que atestaban las colas normales.

Apareció por allí un azafato que venía acompañando a un niño que debía de viajar solo. Le vi con cara de optimista, ya saben que los que somos de una pasta sabemos reconocernos entre nosotros y el tipo me recordaba al doctor cantarín que me examinó las arterias carótidas. Me animé a preguntarle si sabía por qué me habían pasado a business. Me dijo que pasa a veces, que la clase business no se llena y que en la turista hay pequeños overbookings que solucionan de esa manera. Y, bajando la voz y con ojos de pillo, añadió: Pero usted no diga nada… En fin, es la segunda vez en mi vida que viajo en business, la primera fue volviendo de Sri Lanka y por el mismo motivo. Y pude saber qué es lo que pasa detrás de la cortina esa con la que cierran el espacio delantero de los aviones, una cortina que materializa físicamente el muro de desigualdad del que se hablaba en Tea Rooms.

En especial, nos dieron un almuerzo amplio y de buena calidad, con una tortilla de un huevo con guarnición de espinacas cocidas y tomatitos cherry al horno, un plato de daditos de mango y fresa, un mus de yogur de fresa adornado con ajonjolíes y pipas de calabaza, un croissant estupendo, café y zumo de naranja de avión, pero del bueno. Todo esto se lo debía a una persona, o tal vez un algoritmo, que se había sentido caritativo conmigo y me había elegido para dejar hueco en la clase de trapillo. No pude evitar pensar que era un giro inesperado del destino, una señal de buena suerte para el viaje que iniciaba. El vuelo fue como la seda, salimos a la terminal del Zaventem Airport y caminé hasta el andén del tren para usar mi primer billete del pase Interrail, que me llevó a la Centraal Station de Bruselas. Lo de poner dos aes en el nombre de la estación es holandés y flamenco, que en realidad son el mismo idioma, con ligeras diferencias de acento, aunque a mí ambas lenguas me suenan a alemán de pueblo.

Caminé hasta el Hotel La Bourse, en cuyo mostrador una chica musulmana vestida con hiyab aunque con una sonrisa amplia en su cara descubierta, me hizo saber que mi habitación no estaba preparada aún, que podría dejar allí mis maletas y darme una vuelta por la ciudad. Es lo que hice. El día era soleado y las temperaturas casi a mediodía eran veraniegas, la gente iba en mangas de camisa y en camisetas marcando tatuajes. Me acerqué a la sala AB y comprobé que estaba al lado del hotel. No había ningún cartel de Samantha y el sitio estaba tranquilo. Ayudado por el Google Maps, me orienté hacia la Grand Place, que estaba llena de gente, sobre todo joven, deambulando por allí en las ocupaciones típicas de los turistas en sábado. Sabía que Samantha y sus músicos estaban alojados en algún hotel de la ciudad (a ser posible con piscina) y pensé que tal vez me los tropezara por la calle (a Sam le gusta callejear por las ciudades a las que llega, ver a la gente, hacer algunas compras). En medio de la multitud, era un sueño pensar que podía encontrarme con ella.  

Pero los sueños a veces se hacen realidad y yo venía de buena racha después de mi viaje en business. De pronto, una chica me pasó por delante de la nariz y creí reconocerla. Pero no estaba seguro; Sam es una mujer camaleónica que, cuando sale de incógnito, es prácticamente irreconocible sin el maquillaje. La cara lavada, el pelo rubio sujeto con unas gafas de sol sobre la frente, una sudadera beis del Todo a Cien, pantalones de chándal grises bastante gastados y zapatillas de deportes. Caminaba distraída, mirando aquí y allí sin ver demasiado. Como atraído por un imán, salí tras ella sin estar seguro si era o no Samantha. Al seguirla, ya estuve seguro del todo. Recuerden que yo estuve con ella en Jerez, que pude ver en persona lo grande que es. Además, la forma de caminar es inconfundible para mí, llevaba en la mano izquierda unas bolsas con compras y utilizaba la otra para impulsarse moviéndola adelante y atrás con decisión, con el tumbao que tienen las guapas al caminar, sobre todo sin han de mover un culo importante, como es el caso de Sam en los últimos tiempos.

Llegamos a un estrechamiento del tráfico peatonal por unas obras y la abordé desde atrás: ¿Samantha? Estaba parada a mi lado y no reaccionó de ninguna manera. Entonces le toqué el brazo con cuidado. Me miró e inmediatamente se sacó del oído un mínimo auricular que yo no había visto: iba enfrascada oyendo música. Me miró con ojos neutros y le pregunté ꟷ¿Eres Samantha? Dijo que sí con una luz de curiosidad en sus ojos, pero sin reconocerme. Entonces le conté que era uno de sus mayores fans en España, junto con Dani el de la barba, que la había visto en Jerez y nos habíamos saludado. Se acordó, me preguntó mi nombre. Le dije que había volado desde Madrid esa misma mañana. ¿Para mi show? ꟷpreguntó. Se mostró halagada pero hablamos poco más. La situación no era muy cómoda, en medio de una calle llena de gente pasando, y yo no dejaba de ser un desconocido que había abordado a una chica de forma un tanto brusca.

Tampoco quería darle el coñazo, ella estaba callejeando para relajarse para su trabajo vespertino y yo sé lo que es eso. Por ejemplo, mi amigo Henry Guitar, antes de los conciertos en que ha de tocar, ni siquiera se toma una cerveza, porque dice que si lo hace, se embarulla. Así que alargué la mano para un saludo de despedida y le deseé que tuviera un buen show. En Jerez nos habíamos despedido con un abrazo, después de hacernos LA FOTO, pero aquella fue realmente una noche mágica y ahora no procedían más efusiones. Estrechó mi mano con una media sonrisa diciéndome que muchas gracias (por mis buenos deseos y, supongo, por no alargar innecesariamente la escena). Le pregunté si podría verla después del show y concluyó respondiéndome que seguro que sí. Y siguió su camino.

Yo estaba como en una nube. Y ya había cumplido mi primer objetivo del viaje. Aunque luego no pudiera verla, había sumado un granito de arena más en mi relación con esta chica que tanto me gusta. Una mala decisión aquí, insistiendo o alargando el tema, podría haber roto la conexión mágica para siempre. Lo que me había pasado era insólito y reafirma mi idea de que las personas afines nos movemos en planos en donde a veces nos encontramos, paralelos a otros por donde se mueve la gente con la que nunca nos tropezamos. Esta vez no había detrás del tema una persona o un algoritmo caritativo: entre las miles de personas que podía haber a mediodía callejeando por el entorno de la Grand Place, nosotros dos nos habíamos cruzado y cualquier otro que no conozca tan bien a Sam, no la hubiera reconocido como yo. Los dioses traviesos habían tirado los dados y habían hecho pleno.

Volví al hotel, hice finalmente el check-in y subí mis maletas al cuarto. El hotel de La Bourse está muy bien situado. Es cómodo y tranquilo, sobre todo si te dan una habitación interior, que dé al amplio patio de manzana. Descansé un rato, bajé luego a hacer alguna compra y tomarme un tentempié, y a las 7 en punto estaba en la puerta del AB, en donde había ya una larga cola de veteranos del blues, con sus cazadoras de cuero, barbas entrecanas, mucha calva y algunas chicas bastante típicas también, con vestidos negros y cazadoras a juego. El AB es un lugar amplio, con buena acústica y diversos recovecos a la entrada, con bares, tiendas y mostradores. Me acerqué al punto de venta del merchandising de Sam: era escueto y decepcionante. Sólo tenían ejemplares del último disco, en CD y vinilo, y dos modelos de camisetas, sólo en tamaño S. El disco y una de las camisetas ya los tengo y la otra no me gusta.

Esto se explica porque es el penúltimo concierto de la gira, al día siguiente Helsinki y de vuelta a los USA: habían agotado ya casi todas las existencias. Pero yo supe en ese momento que Sam no saldría tras el concierto a hacer Meets and Greets y que sería muy difícil que pudiera encontrarme con ella como en Jerez. Pues nada, a relajarse y a gozar. Me acerqué al escenario: estaba casi vacío. Fui a una barra a por la primera cerveza y, al volver, la primera línea estaba ya totalmente ocupada, sobre todo por alemanes, como comprobé al oírlos hablar. Como han aplazado la parte alemana de la gira, algunos han hecho lo que yo: viajar a Bruselas (otros habrán ido a Helsinki, supongo). Así que me quedé por allí mientras la sala se iba llenando. Ya cerca de la hora, decidí salir a por otra birra. Hablé con un tipo a mi lado, le dije que iba a por combustible, que me guardara el sitio de segunda fila y que le podía traer a él también una cerveza. Declinó la invitación.

Cuando volví seguimos hablando, primero en francés, pero enseguida me di cuenta que era flamenco y prefería el inglés. Bélgica es en realidad un país inexistente, formado por dos mitades que se ignoran y se niegan a hablar el idioma de la parte contraria, a pesar de que han de estudiar ambos en la escuela. Solamente les une el Rey y la selección de fútbol. Se habrían dividido ya en dos países, de no ser porque la Unión Europea decidió poner la capital en Bruselas, para que no estuviera en Alemania ni en Francia, los dos grandes socios fundadores. Como pasó en Galicia, donde se puso la capital en Santiago, para que no estuviera ni en La Coruña ni en Vigo. La tontuna del nacionalismo. Yo he estado en congresos con belgas de ambas comunidades que se entienden entre ellos en inglés.

A punto de comenzar el concierto, a mi nuevo amigo se le unió un grupo de otros cuatro o cinco, y una sola chica, todos con chupas de cuero, pendientes y melenas entrecanas. Sam salió a escena y comenzó su concierto con su empuje habitual y un sonido magnífico. Diré ya que su concierto fue muy bueno, casi dos horas a todo trapo, pero no tuvo el punto mágico del de Jerez, uno de los mejores conciertos que he visto en mi vida y encima con el colofón del encuentro con la diva y LA FOTO. Acababa de terminar una gira agotadora y muy exitosa en el UK y estos dos conciertos, en Bruselas y Helsinki, eran como una especie de añadido, con el que hay que cumplir, como buenos profesionales que son, pero sin ese punto especial que tuvo lo de Jerez. Cada vez que Sam se acercaba a mi zona, hacía por hinchar el pecho para mostrarle la camiseta, pero no me pareció que reparase en ella. 

Mis colegas vieron pronto que yo era un experto en Samantha y me empezaron a mirar con mucho respeto. Cada canción que empezaba, yo les advertía: esta es del estilo de Amy Winehouse. Esta otra es un homenaje a Prince. En esta prepararos, porque os va a hacer cantar los coros. Este es un himno de Neil Young. Especialmente interesada se mostró desde el principio la única chica del grupo, que empezó a preguntarme cosas al oído y otras estrategias inconfundibles de las mujeres cuando quieren hacerte ver que no les resultas indiferente. Entré al trapo con cierta cautela, la chica iba bien escoltada por cuatro o cinco tipos de aire intimidante y pensé que a ver si me iba a meter en un lío. En un momento, el primero con el que había hablado se acercó a nosotros, como diciendo: qué pasa. Le dije: ꟷPerdona, estoy aquí hablando tranquilamente con tu mujer, pero no quiero meterme donde no me llaman. Su respuesta: ꟷ¿Mi mujer? ¡Qué más quisiera yo! La chica me miró con un sesgo travieso de sus ojos grises, ya lanzada por la pendiente del coqueteo más explícito.

Al final del concierto, le propuse tomarse una tercera cerveza conmigo. Me dijo que sí, pero en el propio lugar, porque luego tenía que coger el tren de vuelta a su casa. Hicimos un aparte, mientras yo estaba al tanto de ver si me podía colar al backstage. Hice varias intentonas, pero fue imposible. El único que apareció fue el teclista Matt Wade, al que abordé y que me recordaba perfectamente. Hablamos un rato, le dije que tenía entradas para el concierto de París, dos veces aplazado, y que estaba trabajando para traerlos a Madrid. Esto, queridos lectores, como si no lo hubiera escrito, es una posibilidad remota. Le pregunté si podía ver a Sam y me contestó: ꟷAhora mismo no tengo ni idea de dónde está. Me pareció que le crecía la nariz como a Pinocho mientras me decía eso. El caso es que en mi mente se formó instantáneamente un refrán corregido: a falta de Sam, buenas son tortas. Y me volví con la chica de los ojos grises.

Estábamos en un aparte, con el resto del grupo un poco más allá. Y algunos empezaron a decir que se iban. La chica dijo que quería que nos hiciéramos unas fotos con su móvil para tener un buen recuerdo de una noche tan especial. Hicimos los posados de rigor y luego quiso un par de selfies sólo conmigo. Con motivo de esto le di mi número de teléfono para que me mandara las fotos. Se llama Sandra, es flamenca cerrada, no entiende nada de francés, es muy viajera y ya hemos quedado conectados, para el futuro. Sus amigos fueron desfilando y lo que vino después ya se queda a la imaginación del lector. Hay cosas que no suceden y otras que sí suceden pero que un dandy coruñés como yo jamás contaría. Digamos que este relato de mi primer día de viaje tiene un final abierto. Así que lo cerraré con un par de fotos, para que vean que no les he engañado. Continuará.

4 comentarios:

  1. Esto no lo esperaba. Vale que viajes en primera a precio de turista. Pero que encuentres a tu Sam deambulando por las calles de Ámsterdam! Y encima ligas con una valkiria de pueblo... No vuelvas sin lotería para todos, por favor!

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    1. Ya lo ves, querida, la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida.

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  2. Soberbio arranque del viaje. Y ese momento mágico de cruzarse con Samantha, dudar si se trata de ella y reconocerla por el culo, es genial. Realmente, algunos echábamos de menos que saliera usted un poco del cascarón, porque siempre le suceden cosas divertidas.

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    1. Gracias, hombre. Pero a Sam no la reconocí sólo por el culo, sino por esa especie de aura que lleva a su alrededor, aunque salga sin arreglarse en su empeño por pasar desapercibida.

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