sábado, 14 de marzo de 2020

920. CC1. Cuadernos de la cuarentena 1

Humana cosa es tener compasión de los afligidos, y aunque a todos conviene sentirla, más propio es que la sientan aquellos que ya han tenido menester de consuelo y lo han encontrado en otros: entre los cuales, si hubo alguien de él necesitado o le fue querido o ya de él recibió el contento, me cuento yo.

Lo que acaban de leer es el inicio del Decamerón, libro que contiene cien cuentos o novelas cortas (short stories), escrito por Giovanni Bocaccio entre 1351 y 1353. El hilo conductor con que el escritor enhebra estas cien narraciones, es una cuarentena por la peste bubónica que asoló Italia por ese tiempo. Varios jóvenes de ambos sexos se recluyen a pasar la cuarentena en una mansión cerca de Florencia y se dedican a contarse historias que van recordando. De la misma forma, yo estoy ahora encerrado en mi casa a cal y canto, derribado por el maremoto que ha arrasado estos días nuestro mundo globalizado, una especie de peste moderna que nos retrotrae a épocas medievales, lo que resulta especialmente duro viniendo de una situación en la que, al menos algunos, vivíamos con cierta comodidad. Nos hemos quedado sin bares, sin teatros, sin conciertos, sin exposiciones, sin fútbol. Pero nos queda el rock and roll. Para endulzar el encierro, un poquito de soul del bueno, del que se producía en la Tamla Motown, en Detroit, la ciudad donde Bernie Sanders ha terminado de enterrar sus posibilidades. Este es el gran Salomon Burke.


Así que aquí me tienen, dispuesto a contarme cien cuentos a mí mismo y de rebote a ustedes en el blog, a ritmo de buen rock. Preparado para resistir en mi recinto amurallado, en el centro de una ciudad asediada por un enemigo invisible y muy peligroso, según se dice. Si este blog nació para contar mis reflexiones sobre lo que iba pasando por el mundo, a la vez que mostraba el interior de mi mente, mis manías, mis gustos y mis recuerdos, pues ahora es una ocasión única para narrar la cuarentena desde el interior, en una ciudad fantasmal e irreconocible, por la que da hasta miedo pasear. El círculo de los que ya están infectados por el coronavirus se estrecha, por todas partes hay afectados, desde el Gobierno hasta el Ayuntamiento, una pareja del grupo de senderistas están ingresados en diferentes hospitales, ella más grave al parecer. De momento no tengo ningún pariente o amigo cercano afectado, pero todo llegará.

Confío en no tener bajas muy cercanas, es el mayor miedo que tengo, toco madera y recurro a los sanbenitiños ya invocados. Por lo que respecta a mi persona, las posibilidades son sólo tres: UNO, que lo pille y se me lleve por delante, DOS, que lo pille y me cure y TRES que no lo pille, o lo pase sin enterarme. Si sale la UNO, pues habrá merecido la pena crear este blog y haberlo mantenido durante más de siete años, divirtiéndome mucho y haciendo a la vez que unos cuantos seguidores se lo pasaran pipa con él. Ustedes sabrán disculparme por hacer mutis por el foro (o por el forro, como he escuchado decir en alguna ocasión). Si sale la DOS, tendrán un narrador privilegiado de la bajada a los infiernos y posterior redención. Y si sale TRES, pues dispondrán de un testigo de primera fila para contar el asunto desde la barrera de mi encierro domiciliario.

Parece mentira la aceleración de los acontecimientos que nos ha llevado a este impasse en el devenir del mundo y les voy a resumir cómo lo he vivido yo. El día 4 de marzo, tuvimos el Meet Up de Reinventing Cities 2, en el que nos reunimos durante todo el día unas 120 personas en el Medialab Prado y en donde yo, en calidad de anfitrión, me dediqué a dar besos y abrazos a todos los presentes, especialmente a las señoras, como ya se contó en el blog. Hoy hace diez días y no tengo noticias de que haya habido contagios en ese evento. Pero, cuando la cosa se fue poniendo negra, me entró un acojone y una mala conciencia terrible, que poco a poco se va disolviendo, a medida que nos acercamos a los 14 días que dicen que puede estar el virus latente. Lo cierto es que no vi a nadie tosiendo ese día. Pero nunca se sabe.

El día 5 tuve una mañana normal de trabajo, terminada con una visita a la antigua fábrica CLESA, uno de los tres sitios que proponemos para Reinventing 2. Era una de las visitas programadas para el comienzo del Meet Up, pero tuvimos tantas solicitudes externas que les pedí a los del Ayuntamiento que se desapuntaran, con la promesa de que al día siguiente les organizaría una segunda visita sólo para los de la casa. En la puerta de la nave nos saludamos de nuevo con besos y apretones de mano. A mediodía, me comí un cocido completo en el bar que suelo frecuentar por la zona de IFEMA, porque estaba famélico. Esa tarde, después de una siesta para reposar el cocido, escribí un post en el que todavía me choteaba de la epidemia, con un videoselfie que me grabé esa misma tarde y que no a todo el mundo le hizo gracia, y menos ahora que se ha visto la evolución del asunto.

El viernes tuve una mañana más descansada, con margen para ocuparme de actualizar el correo y todas esas tareas nimias que llenaban nuestras mañanas en esa especie de prehistoria maravillosa en que nuestras vidas eran normales, que en cuatro días se ha convertido en algo lejanísimo y añorado. Porque hay muchas cosas que sólo se valoran cuando empiezan a escasear, como la salud y el dinero (y el pelo de la cabeza). El fin de semana no tuvo nada de especial y me dispuse a afrontar una semana que esperaba que fuera normal. El lunes fui al trabajo en el Metro, tan lleno como de costumbre. Y en la oficina nos enteramos de que la cosa se había puesto cruda. Ese mismo día llamé a Alain, mi amigo de París. Mi plan prehistórico, de cuando yo era un ciudadano del mundo, no confinado en un ático en el centro de Madrid, era tomar el 26 un vuelo a París, dar mi clase magistral el 27 viernes y marcharme con mi hijo Kike el 28 hacia Lille a pasar el fin de semana con mi otro hijo Lucas. Después me quedaría unos días por Lille, donde tenía acordado repetir mi clase en la Universidad Católica, para finalmente acercarme a Rotterdam a ver a mi amiga indonesia Tantri. El vuelo de vuelta era para el 5 de abril. Y la Universidad París 8 ya me había pagado los billetes de avión, que tenía en mi poder. 

Le dije a Alain que pensaba que no iba a poder ir y que si querían recuperar el dinero de los billetes, que los anularan. –Olvídate de eso –me dijo–. Ese es un asunto ya tramitado y pagado. Los billetes son tuyos. Si finalmente no puedes venir, lo sentiré, pero lo entenderé. Y en esta situación te recomiendo posponer la decisión hasta un día antes, para ver por dónde van las cosas. Su consejo parecía razonable, pero yo supe ya que el viaje se frustraría y así se lo dije a mis hijos y a Tantri. La cosa pintaba negra. En tiempos de tribulación no hagas mudanza, que dijo Ignacio de Loyola (perdón: Loilako Inazio, pues). Y lo que tenemos encima es una tribulación de las buenas. Una tribulación de cojones. El martes 10, volví a ir en Metro a la ofi, pero ya empezábamos a estar todos de los nervios (ese fue el día de las colas y los bofetones a la puerta de los Mercadonas y similares y las imágenes del personal llevándose toneladas de papel higiénico).







Esta es la foto que saca El inMundo por todos lados, para ilustrar sus reportajes al respecto, que, conociendo la catadura de dicho medio de difusión, o de intoxicación, no sería de extrañar que sea falsa. Es decir, que al propio que sale en la imagen lo hayan pillado por ahí en cualquier esquina y le hayan dicho: tú coge todos los rollos que puedas, te sacamos una foto y te damos 50€. La que les pongo abajo, en cambio, es auténtica, viene de la BBC y se puede ver la cola de gente llevándose buenas cantidades del producto estrella del acaparamiento, en un súper de alguna ciudad no española. Una de las explicaciones que se da de esta absurda conducta es que el papel higiénico ocupa mucho espacio en los estantes, que se quedan rápidamente vacíos, lo que genera una psicosis de que se está agotando. Lo dice una experta en consumo, que se llama María José Lechuga (los nombres de la realidad superan siempre lo que se le podría ocurrir al escritor de ficción más retorcido e imaginativo).


Yo tengo claro por qué se lleva todo el mundo papel higiénico en abundancia: están cagaditos. Como yo. El martes por la tarde tenía un evento al que estaba invitado. Mi antiguo jefe de la Oficina del Plan hablaba en el Colegio de Abogados sobre la Operación Castellana. A media mañana me llamó para decirme que la charla se había suspendido. Eso inició una cascada de anulaciones de citas, todas ellas hitos de la deriva normal de mi vida de urbanita, pero que se tenían que cancelar, porque ya no estábamos en una deriva normal. Como la sesión de Billar de Letras prevista para el próximo día 17, en torno al libro Anatomía Sensible, con presencia del autor, Andrés Neuman, que vendría ex profeso desde Granada. O la sesión de teatro para ver Traición, de Harold Pinter, el día 20 en el Pavón-Kamikaze. Todo se ha ido al carajo.

Todavía el miércoles fui a la ofi en Metro, procurando no acercarme demasiado a nadie ni tocarme la cara, precauciones facilitadas por un menor número de viajeros. Por la tarde escuché un mensaje de la Comunidad de Madrid recomendando a las personas mayores o con patologías previas que no usaran el transporte público. Yo no tengo patología alguna, pero tengo que admitir que ya he cumplido los 69, como saben, así que el jueves fui al trabajo en coche y me encontré un tráfico como de agosto. Aparqué también sin problemas. A media mañana supimos que una chica de la planta primera se había puesto mala y había venido una ambulancia a llevársela. Ante eso habían desalojado la planta y la estaban desinfectando. Luego se dijo que había dado negativo al test del coronavirus (de los cojones, casi se me olvida añadirlo). Pero ya estábamos todos histéricos y sin podernos concentrar debidamente en el trabajo. A mediodía, la dirección nos comunicó que nos íbamos a casa 15 días, decisión coordinada de todas las dependencias municipales. Todavía comí en un desolado restaurante La Dehesa del Partenón, donde me despedí por un tiempo de mis amigos los camareros.

El jueves por la tarde estuve comprando algo de comida para los días sucesivos e informándome de qué cosas podía o no podía hacer estando en cuarentena. Mi primera idea era seguir comiendo en los restaurantes populares del barrio hasta que los cerrasen, si es que ese cierre se producía. Pero me dijeron que ni de coña, que eso estaba totalmente desaconsejado. Así que me dispuse a volver a cocinar después de unos cuantos años de no hacerlo (desde que mi hijo Kike se fue de casa). En cambio, planteé la posibilidad de salir a correr al Retiro y eso se me autorizó. Está bien salir al aire libre, me dijeron, que te dé el sol, sobre todo a horas tempranas en que no hay apenas gente. Para hacerlo correctamente, entré en una página de consejos a ver qué precauciones debía tomar.

Y ayer viernes inicie mi cuarentena. Me levanté, me tomé un café bebido y agua en abundancia, y salí a correr. Me encontré muy bien, a pesar de que llevaba unos dos meses sin entrenar, desde que corté mi progresión cuando viajé a La Coruña y Asturias. Hice mis cinco kilómetros de rigor a buen ritmo y procurando no acercarme a nadie a menos de dos metros. Otras precauciones: salir con la cabeza cubierta (me puse un pañuelo), que parece que el pelo es propenso a recoger toda la porquería. Y lavar toda la equipación usada en cuanto llegara a casa, con agua y Norit en abundancia y dejándola secar al sol. La página que había consultado incluía algunos consejos de alimentación para corredores en tiempos del virus, que tienen bastante lógica: frutas con Vitamina C (naranjas, mandarinas, pomelos, fresas, kiwis y granadas), frutos secos y yogures. Y lentejas. Después de correr, hice un rato de pesas, me duché y desayuné lo siguiente: un bol de fresas de Palos de la Frontera, el zumo de dos naranjas, un café con leche, dos tostadas de pan blanco con aceite de oliva virgen y sal gorda, y unas cuantas galletas Chiquilín, para redondear.

Por la mañana me salieron un montón de negocios que resolver, de temas que tenía pendientes: echar unas cartas al correo normal (previa compra de sobres y sellos), arreglar un mueble, comprar algo más de comida. Al volver, vi la peluquería de Jurgen completamente vacía y entré a cortarme el pelo. Ya sé que no es algo muy correcto en una situación de cuarentena y lo estuve dudando, pero me hacía ya falta y el lunes seguramente le cerrarán el kiosco. A menos que el propio Jurgen esté infectado (vuelvo a tocar madera), el riesgo era mínimo; me dijo que no había tenido ningún cliente en toda la mañana. Como ya me entró la neura, me duché por segunda vez y eché toda la ropa usada al cesto. Y, tras todo eso, me dispuse a cocinar. Me hice unas lentejas semiviudas que me salieron tan ricas como solían. Tenía lentejas en un tarro de cristal, por lo menos desde hace cuatro años, pero estaban tan frescas. Les contaré la receta.

Por la mañana, a la vuelta de mi carrera, cogí un par de puñados de lentejas y procedí a remojarlas. Esto se hace metiéndolas en agua y dándoles vueltas y vueltas con una mano, siempre en el mismo sentido. Y hay que cambiar el agua sucia dos veces. Con la tercera, ya se dejan en remojo hasta el mediodía. En el mismo cacharro de cerámica, se les añade un poco de agua, si les falta, y se ponen al fuego. Se les añade en frío una cebolla pequeña entera, un paquete de zanahorias mini, dos o tres hojas de laurel y sal gruesa con moderación. Cuando rompen a hervir, se tapan y se baja el gas para que se cuezan a fuego lento. Y se pone uno a mirar las noticias en el ordenador, leer su libro, escribir en el blog o rascarse las pelotas a dos manos, según gustos. Se van probando de vez en cuando. Y, cuando ya están casi a punto, se añaden cuatro o cinco trozos de chorizo picante para guisar cortados en daditos. En las de ayer añadí además un par de chiltepines molidos, de los que cultiva mi amigo Joe en su huerta, para acentuar el picante. O sea que no son viudas, pero casi. Echándoles el chorizo al final, el guiso sale menos fuerte y los tropezones de chorizo que te encuentras están más ricos, porque no se han deshecho más de lo necesario.

Por la tarde, una siesta, sesión de lectura, escritura de post (que ya saben que me vale para el día siguiente, como las misas de mi madre) y a vivir. Esto es lo que se llama hacer de la necesidad virtud. ¿Que nos obligan a encerrarnos? Pues recuperamos el gusto por la cocina. Lentejas y rock'n roll. Ayer fue un día en parte de anticipo de mi vida de jubilado. Sólo en parte, porque en una ciudad no aterrorizada, yo procuraré pasarme el día en la calle mientras pueda. Correr me sentó fenomenal. Sé que las cosas se van a poner aun más duras y que posiblemente la policía o el ejército empiecen a patrullar por el Retiro y manden a los corredores a casa, como ya sucede en Italia. O cierren completamente el parque. Así que tengo que disfrutar mientras pueda. Y, ya que no hemos hablado nada de la epidemia, les voy a dejar de propina el artículo que me ha parecido más completo sobre esta circunstancia histórica que nos ha tocado vivir. Han de pinchar AQUÍ. Es largo pero, total, si tienen que llenar sus horas de cuarentena, nada mejor que los textos largos. Tengan a mano un diccionario para consultar algunos términos (¿saben ustedes qué significa homeostático en relación con el planeta Tierra?). Disfrútenlo en paz. Y cuídense, por Dios.

4 comentarios:

  1. Un par de científicos, cuya opinión respeto mucho, manifiestan una gran indignación por la lentitud del gobierno para decretar medidas drásticas. Ellos están en primera línea de combate, en un hospital de referencia, y se muestran espantados ante la idea de que el sistema colapse, su opinión es que el lunes ya se debería haber cerrado Madrid, que cada día de retraso costará vidas y debilitará a la sanidad pública a la hora de afrontar una avalancha de casos; entonces, creen, se verán obligados a hacer un triage despiadado... No sé si sus apreciaciones son apocalípticas pero hasta ahora se van cumpliendo los peores pronósticos. Por si eso del triage llega, te recomiendo que no proclames a los cuatro vientos tus 69... Ya sabes la receta de Lucille Ball para mantenerse joven: Comer despacio, vivir honradamente y mentir sobre la edad.

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    1. Que nos pillen confesados, querida. Yo seguiré publicando mientras pueda y tratando de mantener los ánimos en su sitio. A ver si no salimos demasiado dañados individualmente; a título colectivo vamos a quedarnos seguramente tocados. Un abrazo virtual. Y cuídate.

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  2. Pues yo, querido brother, me he enclaustrado a la 15 horas de hoy después de avituallarme y tomarme sendas birras en una terracita desierta. Hoy ha surgido ya un caso en Loja City que hasta ayer estaba virgen.
    Una cosa que me causa un desagrado total es la puñetera manía del madrileño medio en salir escapado de su ciudad en cuanto tiene tiempo. Esta diáspora que se ha producido por el cierre comercial y laboral de Madrid está trayendo en vilo a toda la periferia que se queja (con razón) del peligro que supone la invasión ya que la capital cuenta con el 50% de los infectados del país.
    pues nada, vivan las vacaciones caiga quien caiga. De irresponsables está esto lleno.
    Querido amigo cuídeseme que ya vamos velliños. Leamos y escuchemos música y, sobre todo, aburrámonos que es delicioso papar moscas.
    Un abrazo fuerte.

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    1. Resista, amigo y cuídeseme mucho. Usted tiene reservas físicas, alimentarias y culturales de sobra como para afrontar lo que todo parece que va a ser un largo asedio. Pero un día volveremos a los bares y nos daremos abrazos a saco.
      Lo de los madrileños de diáspora es sencillamente impresentable, una vergüenza. Lo que habría que hacer es cortar las carreteras.
      Un abrazo virtual, amigo.

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