jueves, 12 de enero de 2017

599. Acerca de Trump y Reagan I

Dentro de unos días, cuando Donald Trump tome posesión de la presidencia USA, se convertirá a sus 70 años en el presidente más viejo que accede “de nuevas” al cargo, en toda la historia de los Estados Unidos. A Ronald Reagan le faltaban unos meses para cumplir 70, cuando ganó sus primeras elecciones y, por supuesto, tenía 73 cuando venció por segunda vez. Mucha gente busca similitudes entre ambos personajes, a partir de la inquietud que genera en la población la elección de alguien con una trayectoria política corta y una aparente falta de preparación para el cargo. A mí me parece que se trata de dos personalidades muy diferentes y precisamente lo que más me preocupa de Trump es lo que le diferencia de Reagan: su pronto colérico y su carácter mosqueón, faltón y pendenciero. Es que no desaprovecha ocasión alguna para ofenderse por tontunas y contraatacar con respuestas destempladas, descalificando al supuesto ofensor. No es esa una buena cualidad para el presidente de la nación más poderosa.

Nada de esto era Reagan, una persona en cierto modo ponderada y reflexiva, que se tomaba su tiempo para responder, que se dejaba aconsejar y que era bastante astuto, a pesar de no haber pisado en su vida una universidad. En lo que sí son similares es en su carácter de outsiders, de candidatos que se impusieron en las primarias a otros aspirantes mejor vistos en su propio partido. Por eso, en ambos casos, el Partido Republicano les colocó al lado a un vicepresidente encargado de controlar sus eventuales excesos. Pero aquí se acaban las coincidencias. El vicepresidente de Reagan fue Bush padre, de larga trayectoria en el partido y representante del ala moderada (dentro de lo que cabe), mientras que el vicepresidente de Trump representa al entorno del Tea Party, el sector más duro de los republicanos. En este blog ha habido antes opiniones encontradas sobre Reagan y no vendrá mal repasar su figura, en busca de claves que nos sirvan para descifrar lo que nos viene con Trump.

Ronald Reagan era de Bel Air (California) y, como tantos jóvenes de su tiempo, rechazó acudir a la universidad y se fue a Hollywood, al olor de la farándula. Allí empezó a ganarse la vida como locutor deportivo, y luego como actor de cine. Nunca fue un buen actor, pero se las apañó en papeles secundarios y se ganó el respeto de sus compañeros, lo que le llevó a la presidencia del sindicato de actores. Inicios que nos hablan de un sujeto que no es tonto, que se expresa bien en público y que se toma en serio los sucesivos papeles que le otorga la vida. Yo no me imagino a Reagan imitando en público la forma de moverse de un discapacitado, como ha hecho Trump, triste payaso. Como presidente del sindicato, Reagan se desempeñó con brillantez, lo que le valió para que le ofrecieran un puesto de alto ejecutivo en la General Electric. Por cierto, algo poco conocido: en esos años era militante de número del Partido Demócrata. Cierto que fue siempre un hombre conservador, religioso, familiar, buen esposo y padre de familia, pero no se cambió al partido Republicano hasta los 51 años. Y muy pronto se convirtió nada menos que en el Gobernador del Estado de California.

Hay que decir también que Reagan no consiguió ganar las presidenciales hasta su tercer intento, es decir, que se fajó en muchas contiendas, adquirió experiencia y se ganó el respeto de su partido. Yo dudo mucho que, de haber perdido, a Trump le hubieran permitido los republicanos presentarse de nuevo. El caso es que, en las elecciones de 1980, Reagan ganó holgadamente a Jimmy Carter, que no consiguió la reelección. En enero de 1981, hace ahora 36 años, los americanos estaban en una tesitura muy similar a la actual: con el Senado sometiendo a examen a los cargos nombrados por el nuevo presidente para los puestos de mayor relevancia. Y parece que algunos de los nombramientos de Reagan eran también bastante estrambóticos, empezando por el general Alexander Haig, héroe de Japón, Corea y Vietnam y ex jefe de la OTAN, al que ofreció nada menos que la secretaría de Estado, contra la opinión de su partido. Haig era un tipo bastante friki, que muy pronto empezó a desbarrar.

Apenas un mes después de tomar posesión la nueva administración, se produjo el intento de golpe de Estado en España, a cargo de Tejero y compañía. En plena noche, con los diputados retenidos en el Congreso, los tanques en Valencia y el rey tratando de remendar las cosas, el bueno de Haig salió a la palestra y declaró que se trataba de un asunto interno de nuestro país, que a los USA ni les iba ni les venía, gesto que disgustó al propio Reagan. Algo más tarde, volvió a meter la pata, diciendo que, si había que tirar una bomba atómica en Europa, pues se tiraba y nada. Venía eso a cuenta de la tensión en Polonia, entre el presidente Jaruzelsky y los sindicatos de Walesa. Se especulaba con que Rusia enviaría allí sus tanques. Pero Brezhnev se marcó un discurso conciliador en Praga y Haig volvió a quedarse en fuera de juego.

Llega así el momento decisivo. Reagan no llevaba ni 70 días como presidente. Tras un acto en el Hilton de Washington, salió al exterior y enfiló hacia la puerta abierta de su coche oficial. Allí recibió uno de los seis tiros disparados por un perturbado, que vació el cargador de su revólver dejando en el suelo dos heridos graves de la comitiva. A Reagan lo empujaron a su asiento y salieron cagando virutas. Parecía que el presidente no estaba herido, pero un poco después, empezó a escupir sangre con espuma: tenía una bala alojada en un pulmón. Reagan se portó como un cowboy. Lo llevaron al hospital más cercano y bajó por su propio pie del coche para entrar en urgencias. Antes de llegar a la puerta se desmayó. Había perdido la mitad de su caudal sanguíneo y en el asiento del coche había un gran charco. Cuando llegó su esposa Nancy, Reagan se disculpó: lo siento, querida, olvidé agacharme cuando dispararon. Unos días después lo operaron para extraerle la bala. Estamos hablando de un hombre de 70 años.

En el vacío de poder generado, saltó la rivalidad entre la parte de su equipo controlada por el aparato del partido y los personajes “de fuera” nombrados por Reagan. Los primeros liderados por Bush y los segundos por Haig. Ambos gallitos no se soportaban. Haig volvió a meter la pata como de costumbre, por hablar demasiado. Con Reagan luchando por su vida y Bush de viaje en Texas, alguien planteó en el gabinete de crisis que quién estaba al mando del país y Haig se atribuyó ese honor. Ni siquiera se conocía la constitución de su país, que establece la línea de mando en el presidente, el vicepresidente, luego el speaker del Congreso y después en el senador de más edad. El secretario de Estado es el quinto en esa línea. La pugna entre estos grupos sólo podía tener un ganador: Bush, que había sido elegido por el pueblo, en el ticket con Reagan. Haig era alguien nombrado a dedo.

El presidente se recuperó poco a poco, como corresponde a una persona tan mayor con un tiro en el pulmón, pero, cuando se hizo de nuevo con el poder, los hilos eran ya manejados por el partido y por Bush. A Haig lo enviaron a Europa en su primer viaje oficial al extranjero, que empezó precisamente por España, en donde se tuvo que disculpar con Calvo Sotelo y habló también con el emergente Felipe. Rebuscando por las hemerotecas, he encontrado un largo editorial de El País al respecto, de abril de 1981, muy curioso de leer. Se lo recomiendo para que vean que no les miento y para completar datos. Han de pinchar AQUÍ. El bueno de Haig fue cesado a mediados de 1982. Llevaba poco más de un año en el cargo, cuando lo mandaron a casa.

Reagan salió de su convalecencia más maduro y calmado, decidido a gobernar y a hacerle caso a su partido. Lo que vino después, sus medidas económicas y su política exterior, se quedan para el post siguiente, donde se completará el retrato. Ahora, díganme. ¿Creen que a Trump le dejará su partido seguir insultando a todo el mundo, provocando a diestro y siniestro y montando un incendio tras otro? Lo veremos. En los comienzos de Reagan, su partido estaba también bastante preocupado y, a la primera ocasión que tuvo, se hizo con el control. Para ello tuvo que aparecer un loco con un revólver, algo sobre lo que no quedaron dudas. Pero qué casualidad que cuando el poder establecido necesita algo así para reconducir una situación, siempre aparece oportunamente el loco de turno. 
  
No piensen que estoy dando ideas. O sí. En un país en que se presume que hay más armas que habitantes, un tipo como Trump, que va insultando y faltando a todo el mundo, podría encontrar una respuesta inesperada. Tampoco faltan locos en esa desquiciada tierra. Lo que les puedo asegurar es que su respuesta no sería tan digna como la de Reagan. Me lo puedo imaginar chillando como un cerdo por un simple rasguño, colorado y fuera de sus casillas llamando fucking bastards a los de su escolta por haberse descuidado. A sus 70 años, Ronald Reagan estuvo a la altura de los cowboys que interpretaba de joven. En cuanto le trasfundieron la sangre que le faltaba, volvió a bromear con su preocupada esposa y con los médicos. Se cuenta que, cuando entró al quirófano para que le extrajeran la bala, preguntó a los del equipo médico: –Ustedes serán republicanos, supongo. El cirujano jefe, que era del partido demócrata le contestó: –Señor, hoy todos aquí somos republicanos. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario