sábado, 17 de diciembre de 2016

589. Otro viernes bien cargadito

Pues la verdad es que ayer no paré en todo el día. Había estudiado la víspera la accesibilidad a los lugares a los que debía acudir y decidí usar el coche, aprovechando las últimas horas sin restricción de tráfico, porque en cualquier otro medio habría llegado tarde a todas partes. Mi primera cita era a las 9.30 con el doctor Gárate en Coslada, y me presenté en el mostrador con quince minutos de adelanto. Para ello hube de tomar la prolongación de O’Donnell hasta la M-40, moverme a paso de tortuga por el atasco de dicha autovía hasta la salida de la M-21 y luego salirme por la Avenida de San Pablo, en San Fernando de Henares, hasta llegar al hospital de ASEPEYO.

Es curioso, las anteriores veces que visité este hospital me había sentido como un paciente. Sin embargo, en esta ocasión, el hecho de llegar en mi coche, dejarlo en el parking frente al hospital y llegar andando a la puerta con las llaves girando en mi dedo, me hizo sentirme del otro lado, como si el enfermo fuera otro y yo fuera a visitarlo. O como si fuera a visitarme a mí mismo. A pesar del adelanto, la cosa se retrasó mucho, como ya me esperaba: radiografías, el aparato que no funciona, burocracias diversas. Gárate examinó las placas y escuchó la descripción de mis molestias. Su respuesta: es posible quitarme los tornillos del codo e incluso el gran clavo de titanio de 25 centímetros, probables causantes de mis dolores. Pero, para ello, es necesario que haya pasado un año de la primera operación. Y también está condicionado a que me hagan un TAC, que confirme la posibilidad de dicha operación. Eso me lleva a pedir hora para el TAC en el mes de marzo de 2017. Mientras tanto a tirar con las molestias. En fin. Va resultar que el bueno de Konrad Adenauer no va a ser mi compañero para siempre. La vida te da sorpresas

Ya les he contado que mis molestias no son excesivas ni invalidantes. Hago pesas, nado, conduzco mi coche. En una escala de 1 a 10, yo me pondría un 9. Si me propusieran quedarme con mis actuales dolores a cambio de no tener ninguna molestia más hasta que me muera, ahora mismo firmaba. Pero, si con la extracción de Konrad Adenauer, alcanzo el 10, pues bienvenido sea. Por cierto, he de comunicarles que el urdangarín que me extrajeron de las entretelas ha sido absuelto de todos sus cargos de malignidad, lo que me lleva a una nueva Colón-os-copia dentro de tres años. Pero ahora les preocupa a los médicos el helicobacter y su posible relación con mis molestias digestivas recientes. No creo que tenga nada que ver, el helicobacter está cómodamente instalado en mi estómago y mis problemas han sido de intestino. Yo lo dejaría tranquilo, somos una simbiosis perfecta. Lo que peor lleva mi inquilino de renta antigua es que coma o cene con agua. Le gusta la cerveza tanto como a su casero.

De Coslada salí por M-21 y M-40 norte hasta mi trabajo en el Campo de las Naciones. 15 minutos en coche, frente a la hora y cuarto que hubiera tardado en transporte público. Tenía que pasar por el curre para recoger una serie de documentos para mi siguiente actividad consistente en acudir al Centro Cultural Conde Duque para asistir a la presentación de las conclusiones de la conferencia Habitat III, celebrada en Quito en octubre. Para ello circulé por M-40, M-30, Puente de los Franceses, Parque del Oeste, Marqués de Urquijo y Marcenado, donde dejé el coche en un parking privado. He de decir que el acto me resultó medianamente interesante, aunque reiterativo respecto a otros anteriores. El discurso de la casta arquitectónico-urbanística de los últimos años, se centra en diagnósticos costosos de hacer, conclusiones genéricas, quejas diversas por la rigidez del sistema de planeamiento y una sensación nítida de que la realidad va más rápido y nadie tiene soluciones mágicas para atajarla.

Esta gente, estructurada en torno a diversos santones de la Escuela, me produce una sensación parecida a la de los oradores norteafricanos que escuché en el congreso de Marsella. Al final, forman un lobby que va dando conferencias y más conferencias around the world, mientras Alepo resulta destruida y las grandes urbes africanas y latinoamericanas se sobrecargan de chabolas. Estuve a punto de intervenir, pero mi registro está tan alejado del oficial que opté por callarme. Mi cuestión hubiera sido la siguiente. Según uno de los oradores, en 2050 puede que haya 7.000 millones de personas viviendo en ciudades. Contrasto esa cifra con los 7.500 millones de la población mundial actual y los 11.000 que dan las proyecciones de la ONU para ese año. Lo que se nos presenta es un modelo que nos lleva inexorablemente a un mundo hecho de enormes macrociudades unidas por autopistas y trenes de alta velocidad, y el resto un desierto.

Y nadie plantea una alternativa a ese modelo. Todo son medidas remediales para las ciudades, parece que no hubiera otra cosa que las ciudades. Remedios que, más que nada, son brindis al sol, expresión de nuestros deseos. Por supuesto que todos queremos ciudades inclusivas, resilientes, seguras y sostenibles. Faltaría más. Sin embargo, yo rescataría la idea del planeamiento territorial, que estructure tanto el medio urbano como el rural, de forma que ambos sean lugares gratos para vivir. Porque estoy convencido de que el gran problema de las ciudades es la superpoblación, la afluencia de grandes masas rurales que huyen del hambre, la miseria y la incuria. Estos son los que sobrecargan los barrios, congestionan el tráfico y superan la capacidad de los servicios públicos y sociales. Estos son los que hacen la ciudad invivible y también los que más se quejan. Pero no se vuelven a sus lugares de origen, para no morirse de asco por la falta de oportunidades.

Piensen en Madrid. Qué bien viviríamos los que realmente amamos el medio urbano, si se marcharan todos los paletos, todos los cenizos y protestones que van en coche a todos lados atascando las calles y tocando el claxon todo el rato. En agosto no se vive mal aquí. El problema es que esa gente no se va porque no tiene alternativa. Por lo que escuché ayer en la presentación de las conclusiones de Hábitat III (por cierto, idénticas a las de Hábitat II, Estambul 1996), nadie está pensando en alternativas al modelo territorial, sólo en remedios para la congestión, la inseguridad y la violencia urbana, propias del modelo actual. Por eso no abrí la boca en el acto. Mi discurso es atípico y pondría en cuestión el entramado disciplinar del que viven estos popes. Diré que desde allí llevé el coche a mi parking de residentes, para ir luego andando a tomarme unas cañas de Navidad con unas amigas en El Bocaito de la calle Libertad. Y, tras una corta siesta, me dirigí también a pié a mi actividad más interesante del día.

A las 8 de la tarde, en la librería La Buena Vida, propiedad de los hermanos Trueba cerca de Ópera, se presentaba un libro ilustrado con uno de los pequeños cuentos que Scott Fitzgerald escribía para sobrevivir (parece que por cada uno le pagaban 4.000$ de la época, una barbaridad). El texto ha sido cuidadosamente traducido del inglés por los alumnos del curso de traducción que coordina mi amiga Maite Fernández, dentro del grupo Billar de Letras, con el que estoy bastante vinculado, como saben. Allí estaban Maite, los traductores y el ilustrador y editor para presentarlo. Saludé también a Ronaldo, cuyo libro La Casa y la Isla va como un tiro en ventas, de lo que me alegro un montón. El libro, cuya portada tienen a la izquierda, lo ha publicado Traspiés, una pequeña editorial bastante artesanal, radicada en Granada. Las ilustraciones son una preciosidad y me parece un buen regalo de Navidad para personas que no sean capaces de leerse un gran tocho.

De Scott Fitzgerald se podrían escribir varios posts exclusivos. Es uno de los cinco miembros esenciales de lo que Gertrude Stein llamó la generación perdida (los otros son Hemingway, Dos Passos, Steinbeck y Faulkner, nada menos). Es una generación que se vio golpeada por la Primera Guerra Mundial, tras la cual el mundo no volvió a ser el mismo. Vivieron de forma frenética los felices veinte, la Ley Seca, el crash del 29 y los prolegómenos de la terrible nueva guerra que acechaba al mundo. Fitzgerald murió a los 44 años, arrasado por su alcoholismo y la esquizofrenia de su mujer Zelda, con la que había formado una pareja muy popular en la época dorada. Dejó sólo cuatro novelas, de las que he leído dos: El Gran Gatsby y Suave es la noche, las últimas. Los cuentos, que para él eran un género menor puramente alimenticio, son también muy buenos. 

Regresé caminando y crucé en diagonal la Plaza Mayor, en donde estaban recogiendo los puestos de belenes y matasuegras. Los turistas hacían fotos compulsivamente con sus móviles. Otra cosa curiosa de los nuevos tiempos: yo antes me paraba para no interponerme en la trayectoria de los objetivos de las cámaras de fotos. Ahora ni me lo planteo, ni los nuevos fotógrafos compulsivos esperan que lo haga. Bajo una llovizna tenue, la ciudad estaba preciosa en la noche del viernes. Los otoños son por aquí cada vez más gallegos. A mí sólo me falta que se vayan todos los que viven aquí a disgusto y se están quejando todo el día. El problema es que estos especímenes no tienen a dónde ir. Pero no nos quejemos, peor están en Alepo, según ven en la imagen que les dejo de cierre. Ojalá que nuestros hijos no sean otra generación perdida. La mía ha sido bien aprovechada, no hay queja. Sean felices y disfruten del finde.  

  

2 comentarios:

  1. El Fitzgerald este debía de usar toneladas de brillantina. ¡Menudo peinado!

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    1. Scott Fitzgerald, como su personaje el gran Gatsby, era una persona de clase media obsesionada con acceder a lo más alto de la pirámide social. Por eso iba siempre impecablemente vestido, con chaqueta y corbata y su raya al medio perfecta. Preguntado al respecto por un periodista, dijo que él no podía descuidar su aspecto, que si a él le iba todo como esperaba, ya sus hijos podrían peinarse y vestirse como les diera la gana. Un tipo muy listo.

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