domingo, 11 de septiembre de 2016

554. Vamos bien por lotería

El título alude a la frase tipo que, a modo de conjuro, pronunciábamos los jugadores de pinball, las míticas y ruidosas máquinas de bolas predigitales que en su día había en todos los bares del mundo. Cuando la partida iba mal y tomaba una deriva desastrosa, aun quedaba la posibilidad de ganar por lotería, un albur improbable, aunque a mí me sucedió más de una vez (no tengan duda de que yo era un auténtico pinball wizard). Escribo aquí en mi habitación de la octava planta del Park Inn Pribaltiyskaya Hotel, un mamotreto de tiempos soviéticos erigido cerca del extremo oeste de la isla Vasilyevskiy (por cierto, que manía tienen estos rusos de duplicar la i latina con una y griega) y sometido por tanto a los vientos helados del golfo de Finlandia. Y dirán ustedes: ¿y qué hace este buen hombre encerrado en su hotel escribiendo en el blog en vez de salir a caminar por la fabulosa ciudad de San Petersburgo, maravilla de las maravillas?

Pues la respuesta es doble. Por un lado, el tiempo es infernal ahora, a las 7 de la mañana del domingo 11 de septiembre. Caen diluvios inclinados a rachas, la humedad debe de ser del 100% y el frío es de esos que te sube desde la planta de los pies hasta la garganta. Segunda razón: carezco de ropa adecuada para salir al exterior, porque los portentos de Air France me han perdido la maleta y estoy vestido con la ropa cómoda de viaje que me puse hace más de 24 horas en mi casa de Madrid, compuesta por una camisa de cuadros, mi chaqueta escocesa idéntica a la que llevaba Sean Connery cuando hacía de padre de Indiana Jones, pantalones de pana y unos mocasines de la marca española Callaghan total adaptation, completamente inadecuados para sortear los charcos de las destartaladas aceras post soviéticas de esta ciudad de distancias gigantescas.

La pérdida de mi equipaje supone también que anoche no me pude lavar los dientes, que no tengo a mano mi amplio surtido de medicinas habituales, ninguna de ellas de importancia vital, cierto; que tampoco puedo afeitarme ni doblegar mis desordenadas guedejas de abuelo recién levantado. Pero hay que ser positivos. Al menos puedo ducharme con un agua caliente de puta madre y un frasquito lateral con champú, de esos que aprietas y te sale un churrete. Una vez duchado, secado y peinado con los dedos, me pondré otra vez la misma ropa, incluidos los calzoncillos (por suerte, no tienen palomino) y bajaré a obsequiarme con el fastuoso desayuno ruso que me paga la organización del congreso al que he venido. Así que, mientras espero para bajar, les haré un resumen de mis dos intensos días previos.

El viernes amanecí pronto y me fui a correr al Retiro. Hice mi circuito en 33 minutos justos, lo que no está mal teniendo en cuenta que hace menos de un mes invertí 37 y medio en la misma distancia. He de conseguir llegar a los 32, que todavía es un trote cochinero (8 minutos /km.) pero es lo que hay. Tras ducharme y desayunar, cogí el tren para San Fernando, firmemente dispuesto a hacerle a Gárate una proposición que no pudiera rechazar, para que me diera el alta laboral. Para mi sorpresa, también me dio el alta médica, así que la pesadilla ha terminado y ya soy libre y no tengo que hacer más rehab. Bien es cierto que, para ello, tuve que mentirle diciendo que ya no me duele nada, pero parece que lo hice con la misma convicción que la novia de Johnny Guitar en uno de los diálogos más hermosos de la historia del cine, ya saben: –Miénteme otra vez, dime que me quieres. Lie to me… 

Tras ello me pasé por la oficina para entregar el parte médico de alta y ya me quedé por allí hasta la hora de comer. Por la tarde, me eché una siestecita y completé las tareas que tenía pendientes: la maleta, el checking online, reservar un taxi para las 5 de la mañana. Me acosté a las 11, y puse la alarma a las 4, para tener tiempo de ducharme y desayunar. A las 5 me esperaba un taxista tunecino en la puerta, que me dejó en la Terminal 2 a las 5 y cuarto, lo que da idea del poco tráfico que había. El vuelo a París transcurrió sin ninguna novedad, pero había algo que me preocupaba. Sólo tenía 45 minutos para hacer el transfer. En pleno vuelo, una azafata nos repartió una hojita, con los tiempos de recorrido entre terminales del aeropuerto Charles de Gaulle. A la que yo tenía que llegar había 25 minutos, más lo que se tarda en la propia terminal hasta tu puerta de embarque. A poco que se retrasara el avión, iba jodido.

El avión debía llegar a las 9.10, pero a esa hora estaba todavía bajando. Llamé a la azafata y le expliqué mi problema en francés. Palideció y me dijo –Tiene razón, va un poco justo, mejor siéntese allí en las filas de business class y así sale el primero. Para no asustarme más de lo que ya estaba añadió: –No se preocupe, usted va a llegar a tiempo, pero así se asegura. La puerta se abrió diez minutos después de la hora prevista y salí cagando leches… para encontrarme con un tapón monumental ante las garitas de revisión de pasaportes para salir de la Unión Europea. Una cola en ese que daba varias vueltas sobre sí misma, como la que se sufre para entrar a Estados Unidos. Allí juntan a la gente que va a África, USA, Latinoamérica y todo el resto del mundo. Me colé discretamente unos cuantos puestos pidiendo disculpas, pero yo creo que allí perdimos unos quince minutos. Encima, había varias garitas vacías.

Mi esperanza era que los 25 minutos del papelito incluyeran este tapón. Pero la cara de incredulidad de la chica que me selló el pasaporte ya me hizo temer lo peor. Y, en cuanto pasé la barrera y vi el largo pasillo que tenía que recorrer, me convencí de que era imposible llegar a tiempo. Pero ya saben que yo siempre me rebelo ante situaciones así. ¿No soy corredor? ¿No estoy  todo el día dando la murga con mis hazañas bélicas en el Retiro? Pues: pies pa’ que os quiero. Eché a correr como alma que lleva el diablo, en medio de la gente que se apartaba para dejarme pasar. Llegué a la terminal echando el bofe. Todavía tenía que seguir hasta la puerta 33 que estaba al fondo. El avión tenía como hora de salida las 9.55 y les juro que llegué a las 9.53 ante las aterrorizadas azafatas del mostrador, que vieron llegar a un abuelo echando el bofe. –¿A Saint Petersburg? ¡Oh mon Dieu! Pasaron enseguida mi ticket por el lector electrónico, mientras yo, medio ahogado les decía –Il n’a eté pas ma faute, c’est la securité.

Avisaron por su walkie talkie de que venía un rezagado y me dijeron que ya no tenía que correr pero yo no podía desperdiciar mi instante de gloria, así que subí la rampa corriendo y llegué todo colorado ante tres azafatos atónitos, que hicieron por calmarme, me sacaron un vaso de agua y no sé qué más cosas. Pero yo estaba feliz porque lo había conseguido y en dos minutos había recuperado el resuello, o sea que mi entrenamiento sirve para algo. Mi sitio estaba entre dos señoras a las que inicialmente tomé por rusas de más de 30, pero pronto comprobé que eran británicas veteranas. Les ofrecí sentarse juntas y dejarme el pasillo, entre otras cosas porque estaba empapado de sudor, pero no quisieron. Y lo acojonante es que no entró nadie más. El vuelo salió a las diez en punto, sólo con cinco minutos de retraso.

Y luego mi maleta no llegó. Ahora sé que todo lo que les he contado, está relacionado. Seguramente, venían más pasajeros desde Madrid con destino a San Petersburgo, pero no les dio tiempo a hacer el transfer. Entonces, alguien decidió trasladarlos a un vuelo posterior y por eso todas las maletas se quedaron en París. Nadie pudo imaginar que hubiera un viajero tan cabezota como yo. He de decirles que, en una ocasión perdí un vuelo porque me equivoqué de hora. Y la frase que escuché (I’m sorry, the fly is gone) quedo grabada en mi mente para siempre. El caso es que entré en Rusia, esperé en la cinta de los equipajes y el mío no salió. Lo que me llevó a afrontar la burocracia soviética. Yo tenía prisa, porque sabía que alguien me esperaba fuera con un cartel con mi nombre. Pero tuve que rellenar POR CUADRUPLICADO una serie de formularios enojosos, con todos mis datos, descripción del contenido de la maleta, valoración aproximada de cada cosa. Luego ir a la oficina de un jefe para que los repasara y validara. Me faltaba el total de la valoración, en el renglón de abajo, para lo que sacó una calculadora que a mis hijos les hubiera dado vergüenza llevar al colegio hace casi veinte años. Luego, los impresos validados había que llevárselos al primer funcionario que, sólo entonces, me dió un comprobante con un número para el seguimiento del expediente.

Afuera me esperaba todavía una hermosa rusa de menos de 30, que me confesó que ya estaba a punto de irse. Se llama Daria y tenía un coche fuera con un conductor. Hablaba un poco de español y, encima, me dijo que le encanta Madrid y que no le gusta Barcelona. Se quedó con el número de mi reclamación prometiéndome que se ocuparía de seguirla, pero no he vuelto a saber nada de ella. No importa, hizo su trabajo y lo hizo con cariño. El hotel está bien, aunque es gigantesco, 1.200 habitaciones, lo que lo convierte en una especie de torre de Babel por la que pululan verdaderas hordas de chinos, centroasiáticos (uzbekos y similares) y gente de todas partes siguiendo a tipos que les guían paraguas en alto. Cuando llegué a la habitación, conecté el ordenador y ya tenía dos correos de Air France. El primero decía que la maleta estaba ya camino a San Petersburgo, pero el segundo advertía que la cosa se retrasaba.

Estaba en el hotel a primera hora de la tarde, pero tenía que descansar, no podía cambiarme de ropa y el tiempo era infernal afuera. Enseguida se hizo de noche. Bajé a recepción y les pedí que llamaran al aeropuerto  a ver qué sabían. Respuesta: la maleta llegará a las 10 de la noche y no se la traerán hasta mañana. Había que relajarse. Entre las cosas que me faltaban estaban varias medicinas para eventuales desarreglos gástricos, como Almax y otros. No se lo he dicho pero llevo un tiempo con las tripas revueltas, algo que achaco a la cantidad de porquerías que he tenido que ingerir a cuenta de mi fractura. Así que tenía que cenar pronto y ligero. Había varios restaurantes en la planta baja, todos vacíos menos uno lleno de gente ruidosa y festiva.

Allí que me fui. Había hasta una actuación, como las que suelen verse en la final de Eurovisión, pero con unas mujeres superguapas, igual que la mayoría de las camareras. Me comí una sopita de fideos con trocitos de pollo, zanahoria, champiñones y huevos de codorniz que me dejó nuevo. Luego un plato de steak tartar, con rúcula, láminas de queso y un pesto muy suave. Y, por supuesto, medio litro de cerveza rusa. Subí a la habitación sin saber si iba a poder dormir, porque tras mi fractura empecé a tomar un Valium 5 cada noche, luego pasé a medio y últimamente a un cuarto, que es como decir nada. Pero entre la cerveza y la lectura de un libro de cuentos de Murakami que empecé en el avión, lo cierto es que caí como un bendito. Esta mañana, cuando me he levantado, tenía un mensaje de Air France de las 6.00. Decía “proceso de devolución iniciado”. Bueno pues aquí les dejo, que va a empezar el partido del Depor. Ya ven que la mayor parte de esto está escrita por la tarde noche, pero tiempo habrá para lo siguiente. No me digan que no les tengo entretenidos. Que pasen una feliz noche.  

2 comentarios:

  1. Unos ratas los de Air France. Si es Iberia quien te escabulle la maleta, te da un viático para ir tirando: pijama, útiles de aseo, esponja limpiacalzado... Lo que digo, bien se ve que Martín de Tours era un santo gabacho. Si hubiera sido español, le habría dado la capa entera al mendigo... aunque después se hubiera arrecido en la guerra. En fin, que recuperes pronto la maleta y que no necesites el cuarto de valium en Peter.

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    1. Bueno estos dicen que les pase la factura de mis gastos en productos de primera necesidad. No fui muy pródigo pero algo sí me gasté. Veremos si me lo pagan algún día. Tengo 21 días para reclamarlo y ahora estoy concentrado en el congreso, en donde intervengo mañana. Hasta que pase el trago no puedo estar relajado. Besos.

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