viernes, 2 de septiembre de 2016

551. La procelosa aventura del visado ruso

Esto de ser bloguero es a veces un flujo de doble dirección entre la realidad y lo que uno escribe. Es decir, a uno le pasan cosas y las cuenta. Obvio. Pero en ocasiones es al revés: la literatura asalta tu vida y entonces te suceden cosas increíbles que superan lo que la mente del mejor guionista pudiera imaginar, y has de darte prisa en transcribirlas, antes de que se te olviden. Es lo que sentí en el proceso de solicitar visado para mi viaje a Piter. Diré también que sufrí justo castigo por una cierta vena roña que no me queda más remedio que reconocer, aunque creo que le podría haber pasado lo mismo a cualquiera de ustedes, queridos lectores. Saben que suele decirse que lo barato acaba saliendo caro, o como dice el certero refrán: el dinero del pobre va dos veces a la tienda.

¿Qué hay que hacer para conseguir un visado para Rusia? La información está en Internet. Hay unas cuantas oficinas privadas, autorizadas por la Embajada, que ofrecen hacerte todos los trámites por 95€, precio común a todas. Y hay la posibilidad de acudir al Consulado, donde supuestamente es gratis. Luego me enteré de que el visado no es gratis, sino que cuesta 35€. Pero, de haberlo sabido, hubiera actuado igual; 60€ de comisión me parecen una exageración. ¡Por favor! Yo no soy un simple turista, sino un congresista invitado directamente por el Gobernador de San Petersburgo, con documentos que lo acreditan. Tenía que intentar la gestión por el Consulado. Seguramente me abrirían las puertas y me harían reverencias, en cuanto vieran mis papeles (la vanidad, mira que es mala). En la Web del consulado indicaban que se requería cita previa. Intenté pedirla y comprobé que las primeras fechas disponibles eran para octubre. Pero yo tenía que irme en septiembre. Así que decidí presentarme en el Consulado. Finalmente visitaría ese lugar tres veces y es lo que me dispongo a contarles.

Episodio 1. Miércoles 10 de agosto. Voy en coche después de la rehab. Me cuesta encontrar parking, me peleo con la maquinita de los tickets y tardo mucho en encontrar el Consulado. Está en un pequeño chalet con jardín frontal, medianero con una cafetería con terraza acristalada en la plaza de los Delfines. Llego a la puerta y me salta a los ojos un letrero: Visados de 10 a 13, lunes, miércoles y viernes. Miro el reloj: la una y cinco. Qué putada. Tendré que volver el viernes. Entonces veo que alguien sale del chaletito, cierra la puerta con su llave y se dirige a abrir la cancela tras la que yo estoy. Es un tipo escuchimizado, medio entresudado y con aspecto de no asearse demasiado. Tiene un bigotillo negro mal cuidado y carga un maletón de aire inequívocamente soviético. Un pirracas encorvado por el trabajo de soportar sobre sus hombros el peso del mundo.

Sale y le cuento mi problema. Me dice que el Consulado está cerrado, que no atienden sin cita previa y que el proceso es complejo, porque, estos rusos son la leche. Es que no me lo puedo ni imaginar lo particulares que son. Ya he visto que es español y que le huele el aliento a alcohol que echa para atrás, algo sorprendente en una persona que sale de su trabajo a la una (¿Tendrá el vodka escondido en un cajón? Pero el vodka no deja olor, dicen). De acuerdo, volveré pasado mañana, pero ¿usted trabaja aquí, verdad? ¿Podría echarles un vistazo a mis papeles a ver si lo tengo todo bien? Duda un instante y luego dice: –Véngase conmigo a la terraza de aquí al lado; es que he quedado con un amigo. Nos sentamos a la mesa del amigo, un tipo imperturbable, orondo, hierático, con algo de Buda, que se está obsequiando con una pinta de cerveza.

La siguiente media hora la pasamos los tres juntos, yo preguntando cosas y el escuchimizado hablando por los codos, contándome su vida y milagros. El grandote no dice nada, sólo se fija  y asiente de vez en cuando, como para confirmar que lo que dice el otro es cierto. Estamos a mitad de agosto y yo tengo una cierta angustia porque se me echa el tiempo encima. Le muestro mis documentos al pirracas. La carta a la señora Carmena no vale. Podría habérmela escrito yo mismo. Él, si se pone, me hace diez como esa en una tarde. La carta en ruso de la dirección del Congreso, en la que indican las fechas del viaje, tampoco vale, porque le falta el sello oficial en la parte inferior, al centro. Además me falta un certificado de una compañía aseguradora que se haga cargo de mis eventuales gastos médicos en Piter. Y dos fotos de carnet actuales. Y el cuestionario de inmigración, a rellenar por Internet, impreso y firmado. Todo eso me falta. El grandote asiente: lo que diga su amigo va a misa, es un monstruo en la tramitación de visados.

Estoy un poco abrumado, pero el del bigotillo me dice que no me preocupe, que él se dedica a eso, que me va a cobrar 45€ y que, si yo le llevo los documentos mañana, nos sobra tiempo. Pero mañana está cerrado, arguyo. No importa, yo puedo quedar con usted. ¿Usted dónde vive? ¿En Atocha? Ningún problema, yo me acerco a la plaza y usted baja y me da todo. He apuntado la lista de lo que me falta y creo poder tenerlo para el jueves. Me anota su número de móvil en un post-it. Y, sólo entonces, añade: –Por supuesto, también me tiene que traer el pasaporte. ¡Pero, hombre! ¿Cómo le voy a dar a usted mi pasaporte? ¡Coño! Porque es ahí donde se lo van a poner el visado ¿Dónde si no? Abre el maletón y saca un pasaporte de una señora con su visado, un sello que ocupa toda una hoja. Éste está listo y se lo va a dar mañana. El grandote asiente de nuevo mientras le da un tiento importante a la cerveza.

Se me enciende una bombillita en el cerebro, aún no sé lo que es, pero hay algo que me mosquea. No me imagino quedando con este personaje en El Brillante y dándole mi pasaporte. De cuando visité Marruecos, conservo una enseñanza básica: puedes fiarte de alguien a quien tienes localizado en su casa, en su tienda o en su negocio. En cambio, alguien que te aborde por la calle no es de fiar. Este tipejo está localizado, yo lo he visto salir del Consulado y cerrar con su llave. Pero podría ser el conserje. O el jardinero. Tengo que quedar con él en el Consulado, no en ninguna otra parte. Así que echo balones fuera: –La verdad, no sé si para mañana voy a tener todo lo que me pide, mejor quedamos el viernes aquí. Me despido de la pareja y me voy. Allí cerca está la sede de Adeslas. En 5 minutos tengo un flamante certificado. Tienen un modelo para países coñazo, donde sólo tienen que rellenar el nombre, número de póliza, país y fechas del viaje.

Me voy a casa y le escribo a la señora Bukreeva pidiéndole que me envíe la misma carta, pero con un sello en el centro al pié. Esa misma noche me la envía. Tengo fotos de sobra. Relleno el cuestionario de Internet, lo imprimo y lo firmo. Así que podría quedar el jueves con mi amigo el friki; seguro que hasta venía a mi casa a recogerlo todo. Pero yo prefiero ir al Consulado el viernes, entrar dentro y, si le veo en una ventanilla, dirigirme a él. Sólo por la noche caigo en la cuenta de lo que me hizo desconfiar. No fue el pestazo a alcohol. No fue la verborrea ni la higiene dudosa del tipo. Lo verdaderamente mosqueante fue la presencia de un tercero asintiendo. Es el esquema típico del timo, como se veía en la película Los tramposos. Los del timo de la estampita trabajaban en equipo y se repartían los papeles. Estaba el tonto, que interpretaba Tony Leblanc. Y luego aparecía el Tapia, que era Antonio Ozores, que se encargaba de convencer al timado. De libro.

Episodio 2. Viernes 12 de agosto. Me presento en el consulado con tiempo. Está igual de cerrado que el otro día. Llamo al timbre de la cancela. Preguntan qué quiero. Un visado. Un momento. Un poco después me llaman de una especie de puerta blindada y con cámaras grabando, en la que no había reparado, porque está en la esquina del jardín. Allí hay un Dimitri de 1,90, con aires de boxeador retirado, cabeza cuadrada y ojos claros, embutido en un traje gris de grandes almacenes moscovitas. Me mira y dice: –Cita previa. Trato de explicarle: ya sé que se necesita cita previa, pero no me la dan hasta dentro de dos meses y yo tengo que ir a Rusia antes, porque estoy invitado a un congreso, etc, etc. Cuando termino de hablar, me mira y repite: –Cita previa. Saco los documentos y se los muestro. Reacciona con sorpresa. Ha visto la carta del Gobernador y la invitación al congreso. Coge todo y dice: –Un momento. Cierra la puerta blindada y me deja en la calle. Al rato regresa, abre, me devuelve los papeles y, con aire triunfante, dice: –Cita previa.

Estoy en la acera. No ha funcionado lo de entrar y buscar al escuchimizado tras una de las ventanillas. Paso al plan B y le llamo. Contesta enseguida. Mira, es que estoy aquí en la puerta, pero me ha salido un gigante que no me deja ni pasar al jardín. ¿Puedes salir tú un momento y te doy los papeles? Respuesta: –Es que yo ya no estoy dentro, ja ja ja, yo estoy en el tren a Parla. ¿Pero cómo has salido tan pronto de la oficina? Porque ya he terminado mi trabajo y yo también tengo que descansar ¿eh? que es fin de semana, ji ji ji. El mundo se me viene encima. No puedo hacer nada hasta la semana que viene.

El pirracas suena como si estuviera ya totalmente borracho y sigue su cantinela: –Ah, ja ja ja ja, así que no te dejan pasar, ju ju ju, si ya te he dicho yo que estos rusos son muy suyos. ¿Uno muy grande? Es que casi no habla español (desde luego, pienso, sólo sabe decir "cita previa"). Pero es buen chaval, ji ji ji, es amigo mío; a veces se le arremolina la gente en la puerta, pero como es más alto, me ve detrás, me señala y dice: –Tú pasar. Intento cortar la verborrea ebria del tipo. Estoy en sus manos. El lunes es fiesta. Hemos de quedar para el miércoles. ¿El miércoles, entonces? –le insisto. Vale, pero llámame el martes para confirmar, porque tengo que hacer unos visados para el CSKA de Moscú y mil cosas más. Muy bien, te llamo el martes, buen finde.

El  martes 16 le llamo. Varias veces por la mañana y a mediodía, sin que me lo coja. A las seis me contesta. Esta vez está tan pedo que casi no se le entiende. Me dice que por qué no quedamos en la plaza de Getafe a primera hora. No pienso ir a Getafe –le digo. ¡¡¡Aaah ja ja ja ja!!! Si no es en Getafe, es una plaza que se llama así en Prosperidad; es que voy allí todos los días a desayunar. Pero yo tengo mi rehabilitación; tenemos que quedar después ¿por qué no a la una delante del Consulado, cuando salgas? Muy bien a la una en la puerta, o… a la una y cuarto, ju ju ju, o a y media, que esto no es una cosa matemática. Tío, te voy a hacer una pregunta: ¿me puedo fiar de ti? ¡Hombre! Que me digas eso a estas alturas… Yo llevo trabajando para esta gente desde los tiempos de la Unión Soviética. Como para que no te fíes de mí. Vale, pero no me falles, a la una sin falta te estaré esperando en la puerta del Consulado.

Episodio 3. Miércoles 17 de agosto. Esta vez he aparcado al lado. Me siento en la terraza y desde allí controlo la cancela del jardín consular. Las 12.45. Las 13. Sale gente por la cancela. Tres jóvenes y una chica muy guapa. Vienen a la terraza y se ponen a hablar en ruso. Las 13.10. Salen los últimos rezagados. Se va el Dimitri. Las 13.20. Ni rastro del pirracas. No puedo más: le llamo y contesta enseguida. Perdona que te llame, estoy en la puerta y sólo quiero asegurarme de que estás dentro. Respuesta: –Nooo, yo ya estoy en el tren de Parla. Me agarro un cabreo sordo: –¿Qué quieres, que me coja el coche y me vaya a Parla a darte los papeles? No, no, cómo vas a hacer eso, hombre, es que como habíamos quedado en que me llamabas para confirmar… ¡¡¡Pero si te llamé ayer, lo que pasa es que estabas mamado y se te ha olvidado!!! Parece abrumado: –Mira, vamos a hacer una cosa, me llevas los papeles a la plaza de Getafe y los dejas a mi nombre en un bar que te voy a decir, y mañana los recojo yo allí. Uf. Mi afinidad con los frikis ha quedado sobradamente acreditada en este blog, pero esto es más de lo que estoy dispuesto a soportar: –¿Sabes que te digo? Que te vayas a la puta mierda, ya me busco yo la vida por otro lado. Ahora sí que está aterrorizado: –No, hombre, no, que así te va a salir mucho menos económico… ¿Y qué cojones me importa? Yo lo que busco es seriedad y tu no me la ofreces, así que VETE A LA MIERDA.

Regreso al coche. Consulto mi móvil. Una de las oficinas autorizadas por la Embajada está al lado y cierra a las dos. La encuentro enseguida. Entro y me recibe un caballero de excelente castellano, con un lejano acento eslavo. Me ofrece asiento al otro lado de su mesa. Le cuento mis penas y dice que él me lo hace todo, pero que vamos un poco justos de tiempo, porque para el visado se necesitan muchas cosas. Pero yo las tengo todas, digo. Mirada escéptica. Empieza a enumerar. Carta de invitación, con sello abajo. Como esta. Cuestionario de Internet firmado. Como este. Certificado de asistencia sanitaria en viaje. Como este. Dos fotos. Como estas. Se muestra sorprendido: –Es la primera vez que recibo a alguien con todo correcto el primer día.

Le digo que es porque me ha asesorado uno que trabaja en el Consulado. Cara de asombro: –¿En el Consulado? Sí, uno pequeñito y encorvado, con un bigotillo… Entonces cae: –Ah, ya sé quién es. Ese chico tiene un problema: bebe demasiada cerveza. Yo creí que bebía otras cosas, por cómo apesta. Sí, sonríe, el otro día dentro del Consulado él hablaba con otra persona a tres metros y hasta mí me llegaba el olor. Entonces le hago la pregunta clave: –Así que este hombre ¿trabaja allí? Respuesta: –No, éste estuvo muchos años en una empresa de mensajería y solía hacer trabajos para la Embajada. Ahora creo que ya no está en esa empresa y se dedica a hacer visados por su cuenta. ¿Por un casual, esa empresa está en la plaza de Getafe? Sí, cómo lo ha adivinado.

Todo encajaba ahora. El friki no tiene despacho. Trabaja en una mesa del bar de la plaza de Getafe, donde le conocen de cuando trabajaba en la empresa de al lado y donde ya empieza a darle al aguardiente desde bien temprano. La gente se busca la vida como puede. Queda decir que salí de la oficina con un resguardo a cambio de mis 95€. Más la firme promesa de que mi visado estaría el lunes 29 de agosto, porque suelen dar preferencia a este tipo de peticiones, por encima de los visados turísticos, que vienen a tardar cerca de dos meses. Llevaba también una tarjeta de la empresa, a la que podía llamar si el 29 no había tenido noticias suyas. Pero no me hizo falta llamarles, porque el 29 tenía listo mi pasaporte, con formalidad eslava. Como ven, no me sobraba demasiado tiempo. En fin, si un día se les ocurre ir a Rusia, ya saben por dónde andan en cuestión de plazos. Y no se fíen de los advenedizos.

        

3 comentarios:

  1. Magnífico relato. Pura literatura. Al terminar hay que leerlo otra vez para pillar las claves. Todo queda cerrado, aunque con flecos pendientes, como debe ser. Por ejemplo, ¿cómo es que semejante sujeto tiene llave de la embajada?

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    1. Gracias, amigo, quien quiera que sea. Tampoco hay que exagerar. La cosa se basa en un malentendido, en base al cual yo di por hecho que el tipo trabajaba en el Consulado. Desde entonces, toda su estrategia tendía a que quedásemos en cualquier otro sitio. La mía, en cambio, era la contraria. Con las explicaciones del hombre del final se cierran casi todos los temas, pero queda algún cabo suelto, como el que usted dice. He llegado a pensar que el amigo del primer día (como casi no habló, no sé si era español o ruso), era alguien que sí trabajaba en el Consulado y que le dijo: mira eres un pesado, no acabas nunca, te dejo mi llave y te espero fuera con una cerveza. Pero no dejes de devolvérmela. Podría ser una explicación. Pero yo no vi que le diera llave alguna. Misterios.

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  2. Otro misterio. El tipo decía que me iba a cobrar 45€. Pero el visado cuesta 35. ¿Le merecía la pena todo ese pollo para ganar 10€? ¿Oe pensaba cobrar 46 además de los 35 del visado? En este segundo caso, ¿pensaba que a mí me compensaba confiar en él para ahorrarme 15€?
    Si esto fuera un relato imaginario, este detalle sería un fallo importante. Siendo real, a saber lo que tenía este buen hombre en la cabeza.

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