martes, 17 de noviembre de 2015

449. Las cosas han cambiado

Sobrecogido, como no podría ser de otra manera, con la barbarie yihadista, he de confesar que me he llevado un gran disgusto, pero no una gran sorpresa. La sorpresa me la llevé el 11 de septiembre de 2001, cuando vi derrumbarse, una detrás de la otra, las Torres Gemelas, esas torres que tenían una parada de Metro, exclusiva para ellas, que cada mañana vomitaba directamente al hall a la multitud de oficinistas que trabajaban allí arriba, unos tipos que acudían a diario en traje y corbata, tal como mi hijo Kike sale ahora de casa muchos días (cuando no está haciendo una auditoría a una empresa externa) y ha de presentarse en la sede central de Ernst & Young, en la Torre Picasso, edificio construido en el centro del complejo financiero AZCA, según proyecto del arquitecto Minoru Yamasaki, el mismo que construyó las Torres Gemelas.

Ese día comprendí de repente que el maravilloso mundo en paz de la segunda mitad del Siglo XX, en el que había tenido la inconmensurable suerte de vivir la mayor parte de mi vida, se había venido abajo. Porque la cúpula que lo resguardaba, y bajo la que yo me sentía seguro, tenía un techo de cristal muy frágil. Tanto como para que unos desalmados lo hicieran saltar en pedazos. Ese día empezó el Siglo XXI. Lo del otro día en París es una manifestación más de lo mismo, como también lo fue el 11-M de Madrid. Los bárbaros, esos falsos islamistas que matan sobre todo a correligionarios, han hecho un nuevo movimiento en su ajedrez macabro. Ya saben que no pasa nada si decapitan a diez o doce periodistas y cooperantes, lo filman cuidadosamente, editan el vídeo con una música sobrecogedora y hortera y lo cuelgan en la red para que todo el mundo lo vea y se acojone debidamente. Tampoco si meten a un jordano en una jaula, lo queman vivo y repiten el proceso de filmación, edición y publicación.

Ni siquiera el hecho de que derriben un avión lleno de turistas rusos, camuflando una bomba entre los equipajes, hace tambalearse un milímetro los cimientos de esta sociedad occidental, que olvida tan pronto las amenazas. Que está formada por gente que trabaja, ama, se divierte y se desarrolla libremente como personas individuales, liberadas del yugo de la religión. Un yugo que nos quitamos no hace tanto: no hay que retroceder mucho en la historia para encontrar en la sociedad cristiana similares grados de crueldad y barbarie. Pero ahora hemos superado todo eso. Ahora hacemos una vida laica y urbana. Somos ciudadanos del mundo. Y llega el Friday night y salimos a pasárnoslo de cojones viendo un concierto, o un partido de futbol, o tomando una copa con los amigos en una terraza, aprovechando este insólito veranillo de San Martín. Nada de eso pueden tolerar estos cabrones. Ellos piensan que vivimos en pecado. Quieren que volvamos a esa Edad Media en la que ellos se encuentran a sus anchas, cultivando su odio.

En sus países más pacíficos, como Arabia Saudí, o Irán, la mujer ha de cubrirse con un pañuelo. Y casarse con un novio elegido por sus padres, al que nunca ha visto. Y no puede conducir un automóvil sin permiso de su marido. Y, si tiene un poco de mala suerte, hasta puede que le hayan rebanado el clítoris a los cinco años, con un cuchillo de cocina. Malditos sean para siempre los fanáticos. Estos fascislamistas (así los define con precisión Bernard-Henri Lévy) llevan en su propia práctica su final anunciado. La gente, en su mayoría, es buena, tranquila y miedosa. No pueden arrastrar a sus filas a muchos más desclasados y desheredados del mundo, que los que ya tienen. Y perderán la guerra. Pero antes harán mucho daño. Esto no se ha terminado. Desde el 11-S yo ya sé que estas cosas pasan, que te pueden pillar en medio y que hay que acostumbrarse a vivir con esa amenaza. 

Así que nada cambió el viernes. Yo salí del trabajo a las 4 en dirección a la provincia de Badajoz, en el punto en que se encuentra con las de Ciudad Real y Córdoba. Se me hizo de noche y no veía ni hostia, pero no crean que cometí una imprudencia y puse en riesgo mi vida. Lo que no veo bien son los letreros con las indicaciones, así que mi riesgo era perderme. No tengo GPS y llevaba una hoja de indicaciones en papel. De vez en cuando, ponía el doble intermitente, me arrimaba al arcén y consultaba mi hoja de ruta. Milagrosamente conseguí llegar por mis medios al albergue de Zarza Capilla, a unos 350 kms. de Madrid, la mayor parte por carreterillas secundarias. El albergue está radicado en la antigua Casa-Cuartel de la Guardia Civil. El pueblo tiene un núcleo antiguo, sobre un cerro, y un barrio nuevo de casas bajas en cuadrícula, construido por Regiones Devastadas, cuyas calles se llaman del Generalísimo, del General Mola, de la Guardia Civil o de la División Azul. Allí es donde está el albergue.

Por la noche supimos de los atentados de París, confirmamos que mi sobrina Elena, su marido y sus tres hijos estaban bien, aunque aterrorizados (viven en la calle del Bataclan, a menos de 100 metros del lugar), y nos fuimos a dormir. El albergue tenía cuartos de tres camas, con un núcleo de baños y duchas a compartir entre tres habitaciones, es decir, nueve personas en utilización unisex, lo que rememoraba nuestros viajes a campings hace una eternidad. En esas habitaciones, ahora de tres camas, vivía antaño un guardia civil con su familia. Ahora, las cosas han cambiado. Ahora 10.000 guardias civiles se manifiestan por el centro de Madrid para pedir homologación de sus condiciones con las de la Policía Nacional. Sucedió el sábado de este mismo fin de semana.

El sábado y el domingo madrugamos para hacer nuestros recorridos previstos, por el entorno de los pueblos de la zona: Capilla, Peñalsordo, Zarza Capilla y Cabeza del Buey. Todos ellos de la comarca de La Serena, a un costado del pantano del mismo nombre. Zona de pastos, de olivares, encinas y alcornoques. Alguna cueva con pinturas rupestres catalogadas. Viejas aldeas estratégicamente encaramadas en los cerros de la dehesa. Y buenas vistas al pantano, al otro lado del cual se localiza la llamada Siberia extremeña, así designada por su escasa población. El pantano de La Serena, fue en su día el  mayor de Europa. Ahora es el segundo, tras el de Alqueva, construido años más tarde en la raya de Portugal. Ambos están en el río Guadiana.

El pantano de La Serena tiene la particularidad de que no cuenta con aprovechamiento hidroeléctrico: es sólo para regadío. Se construyó a finales de los ochenta, para ampliar la zona de cultivos del Plan Badajoz, programa franquista por excelencia. No es de extrañar que la población de la zona, dedicada a la agricultura, conserve una cierta fidelidad al régimen anterior, en el que dieron el salto desde la más absoluta miseria a un grado de bienestar aceptable. En los bares se nota ese salto, se come bien y los aseos están muy limpios. Escuché el otro día en la radio que uno de los indicadores más fieles del progreso de una sociedad es el uso que se hace de la escobilla en los wáteres públicos. Llegar al excusado y encontrarlo lleno de pinturas rupestres, indica que estamos en una zona muy atrasada. En Extremadura, eso ya no sucede: las cosas han cambiado.

Regresé en la tarde del domingo con menos problemas, porque la noche me pilló en la zona de autopista. En realidad, estoy a la espera de recoger las gafas que ya tengo encargadas en un óptico, y con las que voy a ver de lejos como un auténtico dios. Esto sí que va a ser un cambio contundente. Como el que he sufrido en mi trabajo. Lo cierto es que aparentemente todo sigue igual, pero yo me siento algo más respaldado. Me han designado como representante del Área de Urbanismo en otras dos comisiones municipales, una que tiene que ver con las redes de ciudades y otra con la aplicación de la Ley de Transparencia. Todo es un poco caótico, pero me estoy divirtiendo. La semana pasada tuve un poco más de tiempo libre, fue como la calma que precede a la tormenta, pero no sé hasta cuando voy a poder seguir manteniendo un ritmo de escritura de posts tan alto. Aquí también, las cosas han cambiado. 

Bob Dylan escribió en los 60 una canción que se llamaba Los tiempos están cambiando. Mucho después tuvo oportunidad de intuir que las cosas ya habían cambiado. En el año 2000, los productores de la película Wonder Boys, que en España se llamó Jóvenes Prodigiosos, tuvieron la ocurrencia de encargarle una canción para la película. Habían olvidado que estaban tratando con un genio. La película, en la que actúan Michael Douglas, Robert Downey jr y Toby Mc Guire, entre otros, pasó sin pena ni gloria. Pero Dylan, que no acostumbra a componer música por encargo, se salió con la maravilla que les pongo abajo: Things have changed (Las cosas han cambiado). El tema tuvo tal repercusión que fue premiado con el Oscar a la mejor canción en la ceremonia celebrada el 25 de marzo de 2001. Dylan recibió el premio menos de seis meses antes de que las cosas cambiaran de verdad el 11 de septiembre de ese año del Señor. Súbanle el volumen y vean el vídeo. Tal vez les mejore un poco la moral.



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