miércoles, 11 de noviembre de 2015

447. Forever young

Esta semana he alterado mi ritmo de actividades deportivas, debido a dos cosas: que el lunes era festivo en Madrid, lo que me impidió correr (los festivos son para descansar), y que este viernes tampoco podré salir a entrenar porque me voy por la tarde en coche a una zona que todavía no he logrado ubicar en el mapa, pero que por lo visto es conocida como la Siberia extremeña, para una nueva excursión del grupo senderista al que pertenezco. En principio, eso de la Siberia extremeña produce un cierto escalofrío, me dicen que está cerca de la provincia de Ciudad Real, ya les contaré. Existe también una Siberia aragonesa; yo creo que esas denominaciones se deben a que nuestra piel de toro está en un proceso irreversible de desertización y eso genera amplias extensiones con aspecto de estepa (buenos polvorones), aunque nunca con el frío clima de la Siberia  original.

El caso es que, como les iba diciendo, esta semana me quedaban únicamente tres tardes útiles para hacer deporte y las he distribuido de una manera lógica: ayer salí a correr, hoy iré a nadar y mañana otra vez a correr. No sé si fue debido a que venía de un fin de semana con un día extra de descanso, o si también contribuyó el excelente tiempo de este veranillo de San Martín que nos está regalando el cambio climático. El caso es que en un momento de mi carrera lo vi claro: tenía que estirar el recorrido y llegar a los 8 kilómetros. Así lo hice y parece que la espalda no se me resintió más de lo previsible. Mi problema con la espalda no se acaba de solucionar, más bien habría que decir que me he acostumbrado a convivir con él (eso se llama resiliencia, me dicen). He comprobado que, parando del todo durante meses, no se me quita, pero al mismo tiempo percibo con claridad que, cada vez que salgo a correr, el dolor evoluciona, lo que quiere decir que está relacionado directamente con esta práctica tan poco habitual en un casi-abuelo de 65.

Ya lo ven: si paro de correr me duele la espalda, y si corro también. Es como la vieja canción: me matan si no trabajo y si trabajo me matan. Pero habrá que seguir, mientras el cuerpo aguante. Esto de envejecer es una murga, pero no hay alternativa y, dependiendo de cómo te lo tomes, lo llevas mejor o peor. Hay gente que está convencida de que la edad de oro son los veinte. Que luego todo es decadencia. Sinceramente, yo recuerdo los veinte como una época de inseguridades, de anhelos nunca cumplidos, de hormona a tope guiando mis pasos todo el rato hasta un muro infranqueable. Cada edad tiene su punto bueno y sus inconvenientes. Los sesenta también pueden ser cojonudos. Lo que pasa es que hay que mantener el ánimo. Hay gente que incluso llega al extremo de decir que la verdadera edad de oro son los nueve meses que se pasan dentro del útero materno, que uno empieza a deteriorarse y envejecer desde el momento mismo en que nace (por eso lloran los bebés al nacer, porque se dan cuenta de la putada que supone, de que han perdido para siempre su paraíso, como Adán).

No cuenten conmigo para semejantes líneas mentales. Yo he disfrutado a todas las edades, me he adaptado y me lo he pasado de puta madre hasta en la mili. En estos últimos tres años mi desempeño laboral ha sido muy frustrante, pero me he defendido de ello escribiendo un blog y ahora mi vida es en parte literatura, puesto que el requerimiento de contar todo lo que me va pasando, sin duda influye también en lo que hago. Es decir, que todo lo que hago, ha de ser correcto y pertinente, si no ¿cómo podría contarlo luego? Si Artur Mas tuviera un blog, seguro que habría tomado otra deriva. El blog es para mí una presencia vigilante, como ese Dios de los creyentes, que está en todas partes y vigila todas sus actuaciones. Los beatos auténticos dicen: yo no hago nada pecaminoso o incorrecto, ni siquiera cuando no me ve nadie, porque me vería Dios. Mi caso es parecido: procuro ser buena gente todo el rato, porque, si hago una pirula, no la podré contar en el blog.

De todas formas, los nueve meses en el seno materno deben de ser la felicidad suprema, yo creo que, muy adentro en el subconsciente, tenemos un recuerdo nítido de ese tiempo maravilloso. Flotar sin nada que hacer, en un líquido delicioso a la temperatura justa, sin tener que preocuparte de comer, ni conducir, ni ir al trabajo, ni pagar el recibo de la luz. Ese es ciertamente el paraíso perdido. Ya lo cantaba Juan Luis Guerra: Quisiera ser un pez/para tocar mi nariz en tu pecera/y hacer burbujas de amor por donde quiera/mmmm… pasar la noche entera/mojado en ti. Una bonita letra, aunque otros la entendían en un sentido más libidinoso. La gente es que siempre está pensando en lo mismo, oyes.

Así que ya lo saben, ayer corrí ocho kilómetros y estoy tan fresco, algo que me enorgullece, aunque soy consciente de que en cualquier momento puede llegar el típico giro del destino y trastocar todos mis planes. La verdad es que mis historietas habituales carecen de la menor importancia, no tienen un componente épico o significado profundo que pudiera justificar el interés de mis lectores. Se trata simplemente de la sencillez de lo cotidiano y contarlo de una manera desenfadada y sin mayores pretensiones. Encontrar lo universal en las entrañas de lo cotidiano, como pedía Unamuno. La semana pasada, por ejemplo, mis actividades laborales me llevaron a atender a una delegación de la KAMCO, Korean Assets Management Corporation, una importante agencia estatal de Corea del Sur, dedicada a la inversión en infraestructuras por todo el territorio de ese lejano país. Les cuento como surge esta historia. 

Un día como otro cualquiera, abro el Outlook y me encuentro un correo cuyo remitente es:  황인영. Me escribe a mí, con copia a  김석구 y también a 배승태. Fastuoso. Por fortuna, el texto está en inglés. Una deliciosa señorita, que se llama Inyoung Hwang, a la que no tengo el gusto de conocer, me cuenta que la KAMCO es una institución importantísima en Corea, y que una delegación de cuatro personas de su staff se propone visitar Madrid. Que han contactado con la Embajada en Madrid y allí el cónsul Seunghee Suh les ha dado mi nombre y les ha dicho que soy la persona adecuada para atenderles, como ya he hecho en muchas ocasiones con visitantes de su tierra. Añade esta señorita que me supone muy ocupado, pero que sería suficiente con una entrevista de diez minutos (así de corteses son los coreanos). Que está deseando conocerme y espera mi respuesta. Y firma debajo: Inny.

Respuesta: Querida Inny, estoy a su entera disposición y será un placer atenderles. Aunque diez minutos es muy poco tiempo para una presentación de la ciudad en condiciones. Pero, si son tan amables de hacerme un hueco como de una hora en su apretado programa, estaré feliz de mostrarles mi presentación. Yo también estoy deseando conocerla y, además, le pido un pequeño favor: que me traiga una caja de té de ginseng rojo coreano, del que soy gran seguidor. Pero que, si esto último le parece inapropiado, que lo olvide. Me contesta: lamentablemente ella no viene en la delegación, se limita a organizarles el viaje. Los cuatro de KAMCO llegarán el día 4 a la una de la tarde. Tras ir a su hotel, vendrán a mi oficina con tiempo suficiente para escuchar mi presentación y hacerme preguntas. Y, por supuesto, traerán el té para mí. Ella intentará apuntarse a la próxima visita, porque también está deseando conocerme.

He buscado imágenes por su nombre en Google y me salen unas bellezas espectaculares, pero estoy seguro de que ninguna de ellas es mi soñada Inny. Deben de ser un nombre y un apellido muy comunes en Corea. El caso es que el día 4 bajé a comer algo a las 13.30, para tener tiempo de atender a los coreanos, a los que no esperaba antes de las 14.30. Me acababa de pedir unas lentejas, cuando me sonó el teléfono. Era una chica coreana que trabaja como intérprete para la Embajada. Estaba con los cuatro coreanos. Habían consultado el plano de Madrid y descubierto que mi oficina está muy cerca del aeropuerto. Así que habían decidido cambiar el programa: dejar los equipajes en una consigna, tomar el Metro y venir a verme. Y luego volver al aeropuerto y, ya con las maletas, coger unos taxis a su hotel en el centro. Estaban ya en el Metro y por el altavoz acababan de anunciar: próxima parada Campo de las Naciones.

Les dije que me esperaran en la boca del Metro sin moverse de allí. Me acabé las lentejas y la cerveza a la carrera y salí enseguida a buscarlos. Tras saludarles con un annyong haseyó, los acompañé al edificio municipal de mi destierro y estuve con ellos casi dos horas, porque no hablaban ni patata de inglés y la intérprete no sabía nada de urbanismo, inconvenientes que estiraron mucho la traducción sucesiva. Yo en coreano sólo sé decir annyong haseyó (hola) y kamsahamnidá (muchas gracias). Esto último se lo repetí varias veces al ver que me traían, no una, sino dos cajas de te de ginseng rojo coreano (cada caja suele traer unas cien bolsitas, así que ya tengo hasta mi entierro). Sólo sé decir eso, pero le doy la entonación adecuada y hago el gesto pertinente, doblándome por la cintura con las palmas de las manos colocadas a los lados de las piernas. Había estado practicando por la mañana con mi hijo, que es experto en protocolo coreano. Lo malo es que me vio mucha gente de la que en ese momento salía de la oficina y debieron pensar que me había vuelto loco. 

Así que, aquí me tienen. Con mi nueva remesa de té de ginseng rojo coreano, forever young. Como Bob Dylan. Súbanle el volumen y disfruten: es un verdadero himno. Y que pasen una buena tarde. 


     

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